Dedicado a su amigo
Augusto Borget
Un médico al
que debe la ciencia una hermosa teoría fisiológica, y que, joven aun, logró
abrirse plaza entre las celebridades de la Escuela de París, centro de luces;
al que rinden homenaje todos los médicos de Europa, el doctor Bianchon, ejerció
la cirugía antes de dedicarse á la medicina. Sus primeros estudios fueron
dirigidos por un gran cirujano francés, por el ilustre Desplein, que pasó para
la ciencia con la rapidez de un meteoro. Según confesión de sus enemigos,
Desplein se llevó á la tumba su método intransmisible. Como todos los hombres
de genio, no tenía descendientes y se lo llevó todo consigo. La gloria de los
cirujanos se parece á la de los actores, cuyo talento deja de apreciarse tan
pronto como desaparecen, y cuya fama sólo dura lo que su vida. Los actores y
los cirujanos, lo mismo que los grandes cantantes y los artistas que
centuplican con su ejecución el poder de la música, sólo son héroes del
momento. Desplein ofrece un ejemplo de la semejanza que existe entre el destino
de estos genios transitorios. Su nombre, tan célebre ayer y tan olvidado hoy,
permanecerá dentro de la especialidad á que se dedicó, sin franquear nunca sus
límites. Pero ¿no es necesario que concurran circunstancias inauditas para que
el nombre de un sabio pase del dominio de la ciencia, al dominio de la historia
general de la humanidad? ¿Poseía Desplein esa universalidad de conocimientos
que hacen de un hombre el verbo ó la figura de un siglo? Desplein poseía un
golpe de vista divino, penetraba la enfermedad y al enfermo con una intuición
adquirida ó natural que le permitía no engañarse nunca en los diagnósticos y
determinar el momento preciso, la hora el minuto en que era necesario operar,
sacando siempre partido de las circunstancias atmosféricas y de las
particularidades del temperamento. Para marchar de este modo de acuerdo con la
naturaleza ¿habría estudiado acaso la incesante misión de los seres y de las
sustancias elementales, contenidas en la atmósfera ó que provee la tierra al
hombre que las absorbe y las prepara para sacar de ellas un jugo particular?
¿Procedía, acaso, con ese poder de deducción y analogía a que es debido el
genio de Cuvier? Sea de ello lo que fuere
es lo cierto que este hombre se había hecho el confidente de la carne y
la comprendía lo mismo en su pasado que en su porvenir, basándose en el
presente. Pero ¿ha resumido toda la ciencia en su persona como lo hicieron
Hipócrates, Galeno y Aristóteles? ¿Condujo toda una escuela hacia nuevos
mundos? No. Si es imposible negar á este perpetuo observador de la química
humana la antigua ciencia del magismo, es decir, el conocimiento de los
principios en fusión las causas de la vida, la vida antes de la vida, lo que ha
de ser antes de ser, es preciso confesar, para ser justo que, desgraciadamente,
todo en él fue personal; aislado toda su vida por el egoísmo, el egoísmo mata
hoy su gloria. Su tumba no está provista de la estatua sonora que repite al
porvenir los misterios que el genio establece a expensas suyas. Pero sin duda
el talento de Desplein era solitario de sus creencias y, por consiguiente,
mortal. Para él, la atmósfera terrestre era un saco generador, veía la tierra
como un huevo en su cascarón y no pudiendo saber quién era primero en el orden
de la existencia, si el huevo ó la gallina, no admitió ni lo uno ni lo otro. No
creía ni en el animal anterior ni en el espíritu posterior al hombre. Desplein
no estaba en la duda, afirmaba. Su ateísmo puro y franco se pareció al de
muchos sabios, que son la mejor gente del mundo, pero que niegan la existencia
de Dios del mismo modo que algunas gentes religiosas niegan la posibilidad de
que pueda haber ateos. Esta opinión no tiene nada de particular en un hombre
acostumbrado desde sus primeros años á disecar el ser por excelencia,
antes, durante y después de la vida, y á
escudriñar todos sus órganos sin encontrar en ellos esa alma única, tan necesaria
para todas las teorías religiosas. Reconociendo en el hombre un centro
cerebral, un centro nervioso y un centro aéreo-sanguíneo, de los cuales, los
dos primeros se suplen tan bien uno al otro, que tuvo en los últimos días de su
vida la firme convicción de que el sentido del oído no era absolutamente
necesario para oír, ni el sentido de la vista absolutamente necesario para ver
y que el plexo solar lo reemplazaba sin duda alguna, Desplein se confirmó en su
ateísmo con este hecho, á pesar de no tener ninguna relación con Dios. Según se
dice, este hombre murió en la impenitencia final en que mueren,
desgraciadamente, muchos hermosos genios á los que ojalá Dios quiera perdonar.
