El espíritu de
la «catástrofe marciana» se instaló en el comedor de oficiales del Gueorgui
Sedov. Nadie experimentaba ya deseos de contar las aventuras árticas; los
marineros y los hombres de las estaciones polares recordaban los detalles de la
explosión en la taiga, se excitaban, discutían... Nuestro «Decamerón
septentrional», como decía el capitán, había encallado sobre un banco de
arena...
—A usted,
Alexander Petrovich, le corresponde volver a ponerlo a flote —se dirigió a mí,
riendo—. Que el escritor nos cuente ahora algo fantástico, puesto que el mensajero
del Cosmos nos ha dejado en esta disposición de ánimo.
—¡Sí, sí! —se
animaron los presentes—. ¡Cuéntenos algo de lo cual no pueda creerse una sola
palabra!
—Y la nave
interplanetaria, ¿creyeron en ella? —inquirí, bromeando.
—Los
americanos dicen: «Nosotros creemos en Dios; el resto se paga al contado». En
mi opinión, hay muchas cosas que podrían ser adquiridas a cambio de mi dinero.
—Tantas, que
no podrían rechazarse —observó el piloto, un hombre de una estatura enorme,
siempre silencioso, calzado con unas flexibles botas de piel de perro. Tenía
que escoger el emplazamiento para un aeródromo sobre una de las islas, lo que
explicaba su presencia a bordo del Sedov.
—Imposible
creerlo... Pero imposible también rechazarlo —dijo pensativamente Netaiev, el navegante.
—Entonces,
¿quieren que cuente una cosa en la cual no sea posible creer? —pregunté,
habiendo ya decidido colocar entre los relatos poco complicados sobre la vida
ártica que había oído aquí la historia de una vida distinta, increíble,
imposible, pero...
Al principio
me escucharon con una leve desconfianza, con una sonrisa condescendiente o
estimulante, la misma quizá que esboza el lector al volver esta página, en
espera de una ficción...
En mi relato
se tratará del presente, de una sola entrevista en una estancia triste con el
techo lleno de manchas de humedad y las mesas cubiertas de manchas de tinta del
aeroclub central Tchkalov en Tuchino, en los alrededores de Moscú.
Aquel día, yo
estaba de servicio en el aeroclub. No, no soy aviador, no se asombren.
Aficionados a la astronáutica, habíamos creado hace unos años una sección de
astronáutica, una organización que se proponía favorecer los futuros viajes
interplanetarios. En fecha no demasiado lejana se burlaban de nosotros,
llamándonos «lunáticos» a causa de nuestro sueño de volar un día hacia la Luna.
Lo soportábamos todo estoicamente, hacíamos propaganda de nuestra querida
astronáutica, tratando de reunir a nuestro alrededor a todos aquellos a los
cuales podíamos comunicar la fe en los viajes cósmicos; habíamos creado toda
clase de comités: astronavegación, técnica de reacción, astronomía y biología
del vuelo cósmico, etc. Ahora ya no se burlan de la sección de astronáutica,
que cuenta entre sus miembros a numerosos sabios, famosos aviadores, estudiantes,
ingenieros, escritores... personas jóvenes, personas de edad madura, ancianos,
investigadores, pedantes y soñadores..
En resumen, en
mi calidad de organizador de la sección de astronáutica tuve ocasión, a raíz
del lanzamiento de los primeros satélites artificiales de la Tierra, de estar
al servicio del aeroclub. Después de haber charlado amistosamente con dos
muchachas y un joven que soñaban con volar nada menos que a Marte, al quedarme
solo me dediqué a ojear las cartas que habían llegado.
Había algunas
muy interesantes. Un joven escribía:
«Tengo
dieciocho años, acabo de terminar mis estudios secundarios, no he hecho nada
aún en la vida y quisiera hacer mucho por la ciencia. He oído decir que se
proyectaba poner un perro en el satélite artificial de la Tierra para enviarlo
al espacio cósmico. Desde luego, es más importante para la ciencia que el lugar
sea ocupado por un hombre. Les ruego que accedan a ayudarme a ofrecer mis
servicios para el vuelo experimental al Cosmos. Estoy seguro de que tendría tiempo
de transmitir por radio todas mis sensaciones... Y vería el globo terrestre del
lado de las estrellas...»
Otra carta
estaba escrita por una mujer:
«Soy un ama de
casa, tengo cuarenta y seis años y no he hecho nada en la vida. Permítanme que
sirva a la ciencia y que me ofrezca para el estudio del estado del cuerpo
humano en el curso del vuelo cósmico. Sé que no todos los cohetes regresan...»
