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Carlos Sáiz Cidoncha - Secuestro aéreo

Secuestro aéreo
Carlos Sáiz Cidoncha
En Biblioteca Universal de Misterio y Terror 39, Ediciones UVE S. A., 1981.

Estaban sentados en una mesa apartada del bar del aeropuerto. Un hombre bajo y otro alto, sin ninguna característica especial que les apartara de la vulgaridad. Pero su conversación, mantenida en un tono suave, sí que podía considerarse como interesante. Quizá la policía, que ya conocía de sobra, y no para bien, a aquellos dos personajes, se hubiera mostrado especialmente interesada, en efecto.
–No se trata de probabilidades –gruñía el más alto–. Es seguridad, certeza. Todo tiene que salir bien, convéncete.
El segundo no se convencía.
–Esos asuntos han pasado ya a la historia –dijo, tozudo–. Escucha, Lenny, me estás proponiendo el camino más corto para la cárcel. ¿Es que no te has enterado cómo funcionan ahora las medidas de seguridad de los aeropuertos? Todo el que se acerque al avión tiene que pasar por los rayos, y en cuanto esos chismes olfateen la matraca, por muy bien que la lleves escondida, ya te has caído con todo el equipo. Que no, hombre, que no, que la época de los secuestros aéreos ha pasado ya.
El llamado Lenny suspiró hondamente.
–Estás hablando de las grandes compañías, de los vuelos de línea. Mira, yo me refiero a un avión pequeño, de la Flying Broom.
–¿La Flying Broom? –bizqueó el otro, divertido–. ¿Y qué es eso?
–Una pequeña compañía independiente que se dedica a los vuelos charter. Bueno, ¿hablamos?
–De acuerdo –se decidió el hombre bajo, aún no muy convencido–. Hablemos.
Lenny miró a derecha e izquierda, y luego puso sobre la mesa unos cuantos papeles.
–Aquí tienes el aeropuerto de Nestorville, de donde saldrá el vuelo. Apartado, descuidado y casi sin vigilancia. Si engraso un par de bolsillos, podremos pasar por aquí y por aquí, entrar en la pista como si fuéramos un par de cargadores y meternos en el departamento de equipajes inmediatamente después de que suban las maletas. ¿Hasta ahí todo bien?
–Hasta ahí. Estamos en el compartimiento de equipajes y, suponiendo que no nos descubra alguien, allí estaremos hasta que el avión aterrice de nuevo y la policía nos pase a recoger.
Lenny hizo un amplio gesto de negación, mientras extendía un nuevo pliego.
–De ninguna manera. Este es el plano del avión, un birreactor Silvershine de la Lockeed. Podremos escondernos en este compartimiento de herramientas hasta que el avión esté en vuelo, y luego pasar por aquí y convertirnos en una sorpresa desagradable en la cabina de pasajeros.
El hombre bajo quedó contemplando el plano con gesto dubitativo.
–Bueno, tal como lo presentas, puede resultar- admitió-. Pero queda otro problema. ¿Quién viaja en ese avión? Por el modelo del cacharro y el aeropuerto de salida, bien puede ser una turba de emigrantes mejicanos. El gobierno haría oídos sordos a toda exigencia y esperaría a que se terminara la gasolina y el avión se estrellara en el suelo con ellos y con nosotros.
Pero la sonrisa de Lenny se amplió, al tiempo que extendía los últimos papeles sobre la mesa.
–¡De mejicanos, nada! –rió–. Fíjate en la lista de pasajeros. Diecisiete en total, pero sin desperdicio. Mira quién aparece en primer término.
El otro leyó, alzó los ojos y dejó escapar un suave silbido.
–No me explico por qué ese fulano no viaja en su propio avión particular... Meterse en un vuelo charter en un cacharro como ese Silvershine...
