...y
resucitó al tercer día
Carlos
Sáiz Cidoncha
En Antología
de la ciencia ficción en lengua catellana 1, relatos seleccionados por J.
L. Martínez Montalbán, Castellote Editor, 1973.
«Los
dioses descienden de los cielos»
Robert
Bowen, Bob Bow como sus amigos lo llamaban, hizo rugir su pequeña nave
sideral sobre el continente. Una vez y otra describió pasadas cada vez más
bajas, incrementando el bramido de los reactores y cuidando que los tubos
dejaran en la noche una brillante estela. Le interesaba que no quedara indígena
alguno en mil leguas a la redonda que ignorara la llegada de la Nueva Era.
El
planeta fue descubierto muy poco tiempo antes y era poco lo que se sabía de él,
fuera del hecho de ser habitable y estar habitado. Y de otro hecho que no
trascendió mucho, pero del que Bob Bow estaba enterado a causa de sus
eficaces contactos en Exploración Galáctica. El planeta rebosaba materialmente
de elementos uránicos, los minerales más valiosos del universo.
De
no estar habitado el astro quizás se hubiese anunciado una subasta de
explotación, subasta que podría haber ganado Robert Bowen de insistir lo
suficiente y siempre que sus adversarios ignorasen la verdadera naturaleza del
planeta... Pero la cosa estaba fuera de lugar, ya que el planeta poseía habitantes
inteligentes.
Bob
Bow rió
para sus adentros. ¡Aquellas estúpidas leyes de protección al nativo! Su padre
había arrasado ciudades enteras, tratado a latigazos a los indígenas de cien
planetas, explotado, saqueado... ¡Así ganó la fortuna de la que ahora era dueño
Robert! Pero las cosas habían variado y la Patrulla Sideral vigilaba
severamente los espacios, protegiendo los derechos de los autóctonos. No
bastaba ahora con ser brutal. Hacía falta ser inteligente.
¿El
uranio era de los nativos? Bien, entonces sólo restaba convencerles para que lo
cedieran. Bob Bow tenía por delante cinco meses para hacerlo, antes que
la Patrulla regresara en viaje de inspección. No creía que le fuera demasiado
difícil, dada su anterior experiencia en casos similares.
Tarareando
una cancioncilla, Robert Bowen terminó la última pasada y luego se dispuso a
iniciar la rutina de aterrizaje. Había seleccionado ya la más importante
aglomeración de nativos, pero por un cálculo perfectamente estudiado prefería
llegar a sus puertas con las primeras luces del alba.
El
amanecer. La aurora rosada que rompe las últimas tinieblas de la obscura noche.
El sol que se alza candente y glorioso sobre el horizonte anunciando que los
terrores de la oscuridad han terminado y que un luminoso y alegre día comienza.
El
amanecer. La hora propicia para la llegada de un dios.
«
Los dioses son invulnerables e invencibles»
El
gran poblado se hallaba rodeado por una empalizada cubierta de barro.
Evidentemente todo indígena sorprendido fuera de ella por el retumbante
aterrizaje de la nave se había apresurado a buscar refugio a su amparo,
cerrando las puertas tras sus espaldas.
Bob
Bow
sonrió. Sabía perfectamente lo que Exploración Galáctica ordenaba para estos
casos de toma de contacto con vida inteligente primitiva. Debía esperar
pacientemente hasta que algún indígena más valeroso que sus compatriotas osara
abandonar el refugio y salir a su encuentro. Pero Bob Bow no tenía
intención de seguir las normas de Exploración Galáctica.
Avanzó
con paso firme, sin ninguna prisa, figura solitaria en la llanura. Cruzó sobre
los primitivos sembrados de los habitantes del planeta sin buscarlos ni
esquivarlos, como si no existieran. Sintió algunas frutas o legumbres
aplastarse bajo sus botas espaciales, mas no hizo algún caso de ello. Su único
cuidado estribaba en no tropezar ni vacilar en su marcha un sólo momento. Los
dioses no tropiezan ni vacilan.