Un mecánico de
los ferrocarriles de Transbaikalia escribía:
«Soy un
apasionado de la técnica, entiendo mucho de mecanismos y estoy dispuesto a
estudiar. Podría ser útil como miembro de la tripulación de una nave
cósmica...»
Dicho sea de
paso, en nuestro país y en el extranjero hay decenas de millares de hombres que
arden en deseos de tomar parte en los próximos viajes cósmicos.
Medité en esta
particularidad asombrosa del carácter humano. ¿Cuál es la fuerza que empuja al
hombre hacia las estrellas, que le arranca de la Tierra? ¡Es la sed de
conocimientos, una sed ardiente, insaciable, inextinguible! La misma que empujaba
a los exploradores polares, hombres apasionados, poseídos en el sentido más
noble de la palabra, avanzando siempre a través de los hielos infranqueables,
de las tormentas de nieve y del frío hacia un punto misterioso llamado polo y
representado en los mapas por una mancha blanca... La misma fuerza que
impulsaba a los audaces navegantes a cruzar las vastas extensiones de los
océanos, desafiando todos los peligros, en busca de unas tierras lejanas,
bellas porque eran desconocidas... La que guía a los intrépidos que escalan las
paredes heladas de una cima inviolada, inaccesible, sobre la cual no hay nada a
excepción de un viento impetuoso, una vista deslumbrante y una sensación
embriagadora...
Los objetivos
y las alturas hacia las cuales tiende hoy el hombre no tienen comparación con
nada de lo que alcanzó hasta ahora.
Así es la
naturaleza humana, admirable por ello...
Le vi en el
momento en que cruzaba el patio del aeroclub. Me disponía a entrar, pero me
quedé, como si supiera que venía a verme. Había captado algo raro en él, o en
su porte, no sabría decirlo, cuando se dirigía hacia la puerta de entrada.
Aquella
sensación se acentuó cuando le vi de cerca (¡Efectivamente, venía a verme!). No
era su pequeña estatura, ni sus movimientos tímidos, ni la evidente
desproporción del cuerpo, de los brazos y de las piernas, ni siquiera su cráneo
abombado y completamente desprovisto de cabellos... Lo que me impresionó fue la
expresión de sus grandes ojos inteligentes, alterada por los cristales increíblemente
convexos de sus gafas. Estas acercaban a mí sus enormes ojos, un poco tristes,
penetrantes e infinitamente comprensivos.
Atribuí a
aquellas gafas extraordinarios la impresión que me había causado el visitante y
le ofrecí un asiento.
Después de haber
dejado sobre la mesa un voluminoso manuscrito, me miró con una amable sonrisa y
captó, sin duda, un leve espanto en mis ojos, tal vez incluso comprendió que yo
tenía que leer demasiados manuscritos y que me inspiraban cierta aprensión. El
caso es que dijo:
—No, no se
trata de una consulta literaria.
Le miré con
aire interrogador.
—Sé que es
prematuro aún hablar de un viaje interplanetario real, de la composición
eventual de la tripulación... Aunque, Quizás, no falten ya los solicitantes.
Por eso quisiera, desde este momento, obtener el apoyo de su sección.
El que tenía
delante de mí no era un hombre joven, no podía bromearse con él, comprometerle
a estudiar los dominios de las ciencias que algún día necesitaría un
astronauta.
Comprendió mi
pensamiento, no sé cómo, y me dijo que no era astronauta, ni geólogo, ni
médico, ni ingeniero. Buscaba un apoyo para asegurarse una plaza entre los
miembros de la tripulación del primer navío que partiera hacia Marte, porque...
porque todo el mundo tenía derecho a regresar a su punto de origen.
Me sentí
incómodo. Recordé haber leído en 1940 la carta del director de unos grandes
almacenes de Sverdlovsk que solicitaba también que le ayudaran a regresar a
Marte. En todos los demás aspectos aquel hombre era completamente normal.
El visitante
sonrió. Leí en sus ojos que también esta vez lo había comprendido todo.
¡Diablo!
Quizás en Marte habían renunciado a comunicar sus ideas con ayuda de las ondas
sonoras, es decir, haciendo vibrar el aire. Me di cuenta de que no solamente
él, sino también yo, adivinaba sus pensamientos... Lo más fácil era tomarle por
un enfermo...
