Los dos hombres dejaron en
tierra el artefacto de cinc y se sentaron sobre él. Desde el lugar donde
estaban, a la trinchera, había aún treinta metros y el cajón pesaba. Era esa
la cuarta detención -y la última-, pues muy próxima la trinchera alzaba su
escarpa de tierra roja.
Pero el sol de mediodía
pesaba también sobre la cabeza desnuda de los dos hombres. La cruda luz lavaba
el paisaje en un amarillo lívido de eclipse, sin sombras ni relieves. Luz de
sol meridiano, como el de Misiones, en que las camisas de los dos hombres
deslumbraban.
De vez en cuando volvían la
cabeza al camino recorrido, y la bajaban en seguida, ciegos de luz. Uno de
ellos, por lo demás, ostentaba en las precoces arrugas y en las infinitas
patas de gallo el estigma del sol tropical. Al rato ambos se incorporaron,
empuñaron de nuevo la angarilla, y paso tras paso, llegaron por fin. Se tiraron
entonces de espaldas a pleno sol, y con el brazo se taparon la cara.
El artefacto, en efecto,
pesaba, cuanto pesan cuatro chapas galvanizadas de catorce pies, con el
refuerzo de cincuenta y seis pies de hierro L y hierro T de pulgada y media.
Técnica dura, ésta, pero que nuestros hombres tenían grabada hasta el fondo de
la cabeza, porque el artefacto en cuestión era una caldera para fabricar carbón
que ellos mismos habían construido y la trinchera no era otra cosa que el
horno de calefacción circular, obra también de su solo trabajo. Y, en fin,
aunque los dos hombres estaban vestidos como peones y hablaban como
ingenieros, no eran ni ingenieros ni peones.
Uno se llamaba Duncan
Dréver, y Marcos Rienzi, el otro. Padres ingleses e italianos,
respectivamente, sin que ninguno de los dos tuviera el menor prejuicio
sentimental hacia su raza de origen. Personificaban así un tipo de americano
que ha espantado a Huret, como tantos otros: el hijo de europeo que se ríe de
su patria heredada con tanta frescura como de la suya propia.
Pero Rienzi y Dréver,
tirados de espaldas, el brazo sobre los ojos, no se reían en esa ocasión,
porque estaban hartos de trabajar desde las cinco de la mañana y desde un mes
atrás, bajo un frío de cero grado las más de las veces.
Esto era en Misiones. A las
ocho, y hasta las cuatro de la tarde, el sol tropical hacía de las suyas, pero
apenas bajaba el sol, el termómetro comenzaba a caer con él, tan velozmente
que se podía seguir con los ojos el descenso del mercurio. A esa hora el país
comenzaba a helarse literalmente; de modo que los treinta grados del mediodía
se reducían a cuatro a las ocho de la noche, para comenzar a las cuatro de la
mañana el galope descendente: -1, -2, -3. La noche anterior había bajado a 4,
con la consiguiente sacudida de los conocimientos geográficos de Rienzi, que
no concluía de orientarse en aquella climatología de carnaval, con la que poco
tenían que ver los informes meteorológicos.
-Este es un país subtropical
de calor asfixiante decía Rienzi tirando el cortafierro quemante de frío y
yéndose a caminar. Porque antes de salir el sol, en la penumbra glacial del
campo escarchado, un trabajo a fierro vivo despelleja las manos con harta
facilidad.
Dréver y Rienzi, sin
embargo, no abandonaron una sola vez su caldera en todo ese mes, salvo los
días de lluvia, en que estudiaban modificaciones sobre el plano, muertos de
frío. Cuando se decidieron por la destilación en vaso cerrado, sabían ya
prácticamente a qué atenerse respecto de los diversos sistemas a fuego
directo, incluso el de Schwartz. Puestos de firme en su caldera, lo único que
no había variado nunca era su capacidad: 1.400 cm3. Pero forma, ajuste, tapas,
diámetro del tubo de escape, condensador,
todo había sido estudiado y
reestudiado cien veces. De noche, al acostarse, se repetía siempre la misma
escena. Hablaban un rato en la cama de a o b, cualquier cosa que nada tenía que
ver con su tarea del momento. Cesaba la conversación, porque tenían sueño. Así
al menos lo creían ellos. A la hora de profundo silencio, uno levantaba la voz:
-Yo creo que diecisiete debe
ser bastante.