Al
acercarse a la empalizada pudo ver detalladamente a los indígenas que se
amontonaban en lo alto, asomando sus cabezas sobre el borde. Eran unos seres
feos, pequeños, semejantes a monos. Hizo mentalmente una mueca de disgusto.
¡Monstruos asquerosos! Pero monstruos que tenían en sus manos, ¡en sus sucias
patas, mejor dicho!, una de las mayores riquezas que conocía la Galaxia.
Bob
Bow
conocía alguna de las costumbres indígenas y había asimilado hipnóticamente su
lenguaje. ¡Ventajas de sus contactos con Exploración Galáctica! Tuvo en sus
manos ilegalmente el informe completo enviado por los descubridores del
planeta, aprovechando de él todo cuanto deseó. Sabía que los indígenas poseían
arcos y flechas y tuvo la esperanza que los usaran contra él. Pero de momento
se vio defraudado.
¿Tenían
los indígenas demasiado miedo para manifestar hostilidad? ¿O quizá eran
«pacíficos y amistosos»? No importaba, ya que los planes de Robert Bowen
estaban trazados y, quisieran o no, los indígenas deberían atacarle.
Conectó
el pequeño altavoz portátil y se dispuso a hacer uso de sus conocimientos
lingüísticos hipnoadquiridos.
–¡Perros!
–gritó con todas sus fuerzas; la palabra era mucho más ofensiva en su versión
indígena, y llevaba en su significado todo el desprecio del cual aquellos seres
eran capaces–. ¡Perros! ¡Abrid las puertas a Robert Bowen, vuestro señor!
Simultáneamente
empuñó su pistola energética, mas no como un arma moderna, sino más bien a la
manera de instrumento arrojadizo. Dio resultado.
Uno
de los indígenas, ofendido por el insulto o quizás alarmado ante lo que
consideraba un acto de agresión, levantó sobre el borde de la empalizada su
arco y disparó el dardo hacia el corazón del intruso.
«Buena
puntería», pensó éste con ironía. La flecha silbó en el aire y fue a
estrellarse contra el campo protector Severski-Holtz, que cubría todo el cuerpo
de Bob Bow. Despuntada, cayó a tierra muy cerca de sus pies.
El
comerciante alzó de nuevo la pistola, ahora en su posición normal, e hizo
fuego. Su puntería resultó tan óptima como la del indígena del arco, de manera
que éste se disolvió en una brillante llamarada, en compañía de otros varios
que para su desgracia se encontraban próximos a él.
–¿Osáis
atacar a aquel que os ha creado? –rugió Bob Bow, haciendo retumbar el aire con
su voz amplificada–. ¡Paso a Robert Bowen!
Liberó
una nueva descarga de energía y la puerta de madera saltó en llameantes pedazos,
mientras los indígenas se arrojaban desde la empalizada al interior del
poblado, aullando presas de pánico.
Con
el mismo aire majestuoso con que se aproximara a la empalizada, Bob Bow
cruzó el humeante umbral para penetrar en el pueblo.
«Los
dioses son implacables»
Miles
de ojos aterrorizados contemplaron el paso de Robert Bowen por la calle
principal del pueblo. El comerciante estudió desde el aire la disposición del
mismo, habiendo visto la gran edificación que no podía ser sino un templo o un
palacio. Se dirigió hacia él.
Hubo
una agresión. Una lanza golpeó furiosamente el campo protector sobre su
espalda, rebotando con fuerza. Bob Bow se volvió como un rayo y, al
introducirse el agresor en una de las toscas viviendas, calcinó totalmente ésta
hasta convencerse que nadie podría permanecer vivo entre sus ruinas.
Continuó
el avance lenta y tranquilamente. El olor del poblado primitivo le hizo arrugar
la nariz con disgusto. ¡Pensar que debería permanecer meses enteros entre
aquellos sucios animales!
La
gran casa resultó ser el palacio, edificio de gobierno o residencia del
cacique. Éste en persona lo esperaba ante la escalinata, con un aire de
dignidad que no lograba disimular el atroz miedo que lo devoraba.
Bob
Bow
avanzó hacia él sin variar de paso, como si todo el tiempo del universo
estuviera a su disposición. Era vagamente consciente del peso de mil miradas
furtivas sobre su cuerpo.
