Todo
lo que la mujer ciega le había dicho que había visto parecía indiscutiblemente
real. Fuera cual fuese el ojo interno que poseyera Norma Paine (aquella
extraordinaria habilidad que le permitía escudriñar la isla de Manhattan desde
el Puente de Broadway hasta Pattery Park sin moverse ni una pulgada de su
habitación en la setenta y cinco), era agudo como el cuchillo de un
ilusionista. Aquí estaba la casa abandonaba de Ridge Street, con las manchas de
humo ensuciando el ladrillo. Aquí estaba cl perro muerto que había descrito,
tendido en la acera armo si estuviera dormido, pero sin la mitad de la cabeza.
Aquí, también, si había que creer a Norma, estaba el demonio que Harry había
venido a buscar: el tímido y sublimemente maligno Cha'Chat.
Harry
pensó que la casa no era un lugar muy adecuado para ta residencia de un
desesperado como Cha'Chat. Aunque los engendros infernales podían ser una
panda de brutos, era la propaganda cristiana la que los vendía como habitantes
del hielo y los excrementos. Era más probable que el demonio huido estuviera
tragando huevos de mosca y vodka en el Waldorf-Astoria que ocultándose entre
estas ruinas.
Pero
Harry había acudido desesperado a la vieja clarividente, tras fracasar en
localizar a Cha'Chat por cualquier medio más convencional disponible para un
detective privado como él. Había admitido ante la mujer que era responsable del
hecho de que el demonio anduviera suelto. Parecía que nunca había aprendido,
en sus demasiados frecuentes encuentros con el Abismo y su progenie, que el
infierno poseía habilidad para engañarle. ¿Por qué si no había creído en el
niño que había aparecido ante sus ojos justo cuando apuntaba a Cha'Chat con su
pistola?... Un niño, por supuesto, que se había evaporado en una nube de aire
en cuanto la diversión fue redundante y el demonio hizo su escapada.
Ahora,
después de casi tres semanas de vana persecución, era casi Navidad en Nueva
York; la época de la buena voluntad y los suicidios. Las calles estaban
atestadas; el aire, como sal en las heridas; Mammon en su gloria. Un patio de
juegos más perfecto para Cha'Chat a pesar de que apenas podía imaginarlo. Harry
tenía que encontrar rápidamente al demonio, antes de que hiciera ningún daño de
importancia; encontrarlo y devolverlo al pozo del que provenía. /n extremis
incluso utilizaría las palabras atadoras que el fallecido padre Hesse le había
confiado una vez, acompañándolas de advertencias tales que Harry nunca había
llegado a anotarlas. Lo que hiciera falta. Siempre que Cha'Chat no viera la
Navidad a este lado del Cisma.
Parecía
que dentro de la casa de Ridge Street hacía más frío que fuera. Harry podía
sentirlo introduciéndose entre sus dos pares de calcetines y empezando a
aturdirle sus pies. Se dirigía al primer piso cuando oyó el suspiro. Se
dirigió, esperando ver a Cha'Chat allí, de pie, su ojo facetado mirando a una
docena de lugares al mismo tiempo, su pelaje ondulando. Pero no. En su lugar
había una mujer joven al otro extremo del pasillo. Sus rasgos desnutridos
sugerían extracción puertorriqueña, pero eso (y el hecho de que estaba
embarazada) fue todo lo que Harry tuvo tiempo de ver antes de que saliera
corriendo escalera abajo.
Al
escuchar bajar a la muchacha, Harry supo que Norma se había equivocado. Si
Cha'Chat hubiera estado aquí, una víctima tan perfecta no habría escapado con
los ojos en la cara. El demonio no se encontraba aquí.
Lo
que dejaba el resto de Manhattan para buscarle.