-Creo lo mismo -respondía en
seguida el otro.
¿Diecisiete qué?
Centímetros, remaches, días, intervalos, cualquier cosa. Pero ellos sabían
perfectamente que se trataba de su caldera y a qué se referían.
Un día, tres meses atrás,
Rienzi había escrito a Dréver desde Buenos Aires, diciéndole que quería ir a
Misiones. ¿Qué se podía hacer? El creía que a despecho de las aleluyas
nacionales sobre la industrialización del país, una pequeña industria, bien entendida,
podría dar resultado por lo menos durante la guerra. ¿Qué le parecía esto?
Dréver contestó:
"Véngase, y estudiaremos el asunto carbón y alquitrán".
A lo que Rienzi repuso
embarcándose para allá.
Ahora bien; la destilación a
fuego de la madera es un problema interesante de resolver, pero para el cual
se requiere un capital bastante mayor del que podía disponer Dréver. En verdad,
el capital de éste consistía en la leña de su monte, y el recurso de sus
herramientas. Con esto, cuatro chapas que le habían sobrado al armar el
galpón, y la ayuda de Rienzi, se podía ensayar.
Ensayaron, pues. Como en la
destilación de la madera los gases no trabajaban a presión, el material aquel
les bastaba. Con hierros T para la armadura y L para las bocas, montaron la
caldera rectangular de 4,20 x 0,70 metros. Fue un trabajo prolijo y tenaz,
pues a más de las dificultades técnicas debieron contar con las derivadas de la
escasez de material y de una que otra herramienta. El ajuste inicial, por
ejemplo, fue un desastre: imposible pestañar aquellos bordes quebradizos, y
poco menos que en el aire. Tuvieron, pues, que ajustarla a fuerza de remaches,
a uno por centímetro, lo que da 1.680 para la sola unión longitudinal de las
chapas. Y como no tenían remaches, cortaron 1.680 clavos, y algunos centenares
más para la armadura.
Rienzi remachaba de afuera.
Dréver, apretado dentro de la caldera, con las rodillas en el pecho, soportaba
el golpe. Y los clavos, sabido es, sólo pueden ser remachados a costa de una
gran paciencia que a Dréver, allá adentro, se le escapaba con rapidez
vertiginosa. A la hora turnaban, y mientras Dréver salía acalambrado, doblado,
incorporándose a sacudidas, Rienzi entraba a poner su paciencia a prueba con
las corridas del martillo por el contragolpe.
Tal fue su trabajo. Pero el
empeño en hacer lo que querían fue asimismo tan serio, que los dos hombres no
dejaron pasar un día sin machucarse las uñas. Con las modificaciones sabidas
los días de lluvia, y los inevitables comentarios a medianoche.
No tuvieron en ese mes otra
diversión -esto desde el punto de vista urbano- que entrar los domingos de
mañana en el monte a punta de machete. Dréver, hecho a aquella vida, tenía la
muñeca bastante sólida para no cortar sino lo que quería; pero cuando Rienzi era
quien abría monte, su compañero tenía buen cuidado de mantenerse atrás a cuatro
o cinco metros. Y no es que el puño de Rienzi fuera malo; pero el machete es
cosa de un largo aprendizaje.
Luego, como distracción
diaria, tenían la que les proporcionaba su ayudante, la hija de Dréver. Era
ésta una rubia de cinco años, sin madre, porque Dréver había enviudado a los
tres años de estar allá. El la había criado solo, con una paciencia
infinitamente mayor que la que le pedían los remaches de la caldera. Dréver no
tenía el carácter manso, y era difícil de manejar. De dónde aquel hombrón había
sacado la ternura y la paciencia necesarias para criar solo y hacerse adorar
de su hija, no lo sé; pero lo cierto es que cuando caminaban juntos al
crepúsculo, se oían diálogos como éste:
-¡Piapiá!
-¡Mi vida... !
-¿Va a estar pronto tu
caldera?
-Sí, mi vida.
