Relato publicado en El Periódico de Catalunya
Te pagan por
mentir, me dije. Y decía la verdad. Es un decir, porque no lo dije, claro; lo
pensé. Pensado o dicho, qué más da, el caso es que al caer en la cuenta de eso,
de que me pagaban por mentir, así sin más, no supe qué pensar. No supe si
mentir, aunque fuera por dinero, o precisamente por eso, era algo que debiera
hacerse. Recordé todas las ocasiones en que durante mi infancia se me pedía que
no mintiese, que dijera la verdad. Por tu bien, me decían. Por mi bien, pensaba
yo, y casi siempre encontraba que lo que más me convenía, por mi bien, era
mentir, o al menos no decir toda la verdad. La verdad iba siempre en mi contra.
Así que mentía, mentía por mi bien, para librarme del castigo. La verdad no
tiene nada que ver con esto, pensaba. Es la verdad, decía. Lo juro, añadía. Y
cuando decía lo juro, algo se me cerraba en la boca del estómago, una boca que
rara vez miente, pero eso es porque nunca dice nada. Ni piensa.
Te quiero,
escribí. Te quiero, aunque me maten por ello. Y levanté las manos del teclado
para leer la línea de diálogo. Fue entonces cuando me dije, o pensé: te pagan
por mentir. Porque no creo que nadie pueda querer a nadie hasta ese punto,
hasta el de arriesgar a sabiendas la vida. Pero quizá el personaje tampoco
creía en esa clase de amor de telenovela, a lo mejor también él mentía, o no
decía toda la verdad. Yo debería saberlo. Lo pensé despacio. Al fin y al cabo
era un personaje de telenovela, y bien podía sentir un amor de telenovela.
Quizá lo decía con la boca pequeña. Leí de nuevo toda la secuencia intentando
adivinar las verdaderas intenciones del personaje. Esperaba que en alguna
acotación, en la descripción de una mirada, en un énfasis inesperado, estuviera
la respuesta a mis dudas. Era yo quien acababa de escribir aquellas palabras,
cierto, pero mi experiencia me decía que uno mismo es a menudo su peor lector.
Así que lo leí como si lo hubiera escrito otro, o mejor, como si lo estuviera
diciendo alguien de manera espontánea. Lo leí en voz alta, interpretando. El
personaje parecía sincero cuando besaba a la chica, y de lo que no cabía duda
era de que la chica amaba al personaje. Ella estaba dispuesta a creerle. Te
quiero, aunque me maten por ello, dije. Lo dijo el personaje, interpretado con
inusitada convicción por mí mismo. La chica no decía nada. Decidí que se
limitara a mirar al personaje a los ojos. Mirándose embelesada en sus pupilas,
acoté. Al fin y al cabo se trataba de una telenovela. Pero seguía sin saber si
el personaje mentía o decía la verdad. Me hubiera gustado poder mirarme en sus
pupilas para detectar cualquier brillo o temblor que le delatara. Pensé que el
personaje no podía quedarse así, parado, después de declarar su amor sin
límites. Todo parecía indicar que él tampoco acababa de creer en lo que decía.
Así que completé el diálogo. Te quiero, aunque me maten por ello. Es la verdad,
escribí. Lo juro, añadí. Lo leí de nuevo en voz alta, poniéndole todo el sentimiento
de que fui capaz. Ahora estaba mejor. Sólo faltaba un detalle. El personaje
acaricia suavemente el dorso de la mano de la chica. Cuando dice lo juro,
escribí, algo se cierra en la boca de su estómago. Fin de la acotación y de la
secuencia.
Hacía más de dos
años que escribía para la televisión. Empecé con chistes para humoristas,
concursos, cualquier cosa por la que me pagaran. Últimamente me había
especializado en diálogos para telenovelas. Antes escribía novelas a secas,
pero jamás logré publicar ninguna. Vivía de una beca que me concedió un banco
para redactar una tesis que nunca terminé. La beca sí se acabó, y como es
lógico no me concedieron ninguna prórroga, aunque la solicité. Por aquel
entonces compartía piso con un tipo que trabajaba en una productora. Me veía
siempre escribiendo en mi vieja Olivetti de tipografía en cursiva y un día me
dijo que por qué no escribía para la tele. Aseguró que podía ganar mucho dinero
y decidí probar suerte. Y todo cambió. Ya no compartía piso con nadie, vivía
solo en un bonito apartamento, y hacía más de un año que la Olivetti había sido
sustituida por un IBM portátil. Tampoco volví a escribir novelas. Para mí no
supuso ninguna renuncia; disfrutaba mucho con mi trabajo para televisión. Yo lo
veía más bien como un claro avance en mi carrera. Por nada del mundo habría
vuelto a mi situación de hacía dos años.
Al menos, eso
pensaba hasta aquella tarde en que me dije, o pensé, que me pagaban por mentir.
Cuando terminé la secuencia, la imprimí y cerré el ordenador. Por hoy ya basta,
me dije, y salí a dar un paseo.