–Se trata de una especie de congreso o algo por el estilo –dijo Lenny sin comprometerse demasiado–. Para mí que esos pájaros no quieren llamar la atención. Pero fíjate en esta foto. Un amigo mío la hizo en una fiestecita que dieron esos tipos en el Imperial Hotel de New York, antes de empezar los preparativos del vuelo hacia su reunión o lo que sea. ¡Fíjate en las pieles! ¡Y en la joyas! Esa gente dará todo lo que le pedimos a cambio que los dejemos aterrizar libres y en paz.
–Pues me estás convenciendo –rió a su vez el otro–. Lo que no comprendo es cómo no se te ocurrió dar el golpe tu sólo, si lo ves tan fácil...
Lenny guiñó un ojo.
–¿Es que te parezco novato? Para un secuestro aéreo hacen falta dos, por lo menos. Cada uno cubriendo al otro. Uno solo resulta demasiado vulnerable; un descuido y se te echan encima. De manera que me dije a mí mismo, ¿quién sino el viejo Gus para colaborar en un asunto como éste?
–Se agradece la intención. Y ahora pasemos a concretar detalles...

Gus se removió, inquieto. Hacía tiempo que la canción de los reactores llegaba hasta su incómodo escondite. El avión llevaba un buen rato en vuelo.
–¿Vamos?
Lenny consultó su reloj de pulsera.
–Creo que sí. ¿Preparado?
Gus extrajo la gran Magnum negra que hasta el momento había guardado en el bolsillo, y quitó el seguro.
–Listo.
Lenny echó una apreciativa mirada al arma de su compinche. El mismo iba provisto de un antiguo revólver de tambor, viejo pero de mortal eficiencia.
–En marcha, entonces.
Abandonaron el estrecho compartimiento y caminaron cautamente por entre los bultos de equipaje. Sin ninguna dificultad alcanzaron el conducto que debía llevarles hasta la portezuela que se abría en la cabina de pasajeros, justamente detrás de los lavabos. El conducto era angosto, y Gus murmuró un par de ternos mientras se abría paso por él.
La portezuela se abrió cuando Lenny la empujó con suavidad. Asomando apenas la cabeza, el secuestrador pudo atisbar el tranquilo interior de la cabina, un espectáculo clásico de los vuelos aéreos. Apacibles conversaciones, un par de personas leyendo el periódico, alguien dormitando, la azafata cruzando entre los asientos. La azafata.
–Cúbreme –susurró Lenny a su compañero– y luego reúnete conmigo.
Abrió la puerta y se puso deliberadamente en marcha, ni muy lentamente ni muy aprisa, hacia la azafata. Vio como los ojos de la muchacha se fijaban en él, y al cabo de un momento se agrandaban con la sorpresa. Pero ya estaba junto a ella.
–¡Esto es un secuestro! –gritó, pero no demasiado alto; no quería alarmar aún, si podía evitarlo, a los pilotos–. ¡Que nadie se mueva de su sitio!
Aquel era el momento malo. Las mujeres podían empezar a gritar, incluso era posible un ataque de histeria. Y alguno de los pasajeros varones podía creerse héroe e intentar desarmarle. Lenny estaba dispuesto a no derramar sangre si no era absolutamente necesario. Para esto estaba Gus. El mantendría quieto al pasaje, golpeando incluso a cualquiera que se pusiera tonto.
Pero no pasó nada. Ningún chillido, ninguna exclamación. Desde luego la atención de los pasajeros se vio instantáneamente atraída por lo que estaba sucediendo. Pero tal atención fue por completo pasiva. Como la de un grupo que se agolpa para ver una pelea callejera.
–Nadie sufrirá ningún daño –dijo Lenny, algo inseguro–. Manténganse sentados y no pasará nada desagradable.
Gus estaba ya en el pasillo, esgrimiendo un arma a derecha y a izquierda. Los pasajeros le contemplaban con curiosidad. Había hombres, mujeres y aun algunos niños. Incluso éstos se mostraban tranquilos, y ninguna madre hizo gesto alguno de protección hacia ellos.