–¿Eres
tú el jefe de esta comunidad que se ha atrevido a alzar su mano contra Robert
Bowen? – preguntó al llegar ante el indígena.
Éste
reunió valor para hacer el gesto que entre los de su raza indicaba el
asentimiento. Fue el último movimiento de su vida.
Bob
Bow
permaneció un momento mirando la vaga nubecilla de humo que era cuanto quedó
del desaparecido cacique. Luego, sin volverse, conectó el visor de su muñeca
con el objetivo situado en la nuca. Tuvo así una clara vista de todo lo que
ocurría a sus espaldas, de los rostros aterrorizados que contemplaron el fin de
su líder. En una de aquellas caras observó los tatuajes rituales que
identificaban a su poseedor como un jefe de importancia.
–¡Tú!
–llamó sin volverse– .¡El que se oculta tras la tercera columna del edificio de
la esquina! ¡Acércate a mí!
El
primer impulso del así llamado fue el de esconderse aún más, y Bob Bow
pensó seriamente en castigar con la muerte su desobediencia. Pero finalmente,
quizá impresionado por la vista sobrenatural de quien estando de espaldas lo
descubrió fácilmente, el indígena salió a la plaza.
Temblaban
visiblemente sus piernas a cada paso, temeroso de desaparecer de un momento a
otro en una nube de fuego. Robert Bowen rió por lo bajo, divertido.
Avanzó
el nativo cada vez más lentamente, temiendo despertar la cólera del dios con
algún inconsiderado movimiento. Cuando lo vio cercano, Bob Bow desconectó
el visor y se volvió hacia él. El indígena cayó de rodillas e hincó la frente
en el polvo.
–¿Quién
eres tú? –retumbó la estentórea voz del megáfono portátil.
–Soy
Anhaka, señor –respondió el nativo, con un hilillo de voz. Soy el jefe de los
cultivadores de Mersitha...
–¿Has
alzado tu mano o tu pensamiento contra Robert Bowen? –preguntó el comerciante,
severo.
–¡Piedad,
señor! –imploró Anhaka–. Por el sol que nos alumbra te juro, señor mío, que
jamás mi mano ni mi pensamiento se alzaron contra tu persona.
–¡Me
place tu sumisión, Anhaka! –rugió la voz divina–. En lo futuro tú serás el jefe
de Mersitha, y si alguien te ofendiera, a mí ofenderá.
El
nuevo cacique se alzó, aún temblando, pero inmensamente orgulloso del honor que
se le hacía.
–Serás
el pontífice de Robert Bowen –decidió el comerciante–. Desde este momento
declaro que esta tierra será la sede de mi divinidad y que tanto ella como
aquellos que la pueblan prevalecerán sobre los pueblos y las naciones de este
mundo hasta el final de los tiempos.
Surgieron
tímidamente los indígenas, inquietos aún ante el poder mortífero de la nueva
divinidad.
–¡Gloria
al divino Robert Bowen! –se atrevió finalmente a gritar uno de ellos,
pronunciando aceptablemente el nombre del comerciante.
Siguió
una tempestad de aclamaciones en las que cada cual temía quedarse atrás en
cuanto a entusiasmo.
Erguido
ante la multitud de humanoides, Bob Bow sonrió e hizo un vago gesto de
bendición. Pues también los dioses saben ser bondadosos para con sus
adoradores.
«Los
dioses son poderosos»
Habían
transcurrido tres de los cuatro meses que Robert Bowen se había fijado como
tiempo máximo de estancia en el planeta.
Habitaba
ahora en el gran palacio central, servido por una multitud de indígenas. Si
recorría las calles del poblado, lo hacía en una brillante carroza arrastrada
por los más hermosos de entre los animales que en aquel mundo hacían el papel
de caballos.
Trajo
suficiente material de la nave para realizar hasta una docena de espectaculares
milagros sobrenaturales, sin contar las curaciones mágicas, los generosos dones
del cielo sobre los mersithanos y sus cosechas, y los juegos luminosos de menor
cuantía durante las recepciones y adoraciones.
