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Marqués de Sade - La mojigata o el encuentro imprevisto

Monsieur de Sernenval, hombre de unos cuarenta años, que tenía doce o quince mil libras de renta y las gastaba tranquilamente en París, que había dejado el comercio, y que se contentaba con tener por toda distinción el honorable título de burgués de París con pretensiones a concejal, se había casado poco tiempo atrás con la hija de uno de sus antiguos compañeros, que tenía por entonces unos veinticuatro años. Nada tan fresco, tan rollizo, tan carnoso y blanco como madame de Sernenval; no mostraba el aspecto de las Gracias, pero era tan apetitosa como la madre de los amores; no tenía el porte de una reina, pero había tanta voluptuosidad en el conjunto, tenía ojos tan tiernos y llenos de languidez, una boca tan linda, un pecho tan firme y redondo, y todo el resto tan apropiado para despertar el deseo, que pocas hermosas parisienses hubieran podido competir con ella. Pero madame de Sernenval, con tantos atractivos físicos, poseía en su espíritu un defecto fundamental... un puritanismo insoportable, una beatería fastidiosa y una especie de pudor tan ridículamente excesivo, que su marido no conseguía decidirla a presentarse ante sus amistades. Llevando la beatería al extremo, muy pocas veces madame de Sernenval quería pasar una noche entera con su marido, e incluso cuando se dignaba a darle sus favores, lo hacía siempre con excesivas reservas, con un camisón que nunca era levantado. Un ojal artísticamente abierto frente al pórtico del templo del Himeneo, sólo permitía la entrada con la expresa condición de ninguna caricia deshonesta y de ningún -acoplamiento carnal. Madame de Sernenval se habría puesto furiosa si hubiera querido traspasar los límites impuestos por su modestia, y el marido que lo hubiera intentado habría corrido posiblemente el riesgo de no volver a conseguir los favores de esa hembra púdica y virtuosa. Monsieur de Sernenval se reía de todas esas historias, pero como adoraba a su mujer, consentía en respetar sus debilidades. A veces, sin embargo, intentaba sermonearla, le demostraba del modo más claro que no es pasándose la vida en las iglesias o con los curas como una mujer de bien cumple realmente con sus deberes; que los primeros que ésta tiene son los de su casa, necesariamente descuidados por una beata. Viviendo honestamente en el mundo honraría infinitamente mejor las intenciones del Eterno —le decía—, que yendo a enterrarse en los claustros, y corría muchísimo más peligro con los padrillos de María que con aquellos amigos de confianza a los que ridículamente se negaba a ver. —Hay que conocerla y quererla tanto como yo —agregaba monsieur de Sernenval— para no inquietarse demasiado por usted con todas esas prácticas religiosas. ¿Quién me asegura que a veces no cae usted en éxtasis en la blanda cama de los levitas, más bien que al pie de los altares del dios? No hay nada tan peligroso como los sinvergüenzas de los curas; siempre es hablando de Dios como seducen a nuestras mujeres y a nuestras hijas, y en su nombre es como siempre nos deshonran y engañan. Créame, mi querida, se puede ser virtuoso en cualquier parte; ni en la celda del bonzo ni en el nicho del ídolo es donde la virtud levanta su templo: es en el corazón de una mujer prudente. Y las decentes compañías que le ofrezco yo no tienen nada que no condiga con el culto que usted le debe... La fama que usted tiene entre la gente es la de una de sus más fieles secretarias, y yo la creo..., ¿pero qué prueba, tengo de que merece usted realmente esa reputación? La creería mucho más fácilmente si la viera resistir a astutos ataques. La virtud de la mujer que nunca se arriesga a la seducción 'no es la que está mejor probada, sino la de la que está bastante segura de sí misma como para exponerse a todo sin ningún temor. Madame de Sernenval no le contestaba nada, porque en realidad no podía contestar nada a ese argumento, pero se ponía a llorar, recurso habitual de las mujeres débiles, corruptas o falsas, y su marido no se atrevía a llevar adelante la lección. En ese punto estaban las cosas, cuando un antiguo amigo de Sernenval, un tal Desportes, llegó de Nancy para verlo y cerrar al mismo tiempo algunos negocios que tenía en