-¿Y vas a destilar toda la
leña del monte?
-No; vamos a ensayar
solamente.
-¿Y vas a ganar platita?
-No creo, chiquita.
-¡Pobre piapiacito querido!
No podés nunca ganar mucha plata.
-Así es...
-Pero vas a hacer un ensayo
lindo, piapiá. ¡Lindo como vos, piapiacito querido!
-Sí, mi amor.
-¡Yo te quiero mucho, mucho,
piapiá!
-Sí, mi vida...
Y el brazo de Dréver bajaba
por sobre el hombro de su hija y la criatura besaba la mano dura y quebrada de
su padre, tan grande que le ocupaba todo el pecho.
Rienzi tampoco era pródigo
de palabras, y fácilmente podía considerárseles tipos inabordables. Mas la
chica de Dréver conocía un poco a aquella clase de gente, y se reía a carcajadas
del terrible ceño de Rienzi, cada vez que éste trataba de imponer con su
entrecejo tregua a las diarias exigencias
de su ayudante: vueltas de
carnero en la gramilla, carreras a babucha, hamaca, trampolín, sube y baja,
alambrecarril, sin contar uno que otro jarro de agua a la cara de su amigo,
cuando éste, a mediodía, se tiraba al sol sobre el pasto.
Dréver oía un juramento e
inquiría la causa.
-¡Es la maldita viejita!
-gritaba Rienzi-. No se le ocurre sino... Pero ante la -bien que remota- probabilidad
de una injusticia propia del padre, Rienzi se apresuraba a hacer las paces con
la chica, la cual festejaba en cuclillas la cara lavada como una botella de
Rienzi.
Su padre jugaba menos con
ella; pero seguía con los ojos el pesado galope de su amigo alrededor de la
meseta, cargado con la chica en los hombros.
Era un terceto bien curioso
el de los dos hombres de grandes zancadas y su rubia ayudante de cinco años,
que iban, venían y volvían a ir de la meseta al horno. Porque la chica, criada
y educada constantemente al lado de su padre, conocía una por una las
herramientas, y sabía qué presión, más o menos, se necesita para partir diez
cocos juntos, y a qué olor se le puede llamar con propiedad de piroleñoso.
Sabía leer, y escribía todo con mayúsculas.
Aquellos doscientos metros
del bungalow, al monte fueron recorridos a cada momento mientras se construyó
el horno. Con paso fuerte de madrugada, o tardo a mediodía, iban y venían como
hormigas por el mismo sendero, con las mismas sinuosidades y la misma curva
para evitar el florecimiento de arenisca negra a flor de pasto.
Si la elección del sistema
de calefacción les había costado, su ejecución sobrepasó con mucho lo
concebido.
Una cosa es en el papel, y
otra en el terreno, decía Rienzi con las manos en los bolsillos, cada vez que
un laborioso cálculo sobre volumen de gases, toma de aire, superficie de la
parrilla, cámara de tiro, se les iba al diablo por la pobreza del material.
Desde luego, se les había
ocurrido la cosa más arriesgada que quepa en asuntos de ese orden: calefacción
en espiral para una caldera horizontal. ¿Por qué? Tenían ellos sus razones y
dejémoselas. Mas lo cierto es que cuando encendieron por primera vez el horno,
y acto continuo el humo escapó de la chimenea, después de haberse visto
forzado a descender cuatro veces bajo la caldera, al ver esto, los dos hombres
se sentaron a fumar sin decir nada, mirando aquello con aire más bien
distraído, el aire de hombres de carácter que ven el éxito de un duro trabajo
en el que han puesto todas sus fuerzas.
¡Ya estaba, por fin! Las
instalaciones accesorias -condensador de alquitrán y quemador de gases- eran
un juego de niños. La condensación se dispuso en ocho bordelesas, pues no
tenían agua; y los gases fueron enviados directamente al hogar. Con lo que la
chica de Dréver tuvo ocasión de maravillarse de aquel grueso chorro de fuego
que salía de la caldera donde no había fuego.
-¡Qué lindo, piapiá!
-exclamaba, inmóvil de sorpresa. Y con los besos de siempre a la mano de su
padre:
-¡Cuántas cosas sabés hacer,
piapiacito querido!