Y
también los castigos celestes. Todo sacrílego imprudente fue implacablemente
barrido y en los últimos tiempos incluso se dio el lujo de liquidar un par de
individuos inocentes bajo la acusación de «tener pensamientos ocultos hostiles
a Robert Bowen». Estos últimos actos aumentaron evidentemente el respeto a su
omnisciencia divina, haciendo que cada oveja de su rebaño vigilara con fervor
apocalíptico el funcionamiento de la propia mente.
Su
labor fue fructífera, desde luego. Uno de los principales premios a los
trabajos hechos le llegó el día en que pudo ver cómo un desesperado blasfemo
era muerto rápidamente por sus propios conciudadanos, temerosos del mal que su
actitud podía ocasionar a la comunidad entera. Pronto no sería necesario ni
siquiera el rayo del cielo para garantizar la seguridad de Robert Bowen.
Tan
sólo una vez se vio en un regular apuro el nuevo dios. Fue cuando los
sacerdotes de su reciente religión le entregaron como ofrenda la más bella
mersithana de la región, pensando dar gusto y placer al poderoso señor llegado
de los cielos. En los planes de Robert Bowen no entraba desde luego ninguna
sucia unión con razas inferiores, pero por otra parte tal era el culto indígena
de la potencia viril que un rechazo hubiera hecho caer gravemente su prestigio.
Finalmente, para salir del paso, usó sobre la joven indígena su cuchillo de monte
con tanta habilidad y fantasía que a la mañana siguiente, cuando los sacerdotes
recogieron el cuerpo sin vida, no cupo ninguna duda de lo mortífero que
resultaba el superpotente abrazo amoroso de un dios para las desdichadas
mortales. No se repitió, por tanto, la molesta ofrenda.
Robert
Bowen no permaneció aquellos tres meses en el pueblo que lo acogió. Para sus
planes necesitaba unificar el planeta, es decir, el único continente habitado
del mismo. A ello se puso.
De
haber dispuesto de más tiempo hubiera lanzado los ejércitos de Mersitha a la
conquista de sus vecinos, apoyándolos desde el aire con el fuego de su nave.
Pero en los cuatro meses de su estancia no hubieran podido los lentos ejércitos
indígenas recorrer ni mucho menos conquistar el vasto continente. De manera que
debió utilizar un método diferente.
Seleccionó
aquellos comerciantes mersithanos que dijeron ser conocidos en otros poblados y
los convirtió en misioneros. Los introdujo en la propia carroza celeste, tras
obligarles a cubrirse los ojos con un paño negro, «pues los secretos de la
divinidad serían fatales para todo mortal que los descubriera». Luego emprendió
el vuelo y fue sembrando mersithanos por todas las tribus continentales,
haciendo descender su nave con gran aparato de trueno y llamas con objeto de
impresionar a los futuros catecúmenos.
Salieron
bien las cosas y en su siguiente pasada Bob Bow no tuvo sino que recibir
los actos de sumisión de las distintas tribus, regidas ahora por los misioneros
llegados del cielo, en representación del gobierno central de Mersitha. Apenas
si debieron ser diezmadas un par de comunidades que se obstinaban en mantener
su independencia en contra de los designios del divino Robert Bowen. Terminada
la tarea, el planeta podía considerarse completamente unificado.
El
último acto de la obra podía comenzar.
«Los
dioses son inmortales»
¡Ingenio!
Robert
Bowen tarareaba una alegre cancioncilla al disponer los últimos elementos de su
plan magistral. El cuarto mes se estaba acabando, y con él la forzada estancia
en aquel fétido e inhóspito mundo. Dentro de algunos días estaría de nuevo en
el supermoderno planeta Semiramis y ya no sería Robert Bowen el divino, sino el
simpático y avispado Bob Bow, el águila del comercio interestelar... con
su considerable fortuna triplicada o cuadruplicada. En el mundano y civilizado
Semiramis hallaría comodidad, placer... mujeres humanas y no aquellas
asquerosas monas que se postraban ahora ante él... comida civilizada y no
aquella bazofia que sus súbditos le ofrecían como lo mejor que disponían...