Continué dándole
vueltas al hecho de que me pagaran por mentir. Nunca había considerado el
problema en esos términos. Al fin y al cabo, inventar historias no era lo mismo
que mentir, porque todo el mundo sabe que las novelas, y más aún las
telenovelas, son obras de ficción, y mentir a quien sabe que estás mintiendo no
deja de ser una forma de decir la verdad. Sin embargo, cuando escribí aquella
declaración de amor del personaje, yo también sentí que algo se cerraba en la
boca de mi estómago, lo que, después de tantos años, no se podía interpretar
sino como síntoma inequívoco de mi mala conciencia. Seguí dándole vueltas al
asunto mientras caminaba calle Mayor arriba, con el sol mortecino y rojo del
atardecer disparando desde las ventanas de los últimos pisos. La gente pasaba a
mi lado a una velocidad mucho mayor que la mía, golpeándome en los brazos.
Al llegar a la
Puerta del Sol, resolví que, definitivamente, el problema de conciencia debía
de residir en el hecho de que me pagaran por mentir, no en la mentira en sí.
Era el lado comercial, mercantilista, de la cosa lo que me inquietaba tanto.
También mentía en mis novelas, pero, como ya he dicho, jamás había vendido
ninguna, todas habían sido devueltas por las editoriales con esas cartas
amables que te animan a seguir intentándolo. Por eso las mentiras de mis
novelas no me producían esa extraña sensación de culpa. Nadie pagaba por ellas.
Las telenovelas, en cambio, me reportaban beneficios. Eso era lo que me cerraba
la boca del estómago.
Miré a mi
alrededor y vi que había seguido andando hasta Callao, sin darme ni cuenta. Me
detuve en una parada de autobús, poniéndome el último de la cola. Había
decidido no volver a mentir en mi trabajo. Era una decisión firme. Fueran
telenovelas o novelas a secas, la mentira quedaría excluida. No sabría
razonarlo, pero vislumbraba que esa decisión contenía lo único valioso que mi
trabajo podría depararme, el tesoro que siempre había soñado hallar, aunque no
supiera de su existencia. Ni siquiera que lo estuviera buscando. No lo sé, algo
así como la esencia de la literatura.
Aquello se parecía
mucho a una revelación, por lo que todo se presentaba muy confuso. La gente de
la cola del autobús empezó a caminar y las personas que se habían 'puesto a mi
espalda me empujaban hacia la puerta con vehemencia. Me agarré a una barra para
no tropezar, y sin poder hacer mucho por evitarlo, me vi impelido al interior
del autobús, atrapado por la masa. El conductor cerró las puertas y nos pusimos
en marcha.
Pensé en mi
revelación durante no sé cuánto tiempo. Sólo ahora entendía por qué de pequeño
me decían que dijera la verdad y que lo hiciera por mi bien. Seguramente no
tenía nada que ver con lo que ellos querían decir cuando lo decían, pero eso
era lo de menos.
Cuando quise darme
cuenta, todo el mundo se había bajado del autobús. Final de trayecto. Bajé y
era de noche. No reconocí el lugar. Hacía frío. Unos niños corrían a lo lejos
pegando berridos. Llené los pulmones y disfruté de ese aire desconocido que
guardaba el olor de unos churros, probablemente de una verbena cercana, porque
también se oía el eco de una música pachanguera. Sentí algo muy parecido a la
felicidad. Encontrarse en aquel sitio ajeno, en mitad de la oscuridad, suponía
el broche perfecto a esa tarde de revelaciones, una especie de vuelta al
origen, al vientre materno, al cero del que partir con mis recién adquiridos
conocimientos.
Poco importaba
cómo volver a casa. Seguramente echaría a andar en cualquier dirección, un pie
tras el otro, toda la vida por delante. Y eso hice. Metí las manos en los
bolsillos y comencé a caminar, un pie tras el otro, trazando exultante mi
propio camino de Damasco. No supe de dónde salió. No supe ni cómo era, ni qué
me dijo. No entendí nada hasta que volvió a repetirme las mismas palabras al
oído. Lo siento, no tengo dinero, le dije. No me creyó. Quiso tocarme y
retrocedí unos metros. Dame lo que lleves, dijo. No tengo dinero. Es la verdad,
dije. Lo juro, añadí.
Si hubiera sido
una de mis telenovelas, habría dicho que me miré, aunque no embelesado, sino
paralizado de terror, en sus pupilas. Pero aquello no era una telenovela, ni
siquiera una novela a secas. Aquello era la vida, la misma que se me escapaba a
borbotones por la boca grande y caliente que me había abierto en el estómago.
Después me quitó el reloj de pulsera y salió corriendo.
El aire que olía a
churros. Unos chicos berreando a lo lejos. El frío en la muñeca desnuda. Me
hubiera gustado saber la hora, pero ni siquiera recordaba en qué día de la
semana estaba.
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