Empleando la misma frase de sus enemigos, diremos que la vida de este hombre ofrecía
muchas pequeñeces, ó mejor dicho, muchos contrasentidos aparentes. Sin conocer
nunca los móviles que hacen obrar á ciertos espíritus superiores, los
envidiosos ó los necios echan mano inmediatamente de ciertas contradicciones
superficiales para hacer un acto de acusación, por el cual les hacen figurar
momentáneamente. Si más tarde el éxito corona las combinaciones atacadas
poniendo de manifiesto la correlación de los preparativos y de los resultados,
siempre subsisten, poco ó mucho, las calumnias que le precedieron. Igualmente,
en nuestros días, Napoleón fue condenado por nuestros contemporáneos cuando
desplegaba las alas de su águila sobre Inglaterra, y hubiera sido preciso el
1822 para explicar el 1804 y las bateas de Bolonia.
Siendo la
gloria y la ciencia de Desplein inatacables, sus enemigos criticaban la rareza
de su humor y de su carácter, siendo así que lo que tenía el gran cirujano era
sencillamente lo que los ingleses llaman excentricity. Vestido á veces
elegantemente, como Crebillon, el trágico, demostraba de pronto una singular
indiferencia en su manera de vestir y tan pronto se le veía en coche como á
pie. Tan pronto brusco como amable, áspero y avaro en apariencia, pero capaz de
ofrecer su fortuna á sus maestros desterrados que le hicieron el honor de
aceptarla por algún tiempo, ningún hombre ha inspirado ni ha sido objeto de
juicios más contradictorios. Aunque capaz para lograr una condecoración, que
los médicos no debieran solicitar con intrigas y de dejar caer en la corte un
libro de oraciones de su bolsillo, no dudéis de que en su interior se burlaba
de todo y de que sentía un profundo desprecio por los hombres, después de
haberlos observado de arriba á abajo y después de haberlos comprendido tal cual
son en medio de los actos más solemnes y más mezquinos de la vida. En los
grandes hombres, las cualidades suelen guardar proporción. Si, entre esos
colosos, existe alguno que tiene más talento que gracia, su gracia es aún mayor
que la de aquel de quien se dice únicamente: «Es un hombre muy gracioso». Todo
genio supone, necesariamente, un don de segunda vista, una vista moral. Esta
vista puede aplicarse á alguna especialidad; pero el que ve la flor puede ver
el sol. El que oyó á un diplomático salvado por él: «¿Como está el Emperador?»
y le respondió: «El cortesano vuelve, el hombre sabrá abrirse paso», éste no es
solamente cirujano ó médico, sino que es también prodigiosamente ocurrente. Así
pues, el observador paciente y asiduo de la humanidad legitimará las
exorbitantes pretensiones de Desplein y le creerá, como se creía él mismo, apto
para ser tan buen ministro como buen médico.
Entre los enigmas que ofrece á
los ojos de sus contemporáneos la vida de Desplein, hemos escogido uno de los
más interesantes, porque su solución se encontrará al final del relato,
vengándole de ciertas acusaciones.
De todos los discípulos que Desplein tuvo en el hospital,
Horacio Bianchon fué uno de aquellos con quien más simpatizó. Antes de ser
interno en el hospital, Horacio Bianchon era un estudiante de medicina, que se
albergaba en una miserable casa de huéspedes del barrio latino, conocida con el
nombre de la casa Vauquer. Este pobre joven sufría allí los ataques de esa
ardiente miseria, especie de crisol de donde los grandes talentos deben salir
puros é incorruptibles, como diamantes que pueden ser sometidos á todos los
choques sin romperse. Expuestos al fuego violento de sus pasiones
desencadenadas, estos hombres adquieren la probidad más inalterable y contraen
el hábito de las luchas que esperan al genio con el trabajo constante con que
han procurado cercar sus apetitos engañados. Horacio era un joven recto,
incapaz de tergiversar una palabra en las cuestiones de honor, que se iba
siempre sin rodeos al asunto y que lo mismo estaba dispuesto por sus amigos á
empeñar la capa, que á sacrificarles sus días y sus noches; Horacio era, en una
palabra, uno de esos amigos que no se preocupan por lo que reciben á cambio de
lo que entregan, seguros de percibir á su vez más de lo que dan. La mayor parte
de sus amigos sentían por él ese respeto que inspira la virtud sin énfasis, y
algunos de ellos temían su censura. Pero Horacio desplegaba estas cualidades
sin ostentación. Ni puritano ni sermoneador, juraba con gracia cuando daba un
consejo y acudía con gusto á una juerga cuando la ocasión se presentaba. Buen
compañero, franco y leal, no como un marino, pues el marino de hoy es un astuto
diplomático, sino como honrado joven que nada tiene que ocultar de su vida,
Bianchor marchaba siempre risueño y con la frente muy alta. En fin, para
expresarlo todo con una palabra y teniendo en cuenta que los acreedores son
considerados hoy como" la representación más real de las furias antiguas,
diremos que Horacio era el Pilades de más de un Orestes. Soportaba su miseria
cor esa alegría que es sin duda una de las mayores pruebas de valor, y como
todos los que no poseen nada, contraía pocas deudas. Sobrio como un camello,
ágil y avispado como un ciervo, era invariable y permanecía firme en sus ideas
y en su conducta. La vida feliz de Bianchon empezó el día en que el ilustre
cirujano Desplein echó de ver las cualidades y los defectos que hacen
doblemente precioso para sus amigos al doctor Horacio Bianchon. Cuando un jefe
de clínica toma en su regazo á un joven, este joven pone, como suele decirse,
el pie en el estribo, Desplein no dejaba de llevar á Bianchon como practicante
á las casas opulentas, donde casi siempre caía alguna gratificación en la
escarcela del interno, y donde se iban revelando insensiblemente al provenzal
los misterios de la vida parisiense; le dejaba asistir á las consultas en su
despacho, y á veces lo enviaba á acompañar á algún rico enfermo que iba á tomar
aguas, preparándole de este modo una clientela. De todo esto resultó que, al
cabo de cierto tiempo, el tirano tuvo un seide. Estos dos hombres, el uno en la
cima de los honores y de la ciencia y gozando de una inmensa fortuna y de una
inmensa gloria; y el otro modesto omega, llegaron á ser amigos íntimos. El gran
Desplein no tenía secretos para su interno, y éste sabía si tal mujer se había
sentado en una silla al lado de su maestro ó en el famoso canapé que se
encontraba en el despacho y en el que Desplein acostumbraba á dormir; Bianchon
conocía los misterios de aquel temperamento de león y de toro, que acabó por
ensanchar y amplificar más de lo ordinario el gusto del gran hombre, y causó su
muerte por el desarrollo del corazón. Estudió
las extravagancias de aquella vida tan laboriosa, los proyectos de
aquella avaricia tan sórdida, y las esperanzas del hombre político escondido
bajo la capa del sabio, y pudo prever las decepciones que esperaban al único
sentimiento que encerraba aquel corazón, más bien bronceado, que de bronce.
