Karel Capek
Perdurable figura de la narrativa
checoslovaca (1887-1945), Capek es uno de los iniciadores de la ciencia-ficción, por su famosa obra La guerra de las
salamandras e inventor de la palabra robot, en su obra satírica
R.U.R. (1920), luego
unlversalizada para designar a los androides. Es autor de Apócrifos, ingenioso libro de cuentos armados a contrahistoria
y en el cual utiliza a personajes famosos para reinventarlos
con las situaciones que los hicieron
paradigmáticos, y quizás, algunas veces, con intención solapada (explicable) para sugerir con sátira o ironía las realidades de su país sometido a la esfera de la dura influencia
soviética. Otras novelas suyas son La fábrica de lo absoluto (1922),
El asunto Makropoulos (1924) y Krakatik
(1924).
Ofir
La gente que había en la Plaza de San Marcos apenas se volvió cuando los esbirros llevaban a aquel viejecito ante el
dux. Estaba muy agotado y sucio: se hubiera
dicho que era un ladrón del puerto.
—Este hombre —anunció el vicegerente ante el trono
del dux— dice que se llama Giovanni
Fialho, mercader de Lisboa. Asegura que era propietario de un barco que, con toda la tripulación y mercancía,
cayó en poder de los piratas argelinos. Cuenta que consiguió escapar de las galeras y que podría hacer a la República de
Venecia un extraordinario servicio. La
clase de este servicio dice que sólo la puede confiar
al dux en persona.
El viejo dux miró atentamente, con sus ojos de
pájaro, al erizado vejete.
—Así que tú —dijo finalmente— dices que has
trabajado en las galeras.
El hombre a quien se dirigía, en lugar de hablar,
señaló sus sucios tobillos; estaban hinchados a
causa de los grilletes.
—Y la espalda —añadió— la tengo llena de cicatrices,
señoría. Si deseáis os la enseñaré.
—No, no —respondió rápidamente el dux—. No es
necesario. ¿Qué querías decirme?
El harapiento
hombrecillo irguió la cabeza:
—Dadme barcos, señoría —dijo con voz clara—, y los
llevaré a Ofir, tierra del oro.
—A Ofir .. .
—murmuró el dux—; ¿tú has encontrado Ofir?
—La he encontrado —dijo el vejete—, y he estado allí
nueve meses, porque tuvimos que reparar el
barco.
El dux cambió una rápida mirada con su erudito
consejero, el obispo de Pordenone.
—¿Dónde está Ofir?
—preguntó al viejo mercader.
—A tres meses de viaje de aquí —dijo el aludido—.
Tiene que na-vegarse alrededor de toda
África y después se va hacia el septentrión,
El obispo de
Pordenone se inclinó para prestar más atención:
—¿Y se alza Ofir a
la orilla del mar?
—No; está a nueve días de camino de la playa y se
eleva alrededor de un gran lago, azul como el
zafiro.
El obispo de Pordenone inclinó un poco
la cabeza.
—¿Y cómo llegaste hasta el interior? —preguntó el
dux—. Se dice que Ofir está separado del mar
por montañas y desiertos infranqueables.
—Sí —dijo el navegante Fialho—, ningún camino lleva
a Ofir. Aquel desierto está lleno de leones, y las montañas son resbaladizas y cristalinas, como de vidrio mágico.
—¿Y tú las
cruzaste? —exclamó el dux.
—Las crucé. Cuando reparábamos el barco, seriamente
averiado, llegó a la orilla del mar gente vestida con túnicas blancas,
ribeteadas de púrpura, y nos saludó.
—¿Negros? —preguntó el obispo.
—No, monseñor. Blancos como ingleses, y tenían el
cabello largo, salpicado de polvo de oro.
Eran muy hermosos.
—Y bien, ¿iban
armados? —silabeó el dux.
—Llevaban flechas de oro. Nos decían que les
diésemos todo el hierro que tuviéramos y que nos lo cambiarían en
Ofir por oro. Es que en Ofir no tienen
hierro. Ellos mismos se preocuparon de que les diésemos todo el hierro:
anclas, cadenas, armas y ¡hasta los clavos con
que estaba armada nuestra embarcación!
—¿Y qué más?
—preguntó el dux.
—En la orilla esperaba un rebaño de muías aladas,
unas sesenta cabezas. Tenían alas como los cisnes y les llamaban
pegasos.
—Pegasos...
—dijo pensativo el erudito obispo—, de eiios nos llegan noticias ya desde la antigua Grecia. Parece ser que, realmente, los griegos conocían Ofir.