—Sí —dijo el
visitante—. Al principio me encerraron varias veces en clínicas mentales, hasta
que comprendí que era inútil tratar de convencer a los hombres.
Me pregunté si
no sería suya la carta que había leído un día, antes de la guerra.
El visitante
señaló el manuscrito.
—Hubiera
podido escribirlo en ruso o en inglés, en francés o en holandés, en alemán, en
chino o en japonés, empleando una de las escrituras que se usan en la Tierra...
Tratando de
ser cortés, abrí el manuscrito y enarqué las cejas al ver la página cubierta de
extraños signos. ¿Qué significaba aquello? ¿Una mixtificación? ¿O un síntoma de
enfermedad?
—A un ser
razonable le resulta imposible —continuó el visitante— inventar en la soledad
un idioma desconocido, transmitiendo con toda su expresividad las ideas y los
sentimientos comprensibles para los hombres; a un ser razonable le resulta
imposible, si se encuentra solo, inventar una escritura para transcribir todas
las riquezas de un idioma semejante. Comprenderá usted que este manuscrito sólo
ha podido ser escrito por el representante de una tribu lejana, antigua, sabia,
que existe efectivamente en un mundo severo en vías de aniquilamiento.
—Pero, ¿cómo
leerlo? —exclamé, no pudiendo contenerme.
Inmediatamente,
capté detrás de las maravillosas gafas la expresión de una afectuosa bondad.
—Durante el
último siglo, la civilización terrestre ha dado un verdadero salto. Han pasado
ustedes de la comprensión de la ley de conservación de la energía a la
utilización de la energía de la materia, del oscurantismo a la creación de
máquinas que multiplican la fuerza del cerebro y lo reemplazan en muchas de sus
funciones. Me siento feliz al saberme contemporáneo del florecimiento de esta
civilización en un planeta joven y rico que, poseyendo una masa suficiente, no
pierde su atmósfera ni su agua y que nunca estará amenazado de muerte.
Yo había
comprendido ya a mi interlocutor.
—¿Y cree usted
—inquirí— que las máquinas de calcular electrónicas podrán descifrar este
manuscrito?
—Sus máquinas
lo leerán y usted comprenderá quién lo ha escrito.
Yo había
comprendido ya por quién había sido escrito. Me daba cuenta del carácter
ridículo e insólito de la situación, y mis manos temblaban. ¿Quién se
interesaría por esta entrevista, el mundo entero, o únicamente unos cuantos
alienistas?
Los ojos que
podían transmitir y leer los pensamientos me miraban a través de los cristales
convexos de las gafas. Ante aquellos ojos, ¿eran posibles la mentira o la
doblez, la falsedad o la hipocresía?
Nos separamos,
mi visitante y yo, tras convenir en que volveríamos a encontrarnos en aquella
misma estancia pasados seis meses, exactamente.
Y luego...
luego salí de viaje a bordo del Gueorgui Sedov y aquí estoy desde hace muchos
meses.
—¡Un momento!
—dijo el navegante Netaiev, en tono casi indignado, alzando sus ojos claros y
dilatados en aquel momento—. ¿Y el manuscrito? ¿Qué pasó con él?
—Las historias
de locos siempre tienen algo de divertido —observó alguien.
Netaiev,
irritado, se volvió hacia él.
—Creo que el
relato no ha terminado —dijo el capitán, y me miró, acechando mi respuesta.
—Desde luego
que no —admití.
—¿Tiene usted
el manuscrito? —inquirió vivamente Netaiev—. ¿Podríamos echarle una ojeada?
—No. No lo
tengo. El relato, en efecto, tiene una continuación. Después de la entrevista
que acabo de contar, un sabio muy notable acudió a nuestra Unión de Escritores.
Su nombre es pronunciado con respeto por los matemáticos del mundo entero. Se trata
de un hombre muy interesante. Un tipo nuevo de sabio. Alto, bien formado, de
aire deportivo, excelente jugador de tenis, buen ajedrecista, conocedor de la
literatura... El y yo discutíamos mucho acerca de cuestiones literarias.
Después de la Revolución, a la edad de dieciséis años, empezó sus estudios
universitarios; a los veinte años era ya licenciado, y al cumplir los
veintiocho fue elegido académico.
—¡Oh! ¡Ya sé
de quién se trata! —exclamó Netaiev.