Un día,
Bianchon dijo á Desplein que un pobre aguador del barrio de San Jacobo sufría
una horrible enfermedad causada por las fatigas y la miseria. Aquel pobre
auverniano no había comido más que patatas durante el crudo invierno del año
1821. Desplein dejó á todos sus enfermos, y exponiéndose á reventar su caballo,
voló acompañado de Bianchon á la morada de aquel pobre hombre, y lo hizo
transportar á la casa de salud establecida por el célebre Dubois en el arrabal
de San Dionisio. Cuidó con el mayor cariño á este hombre, y cuando estuvo
restablecido le dio la suma necesaria para comprar un caballo y una cuba. Aquel
auverniano se distinguió por un rasgo original; habiendo caído enfermo uno de
sus amigos, lo llevó inmediatamente á casa de Desplein, diciendo á su
bienhechor:
—No hubiese podido soportar que
hubiera ido á casa de ningún otro.
Áspero y todo,
como era, Desplein estrechó la mano al aguador y le dijo:
—Tráemelos á todos.
E hizo entrar al hijo de Cantal en el hospital,
donde lo cuidó con el mayor esmero. Bianchon había observado ya varias veces
que su jefe sentía mucha predilección por los auvernianos y sobre todo por los
aguadores; pero como Desplein ostentaba una especie de orgullo en tratar bien á
los enfermos de sus salas, el discípulo no vio en aquello nada de raro.
Un día atravesando la Plaza de San Sulpicio,
Bianchon vio que su maestro entraba en la iglesia á eso de las nueve de la
mañana, Desplein, que en aquella época no daba un paso sin su cabriolé, iba á
pie y se colaba por la calle del Petit-Lion, como si entrase en una casa
sospechosa. El interno que conocía las opiniones de su maestro, picado de
curiosidad, entró en San Sulpicio, y no fue poco su asombro al ver al gran
Desplein, á aquel ateo sin piedad por los ángeles que no ofrecen trabajo á los
bisturíes y que no pueden tener fístulas ni gastritis, en una palabra, á aquel
intrépido incrédulo, humildemente arrodillado, y ¿dónde diréis?... ante la
capilla de la Virgen, ante la cual oyó una misa, dio para los gastos del culto,
dio para los pobres y permaneció serio como si se hubiese tratado de una
operación.
—Seguramente que no ha ido á esclarecer cuestiones
relativas al parto de la Virgen—decía Bianchon, cuyo asombro no tuvo
límites.—Si le hubiera visto en la procesión del Corpus llevando uno de los
cordones del palio, el hecho me hubiera causado risa; pero á estas horas, solo
y sin testigos, me da en verdad mucho que pensar.
Bianchon no quiso que pudiera creerse que espiaba al
cirujano del hospital principal, y, por lo tanto, se alejó. Por casualidad, le
invitó Desplein aquel mismo día á comer con él á una fonda, y de una cosa en
otra, Bianchon llegó, mediante hábiles preparaciones, á hablar de la misa,
calificándola de mojiganga y de farsa.
—Una farsa que ha costado más sangre á la
cristiandad que todas las batallas de Napoleón y que todas las sanguijuelas de
Brousais. La misa es una invención papal que no se remonta más allá del siglo
VI y que está basada en el Hoc est corpus.
¡Cuantos torrentes de sangre ha sido preciso verter para establecer la fiesta
del Corpus-Cristy; con cuya institución quiso la corte de Roma hacer constar su
victoria en la cuestión de la presencia real, cisma que turbó á la Iglesia por
espacio de tres siglos! Las guerras del conde de Tolosa y de los albigenses son
la cola de esta cuestión. Los valdenses y los albigenses se negaban á reconocer
esta innovación.