Lenny sintió un tufillo de anormalidad, pero luchó por dominar su inquietud. Vista la cosa de manera objetiva, el asunto se estaba desarrollando a la perfección.
–Vamos a la cabina de pilotaje –indicó a la azafata.
La chica se puso en marcha, sin protestar ni gemir. Lenny la mantenía cogida del cuello con el brazo, mientras con la otra mano encañonaba su sien derecha. Pero ella no parecía alarmada, y su marcha hacia el puesto de pilotaje seguía su mismo ritmo que su anterior paseo por entre los asientos de los pasajeros, antes de la emergencia.
Había dos pilotos en la cabina. Ambos se volvieron al entrar Lenny, ambos contemplaron el cuadro de la azafata aprisionada y el revólver dirigido hacia ellos, y ambos dieron muestra de una leve sorpresa. Exactamente como los pasajeros.
–Es un secuestro –dijo Lenny–. No hagan ningún movimiento brusco y no les pasará nada.
El piloto dirigió la mirada hacia su segundo.
–Vaya, un secuestro –dijo, como si la cosa no tuviera importancia.
El otro hizo una mueca, como de contrariedad.
–Sigan la ruta como antes –ordenó Lenny–. De momento no hagan ninguna llamada por radio fuera de lo habitual.
–No veo motivo para hacerla –estuvo de acuerdo el piloto.
La serenidad de aquella gente empezaba a poner nervioso a Lenny. ¿Acaso se trataba de una trampa de alguna clase? Echó algunas desconfiadas miradas a su alrededor. Luego asomó la cabeza para ver cómo le iba a Gus con el pasaje. Todo estaba tranquilo por allí también, incluso dos pasajeros habían vuelto a abrir sus periódicos. Gus hizo un gesto de incomprensión hacia él.
–¿Quieren que le llevemos a Cuba, o algún sitio semejante? –preguntó el segundo piloto con amabilidad.
Aquello desquició los nervios de Lenny.
–¡Un infierno para Cuba! –gritó, agitando el revólver bajo la nariz de su interpelante–. Queremos dinero... pasta... ¿entiende?
El otro se encogió de hombros.
–¿Qué se supone que tenemos que hacer? –preguntó.
–Seguir volando, de momento. ¿Cuánto tiempo queda para el aterrizaje?
El piloto consultó el reloj.
–Hora y cuarto.
–Bien. Cuando lleguemos sobre el campo, empezarán a dar vueltas alrededor, sin descender. Entonces comunicaremos a la torre de control y pondremos nuestras condiciones. ¿Cómo estamos de combustible?
–Podríamos estar cinco horas dando vueltas –dijo el piloto.
Lenny hubiera jurado que el otro aviador ahogaba una risita, y eso no le gustó nada.
–No hagan ninguna tontería –dijo, nervioso–. Les advierto que puedo pilotear perfectamente este aparato por mí mismo.
Aquello, desde luego, era un farol, pero los dos pilotos no parecieron advertirlo. Se limitaron a asentir.
Continuó el vuelo, apacible como si nada extraordinario ocurriera. Ningún pasajero se manifestó enfermo, ni nadie pidió ir a los servicios. Dos niños, que viajaban junto a las ventanillas, transfirieron pronto su atención al espacio exterior. Un sujeto gordo y colorado cerró los ojos y pareció dormitar. Tan sólo las conversaciones habían cesado por completo. La mayoría de los pasajeros contemplaban con curiosidad a los secuestradores.
Lenny había soltado a la azafata, tras recomendarla «que no hiciera ninguna tontería», a lo que la chica asintió seriamente.
Gus se acercó, sin perder de vista al pasaje.
–Oye –susurró, nervioso–, ¿qué les pasa a éstos fulanos? Se diría que no se han enterado todavía de lo que está pasando.
–Tú, tranquilo –le replicó Lenny–. No les quites ojo de encima. Si pasa algo extraño, llámame enseguida. Procura no disparar si no es absolutamente necesario.
La hora de llegada al punto de destino se acercaba. Lenny cedió a Gus la vigilancia de los pilotos y se encaró con los pasajeros.