Tras lo cual entraban en el
monte a comer naranjas.
Entre las pocas cosas que
Dréver tenía en este mundo -fuera de su hija, claro está- la de mayor valor era
su naranjal, que no le daba renta alguna, pero que era un encanto de ver.
Plantación original de los jesuitas, hace doscientos años, el naranjal había
sido invadido y sobrepasado por el bosque, en cuyo sous-bois, digamos, los
naranjos continuaban enervando el monte de perfume de azahar, que al crepúsculo
llegaba hasta los senderos del campo. Los naranjos de Misiones no han conocido
jamás enfermedad alguna. Costaría trabajo encontrar una naranja con una sola
peca. Y como riqueza de sabor y hermosura aquella fruta no tiene rival.
De los tres visitantes,
Rienzi era el más goloso. Comía fácilmente diez o doce naranjas, y cuando
volvía a casa llevaba siempre una bolsa cargada al hombro. Es fama allá que una
helada favorece a la fruta. En aquellos momentos, a fines de junio, eran ya un
almíbar; lo cual reconciliaba un tanto a Rienzi con el frío.
Este frío de Misiones que
Rienzi no esperaba y del cual no había oído hablar nunca en Buenos Aires,
molestó las primeras hornadas de carbón ocasionándoles un gasto extraordinario
de combustible.
En efecto, por razones de
organización encendían el horno a las cuatro o cinco de la tarde. Y como el
tiempo para una completa carbonización de la madera no baja normalmente de ocho
horas, debían alimentar el fuego hasta las doce o la una de la mañana hundidos
en el foso ante la roja boca del hogar, mientras a sus espaldas caía una mansa
helada. Si la calefacción subía, la condensación se efectuaba a las mil
maravillas en el aire de hielo, que les permitía obtener en el primer ensayo un
2 por ciento de alquitrán, lo que era muy halagüeño, vistas las
circunstancias.
Uno u otro debía vigilar
constantemente la marcha, pues el peón accidental que les cortaba leña
persistía en no entender aquel modo de hacer carbón. Observaba atentamente las
diversas partes de la fábrica, pero sacudía la cabeza a la menor insinuación
de encargarle el fuego.
Era un mestizo de indio, un
muchachón flaco, de ralo bigote, que tenía siete hijos y que jamás contestaba
de inmediato la más fácil pregunta sin consultar un rato el cielo, silbando
vagamente. Después respondía: "Puede ser". En balde le habían dicho
que diera fuego sin inquietarse hasta que la tapa opuesta de la caldera
chispeara al ser tocada con el dedo mojado. Se reía con ganas, pero no
aceptaba. Por lo cual el vaivén de la meseta al monte proseguía de noche,
mientras la chica de Dréver, sola en el bungalow, se entretenía tras los
vidrios en reconocer, al relámpago del hogar, si era su padre o Rienzi quien
atizaba el fuego.
Alguna vez, algún turista
que pasó de noche hacia el puerto a tomar el vapor que lo llevaría al Iguazú,
debió de extrañarse no poco de aquel resplandor que salía de bajo tierra,
entre el humo y el vapor de los escapes: mucho de solfatara y un poco de
infierno, que iba a herir directamente la imaginación del peón indio.
La atención de éste era
vivamente solicitada por la elección del combustible. Cuando descubría en su
sector un buen "palo noble para el fuego", lo llevaba en su
carretilla hasta el horno, impasible, como si ignorara el tesoro que conducía.
Y ante el halago de los foguistas, volvía indiferente la cabeza a otro lado,
para sonreírse a gusto, según decir de Rienzi.
Los dos hombres se
encontraron así un día con tal stock de esencias muy combustibles, que debieron
disminuir en el hogar la toma de aire, el que entraba ahora silbando y vibraba
bajo la parrilla.
Entretanto, el rendimiento
de alquitrán aumentaba. Anotaban los porcentajes en carbón, alquitrán y
piroleñoso de las esencias más aptas, aunque todo grosso modo. Pero lo que, en
cambio, anotaron muy bien fueron los inconvenientes -uno por uno- de la
calefacción circular para una caldera horizontal: en esto podían reconocerse
maestros. El gasto de combustible poco les interesaba. Fuera de que con una
temperatura de 0 grado, las más de las veces, no era posible cálculo alguno.