Por fin, Desplein se puso con satisfacción á
desplegar toda su verbosidad de ateo, y su conversación fue un verdadero flujo
de burlas volterianas, ó mejor dicho, una detestable falsificación del citador.
—¡Diablo!—se dijo Bianchon para sus adentros,—¿dónde
está el devoto de esta mañana?
Pero guardó silencio porque llegó á dudar que fuese
verdaderamente su maestro el individuo que había visto en San Sulpicio.
Desplein no se hubiese tomado el trabajo de decir una mentira á Bianchon: ambos
se conocían ya demasiado bien, se habían comunicado su modo de pensar sobre
cuestiones tan graves como ésta, y habían discutido sistemas de natura rerum, sondándolas ó disecándolas
con los bisturíes y el escalpelo de la incredulidad.
Transcurrieron tres meses. Bianchon no dio importancia
á aquel hecho, sin embargo de que había quedado grabado en su memoria, cuando,
un día de aquel mismo año, uno de los médicos del hospital tomó á Desplein por el brazo, delante de Bianchon
como para interrogarle.
—¿Qué iba V. á hacer ayer á San
Sulpicio, mi querido maestro?
—A ver á un sacerdote que tiene una caries en la
rodilla y al que la señora duquesa de Augulema me ha hecho el honor de
recomendarme,—dijo Desplein.
El médico quedó satisfecho con
esta respuesta, pero no Bianchon, el cual se dijo para sus adentros:
—¡Ah! ¿va á ver rodillas enfermas á la iglesia? Ya,
ya caigo, iba á oír misa.
Bianchon se prometió acechar á Desplein, recordó el
día y la hora en que lo había sorprendido entrando en San Sulpicio, y proyectó
ir allí al año siguiente, el mismo día y la misma hora, á fin de ver si le
sorprendía de nuevo. En este caso, la periodicidad de su devoción le
autorizaría para llevar á cabo una investigación científica, pues no era
probable que existiera en un hombre semejante una contradicción entre el
pensamiento y la acción. Al año siguiente, el día y la hora dichas, Bianchon,
que no era ya alumno de Desplein, vio que el cabriolé del cirujano se detenía
en la esquina que forman la calle de Tournon y la del Petit-Lion, y que su
maestro tomaba jesuíticamente á lo largo de los muros de San Sulpicio, donde
oyó de nuevo misa en el altar de la Virgen. ¡No había duda que era Desplein, el
cirujano, su jefe, el ateo in petto, el devoto por casualidad! La
intriga se complicaba. La persistencia de aquel ilustre sabio era para llamar
la atención á cualquiera. Cuando Desplein salió de la iglesia, Bianchon
se acercó al sacristán, que estaba arreglando el altar, y le preguntó si
el señor que acababa de marcharse era asiduo concurrente á la iglesia.
—Hace ya veinte años que estoy aquí—dijo el
sacristán, —y en todo ese tiempo he visto siempre que el señor Desplein viene,
cuatro veces al año, á oír esta misa, de la cual es fundador.
—¡Una fundación hecha por él!—se dijo Bianchon
alejándose.—Esto sí que es cosa tan complicada como el misterio de la
Inmaculada Concepción, misterio que por sí solo basta para hacer á un médico
incrédulo.
Pasó algún tiempo sin que el doctor Bianchon, que
seguía siendo amigo de Desplein, hubiese tenido ocasión para hablarle de
aquella particularidad de su vida. Si bien se encontraban en consulta ó en
sociedad, era difícil que hallasen ese momento de confianza y de soledad,
durante el cual se permanece con las piernas tendidas, la cabeza apoyada en el
respaldo de un sillón y en el que dos amigos se cuentan sus secretos. Por fin,
á los siete años de ocurrido este hecho, después de la Revolución de 1830,
cuando el pueblo se precipitaba sobre el arzobispado, cuando las inspiraciones
republicanas lo empujaban á destruir las cruces doradas que despuntaban como
rayos en medio de la inmensidad de este océano de casas; cuando la incredulidad
y la sedición llenaban las calles, Bianchon sorprendió á Desplein entrando una
vez más en San Sulpicio. El doctor le siguió y se colocó á su lado, sin que su
amigo le hiciese la menor seña, ni diese muestras de la menor sorpresa. Ambos
oyeron la misa fundada por el ateo.
—Amigo mío—dijo Bianchon á Desplein una vez que
estuvieron fuera de la iglesia,—¿quiere usted decirme la razón de su modo de
proceder? Esta es la tercera vez que le sorprendo á usted oyendo misa. ¿Quiere
usted explicarme la razón de ese misterio y de ese desacuerdo flagrante entre
sus opiniones y su conducta? Usted no cree en Dios y va á misa, y, por lo
tanto, está usted obligado á responderme, mi querido maestro.
—Amigo mío, me parezco en esto á muchos devotos, á
muchos hombres profundamente devotos en apariencia pero que son tan ateos como
usted y yo podemos serlo.
Y á
continuación de esto, soltó un verdadero torrente de epigramas acerca, de algunos
personajes políticos; de los cuales el más conocido ofrece en este siglo una
nueva edición del Tartufo de Moliere.