—En Ofir se habla
griego —anunció el vejete—. Conozco un poco
esa lengua, porque casi en cada puerto hay algún ladrón de Creta o Esmirna.
—Son unas noticias muy interesantes —gruñó el
obispo—. ¿Y son cristianos los de Ofir?
—Dios no me castigue —dijo Fialho—, pero son paganos
como troncos, monseñor. Reverencian a un tal Apolo, o como le digan.
El obispo de
Pordenone movió la cabeza.
—Eso coincidiría. Probablemente son descendientes de
los griegos, llevados por las tormentas
marinas después de la conquista de Troya. Y bien, ¿qué más?
—¿Qué más? —dijo Giovanni Fialho—. Pues bien,
cargamos el hierro sobre esos asnos alados. Tres de nosotros, o
sea, yo, un tal Chico de Cádiz y Manolo
Pereira, de Coimbra, recibimos caballos alados, y guiados por aquellos hombres de Ofir volamos directamente hacia el este. El camino duró nueve días. Cada
noche nos deteníamos para que los
pegasos pudieran comer y beber. Comen solamente asfódelos y narcisos.
—Se nota que son
de origen griego —murmuró el obispo.
—El noveno día vimos un lago azul como un zafiro
—continuó el viejo mercader—. Nos apeamos a la orilla. En él había peces de
plata con ojos de rubíes. Y la arena de aquel lago, señoría, es toda de perlas grandes como guijarros. Manolo cayó al suelo y
empezó a escarbar con sus manos aquellas perlas. Y en eso nos dijo uno
de nuestros guías que era una arena
formidable y que de ella hacían cal en Ofir.
El dux puso ojos
de asombro.
— ¡Cal de perlas! ¡Es algo extraordinario!
—Luego nos llevaron al palacio real. Era todo de
alabastro, solamente el techo era de oro y
brillaba como el sol. Allí nos recibió la reina de Ofir, sentada en un trono de cristal.
—¿Es que en Ofir gobierna una reina? —se
extrañó el obispo.
—Así es, monseñor. Una mujer de belleza
deslumbradora, parecida a una diosa.
—Probablemente una
de las amazonas —dijo el obispo pensativo.
—¿Y las demás mujeres? —preguntó el dux—. ¿Sabes? Quiero
decir las mujeres en general. ¿Hay allí mujeres bonitas?
El navegante alzó
las manos al cielo:
— ¡Y qué mujeres, señoría!; así no las había ni en
Lisboa en mis
años mozos.
años mozos.
El dux sacudió la
cabeza:
— ¡No me digas! En Lisboa dicen que son las mujeres
negras como
gatos. Pero en Venecia, hombre, en Venecia, hace unos treinta años,
¡vaya mujeres que había! ¡Como las del Tiziano! ¿Y qué tal las mu
jeres de Ofir?, cuéntame.
gatos. Pero en Venecia, hombre, en Venecia, hace unos treinta años,
¡vaya mujeres que había! ¡Como las del Tiziano! ¿Y qué tal las mu
jeres de Ofir?, cuéntame.
—Yo ya soy viejo, señoría —dijo Fialho—, pero Manolo
os hubiera podido contar si no lo hubieran
matado aquellos musulmanes que nos aprisionaron en
las Baleares.
—¿Hubiera podido
contar mucho? —preguntó el dux interesado.
—¡Madre de Dios! —exclamó el viejo navegante—; ni
siquiera lo hubierais creído, señoría. Os
digo que cuando llevábamos allí catorce días, estaba
Manolo. . . que se le hubiera podido sacudir por una pernera del pantalón.
—¿Y qué tal la
reina?
—La reina lucía un cinturón de hierro y pulseras del
mismo metal. "Dicen que tienes hierro
—me dijo—; nosotros lo compramos a los mercaderes árabes."
—¡Los mercaderes árabes! —gritó el dux, golpeando
con el puño en el brazo de su sillón—. Ya
lo veis, en todas partes esos sinvergüenzas nos quitan los mercados. ¡Eso no lo consentiremos! Se trata de los más altos intereses de la República de Venecia.
A Ofir hemos de venderle nosotros, y
¡basta! Te daré tres barcos, Giovanni; tres barcos repletos de hierro .. .
El obispo levantó
la mano.
—¿Y qué más,
Giovanni?
—La reina me
ofreció el mismo peso en oro por todo mi hierro.
—Y tú, desde luego, aceptarías, ladrón.
—No
acepté, monseñor. Dije que no cambiaba mi hierro por el peso, sino por el volumen.
—Muy bien —dijo el
obispo—, el oro es más pesado.