Ese invierno fue en extremo
riguroso, y no sólo en Misiones. Pero desde fines de junio las cosas tomaron
un cariz extraordinario, que el país sufrió hasta las raíces de su vida
subtropical.
En efecto, tras cuatro días
de pesadez y amenaza de gruesa tormenta, resuelta en llovizna de hielo y cielo
claro al sur, el tiempo se serenó. Comenzó el frío, calmo y agudo, apenas
sensible a mediodía, pero que a las cuatro mordía ya las orejas. El país pasaba
sin transición de las madrugadas blancas al esplendor casi mareante de un
mediodía invernal en Misiones, para helarse en la oscuridad a las primeras
horas de la noche.
La primera mañana de ésas,
Rienzi, helado de frío, salió a caminar de madrugada y volvió al rato tan
helado como antes. Miró el termómetro y habló a Dréver que se levantaba.
-¿Sabe qué temperatura
tenemos? Seis grados bajo cero.
-Es la primera vez que pasa
esto -repuso Dréver.
-Así es -asintió Rienzi-.
Todas las cosas que noto aquí pasan por primera vez.
Se refería al encuentro en
pleno invierno con una yarará, y donde menos lo esperaba.
La mañana siguiente hubo
siete grados bajo cero. Dréver llegó a dudar de su termómetro, y montó a
caballo, a verificar la temperatura en casa de dos amigos, uno de los cuales
atendía una pequeña estación meteorológica oficial. No había duda: eran
efectivamente nueve grados bajo cero; y la diferencia con la temperatura
registrada en su casa provenía de que estando la meseta de Dréver muy alta
sobre el río y abierta al viento, tenía siempre dos grados menos en invierno, y
dos más en verano, claro está.
-No se ha visto jamás cosa
igual -dijo Dréver, de vuelta, desensillando el caballo.
-Así es -confirmó Rienzi.
Mientras aclaraba al día
siguiente, llegó al bungalow un muchacho con una carta del amigo que atendía la
estación meteorológica. Decía así:
"Hágame el favor de
registrar hoy la temperatura de su termómetro al salir el sol. Anteayer
comuniqué la observada aquí, y anoche he recibido un pedido de Buenos Aires de
que rectifique en forma la temperatura comunicada. Allá se ríen de los nueve
grados bajo cero. ¿Cuánto tiene usted ahora?"
Dréver esperó la salida del
sol y anotó en la respuesta: "27 de junio: 9 grados bajo 0".
El amigo telegrafió entonces
a la oficina central de Buenos Aires el registro de su estación: "27 de
junio: 11 grados bajo 0".
Rienzi vio algo del efecto
que puede tener tal temperatura sobre una vegetación casi de trópico; pero le
estaba reservado para más adelante constatarlo de pleno. Entretanto, su
atención y la de Dréver se vieron duramente solicitadas por la enfermedad de
la hija de éste.
Desde una semana atrás la
chica no estaba bien. (Esto, claro está, lo notó Dréver después, y constituyó
uno de los entretenimientos de sus largos silencios.) Un poco de desgano,
mucha sed, y los ojos irritados cuando corría.
Una tarde, después de
almorzar, al salir Dréver afuera encontró a su hija acostada en el suelo,
fatigada. Tenía 39° de fiebre. Rienzi llegó un momento después, y la halló ya
en cama, las mejillas abrasadas y la boca abierta.
-¿Qué tiene? -preguntó
extrañado a Dréver.
-No sé... 39 y pico.
Rienzi se dobló sobre la
cama.
-¡Hola, viejita! Parece que
no tenemos alambrecarril, hoy.
La pequeña no respondió. Era
característica de la criatura, cuando tenía fiebre, cerrarse a toda pregunta
sin objeto y responder apenas con monosílabos secos, en que se transparentaba
a la legua el carácter del padre. Esa tarde, Rienzi se ocupó de la caldera,
pero volvía de rato en rato a ver a su ayudante, que en aquel momento ocupaba
un rinconcito rubio en la cama de su padre.