–Señor Braggs –llamó.
Un hombre de mediana edad, alto y elegante, enarcó una ceja con aire interrogativo.
–¿Sí?
–Venga aquí, por favor.
El hombre se levantó de su asiento, pidió paso cortésmente a su compañero de la derecha, y se dirigió hacia Lenny. Aquel era el personaje cuyo nombre le había hecho silbar a Gus cuando le vio en la lista de pasajeros.
–Usted será nuestro portavoz –le dijo Lenny–. Exigimos cuatro millones de dólares, pagados en el mismo aeropuerto, y combustible para llegar a Jamaica.
–¿A Jamaica? –sonrió Braggs–. ¿No está un poco lejos?
–Si es necesario haremos otras escalas –replicó Lenny, irritado–. No se preocupe por eso. Usted sólo tiene que decir lo que se le ordene.
Braggs sonrió de nuevo, con la expresión de una persona mayor que debe tratar con un niño caprichoso.
–Escuche usted, quienquiera que sea –dijo–. Tenemos que asistir a un congreso de gran importancia, que no admite el menor retraso. De modo que haría bien en olvidarse todas esas fantasías de Jamaica y los cuatro millones de dólares. Tenemos que aterrizar según el horario previsto.
Lenny se engalló.
–¿Sí? –preguntó con ironía–. Pues me temo que tendrán que cambiar de planes. Usted hablará ahora por radio con la torre de control, y expondrá nuestras condiciones. Desde luego todos ustedes son rehenes, y vendrán con nosotros hasta que el asunto haya terminado, tanto si es en Jamaica como en la Conchinchina. El congreso tendrá que pasarse sin su presencia.
–El congreso no puede pasarse sin nuestra presencia –enunció el otro con placidez.
Iba Lenny a responder, pero se vio interrumpido por un grito de Gus.
–¡Lenny! ¡Lenny! ¡Ven pronto, maldita sea! Estos tíos están descendiendo.
Olvidándose por un momento de Braggs y del resto del pasaje, Lenny saltó hacia la cabina de los pilotos. Notó, que, en efecto, el aparato había iniciado el descenso.
–¿Qué hacen? –gritó–. ¡Les dije que no descendieran!
–Estamos llegando al aeropuerto –informó cansadamente el piloto–. Tenemos que iniciar el descenso para aterrizar.
–Y no tenemos tiempo para jueguecitos –terminó el copiloto.
Lenny se atragantó, pensando si haría bien disparando sobre alguno de aquellos hombres que le desafiaban. Por fin dirigió el arma hacia la azafata, que se encontraba sentada tranquilamente en un butacón lateral.
–La mataré a ella –anunció–. Luego dispararé sobre los pasajeros, uno tras otro. Hasta que entren en razón.
–Bueno... –era Braggs quién había hablado, desde la puerta de la cabina–. Johnny, hijo, creo que deberíamos dar algunas vueltecitas en el aire antes de aterrizar.
El secuestrador respiró, pensando haber vencido. Pero la expresión del piloto le desengañó. Indicaba claramente que en aquella frase había un subentendido, que aquella maniobra nada tenía que ver con la exigida por él.
–¡Lenny! ¡Lenny! –llamó de nuevo Gus, esta vez desde el recinto de los pasajeros.
Acudió al llamado, y no pudo evitar un respingo. Los pasajeros se estaban levantando de sus asientos, sin ninguna prisa, sonrientes. Algunos desabrochaban sus cinturones de seguridad, que hasta entonces había mantenido en función. Era un movimiento lento e implacable, con la potencia irresistible de un fenómeno natural.
–¡Quietos! –gritó Lenny–. ¡Quietos todos ahí!
–Me temo que han cometido los dos una seria equivocación al elegir este avión como objetivo –dijo Braggs, con acento de pesar–. Ahora ya no podemos retroceder, ni olvidar.
–¿Es que creen que no dispararemos? –aulló Lenny–. ¡Ahora verán! ¡Ahora verán!