La
noche anterior le había pasado algo muy peculiar a Eddie Axel. Había empezado
cuando salía tambaleándose de su bar favorito, que estaba a seis manzanas de
la tienda de alimentación que poseía en la Tercera Avenida. Estaba borracho y
feliz; y con razón. Hoy había cumplido cincuenta y cinco años. Se había casado
tres veces; había tenido cuatro hijos legítimos y un puñado de bastardos y
(quizá lo más significativo) había hecho de Axel's Superette un negocio muy
lucrativo. El mundo marchaba perfectamente.
¡Pero
Jesús, sí que hacía frío! No había ninguna oportunidad, en esta noche que
amenazaba una segunda Edad del Hielo, de encontrar un taxi. Tendría que volver
a casa andando.
Había
recorrido tal vez media manzana cuando (milagro de milagros) se le cruzó un
taxi. Lo llamó, entró en él y entonces comenzaron a suceder cosas extrañas.
Para
empezar, el taxista sabía su nombre.
-¿A
casa, señor Axel? -dijo.
Eddie
no se había cuestionado el don del cielo. Simplemente murmuró que sí y supuso
que éste era su regalo de cumpleaños, cortesía de alguien del bar.
Quizá
había dado una cabezada; quizá incluso se había quedado dormido. Fuera lo que
fuese, lo siguiente que supo era que el taxi corría por calles que no
reconocía. Se sacudió el sueño. Esto era el Village, claro; una zopa de la que
Eddie se mantenía apartado. Su vecindario eran las calles Noventa, cerca de su
tienda. La decadencia del Village no era para él, donde el cartel de un
establecimiento ofrecía «Se taladran orejas. Con o sin dolor», y jóvenes de
caderas sospechosas se apoyaban en las puertas.
-Vamos
en dirección contraria -dijo, llamando al cristal situado entre el conductor y
él.
Sin
embargo, no hubo ni una palabra de disculpas o explicación. El taxi giró hacia
el río, aparcó junto a unos almacenes y el viaje acabó. -Esta es su parada
-dijo el chofer.
Eddie
no necesitó una invitación más explícita para desembarcar. Mientras salía del
coche, el taxista señaló la oscuridad de un solar vacío entre dos almacenes
cerrados.
-Ella
le está esperando -dijo, y se marchó. Eddie se quedó solo en la acera.
El
sentido común aconsejaba una rápida retirada, pero lo que vieron sus ojos le
dejó pegado al suelo. Allí estaba, la mujer de la que había hablado el
taxista, y era la criatura más obesa que Eddie había visto en toda su vida.
Tenía más papadas que dedos, y sus michelines, que amenazaban con desbordar en
todas partes el ligero vestido de verano que llevaba, brillaban por acción del
aceite o del sudor.
-Eddie
-dijo ella.
Todo
el mundo parecía conocer su nombre esta noche. Mientras ella se le acercaba, se
formaron olas en la grasa de su torso y extremidades. -¿Quién es usted? -estuvo
a punto de preguntar Eddie, pero las palabras murieron cuando advirtió que los
pies de la gorda no tocaban el suelo. Estaba flotando.
Si
Eddie hubiera estado sobrio habría tomado esto como una pista y habría salido
corriendo, pero la bebida en su sistema sanguíneo suavizó su inquietud. Se
quedó clavado.
-Eddie
-dijo ella-. Querido Eddie. Tengo una buena noticia y una mala noticia. ¿Cuál
quieres oír primero?
Eddie
reflexionó durante un momento.
-La
buena -concluyó.
-Vas
a morir mañana -fue la respuesta, acompañada de la más débil de las sonrisas.
-¿Ésa
es la buena?
-El
Paraíso espera tu alma inmortal... -murmuró ella-. ¿No es una alegría?
-Entonces,
¿cuál es la mala noticia?
Ella
introdujo sus dedos regordetes en la grieta situada entre sus brillantes
tetas. Hubo un chillidito de queja, y sacó algo oculto. Era un cruce entre una
salamanquesa enana y una rata enferma, que poseía las
peores
cualidades de ambas. Sus lastimosos miembros pedalearon en el aire mientras lo
tendía para que Eddie lo viera.