—Sobre todo, el oro de Ofir, monseñor. Es tres veces
más pesado que el oro ordinario, y rojizo como el fuego. La reina ordenó, entonces,
que hicieran de oro la misma ancla, los mismos clavos, las mismas cadenas e
iguales espadas para sustituir a los nuestros de hierro. Por
eso tuvimos que esperar allí algunas semanas, señoría.
—¿Y para qué
necesitan los de Ofir el hierro?
—Porque le dan gran valor, señoría —contó el viejo
mercader—. Hacen de él joyas y dinero.
Esconden los clavos de hierro en cofres, como
tesoros. Dicen que el hierro es más hermoso que el oro.
El dux bajó los
párpados, parecidos a los de un pavo.
—Extraordinario —gruñó—. Esto que me cuentas,
Giovanni, es extraordinariamente
sorprendente. ¿Y qué ocurrió después?
—Después cargaron todo el oro en los caballos alados
y nos llevaron por los mismos medios a la orilla del mar. Allí
volvimos a unir el barco con los clavos de
oro, las velas y cuerdas rotas las reemplazamos por otras de seda, y
navegamos con viento favorable hacia casa.
—¿Y las perlas?
—dijo el dux—, ¿no os llevasteis ninguna perla?
—No llevamos —dijo Fialho—. Perdonad, ¡pero si allí
había tantas como arena! Solamente
algunas nos quedaron entre las sandalias, pero hasta ésas nos las robaron los
paganos argelinos que nos asaltaron en las
Baleares.
—Parece ser —murmuró el dux—, que esta descripción
es bastante probable.
El obispo aprobó
sin decisión.
—¿Y los animales? —recordó de pronto—. ¿Hay allí
muchas clases de animales? ¿Y centauros?
—No oí hablar de ellos, monseñor —le comunicó
respetuosamente el navegante—. Pero hay
flamencos.
El obispo resopló
por las narices:
—Seguramente te equivocas —dijo ásperamente—. Los
flamencos existen en Egipto; es sabido
que tienen solamente una pata.
—Y también hay allí asnos salvajes —añadió el
navegante—, a rayas blancas y negras, a manera de tigres.
El obispo alzó la
vista desconfiado.
—¿No te quieres burlar de nosotros? ¿Cuándo se ha
visto algo parecido? ¡Burros a rayas! Una cosa me extraña de tu historia, Gio-vanni: tú afirmas que volasteis por encima de las
montañas de Ofir, montado en muías aladas.
—Así fue, monseñor.
—Ejem ... ; veamos. Según las noticias árabes, vive
en Ofir el pájaro grifo que, según es
sabido, tiene pico de acero, garras de acero y plumas de bronce. ¿No oíste hablar de él?
—No oí, monseñor
—tartamudeó el navegante—.
El obispo de
Pordenone movió dudoso la cabeza.
—Sobre aquellas montañas, hombre, no puede volar
nadie; eso no nos lo harás creer. Allí está
probado que vive el pájaro grifo. Eso que cuentas es técnicamente imposible, el pájaro grifo picotearía a aquellos pegasos como la golondrina a la mosca.
¡Granuja! no nos engañarás. Y bien, embustero,
¿qué clase de árboles crecen allá?
—Bueno.
. . , qué clase de árboles .. . —pudo decir el desgraciado—, ya es sabido que .. . palmas, señor.
—¡Ya ves cómo mientes! —dijo victorioso el obispo—.
Según Bubón de Biskra, que es una
autoridad en esta materia, en Ofir crecen granados, que tienen en vez de
granos, rubíes. ¡Te has inventado, hermano, una estúpida historia!
Giovanni cayó de
rodillas.
—¡Como que está Dios sobre mí, monseñor! ¿Cómo
podría yo, un ignorante mercader, inventar
así a Ofir?
— ¡A mí me vas a contar historias! —le respondió el
erudito obispo—. Yo sé, mejor que tú, que
existe Ofir, la tierra del oro. Pero en
lo que a ti respecta, eres un embustero y un granuja. Todo lo que cuentas está en contradicción con las fuentes dignas
de fe, y, por lo tanto, es un embuste. Señoría, ese hombre es un
embaucador.
—¡Uno más! —suspiró el viejo dux, guiñando los ojos
pensativo—. Es terrible la de aventureros
que hay hoy día . . . ¡Lleváoslo!
El vicegerente
miró interrogador.
—Como de costumbre, como de costumbre —se animó el
dux—. Dejadlo en la cárcel hasta que se ponga azul
y luego lo vendéis a las galeras. ¡Lástima que sea un embustero!
Mucho de lo que ha contado tenía fondo . .
. Seguramente lo habrá oído a los árabes.. .
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