Sentía una terrible furia, pero muy mezclada con miedo. Saltó hacia atrás, entró en la cabina de pilotos y regresó arrasando a la joven azafata. La arrojó contra la pared del fuselaje. La muchacha sonrió.
–¡Por última vez, vuelvan a sus asientos!
La marea humana continuó su lento avance. Hombres, mujeres y niños, paso a paso. Lenny disparó su revólver. La bala alcanzó de lleno la frente de la azafata, atravesó su cabeza y se incrustó en el tabique de plástico, tras ella. La muchacha se sacudió fuertemente al recibir el impacto, mientras en su frente aparecía una horrible marca roja.
Pero casi al instante la marca se cerró, como en un guiño malévolo. La azafata recuperó el equilibrio y sonrió graciosamente.
Lenny gritó con todas sus fuerzas, apartándose de la mujer que le sonreía. Como un eco al suyo, oyó tras él el alarido de Gus.
–¿Quiénes... quiénes son todos ustedes? –preguntó histéricamente.
Braggs abrió los brazos.
–No somos nadie –dijo–. El mundo ha dejado hace mucho de creer en nosotros, y en nuestros congresos, que antes llamaban con un curioso nombre... –sonrió él también, sin duda divertido ante el recuerdo–. Formamos una comunidad muy unida, y nos interesa que el mundo siga olvidándonos. No queremos despertar ciertos recuerdos que pudieran llevar a incidentes desagradables, como los sucedidos en el pasado.
La marea humana continuaba avanzando, con rostros festivos, enormes sonrisas, manos extendidas hacia el frente. Lenny, en el colmo del terror, oyó como Gus gritaba de nuevo tras él, y luego el terrible estampido de su Magnum.
Alzó el revólver y disparó contra el más cercano de los pasajeros... y luego contra otro... y contra otro...

El oficial de campo del pequeño aeropuerto de Salem levantó los ojos de la documentación para fijarse en el jovial rostro del piloto.
–Todo en regla –dijo–. ¿Despegarán hoy de nuevo?
El piloto negó.
–Nos trasladaremos con nuestros pasajeros a la ciudad –dijo–. Dejaremos el aparato a su cuidado tres o cuatro días.
–De acuerdo –afirmó el oficial–. Deberán llenar los formularios, y abonar las tasas de estacionamiento. Por cierto, ¿a qué se debieron esas vueltas en torno al campo, antes de tomar tierra? ¿Tienen alguna avería?
–Nada de eso –dijo el piloto, con una sonrisa–. Tuvimos que hacer unas... revisiones. Pero todo está en orden.
–Me alegro de ello –el oficial consultó de nuevo los documentos de vuelo–. Diecisiete pasajeros y tres tripulantes. ¿Han descendido todos? ¿No queda nadie dentro del avión?
–Absolutamente nadie –respondió el piloto–. Los muchachos de mantenimiento pueden limpiarlo, en cuanto lleguen las maletas. Ha sido un vuelo tranquilo y sin incidentes.
Se despidió y se unió a sus dos compañeros de tripulación. El oficial bostezó, y siguió con la mirada al trío. Buena gente la de aquellas compañías pequeñas. Y en especial aquella de nombre tan curioso, Flying Broom (La Escoba Voladora), que parecía alusivo, sin duda casualmente, a algunos episodios de la vieja historia de la ciudad de Salem.
El oficial trasladó luego su atención al grupo de pasajeros que esperaban el equipaje. Gente educada, dictaminó, y sin duda económicamente fuerte.
Por un momento tuvo la extraña sensación de que aquellas personas mostraban un curioso e indefinible aspecto de satisfacción, de saciedad. Charlaban apaciblemente, y sus gestos eran casi sensuales, sibaríticos, como si se hallasen complacidos por algo ocurrido en un pasado muy próximo.
Uno de los niños se relamió brevemente, como bajo el recuerdo de una reciente y apetitosa comida.

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