Sólo
faltaba el momento final. El momento en que el gran Anhaka, rey de su raza y
pontífice de su dios, fuera acogido con todo honor en la carroza del cielo,
acto singular a causa del cual sería honrado por sus compatriotas durante toda la
vida. El momento en el que el jefe indígena pronunciara en su propio idioma
ante el detector de mentiras sellado que la Corporación instalara en la nave de
Bowen la siguiente oración aprendida de los mismos labios de su dios:
«Yo,
Anhaka de Mersitha, rey de todos los habitantes inteligentes de mi mundo (era
verdad), por mi propia voluntad y sin que nadie me obligue a ello mediante la
fuerza (también era verdad), declaro solemnemente que todas las riquezas de mi
mundo, tanto las situadas en su suelo como las que se ocultan bajo él, son
propiedad indiscutible de Robert Bowen.»
¡Ya
estaba! Respetuosa con los gobiernos planetarios independientes, la Federación
Galáctica reconocería la concesión hecha por uno de ellos. Y si surgían
dificultades, nada costaría a los eficientes abogados de Bob Bow hacer
valer los incontestables derechos de su patrón.
Dentro
de un mes llegarían los inspectores de Exploración Galáctica. ¡Ah!, pero ellos
no se presentarían en astronaves relampagueantes, ni blandiendo divinos rayos. Fieles
a su reglamento abordarían a los nativos de igual a igual, ocultando sus
poderes, esos poderes que pudieran recordar a los indígenas su desaparecido
dios. Serían unos simples extranjeros, y Robert Bowen advertiría antes de
partir que tales extranjeros debían ser personas no gratas para sus fieles. Se
les invitaría a abandonar el planeta, y los de Exploración Galáctica
respetarían también tales deseos: ¡tan estúpidos eran! En cuanto al paso de un
ciudadano de la Federación por el planeta... sería maldito por siempre todo
indígena que osara revelar al extranjero los sagrados secretos de su religión.
Los inspectores sabrían algo de la existencia de una religión secreta, pero en
su manía de no interferir en las costumbres nativas, tampoco se interesarían demasiado
por el caso. ¡Todo perfecto!
Pero
aún quedaba el golpe final, el golpe que haría derrumbarse las últimas posibles
dudas acerca de la divinidad de Robert Bowen. Los hombres mueren y permanecen
muertos. Los dioses no mueren y, si acaso alguna vez lo hacen, no permanecen en
sus tumbas mucho tiempo, sino que surgen de ella y se manifiestan a sus
devotos.
¡Robert
Bowen vencería a la Muerte! ¡Moriría y resucitaría tres días más tarde de entre
los muertos para volver a morar entre sus fieles!
Bob
Bow eligió
aquel plazo de tres días como burlón desafío hacia la religión de los hombres
de su propia raza, religión en la que no creía, pero de la que gustaba mofarse
en ocasiones. Sería un colofón humorístico para su pretendida divinidad, un
motivo de risa cuando lo contara en el selecto círculo de los amigos en los que
podía tener confianza. ¡El dios Robert Bowen resucitando de entre los muertos!
Ya estaba escuchando las carcajadas, las felicitaciones por su ingenio...
¡Bien!
La cosa debía prepararse con cuidado. Las pastillas que le harían entrar en
artificial estado cataléptico estaban en su mano. Había visitado el cementerio
de los indígenas... el Valle de los Muertos, cómo lo llamaban. Los cuerpos
reposaban a flor de tierra, ocultos en frágiles ataúdes de madera fina. ¡Él
podría destruir con facilidad todo el armazón, una vez salido de su sueño
cataléptico! Y luego la marcha hacia el poblado, para asombro de los últimos
incrédulos... la oración final del pontífice Anhaka en el interior de la
carroza de los cielos... las últimas instrucciones... ¡y la ascensión a los
cielos! Se echó a reír a carcajadas ante esta última idea, nuevo tema de
regocijo para su círculo de amistades una vez que todo hubiera pasado.