—El sabio nos
habló de la técnica electrónica del cálculo. Indudablemente han oído ustedes
hablar de las máquinas cibernéticas capaces, no sólo de realizar los cálculos
más complicados, que requerirían los esfuerzos de varias generaciones de
matemáticos, sino también de resolver problemas lógicos, poseyendo una memoria
llamada electrónica, es decir, capaces de traducir con la ayuda de un
diccionario automático de un idioma a otro, e incluso de revisar el texto
traducido.
Cuando le
llevé a mi casa en mi automóvil, el académico me confió que había realizado un
audaz experimento... Había presentado a la Gran máquina de calcular electrónica
de la Academia de Ciencias, capaz entre otras cosas de jugar pasablemente al
ajedrez, un programa según el cual tenía que adivinar el tema de una obra de
teatro con la sola lectura de la lista de los personajes. Cuando se trataba de
una obra mediocre, estereotipada, en la cual todo se hallaba efectivamente
distribuido de antemano, la máquina indicaba con precisión quién era el bueno o
el malo, cuándo el profesor engañaría a la pobre estudiante, cuándo
intervendría el profesor noble, y cuál sería el final, feliz, por supuesto...
Pero, tal como
me dijo el académico, la máquina electrónica poseía además una facultad de las
más valiosas. Podía realizar centenares de miles de tentativas por segundo, y
dentro de poco llegaría al millón por segundo. Aplicando el método de
eliminación, utilizando una enorme cantidad de tentativas, podía descifrarse en
muy poco tiempo toda clase de escrituras secretas, todas las claves... El
académico hizo observar que los jeroglíficos egipcios y la escritura cuneiforme
hubieran podido ser descifradas por las máquinas en un plazo muchísimo más
breve que el que invirtieron los sabios del siglo pasado...
Era lo que yo
esperaba, como tal vez habrán supuesto ustedes.
Prudentemente,
le conté al académico la historia del extraño visitante y de su manuscrito.
Estalló en una risa juvenil y contagiosa. Confieso que quedé un poco
desconcertado por su actitud. Continué conduciendo en silencio. Cuando llegamos
a la calle Bolchaia Kalujskaia, el académico se apeó y me estrechó la mano.
Reteniéndola unos instantes, me dijo, con aire travieso:
—Bueno, vamos
a arriesgarnos. Tenemos una máquina experimental. Por las noches está libre. Si
consigue usted convencer a mis colaboradores, los jóvenes... Podríamos tratar
de descifrar algunas páginas del principio...
—Y del final
—añadí.
De nuevo se
echó a reír.
—A condición
de que sean descifrables.
Cuando me
presenté en la Academia de Ciencias con el manuscrito, los jóvenes colaboradores
del académico, advertidos ya por su jefe, me esperaban con impaciencia y se
echaron sobre el manuscrito, hojeándolo, discutiendo qué programa de
desciframiento convendría proponer.
¡Ah, el
programa de desciframiento! ¡Cuántas veces hubo que cambiarlos!
—¿No se
llegaba a ningún resultado? —inquirió Netaiev.
—No. Muchos de
los científicos se dieron por vencidos. En cuanto al académico, reía, bromeaba,
pero... intervenía y proponía otro programa.
—¿Y luego?
—Transcurrieron
varios meses... Un día, el académico declaró que, manejada correctamente, una
máquina cibernética podía descifrar incluso la iluminación nocturna de la
ciudad en forma de una obra poética... De pronto, pareció entreverse el
principio de algo coherente. El académico cesó de bromear, se mostró irritable,
exigente... La máquina descifraba ahora no sólo durante la noche, sino también
durante el día. Los cálculos de filtración del agua a través de una presa
quedaron marginados; alguien los reclamaba imperiosamente, en tanto que
nosotros... presentábamos un nuevo programa a la máquina, ahora con más
seguridad.
—¿Leyó usted
el manuscrito? —inquirió Netaiev.
—Sí, las
primeras páginas.
—¿Y qué? ¿Y
qué?
—Pues bien, la
máquina de calcular eléctrica, aumentando la capacidad del cerebro humano, del
mismo modo que una excavadora a vapor aumenta la potencia de los músculos,
descifró las primeras páginas del diario escrito, día por día, por un Marciano
que en circunstancias trágicas se había quedado en la Tierra, en 1908...