—Yo no le pregunto á usted todo eso—le dijo
Bianchon. —Quiero saber lo que viene usted á hacer aquí y el porqué ha fundado
esta misa.
—A decir
verdad, querido amigo—dijo Desplein,—estoy ya muy próximo á la tumba, y, por
consiguiente, no hay inconveniente en que le hable á usted de los principios de
mi vida.
En este
momento, Bianchon y el gran hombre se encontraban en la calle de los Cuatro Vientos,
que es una de las calles más horribles de París. Desplein subió al sexto piso
de una de esas casas que parecen un obelisco y cuya puerta de dos hojas da á un
estrecho pasillo, al extremo del cual se ve una tortuosa escalera, alumbrada
por luces que con razón, reciben en Francia el nombre de luces de
sufrimiento. Era la tal vivienda una casa de color verdoso, en cuyo piso
bajo vivía un comerciante de muebles, y que parecía albergar en cada uno de sus
pisos una miseria diferente. Levantando el brazo con gran energía, Desplein
dijo á Bianchon:
—He vivido
allá arriba dos años.
—Ya lo sé; de
Arthez también ha vivido, y yo he subido ahí casi todos los días, durante mi
primera juventud. Entonces le llamábamos el foco de los grandes hombres.
Bueno, ¿qué más?
—La misa que
acabo de oír está enlazada con acontecimientos que ocurrieron cuando habitaba
la buhardilla en que dice usted que vivió también de Arthez, aquella en cuya
ventana se ve una cuerda cargada de ropa y un tiesto. Mis comienzos fueron tan
rudos, mi querido Bianchon, que puedo disputar á cualquiera la palma de los
sufrimientos parisienses, lo he soportado todo: hambre, sed, falta de dinero,
de trajes, de calzado y de ropa interior, todo lo que la miseria tiene de más
rudo. He soplado muchas veces mis dedos entumecidos, en ese foco de grandes
hombres que quisiera visitar de nuevo en compañía de usted. He trabajado
durante un invierno viendo humear mi cabeza y distinguiendo el aire de mi
transpiración, como distinguimos el aliento de los caballos en un día de
helada. Hoy me parece imposible que yo ni nadie pudiese soportar semejante
vida. Estaba solo, sin recursos, sin un céntimo para comprar los libros y los
gastos de mi educación médica, y sin tener un amigo, pues mi carácter
irascible, sombrío é inquieto, me perjudicaba mucho. Nadie quería ver en mis
irritaciones la miseria y el trabajo del hombre que, desde el fondo del estado
social en que nace, lucha para llegar á la superficie. Pero á usted, ante quien
no necesito fingir, puedo decirle que yo tenía esa suma de buenos sentimientos
y de viva sensibilidad que ha de ser siempre el patrimonio de los hombres
bastante fuertes para llegar á una cima cualquiera, después de haber
frecuentado largo tiempo los pantanos de la miseria. Yo no podía sacar de mi familia
y de mi país nada más que la insuficiente pensión que me proporcionaba. En fin,
en aquella época, comía por la mañana, ensopado en leche, un panecillo que el
panadero de la calle de Petit-Lyon me vendía más barato, porque era de la
víspera ó de la antevíspera, y de esa manera mi almuerzo no me costaba más que
diez céntimos. Un día sí y otro no, iba á comer á una posada donde la comida
costaba ochenta céntimos; así es que no gastaba en comer más que dos reales
diarios. Usted sabe tan bien como yo el cuidado que hay que tener cuando se
está en esa situación, del calzado y de la ropa. Yo no sé si más tarde llega
uno á experimentar tanta pena al ver la traición de un amigo, como el que hemos
experimentado, lo mismo usted que yo, al ver la burlona mueca de un zapato que
se rasga, ó al oír que se desgarra la costura de una levita. No bebía más que
agua, y los cafés me inspiraban el mayor respeto. Zoppi me parecía una tierra
de promisión, donde sólo tenían derecho á entrar los lúculos de país latino.