A las tres, la chica tenía
39,5 y 40 a las seis. Dréver había hecho lo que se debe hacer en esos casos,
incluso el baño.
Ahora bien: bañar, cuidar y
atender a una criatura de cinco años en una casa de tablas peor ajustada que
una caldera, con un frío de hielo y por dos hombres de manos encallecidas, no
es tarea fácil. Hay cuestiones de camisitas, ropas minúsculas, bebidas a horas
fijas, detalles que están por encima de las fuerzas de un hombre. Los dos
hombres, sin embargo, con los duros brazos arremangados, bañaron a la criatura
y la secaron. Hubo, desde luego, que calentar el ambiente con alcohol; y en lo
sucesivo, que cambiar los paños de agua fría en la cabeza.
La pequeña había
condescendido a sonreírse mientras Rienzi le secaba los pies, lo que pareció a
éste de buen augurio. Pero Dréver temía un golpe de fiebre perniciosa, que en
temperamentos vivos no se sabe nunca adónde puede llegar.
A las siete la temperatura
subió a 40,8, para descender a 39 en el resto de la noche y montar de nuevo a
40,3 a la mañana siguiente.
-¡Bah! -decía Rienzi con
aire despreocupado-. La viejita es fuerte, y no es esta fiebre la que la va a
tumbar.
Y se iba a la caldera
silbando, porque no era cosa de ponerse a pensar estupideces.
Dréver no decía nada.
Caminaba de un lado para otro en el comedor,
y sólo se interrumpía para
entrar a ver a su hija. La chica, devorada de fiebre, persistía en responder
con monosílabos secos a su padre.
-¿Cómo te sientes, chiquita?
-Bien.
-¿No tienes calor? ¿Quieres
que te retire un poco la colcha?
-No.
-¿Quieres agua?
-No.
Y todo sin dignarse volver
los ojos a él.
Durante seis días Dréver
durmió un par de horas de mañana, mientras Rienzi lo hacía de noche. Pero
cuando la fiebre se mantenía amenazante, Rienzi veía la silueta del padre
detenido, inmóvil al lado de la cama, y se encontraba a la vez sin sueño. Se
levantaba y preparaba café, que los hombres tomaban en el comedor. Instábanse
mutuamente a descansar un rato, con un mudo encogimiento de hombros por común
respuesta. Tras lo cual uno se ponía a recorrer por centésima vez el título de
los libros, mientras el otro hacía obstinadamente cigarros en un rincón de la
mesa.
Y los baños siempre, la
calefacción, los paños fríos, la quinina. La chica se dormía a veces con una
mano de su padre entre las suyas, y apenas éste intentaba retirarla, la
criatura lo sentía y apretaba los dedos. Con lo cual Dréver se quedaba sentado,
inmóvil, en la cama un buen rato; y como no tenía nada que hacer, miraba sin
tregua la pobre carita extenuada de su hija.
Luego, delirio de vez en
cuando, con súbitos incorporamientos sobre los brazos. Dréver la tranquilizaba,
pero la chica rechazaba su contacto, volviéndose al otro lado. El padre
recomenzaba entonces su paseo, e iba a tomar el eterno café de Rienzi.
-¿Qué tal? -preguntaba éste.
-Ahí va -respondía Dréver.
A veces, cuando estaba
despierta, Rienzi se acercaba esforzándose en levantar la moral de todos, con
bromas a la viejita que se hacía la enferma y no tenía nada. Pero la chica, aun
reconociéndolo, lo miraba seria, con una hosca fijeza de gran fiebre.
La quinta tarde, Rienzi la
pasó en el horno trabajando, lo que constituía un buen derivativo. Dréver lo
llamó por un rato y fue a su vez a alimentar el fuego, echando automáticamente
leña tras leña en el hogar.
Esa madrugada la fiebre bajó
más que de costumbre, bajó más a mediodía, y a las dos de la tarde la criatura
estaba con los ojos cerrados, inmóvil, con excepción de un rictus intermitente
del labio y de pequeñas conmociones que le salpicaban de tics el rostro.
Estaba helada; tenía sólo 35 grados.