Imaginen mi
emoción cuando a través de los ojos de un ser llegado del mundo de los
desiertos marchitos, descubrí la belleza generosa y pródiga de nuestro planeta,
la multitud infinita de sus formas vegetales asombrosas, deslumbrando la
imaginación del extranjero con su diversidad inconcebible, nuestro mundo animal
desarrollado en miríadas de pequeños arroyos independientes de la vida, cada
uno de ellos de una belleza perfecta a su manera... Y, en la cumbre, el hombre,
dueño de la naturaleza, que el representante de otro planeta había encontrado
por fin...
¡Ah! ¡Cómo le
impresionó el hecho de que los seres de la Tierra se parecieran a él, habitante
del lejano Marte! Es cierto que los seres de la Tierra, los hombres, pensaban,
intercambiaban sus ideas de un modo raro, haciendo vibrar el aire, produciendo
unos sonidos con ayuda de los cuales no sólo podían dar a conocer las ideas,
sino también disimularlas...
Aquel
visitante de otro planeta trató de imitar a los hombres, hasta conseguir
anunciarles quién era por medio de la reproducción de sonidos. Pero los
comerciantes siberianos y el uriadnik sólo vieron en él a un extranjero, y por
añadidura loco, y le encerraron en un manicomio.
Pasó cincuenta
años entre los hombres, escribiendo su diario. No hemos leído aún todas las
páginas, pero me he prometido a mí mismo descifrarlas todas y publicarlas en mi
novela El Marciano, que empiezo con este relato. En el diario del marciano
veremos a través de los ojos del representante de una tribu sabia y antigua que
en su viejo planeta había alcanzado la forma superior de la sociedad, que, hace
millones de años, había pasado la fase del desarrollo que nos es contemporánea,
a través de los ojos del marciano veremos nuestra vida, nos veremos a nosotros
mismos, nuestros actos y las relaciones entre los hombres puestos al desnudo
por sus gafas mágicas, veremos la mentira y la falsedad, la gazmoñería y la
hipocresía que no pueden existir, si la idea no es disimulada por una vibración
convencional del aire, y que no existirán cuando la mente de los hombres se
haya desarrollado del todo.
¿Qué opinó de
nosotros cuando empezó a conocernos? ¿Y más tarde, cuando fue testigo de las
guerras mundiales? ¿Qué pensó de unos seres que resolvían sus diferencias con
el derramamiento de sangre, que obligaban a otros a trabajar para ellos,
haciendo desgraciados a unos para hacer felices a otros?
Después de
haber leído el diario del marciano puede verse la vida terrestre desde un
observatorio inigualable... Y en las últimas páginas nos enteraremos de su
deseo de regresar a su planeta, tan inhóspito pero tan querido para él,
aportando la energía desbordante de los hombres que ayudarán a prolongar en
millones de años la vida sobre Marte, cada vez más árido.
Leeremos su
diario y comprenderemos qué clase de hombre... perdón, quiero decir de
marciano... era. Sí, me emociona pensar en nuestra nueva entrevista. ¿Acaso
alguno de ustedes no se sentiría emocionado al pensar que a su lado se
encontraba alguien llegado de nuestro futuro, que nos juzgaba de acuerdo con
las leyes de nuestro ensueño?
Se estableció
un breve silencio.
—¡Ah, si
pudiéramos leer todo el diario! —dijo finalmente Netaiev.
—Lo leerá
usted, se lo prometo —afirmé—. Pero, ¡un momento! Habíamos quedado en que no
creerían nada de lo que contara...
Netaiev
sonrió, con aire condescendiente, y el capitán me amenazó con el dedo:
—Si no nos
obligaran a efectuar la travesía del Sur, me gustaría ir a verle al aeroclub el
día que estuviera usted de servicio.
Subí al
puente. Resultan sorprendentes estas estrellas del Ártico. Diríase que están
más próximas que en ninguna otra parte.
Netaiev me
esperaba.
—Allí está
Marte —dijo, señalando una estrella rojiza.
Mirando
aquella lucecita de un mundo desconocido me quedé pensativo.
Guardamos
silencio durante largo rato. Luego, Netaiev murmuró:
—Allí... en la
sección de astronáutica... ¿no sería posible que me tuvieran en cuenta? Un
navegante... las estrellas le son familiares... En el Cosmos, yo podría ser
también un buen navegante.
Nos separamos
para ir a acostarnos.
Pero otro
hombre me esperaba. Era el piloto. Quería hablarme a solas.
Escuché su
petición y estreché su mano.
Los hombres
como él serán sin duda los que conducirán los primeros navíos cósmicos.
El Gueorgui
Sedov continuó su ruta bajo las estrellas.
FIN
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