¿Podría nunca, me decía yo á veces, tomar ahí una taza de café con crema y
jugar una partida de dominó? Y procuraba emplear en mis trabajos la rabia que
me inspiraba mi miseria, y procuraba acaparar conocimientos positivos, á fin de
tener un inmenso valor personal para merecer la plaza á que había de llegar el
día en que saliera de la nada. Consumía más aceite que pan. La luz que me
alumbraba durante aquellas noches obstinadas me costaba más cara que el
alimento. Aquel duelo fue largo, obstinado y sin consuelo. Yo no despertaba
ninguna simpatía en torno mío. Para tener amigos, es preciso juntarse con gente
joven y poseer algún dinero para poder presentarse en aquellos lugares adonde
van los estudiantes. Yo no tenía nada, y nadie en París llega á figurarse nunca
que nada pueda ser nada. Cuando se trataba, de descubrir mis
miserias, experimentaba en la garganta esa contracción nerviosa que hace creer
á los enfermos que les sube una bala del
esófago á la laringe. Más tarde he encontrado gentes ricas que, no habiendo carecido
nunca de nada, no conocen el problema de esta regla de tres: Un joven ES al
crimen como una moneda de cinco pesetas ES á x. Esos afortunados imbéciles
me dicen á veces: «Pero ¿por qué contraía usted deudas? ¿Por qué se creaba
obligaciones onerosas?» Cuando les oigo, me hacen el efecto de aquella princesa
que, sabiendo que el pueblo se moría de hambre, decía: «¿Por qué no compran
tortas?» Sí, quisiera ver a uno de esos ricos que se quejan de que les cobro
demasiado caro por operarles, quisiera verlo, repito solo en París, sin dinero,
sin casa, sin amigos y sin crédito, y obligado á trabajar con sus cinco dedos
para vivir. ¿Qué haría? ¿Adonde iría á aplacar su hambre? Bianchon, si alguna
vez me ha visto usted grosero y duro, es porque recordaba mis dolores y la
insensibilidad y el egoísmo de que me han dado prueba mil veces las esferas
elevadas, ó bien porque pensaba en los obstáculos que el odio, la envidia, los
celos y la calumnia levantaron entre mí y el éxito. En París, hay gentes que
cuando le ven á uno con el pie en el estribo, los unos le tiran del faldón de
la levita, los otros sueltan la hebilla de la cincha para que se rompa uno la
cabeza al caer; aquél deshierra el caballo, el otro le roba el látigo; el menos
traidor es el que se aproxima á él de frente para soltarle un pistoletazo á
boca de jarro. Hijo querido, usted tiene bastante talento para conocer pronto
las batallas que las medianías libran al hombre superior. Si pierde usted
veinticinco luises una noche, al día siguiente será usted acusado de ser un
jugador, y sus mejores amigos dirán que ha perdido usted la víspera veinticinco
mil francos. Si tiene usted dolor de cabeza, pasará por loco; si tiene usted
vivacidad, pasará por insociable. Si, para resistir á ese batallón de pigmeos,
se arma usted de fuerzas superiores, sus mejores amigos exclamaran que quiere
usted devorarlo todo y que tiene usted la pretensión de dominar y de tiranizar
á todo el mundo. En una palabra, sus cualidades se convertirán en defectos, y
sus defectos pasarán á ser vicios, y sus virtudes crímenes. Si no ha salvado
usted á alguno, dirán que lo ha matado; si el enfermo mejora y continúa siendo
su cliente, dirán que ha procurado usted asegurar el presente á expensas del
porvenir, y que si no ha muerto,
morirá. Si tropieza usted en
algo, dirán que se ha caído. Invente usted cualquier cosa y reclame sus
derechos, y será usted calificado de hombre tacaño y astuto que no quiere dar
salida al elemento joven. De modo que, querido mío, si no creo en Dios, creo
menos en los hombres. ¿No ve usted en mí un Desplein completamente diferente
del Desplein que todo el mundo critica? Pero no recordemos aquel montón de
miserias. Como decía: habitaba en esta casa, trabajaba noche y día para sufrir
mi primer examen y no tenía un céntimo. Había llegado á uno de esos extremos
últimos en que un hombre se dice: «¡Sentaré plaza de soldado!» Sólo me quedaba
una esperanza: esperaba de mi país un baúl lleno de ropa, regalo de una de esas
tías ancianas que, desconociendo en absoluto lo que es París, sólo piensan en
las camisas, imaginándose que con treinta francos al mes, su sobrino debe estar
como un príncipe. El baúl llegó mientras yo estaba en el colegio; ¡el porte
había costado cuarenta francos! que habían sido pagados por el portero,
zapatero alemán que vivía en la buhardilla y en cuyo poder se hallaba aquel. Me
paseé por la calle de los Possés-Saint-Germain-des-Prés, y por la calle de la
Escuela de Medicina, sin poder inventar una estrategia que me pusiese en
posesión del baúl, sin necesidad de pagar los cuarenta francos, que yo me
hubiera apresurado á entregar, como es natural, después de haber vendido la
ropa; pero mi estupidez me hizo comprender que yo sólo servía para cirujano.
Querido mío, las almas delicadas, cuya fuerza se ejerce en una esfera elevada,
carecen de ese espíritu de intriga fértil en recursos y combinaciones; su genio
es la casualidad; no busca, encuentra. Por fin, llegada la noche, me decidí á
volver á casa en el momento en que entraba mi vecino, aguador llamado Bourgeat,
natural de Saint-Fleur. Este hombre y yo nos conocíamos como se conocen dos
inquilinos que tienen sus habitaciones contiguas, que se oyen en el dormir,
toser y vestirse, y que acaban por acostumbrarse el uno al otro. Mi vecino me
comunicó que el propietario, al que debía yo tres meses, me había despedido, y
que tendría que desalojar al día siguiente. A él también le había hecho lo
mismo, á causa de su profesión. Pasé la noche más dolorosa de mi vida.
—¿Dónde buscar un hombre para que trasladase mis
cuatro trastos y mis libros? ¿Cómo pagar al mozo de cuerda y al portero? ¿A
dónde ir?