-Una anemia cerebral
fulminante, casi seguro -respondió Dréver a una mirada interrogante de su
amigo-. Tengo suerte...
Durante tres horas la chica
continuó de espaldas con sus muecas cerebrales, rodeada y quemada por ocho
botellas de agua hirviendo. Durante esas tres horas Rienzi caminó muy despacio
por la pieza, mirando con el ceño fruncido la figura del padre sentado a los
pies de la cama. Y en esas tres horas Dréver se dio cuenta precisa del inmenso
lugar que ocupaba en su corazón aquella pobre cosita que le había quedado de su
matrimonio, y que iba a llevar al día siguiente al lado de su madre.
A las cinco, Rienzi, en el
comedor, oyó que Dréver se incorporaba; y con el ceño más contraído aún entró
en el cuarto. Pero desde la puerta distinguió el brillo de la frente de la
chica empapada en sudor, ¡salvada!
-Por fin... -dijo Rienzi con
la garganta estúpidamente apretada.
-¡Sí, por fin! -murmuró
Dréver.
La chica continuaba literalmente
bañada en sudor. Cuando abrió al rato los ojos, buscó a su padre y al verlo
tendió los dedos hacia la boca de él. Rienzi se acercó entonces:
-¿Y...? ¿Cómo vamos,
madamita? La chica volvió los ojos a su amigo.
-¿Me conoces bien ahora? ¿A
que no?
-Sí...
-¿Quién soy?
La criatura sonrió.
-Rienzi.
-¡Muy bien! Así me gusta...
No, no. Ahora, a dormir...
Salieron a la meseta, por
fin.
-¡Qué viejita! -decía
Rienzi, haciendo con una vara largas rayas en la arena.
Dréver -seis días de tensión
nerviosa con las tres horas finales son demasiado para un padre solo- se sentó
en el sube y baja y echó la cabeza sobre los brazos. Y Rienzi se fue al otro
lado del bungalow, porque los hombros de su amigo se sacudían.
La convalecencia comenzaba a
escape desde ese momento. Entre taza y taza de café de aquellas largas noches,
Rienzi había meditado que mientras no cambiaran los dos primeros vasos de
condensación obtendrían siempre más brea de la necesaria. Resolvió, pues,
utilizar dos grandes bordelesas en que Dréver había preparado su vino de
naranja, y con la ayuda del peón, dejó todo listo al anochecer. Encendió el
fuego, y después de confiarlo al cuidado de aquél, volvió a la meseta, donde
tras los vidrios del bungalow los dos hombres miraron con singular placer el
humo rojizo que tornaba a montar en paz.
Conversaban a las doce,
cuando el indio vino a anunciarles que el fuego salía por otra parte; que se
había hundido el horno. A ambos vino instantáneamente la misma idea.
-¿Abriste la toma de aire?
-le preguntó Dréver.
-Abrí -repuso el otro.
-¿Qué leña pusiste?
-La carga que estaba
allaité.
-¿Lapacho?
-Sí.
Rienzi y Dréver se miraron
entonces y salieron con el peón.
La cosa era bien clara: la
parte superior del horno estaba cerrada con dos chapas de cinc sobre traviesas
de hierro L, y como capa aisladora habían colocado encima cinco centímetros de
arena. En la primera sección de tiro, que las llamas lamían, habían resguardado
el metal con una capa de arcilla sobre tejido de alambre; arcilla armada,
digamos.
Todo había ido bien mientras
Rienzi o Dréver vigilaron el hogar. Pero el peón, para apresurar la
calefacción en beneficio de sus patrones, había abierto toda la puerta del
cenicero, precisamente cuando sostenía el fuego con lapacho. Y como el lapacho
es a la llama lo que la nafta a un fósforo, la altísima temperatura
desarrollada había barrido con arcilla, tejido de alambre y la chapa misma, por
cuyo boquete la llamarada ascendía apretada y rugiente.
Es lo que vieron los dos
hombres al llegar allá. Retiraron la leña del hogar, y la llama cesó; pero el
boquete quedaba vibrando al rojo blanco, y la arena caída sobre la caldera
enceguecía al ser revuelta.
Nada más había que hacer.