-Esta
es tu alma inmortal -dijo.
Tenía
razón, pensó Eddie. No era una buena noticia.
-Sí
-dijo ella-. Es una visión patética, ¿verdad? -el alma babeaba y se retorcía
mientras ella continuaba-. Está desnutrida. Débil hasta el punto de expirar
también. ¿Y por qué? -no le dio a Eddie oportunidad de replicar-. Escasez de
buenas obras...
Los
dientes de Eddie habían empezado a castañetear.
-¿Qué
se supone que tengo que hacer? -preguntó.
-Te
queda un poco de tiempo. Tienes que compensar toda una vida de ganancias
rampantes...
-No
entiendo.
-Mañana,
convierte Axel's Superette en un Templo de Caridad, y puede que aún metas algo
de carne en los huesos de tu alma.
Había
empezado a ascender, advirtió Eddie. En la oscuridad, sobre ella, sonaba una
música triste que la envolvió en coros menores hasta que se eclipsó por
completo.
La
muchacha se había ido cuando Harri llegó a la calle. Lo mismo había pasado con
el perro muerto. Ya que no tenía otra cosa que hacer, regresó al apartamento de
Norma Paine, más por compañía que por la satisfacción de decirle que se había
equivocado.
-Nunca
me equivoco -le dijo ella por encima del estrépito de los cinco televisores y
los muchos aparatos de radio que tenía encendidos constantemente. Decía que la
cacofonía era la única manera segura de evitar que los espíritus se
inmiscuyeran incesantemente en su vida privada: el ruido los distraía-. Vi
poder en esa casa de Ridge Street -le dijo a Harry-, seguro como que la mierda
existe.
Harry
estaba a punto de ponerse a discutir cuando la imagen de una de las pantallas
le llamó la atención. Un noticiario emitido en directo mostraba a un reportero
de pie en una acera frente a una tienda (el cartel decía «Axel's Superette»)
de donde estaban sacando unos cuerpos.
-¿Qué
es eso? -demandó Norma.
-Parece
que ha estallado una bomba -replicó Harry, intentando localizar la voz del
reportero a través del jaleo de las otras emisoras. -Sube el volumen -dijo
Norma-. Me gustan los desastres.
No
había sido una bomba lo que había provocado tal destrucción, sino un motín. En
mitad de la mañana había empezado una lucha en el almacén; nadie sabía muy bien
por qué. Rápidamente había escalado hasta convertirse en un baño de sangre. Una
valoración estimativa reducía a treinta el número de muertos, con el doble de
heridos. El informe, con su mención al espontáneo brote de violencia, despertó
una terrible sospecha en Harry.
-Cha'Chat...
-murmuró.
A
pesar de los ruidos que había en la habitación, Norma le oyó.
-¿Qué
te hace estar tan seguro?
Harry
no respondió. Estaba escuchando la recopilación de los acontecimientos,
esperando oír la localización de Axel's Superette. Y allí estaba. Tercera
Avenida, entre la Noventa y cuatro y la Noventa y cinco.
-Sigue
sonriendo -le dijo a Norma, y la dejó con su brandy y los muertos cotilleando
en el cuarto de baño.
Linda
había vuelto en última instancia a la casa de Edge Street, esperando encontrar
allí a Bolo. Calculaba vagamente que era el candidato más probable para ser el
padre del hijo que llevaba en sus entrañas, pero había habido algunos hombres
extraños en su vida en aquella época; hombres con ojos que parecían dorados con
cierto tipo de luz; hombres con súbitas sonrisas sin alegría. De todas formas,
Bolo no estaba en la casa y aquí se encontraba ella (como había sabido todo el
tiempo), sola. Todo lo que podía esperar era tumbarse y morir.
