Sobre el Blog
Bienvenido a Cultus Sapientiae.
Este modesto Blog tiene como objetivo poder compartir obras, fragmentos, opiniones y manifestaciones culturales varias.
En la barra lateral están los enlaces que os llevarán a las Bibliotecas I, II y III. Al lado de las entradas se puede encontrar el índice general de autores.
Nuestro objetivo no es, de ninguna manera, la piratería ni mucho menos el quitar provecho pecuniario con este espacio. Sino que es alcanzar al máximo de personas posible para que de forma gratuita tengan acceso a nuestro acervo literario. Convertir en color aquellos que jamás experimentaron algo que fuese ajeno al gris.
Siéntase a gusto.
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Marqués de Sade - La mojigata o el encuentro imprevisto
Monsieur de Sernenval, hombre de unos cuarenta años, que tenía doce o quince mil
libras de renta y las gastaba tranquilamente en París, que había dejado el comercio, y que se
contentaba con tener por toda distinción el honorable título de burgués de París con
pretensiones a concejal, se había casado poco tiempo atrás con la hija de uno de sus antiguos
compañeros, que tenía por entonces unos veinticuatro años. Nada tan fresco, tan rollizo, tan
carnoso y blanco como madame de Sernenval; no mostraba el aspecto de las Gracias, pero era
tan apetitosa como la madre de los amores; no tenía el porte de una reina, pero había tanta
voluptuosidad en el conjunto, tenía ojos tan tiernos y llenos de languidez, una boca tan linda,
un pecho tan firme y redondo, y todo el resto tan apropiado para despertar el deseo, que pocas
hermosas parisienses hubieran podido competir con ella. Pero madame de Sernenval, con tantos atractivos físicos, poseía en su espíritu un defecto fundamental... un puritanismo
insoportable, una beatería fastidiosa y una especie de pudor tan ridículamente excesivo, que
su marido no conseguía decidirla a presentarse ante sus amistades. Llevando la beatería al
extremo, muy pocas veces madame de Sernenval quería pasar una noche entera con su marido, e incluso cuando se dignaba a darle sus favores, lo hacía siempre con excesivas reservas,
con un camisón que nunca era levantado. Un ojal artísticamente abierto frente al pórtico del
templo del Himeneo, sólo permitía la entrada con la expresa condición de ninguna caricia
deshonesta y de ningún -acoplamiento carnal. Madame de Sernenval se habría puesto furiosa
si hubiera querido traspasar los límites impuestos por su modestia, y el marido que lo hubiera
intentado habría corrido posiblemente el riesgo de no volver a conseguir los favores de esa
hembra púdica y virtuosa. Monsieur de Sernenval se reía de todas esas historias, pero como
adoraba a su mujer, consentía en respetar sus debilidades.
A veces, sin embargo, intentaba sermonearla, le demostraba del modo más claro que no
es pasándose la vida en las iglesias o con los curas como una mujer de bien cumple realmente
con sus deberes; que los primeros que ésta tiene son los de su casa, necesariamente
descuidados por una beata. Viviendo honestamente en el mundo honraría infinitamente mejor
las intenciones del Eterno —le decía—, que yendo a enterrarse en los claustros, y corría
muchísimo más peligro con los padrillos de María que con aquellos amigos de confianza a
los que ridículamente se negaba a ver.
—Hay que conocerla y quererla tanto como yo —agregaba monsieur de Sernenval—
para no inquietarse demasiado por usted con todas esas prácticas religiosas. ¿Quién me
asegura que a veces no cae usted en éxtasis en la blanda cama de los levitas, más bien que al
pie de los altares del dios? No hay nada tan peligroso como los sinvergüenzas de los curas;
siempre es hablando de Dios como seducen a nuestras mujeres y a nuestras hijas, y en su
nombre es como siempre nos deshonran y engañan. Créame, mi querida, se puede ser virtuoso
en cualquier parte; ni en la celda del bonzo ni en el nicho del ídolo es donde la virtud levanta
su templo: es en el corazón de una mujer prudente. Y las decentes compañías que le ofrezco
yo no tienen nada que no condiga con el culto que usted le debe... La fama que usted tiene
entre la gente es la de una de sus más fieles secretarias, y yo la creo..., ¿pero qué prueba,
tengo de que merece usted realmente esa reputación? La creería mucho más fácilmente si la
viera resistir a astutos ataques. La virtud de la mujer que nunca se arriesga a la seducción 'no
es la que está mejor probada, sino la de la que está bastante segura de sí misma como para
exponerse a todo sin ningún temor.
Madame de Sernenval no le contestaba nada, porque en realidad no podía contestar
nada a ese argumento, pero se ponía a llorar, recurso habitual de las mujeres débiles, corruptas
o falsas, y su marido no se atrevía a llevar adelante la lección.
En ese punto estaban las cosas, cuando un antiguo amigo de Sernenval, un tal
Desportes, llegó de Nancy para verlo y cerrar al mismo tiempo algunos negocios que tenía en
la capital. Desportes era un hombre alegre de la misma edad, más o menos, que su amigo, y
no odiaba ninguno de los placeres de los que la benéfica naturaleza permitió servirse al
hombre para olvidar los males con que ella lo abruma. No opone ninguna resistencia a la
oferta que le hace Sernenval de vivir en su casa, se alegra de verlo y al mismo tiempo se extraña de la austeridad de su mujer quien, al saber que ese extraño está en la casa, se niega en
redondo a hacerse presente y no baja ni siquiera para las comidas. Desportes cree que molesta,
y quiere alojarse en otra parte, Sernenval se lo impide, y finalmente le confía todas las
ridiculeces de su dulce mujercita.
—Perdonémosla —decía crédulamente el marido—, compensa esos defectos con tantas
virtudes que logró obtener mi indulgencia, y me atrevo a pedirte la tuya.
—Con el mayor gusto —contesta Desportes—; desde el momento en que no hay nada
personal contra mí, lo paso todo por alto, y los defectos de la mujer de quien quiero serán a
mis ojos tan sólo respetables cualidades.
Sernenval abraza a su amigo, y desde ese momento no se ocupan más que de divertirse.
Si a la idiotez de dos o tres patanes que desde hace cincuenta años legislan en París el
trabajo de las mujeres públicas, y en especial la de un español ladrón, que durante el último
reinado ganaba cien mil escudos por año con la clase de inquisición de que vamos a hablar; si
a la estrecha mentalidad de esa gente no se le hubiera ocurrido estúpidamente que una de las
formas más ilustres de conducir el Estado, uno de los apoyos más seguros del gobierno, en
fin, que una de las bases de la virtud era ordenar a esas criaturas que dieran cuenta exacta de