–Mis
fieles mersithanos –inició su discurso–. Es mi propósito visitar durante tres
días el Reino de los Muertos. Me veréis morir tal como si fuera uno de
vosotros, pero en verdad os digo que dentro de tres días retornaré de más allá
de las puertas de la Muerte para que podáis adorarme de nuevo en este santo templo
de Mersitha. Ungid pues este cuerpo y efectuad en él las honras fúnebres
debidas, mas no olvidéis que pasados los tres días estaré de nuevo entre
vosotros para pediros cuenta de vuestros actos.
Bastaba
con ello. Robert Bowen sabía que nadie se atrevería a maltratar su cuerpo
inanimado por miedo a la futura venganza del resurrecto. Y si alguien fuera tan
loco para intentarlo, allí estaban sus fieles sacerdotes que lo impedirían. Dio
las últimas instrucciones, indicando incluso el traje con que debería ser
ataviado tras su muerte... un traje que disimulaba una diminuta sierra
radiante, para el caso que el ataúd de madera resultara demasiado sólido para
sus fuerzas. Todo estaba pensado.
Llegado
el momento, se llevó a la boca las píldoras catalépticas. Ya antes las había
usado y sabía cuáles serían sus efectos. Subjetivamente, para él no existiría
el tiempo. Tomaría las pastillas, sentiría el familiar mareo... y «en el acto»
se despertaría en el Valle de los Muertos, preparado para su resurrección.
En
un solo y ligero movimiento, Robert Bowen se introdujo las pastillas en la
boca. Los indígenas gritaron su desconsuelo a los cuatro vientos cuando su dios
quedó inmóvil en el suelo del templo. No porque desconfiaran de su anunciada
resurrección, sino porque ello formaba parte del ritual funerario que Robert
Bowen exigió. Ungieron su cuerpo yacente con los más aromáticos aceites y
perfumes, vistiéndole luego con el traje que el mismo dios eligió antes de
morir.
Impresionante
fue la caravana fúnebre por las calles de Mersitha. Abrían camino los
sacerdotes menores y acólitos, seguidos de los más valerosos guerreros
mersithanos y también por los representantes de las sometidas tribus
extranjeras. El ligero ataúd iba en la propia carroza del dios, cuyos animales
de tiro eran dirigidos por el mismo rey Anhaka, trocado en cochero como humilde
homenaje a la divinidad. Seguían los músicos y hasta doscientas plañideras
llenando el aire con sus llantos y alaridos de dolor. Los espectadores se
hincaban de rodillas al paso del cortejo, como si el dios circulara viviente
ante ellos.
Los
sacerdotes mayores se unieron al cortejo cuando éste abandonó la empalizada del
pueblo. Hasta entonces habían estado muy ocupados preparando el acto final de
la ceremonia funeraria.
Pues
ni por un momento se pensó en llevar el ataúd al Valle de los Muertos. ¡Qué
terrible sacrilegio hubiera sido ofrecer a todo un dios las mismas honras
fúnebres de los despreciables mortales! No, el gran Robert Bowen dispondría de
un funeral excepcional, un funeral como el que era debido a un dios según las
antiguas religiones de los habitantes del planeta. Un funeral verdaderamente
divino.
Y
así, mientras las marchas funerarias se mezclaban con los gemidos de las
plañideras y los cánticos de los sacerdotes, la carroza con el ataúd avanzó
lentamente hacia la gran pira, junto a la que cincuenta jóvenes vírgenes
mantenían en alto las antorchas de fuego bendito que más tarde aplicarían a la
leña seca...
Cuando
los inspectores de Exploración Galáctica llegaron al planeta, un mes después,
aún la memoria de Robert Bowen era adorada por la totalidad de los indígenas.
Algo perplejos estaban los fieles por faltar el dios a su promesa de resucitar
el tercer día, pero no dejaban los sacerdotes de consolarlos con alusiones a la
gran diferencia entre el mundo de los mortales y el de los dioses, diferencia
que en ocasiones hace inconsistentes las promesas hechas por éstos a aquéllos.
Y
es que, ciertamente, los designios divinos son inescrutables a veces para la
simple grey mortal.
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