Pero
había muertes y muertes. Estaba la extinción por la que rezaba todas las
noches, la de dormirse y dejar que el frío se apoderara de ella gradualmente; y
estaba la otra muerte, la que veía cada vez que la fatiga cerraba sus párpados.
Una muerte que no tenía dignidad en la partida ni esperanza de un Más Allá; una
muerte provocada por un hombre de traje gris cuya cara, a veces, recordaba a
un santo medio familiar y otras a una pared de yeso podrido.
Mendigando,
como había venido, se dirigió hacia Times Square. Aquí, entre el tráfico de
consumidores, se sintió segura durante un rato. Encontró un restaurante de mala
muerte y pidió huevos y café, calculando que la comida le costaría la suma que
había recolectado. La comida sacudió al bebé. Ella lo sintió revolverse en su
sueño, cerca ya del despertar. Pensó que tal vez debería seguir luchando un
poco más. Si no por ella, por el niño.
Se
retrasó en la mesa, sopesando el problema, hasta que los murmullos del
propietario la hicieron salir de nuevo a la calle.
Era
tarde ya, y el tiempo empeoraba. Una mujer cantaba cerca, en italiano; un aria
trágica. A punto de echar a llorar, Linda se alejó del dolor que provocaba la
canción y se marchó de nuevo en ninguna dirección particular.
Mientras
la multitud la engullía, un hombre de traje gris salió del grupo que se había
congregado en torno a la diva callejera, enviando por delante al muchacho que
estaba con él para asegurarse de que no perdían su presa.
Marchetti
lamentaba tener que perderse el espectáculo. El canto le divertía mucho. La voz
de la mujer, ahogada por el alcohol desde hacía tiempo, tenía ese semitono vital
tan alejado de sus intenciones (un testamento perfecto a la imperfección), que
convertía el arte de Verdi en risible a pesar de que parecía trascendente. Tendría
que regresar a este sido cuando hubiera despachado a la bestia. Escuchar aquel
éxtasis marchito le había hecho sentirse más cerca de las lágrimas de lo que
había estado en muchos meses, y le encantaba llorar.
Harry
se plantó en la Tercera Avenida frente a Axel's Superette y observó a los
curiosos. Se habían congregado a cientos bajo la fría noche para ver qué podían
ver; no quedaron decepcionados. Los cuerpos continuaban saliendo: en bolsas,
en sacos. Incluso había algo en un cubo.
-¿Sabe
alguien qué pasó exactamente? -preguntó Harry a sus amigos espectadores.
Un
hombre se volvió. Tenía la cara colorada por el frío.
-El
dueño del local decidió regalarlo todo -dijo, sonriendo ante aquel absurdo-. Y
el almacén estaba repleto. Alguien resultó aplastado...
-He
oído que la pelea empezó con una lata de carne -informó otro-. Golpearon a
alguien hasta la muerte con una lata de carne.
El
rumor fue contestado por otros; todos tenían versiones de los hechos.
Harry
estaba a punto de cruzar la calle para diferenciar ficción de realidad, cuando
a su derecha algo le llamó la atención.
Un
niño de nueve o diez años tiró de la manga a un compañero.
-¿La
has olido? -quiso saber. El otro asintió vigorosamente-. Repugnante, ¿verdad?
-aventuró el primero.
-La
mierda huele mejor -respondió el segundo, y los dos se marcharon con una risa
conspiradora.
Harry
observó el objeto de su diversión. Una mujer terriblemente obesa, inadecuadamente vestida para la
estación, permanecía en la periferia de la multitud y contemplaba la escena
del desastre con ojos pequeños y brillantes.
Harry
olvidó las preguntas que iba a hacer a los curiosos. Lo que recordó, claro
como el agua, fue la forma en que sus sueños conjuraban al engendro infernal.
No recordó sus maldiciones, ni siquiera las deformidades de las que hacía
alarde: fue su olor. De aire quemado y halitosis; de carne dejada pudrirse al
sol. Ignorando el debate a su alrededor, se dirigió hacia la mujer.