Con lágrimas en los ojos me repetía yo estas
preguntas insolubles, como se repiten los locos sus refranes. Por fin, me
dormí. La miseria tiene para sí un reposo divino lleno de hermosos sueños. Al
día siguiente por la mañana, en el momento en que comía mi escudilla de pan
ensopado en leche, Bourgeat entra y me dice bruscamente:
—Señor estudiante, yo soy un pobre hombre hospiciano
del hospital de Saint Fleur, sin padre ni madre, y no soy bastante rico para
poder casarme. Usted no es tampoco fértil en parientes ni cuenta con lo que yo
cuento. Escuche usted, yo tengo abajo un carrito de mano que he alquilado á
diez céntimos la hora, y éste carrito puede llevar todos nuestros cachivaches;
si usted no tiene inconveniente, y puesto que nos arrojan de aquí, podemos
buscar un cuarto para vivir juntos; ¡qué demonio! después de todo, este cuarto
no tiene nada del paraíso terrestre.
—Ya lo sé, mi buen Bourgeat,—le dije,—pero me
encuentro muy apurado porque tengo abajo un baúl que contiene más de cien
escudos de ropa, con cuyo importe podría pagar al propietario y lo que le debo
al portero, y como no tengo un céntimo, no voy á poder sacarlo.
—¡Bah! aun me quedan á mi algunos cuartos,—me
respondió alegremente Bourgeat enseñándome una bolsa vieja de grasiento
cuero.—No tendrá usted necesidad de vender la ropa.
Bourgeat pagó los tres meses que yo debía y el suyo,
y abonó al portero la cuenta. Después, colocó nuestros muebles en el carrito y
lo arrastró por las calles deteniéndose delante de las casas en que había pisos
para alquilar. Yo le acompañaba y subía á los pisos para ver si el local nos
convenía. A las doce aun errábamos por el barrio latino sin haber encontrado
nada. El precio era un gran obstáculo; Bourgeat me propuso que fuésemos á comer
á casa de un vinatero, á cuya puerta dejamos el carrito. A eso del obscurecer
encontramos en el patio de Rohan, en el pasaje del Comercio, una buhardilla con
dos cuartos separados por la escalera, que sólo costaba ciento veinte francos
al año, y con esto henos ya trasladados á mi humilde amigo y á mí. Comimos
juntos. Bourgeat, que ganaba unos diez reales diarios, poseía ya unos cincuenta
duros, y estaba muy próximo á poder
realizar su ambición, que era comprar un tonel y un caballo. Al saber mi
situación, pues me fue sacando los secretos con un tino y una delicadeza cuyo
recuerdo conserva aún hoy mi corazón, renunció por algún tiempo á la ambición
de toda su vida: Bourgeat era aguador hacía veintidós años, y sacrificó sus
cien escudos por mi porvenir.
Esto diciendo, Desplein oprimió violentamente el
brazo á Bianchon.
—Me dio el dinero necesario para mis exámenes. Aquel
hombre, amigo mío, comprendió que yo tenía un porvenir y que las necesidades de
mi inteligencia eran más importantes que las suyas. Se ocupó de mí, me llamaba
su hijo, me prestó el dinero necesario para comprar los libros é iba de vez en
cuando de puntillas á verme trabajar; en fin, sus cuidados verdaderamente
paternales llegaron hasta á obligarme á substituir el alimento insuficiente y
malo á que estaba condenado, por un alimento sano y abundante. Bourgeat, hombre
de unos cuarenta años, tenía cara de aldeano de la edad media, una frente
bombeada y una cabeza que un pintor hubiera podido tomar como modelo para un
licurgo. El pobre hombre sentía en su corazón hambre de afectos, y no había
sido amado nunca más que por un perro, que había muerto hacía poco, y del cual
me hablaba siempre, preguntándome si creía yo que la Iglesia consentiría en
decir misa por el descanso de su alma. Según decía él, su perro era un
verdadero cristiano, que le había acompañado durante doce años á la iglesia,
sin que nunca hubiese ladrado, que escuchaba los órganos sin aullar y que
permanecía acurrucado á su lado en una actitud que le hacía creer que rogaba
con él. Aquel hombre fijó en mí todo su afecto, me aceptó como un ser solo y
desgraciado, y pasó á ser para mí la madre más atenta, un bienhechor delicado
y, en una palabra, el ideal de esa virtud que se complace en su obra. Cuando lo
encontraba en la calle, me dirigía una mirada de inteligencia llena de
inconcebible nobleza, procuraba andar con ligereza, como si no le molestase la
carga de agua que soportaba y se consideraba feliz al verme robusto y bien
vestido. En una palabra, tuvo para mí la abnegación de un padre y el amor de
madre. Bourgeat me hacía los recados, me despertaba por la noche á las horas
convenidas, limpiaba mi quinqué y fregaba el descansillo de nuestra escalera:
limpio como una inglesa, era tan buen criado como buen padre. El cocinaba,
serraba como Philopémen la leña y comunicaba á todas sus acciones una gran
sencillez, conservando siempre su dignidad, pues parecía comprender que el
objeto lo ennoblecía todo. Cuando me separé de aquel buen hombre para entrar en
el hospital como interno, experimentó no sé qué dolor al pensar que ya no