Volvieron sin hablar a la meseta, y en el camino Dréver dijo:
-Pensar que con cincuenta
pesos más hubiéramos hecho un horno en forma...
-¡Bah! -repuso Rienzi al
rato-. Hemos hecho lo que debíamos hacer. Con una cosa concluida no nos
hubiéramos dado cuenta de una porción de cosas.
Y tras una pausa:
-Y tal vez hubiéramos hecho
algo un poco pour la galérie... -Puede ser -asintió Dréver.
La noche era muy suave, y
quedaron un largo rato sentados fumando días y tres noches llovió con temporal
del sur, lo que mantuvo a los dos hombres bloqueados en el bungalow oscilante.
Dréver aprovechó el tiempo concluyendo un ensayo sobre creolina cuyo poder
hormiguicida y parasiticida era por lo menos tan fuerte como el de la creolina
a base de alquitrán de hulla. Rienzi, desganado, pasaba el día yendo de una
puerta a otra a mirar el cielo.
Hasta que la tercera noche,
mientras Dréver jugaba con su hija en las rodillas, Rienzi se levantó con las
manos en los bolsillos y dijo:
-Yo me voy a ir. Ya hemos
hecho aquí lo que podíamos. Si llega a encontrar unos pesos para trabajar en
eso, avíseme y le puedo conseguir en Buenos Aires lo que necesite. Allá abajo,
en el ojo del agua, se pueden montar tres calderas... Sin agua es imposible
hacer nada. Escríbame, cuando consiga eso, y vengo a ayudarlo. Por lo menos
-concluyó después de un momento- podemos tener el gusto de creer que no hay en
el país muchos tipos que sepan lo que nosotros sobre carbón.
-Creo lo mismo -apoyó
Dréver, sin dejar de jugar con su hija.
Cinco días después, con un
mediodía radiante, y el sulky pronto en el portón, los dos hombres y su
ayudante fueron a echar una última mirada a su obra, a la cual no se habían
aproximado más. El peón retiró la tapa del horno, y como una crisálida quemada,
abollada, torcida, apareció la caldera en su envoltura de alambre tejido y
arcilla gris. Las chapas retiradas tenían alrededor del boquete abierto por la
llama un espesor considerable por la oxidación del fuego, y se descascaraban en
escamas azules al menor contacto, con las cuales la chica de Dréver se llenó
el bolsillo del delantal.
Desde allí mismo, por toda la
vera del monte inmediato y el circundante hasta la lejanía, Rienzi pudo
apreciar el efecto de un frío de -9 grados sobre la vegetación tropical de
hojas lustrosas y tibias. Vio los bananos podridos en pulpa chocolate, hundidos
dentro de sí mismos como en una funda. Vio plantas de hierba de doce años -un
grueso árbol en fin-, quemadas para siempre hasta la raíz por el fuego blanco.
Y en el naranjal, donde entraron para una última colecta, Rienzi buscó en vano
en lo alto el reflejo de oro habitual, porque el suelo estaba totalmente
amarillo de naranjas, que el día de la gran helada habían caído todas al salir
el sol, con un sordo tronar que llenaba el monte.
Asimismo Rienzi pudo
completar su bolsa, y como la hora apremiaba se dirigieron al puerto. La chica
hizo el trayecto en las rodillas de Rienzi, con quien alimentaba un larguísimo
diálogo.
El vaporcito salía ya. Los
dos amigos, uno enfrente de otro, se miraron sonriendo.
-A bientót -Rijo uno.
-Ciao -respondió el otro.
Pero la despedida de Rienzi
y la chica fue bastante más expresiva. Cuando ya el vaporcito viraba aguas
abajo, ella le gritó aún: -¡Rienzi! ¡Rienzi!
-¡Qué, viejita! -se alcanzó
a oír. -¡Voleé pronto!
Dréver y la chica quedaron
en la playa hasta que el vaporcito se ocultó tras los macizos del Teyucuaré.
Y, cuando subían lentos la barranca, Dréver callado, su hija le tendió los
brazos para que la alzara.
-¡Se te quemó la caldera,
pobre piapiá!... Pero no estés triste... ¡Vas a inventar muchas cosas más,
ingenierito de mi vida!
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