la capital. Desportes era un hombre alegre de la misma edad, más o menos, que su amigo, y no odiaba ninguno de los placeres de los que la benéfica naturaleza permitió servirse al hombre para olvidar los males con que ella lo abruma. No opone ninguna resistencia a la oferta que le hace Sernenval de vivir en su casa, se alegra de verlo y al mismo tiempo se extraña de la austeridad de su mujer quien, al saber que ese extraño está en la casa, se niega en redondo a hacerse presente y no baja ni siquiera para las comidas. Desportes cree que molesta, y quiere alojarse en otra parte, Sernenval se lo impide, y finalmente le confía todas las ridiculeces de su dulce mujercita. —Perdonémosla —decía crédulamente el marido—, compensa esos defectos con tantas virtudes que logró obtener mi indulgencia, y me atrevo a pedirte la tuya. —Con el mayor gusto —contesta Desportes—; desde el momento en que no hay nada personal contra mí, lo paso todo por alto, y los defectos de la mujer de quien quiero serán a mis ojos tan sólo respetables cualidades. Sernenval abraza a su amigo, y desde ese momento no se ocupan más que de divertirse. Si a la idiotez de dos o tres patanes que desde hace cincuenta años legislan en París el trabajo de las mujeres públicas, y en especial la de un español ladrón, que durante el último reinado ganaba cien mil escudos por año con la clase de inquisición de que vamos a hablar; si a la estrecha mentalidad de esa gente no se le hubiera ocurrido estúpidamente que una de las formas más ilustres de conducir el Estado, uno de los apoyos más seguros del gobierno, en fin, que una de las bases de la virtud era ordenar a esas criaturas que dieran cuenta exacta de la parte de su cuerpo que más honra cada uno de sus cortejantes, si no se les hubiera ocurrido que entre un hombre que mira un seno, por ejemplo, y uno que pone su atención en un trasero, existe evidentemente la misma diferencia que entre un buen hombre y un sinvergüenza, y que aquel que haya caído en una u otra de esas aventuras (según la moda) debe ser inevitablemente el mayor enemigo del Estado; sin esas despreciables bajezas, digo, no cabe duda de que dos honrados burgueses, uno con una mujer beata y el otro soltero, podrían con todo derecho ir a pasar una hora o dos con esas señoritas. Pero como esas absurdas infamias paralizaban el placer de los ciudadanos ni se le pasó por la cabeza a Sernenval mencionarle siquiera a Desportes semejante clase de disipación. Este dándose cuenta y sin imaginar los motivos, le preguntó a su amigo por qué, cuando ya le había propuesto todas las diversiones de la capital, no le había hablado en absoluto de aquélla. Sernenval alude a la estúpida inquisición, Desportes la toma a broma, y a pesar de las listas de m..., los informes de los comisarios, las declaraciones de los oficiales de policía y todas las demás trampas puestas por la autoridad contra esa parte de los placeres del ambiente de Lutecia, dice a su amigo que de cualquier modo quiere cenar con rameras. —Escucha —dijo Sernenval—, acepto; incluso te serviré de introductor, como prueba de mi forma, filosófica de pensar sobre el asunto; pero por una delicadeza que espero que comprendas, por los sentimientos que, con todo, debo a mi mujer y que no está en mí dejar de lado, me permitirás que no comparta tus placeres. Me limitaré a procurártelos. Desportes lo trata de ridículo por un momento, pero al verlo decidido a no dejarse convencer de ningún modo, consiente en todo y se van. La famosa S.J. fue la sacerdotisa a cuyo templo pensó encaminar Sernenval los sacrificios de su amigo. —Lo que necesitamos es una mujer de confianza —le dijo Sernenval—, una mujer honrada. Este amigo mío para quien pido sus atenciones está en París tan sólo por un momento; no quisiera llevarse a su provincia un mal regalo y arruinarle a usted la reputación. Díganos francamente si tiene lo que necesita y cuánto pide usted para hacer que se divierta. —Escuchen —contestó la S. J., veo perfectamente con quiénes tengo el honor de tratar, y no es a gente como ustedes a quien engaño; por eso voy a hablarles como mujer honesta, y mis actos les probarán que lo soy. Tengo lo que buscan, solamente hay que fijar el precio. Es una mujer maravillosa, una criatura que les encantará en cuanto la oigan... en fin, es lo que llamamos un bocado sacerdotal, y ya saben ustedes que como ellos son mis practicantes más probados, no les doy precisamente lo peor que tengo... Hace tres días que el obispo de M. me dio por ella veinte luises, el arzobispo de R. le hizo ganar cincuenta ayer, y esta mañana todavía treinta del coadjutor de ... Se la ofrezco por diez, y eso, señores, sólo para merecer el