podría vivir conmigo; pero se consoló con la perspectiva de reunir el dinero
necesario para los gastos de mi licenciatura y me hizo prometer que iría á
verle los días de salida. Bourgeat estaba orgulloso de mí y me amaba por mi y
por él. Si lee usted el discurso de mi licenciatura, verá que se lo dediqué á
él. El último año que estuve interno en el hospital yo había ganado el dinero
suficiente para devolver lo que le debía á aquel digno auverniano comprándole
un caballo y un tonel. Aquel pobre hombre se puso furioso al saber que me
privaba de mi dinero, y sin embargo estaba encantado al ver sus intentos
realizados; se reía y me reñía al mismo tiempo; miraba el tonel y el caballo y
se enjugaba una lágrima diciéndome:
«¡Mal hecho, mal hecho! ¡Ah! ¡qué tonel más hermoso! Ha hecho usted mal, ¡el
caballo es más fuerte que un auverniano!» Nunca he visto nada tan conmovedor
como aquella escena. Bourgeat se empeñó en comprarme aquel estuche, con adornos
de plata que habrá usted visto en mi despacho y que es la cosa más preciada que
poseo. Aunque se embriagaba con mis propios éxitos, nunca se le escapó la menor
palabra ni el menor gesto que quisiesen decir: «¡Gracias á mí se ha distinguido
este hombre!» Y sin embargo, sin él, nada más cierto que la miseria me hubiese
matado. El pobre hombre se había sacrificado por mí y no había comido más que
pan frotado con ajo, á fin de que yo tuviese el café necesario para poder
velar. Una vez cayó enfermo, y como usted puede imaginarse, yo pasé las noches
á su cabecera y logré salvarlo; pero dos años después tuvo una recaída, y, á
pesar de los cuidados más asiduos, á pesar de los esfuerzos más grandes de la
ciencia, murió. Jamás rey alguno estuvo mejor cuidado que él. Sí, Bianchon,
para arrancar aquella vida á la muerte, hice cosas inauditas. Quería prolongar
su vida para que fuese testigo de su obra, para realizar todos sus deseos, para
satisfacer el único afecto que me llenó el corazón, para dar expansión á un
cariño que, aun hoy ocupa por entero mi alma. Bourgeat,—repuso Desplein,
después de una pausa, visiblemente emocionado,—Bourgeat que fue mi segundo
padre, murió en mis brazos dejándome todo lo que poseía mediante un testamento
que había hecho en casa de un escribano público y que llevaba la fecha del año
en que habíamos ido á vivir juntos al patio de Rohan. Aquel hombre tenía la fe
del carbonero y amaba á la Santa Virgen como hubiera amado á su mujer. Católico
ardiente, no había dicho nunca una palabra acerca de mi incredulidad. Cuando
estuvo en peligro, me rogó que procurase que no le faltasen nunca los auxilios
de la Iglesia. Yo hice decir todos los
días una misa por él. Muchas veces, durante la noche, me comunicaba sus temores
acerca de su porvenir, pues temía no haber vivido bastante santamente. ¡Pobre
hombre! ¡Trabajaba de la mañana á la noche como un negro! ¿A quién sino á él
pertenece el cielo si es que hay un cielo? Recibió los Sacramentos como un
santo que era y su muerte fue digna de su vida. Yo fui el único que le acompañé
al cementerio. Cuando vi ya bajo tierra a mi único bienhechor, empecé á
discurrir el medio de mostrarle mi agradecimiento; aquel hombre no tenía
familia, ni amigos, ni mujer, ni hijos, tenía una convicción religiosa; ¿podía
yo de algún modo discutírsela? El pobre me había hablado tímidamente de las
misas que se decían por el descanso de los muertos, pero no quería imponerme
este deber pensando que aquello equivaldría á querer cobrar los favores que me
había hecho. Tan pronto como pude establecer una fundación, di en San Sulpicio
la suma necesaria para que se dijesen cuatro misas al año. Como que la única
cosa que puedo ofrecer á Bourgeat es la satisfacción de sus piadosos deseos, el
día que se dice esa misa, ó sea, el principio de cada estación, voy á oirla en
su nombre y recito por él las consiguientes oraciones. Yo digo con
la buena fe del escéptico: «¡Dios mío, si existe una esfera donde colocas
después de su muerte á aquellos que han sido perfectos, piensa en el buen Bourgeat;
y si es necesario sufrir por él, dame á mí más sufrimientos, á fin de hacerle
entrar más pronto en ese lugar que se llama cielo.» He aquí, querido mío, lo
único que puede permitirse un hombre de mis creencias. Dios debe ser un buen
diablo y seguramente que no me guarda por ellas ningún rencor. Se lo juro á
usted, daría toda mi fortuna por que las creencias de Bourgeat pudiesen penetrar en mi cerebro.
Bianchon, que cuidó á Desplein en su última
enfermedad, no se atreve á afirmar hoy que el ilustre cirujano haya muerto
ateo. ¿No tendrán especial complacencia los creyentes en pensar que el humilde
auverniano haya ido á abrirle la puerta del cielo como le abrió antes la puerta
del templo terrestre, en cuyo frontispicio se lee: A los grandes hombres, la
patria agradecida?
París, enero de 1856.
Simplemente, la mejor historia que he leído.
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