honor de su precio; pero hay que ser muy precisos en cuanto a día y hora; tiene marido, y un marido celoso que no posee ojos más que para ella; como puede gozar únicamente de momentos furtivos, no hay que perder ni un minuto de los que hayamos convenido. Desportes regateó un poco; nunca por ramera alguna se había pagado diez luises en toda Lorena, y cuanto más trataba de hacer bajar el precio, más le hacían el artículo; al final aceptó, y las diez de la mañana del día siguiente fue el momento elegido para la cita. Como Sernenval no quería ser de la partida, ya no se pensó en una cena, y Des-portes fijó esa hora, contento de terminar temprano con el asunto, para poder dedicar el resto del día a otras cuestiones más importantes que debía atender. Suena la hora, nuestros dos amigos llegan a lo de la encantadora alcahueta; un boudoir en el que reina una luz voluptuosa, tenue, encierra a la diosa a quien Desportes va a ofrecer sus sacrificios. —Hijo dichoso del amor —le dice Sernenval, empujándolo al santuario—, vuela hacia los brazos voluptuosos que te tienden, y después, sólo después, ven a dar cuenta de tus placeres; me alegraré de tu felicidad, y mi alegría será bien pura, porque no estaré celoso en absoluto. Nuestro catecúmeno entra, tres horas 'completas bastan apenas para su ofrenda, y al fin vuelve, para asegurar a su amigo que en su vida no vio nada semejante y que la misma madre de los amores no le habría hecho gozar tanto. —Deliciosa, entonces —dice Sernenval, bastante entusiasmado ya. —¿Deliciosa? Ah, no podría encontrar una expresión justa para describirte lo que es; y en este mismo instante, en que la ilusión debe derrumbarse, siento que ningún pincel sería capaz de pintar los torrentes de delicias en que me hundió. A los encantos que recibió de la naturaleza une un arte tan sensual para realzarlos, pone una sal, una pimienta tan real en su goce que todavía estoy como borracho... Oh, querido amigo no te lo pierdas, te lo ruego; por acostumbrado que puedas estar a las beldades de París, estoy completamente seguro de que vas a reconocer que ninguna te pareció nunca comparable a ésta. Sernenval, siempre firme, pero sin embargo conmovido por un principio de curiosidad, le pide a S. J. que haga pasar a esa mujer delante de él cuando salga de la habitación... Ella acepta, los dos amigos se quedan de pie para observarla mejor, y la princesa pasa orgullosa... Santo cielo, cómo se pone Sernenval cuando reconoce a su mujer, es ella, esa mojigata que por pudor no se atreve a presentarse delante de un amigo de su marido, y tiene la desvergüenza de venir a prostituirse a una casa semejante. —¡Miserable! —grita enfurecido. Pero es inútil que quiera abalanzarse sobre esa pérfida criatura; también ella. lo había reconocido en cuanto él la vio, y ya estaba lejos de la casa. Sernenval, en un estado indescriptible, quiere descargarse con la S. J.; ésta pide disculpas por su desconocimiento del asunto y le asegura a Sernenval que hace más de diez años, es decir mucho antes del casamiento del desdichado, que esa joven acepta reuniones en su casa. —¡La muy perdida! —exclama el desgraciado marido, a quien su amigo trata inútilmente de consolar—. Pero no, se acabó, desprecio es lo único que merece, y el mío la va a cubrir para siempre. Y la lección que saco de esta cruel experiencia, es que nunca hay que arriesgarse a juzgar a las mujeres por su máscara hipócrita, nunca. Sernenval volvió a su casa, pero ya no encontró a su ramera, ya se había ido, y él no se preocupó más por ella. Su amigo, que no se atrevía a quedarse con él después de lo que había pasado, se fue al día siguiente, y el infortunado Sernenval, solo, lleno de vergüenza y de dolor, escribió un incuarto contra las esposas hipócritas, que no corrigió en nada a las mujeres y que los hombres no leyeron jamás.

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