Ella
le vio acercarse. Los rollos de grasa de su cuello se encogieron al mirarlo.
Era
Cha'Chat, de eso Harry no tenía ninguna duda. Y para probarlo, el demonio
salió corriendo. Sus piernas y sus prodigiosos glúteos bailaban un fandango
con cada paso. Cuando Harry terminó de abrirse paso entre la multitud, el
demonio ya estaba doblando la esquina hacia la calle Noventa y cinco, pero su
cuerpo robado no estaba diseñado para ' la
velocidad. Las farolas estaban apagadas en algunos puntos de la calle, y cuando
finalmente localizó al demonio y oyó el sonido rasgante, la oscuridad disfrazó
la vil verdad durante cinco segundos hasta que se dio
cuenta
de que Cha'Chat se había despojado de su carne usurpada, dejando a Harry con
un gran abrigo de ectoplasma que se fundía como queso pasado. El demonio, libre
de su carga, se había escapado; delgado como la esperanza y dos veces más
resbaladizo. Harry soltó el abrigo de inmundicia y corrió dándole caza,
gritando las sílabas de Hesse mientras lo hacía.
Sorprendentemente,
Cha'Chat se detuvo y se volvió hacia él. Los ojos miraban a todas partes menos
hacia el cielo; la boca era ancha e intentaba una risa. Parecía alguien
vomitando por el hueco de un ascensor.
-¿Palabras,
D'Amour? -dijo, burlándose de las sílabas de Hesse-. ¿Crees que puedes
detenerme con palabras?
-No
-respondió Harry, e hizo un agujero en el abdomen de Cha'Chat antes de que los
muchos ojos del demonio tuvieran tiempo de localizar la pistola.
-;Bastardo!
-gimió-. ¡Mamón!
Y
cayó al suelo, la sangre del color de orín manando del agujero. Harry corrió
calle abajo hasta donde estaba. Era imposible matar a un demonio del grado de
Cha'Chat con balas; pero una cicatriz era suficiente vergüenza entre los de su
clan. Dos, casi insoportables.
-No
-suplicó el demonio cuando le apuntó a la cabeza-. En la cara no.
-Dame
una buena razón para no hacerlo.
-Necesitarás
las balas -fue la respuesta.
Harry
había esperado tratos y amenazas por parte del demonio. Esta respuesta le dejó
callado.
-Hay
algo que va a desencadenarse esta noche, D'Amour -dijo Cha'Chat. La sangre que
le rodeaba había empezado a volverse pastosa, como cera derretida-. Algo aún
peor que yo.
-Explícate.
El
demonio sonrió.
-¿Quién
sabe? Es una estación extraña, ¿no? Noches largas. Cielos despejados. Hay cosas
que nacen en noches como ésta, ¿entiendes?
-¿Dónde?
-dijo Harry, apretando la pistola contra la nariz de Cha'Chat.
-Eres
un matón, D'Amour -dijo el demonio, reprochante-. ¿Lo sabías?
-Dime...
Los
ojos de la cosa se hicieron más oscuros; su cara pareció difuminarse.
-Al
sur de aquí, diría yo... Un hotel... -El tono de su voz cambiaba súbitamente;
los rasgos perdían su solidez. Harry ansiaba apretar el gatillo y producirle a
la maldita cosa una herida que le mantuviera alejado de un espejo de por vida,
pero aún estaba hablando, y no podía permitirse interrumpirlo-. En la Cuarenta
y cuatro -dijo-. Entre la Seis..., la Seis y Broadway -la voz era
indiscutiblemente femenina ahora-. Persianas azules -murmuró-. Puedo ver
persianas azules...
Mientras
hablaba, los últimos vestigios de sus auténticos rasgos desaparecieron, y de
repente fue Norma quien sangraba en la acera a los pies de Harry.
-No
le dispararás a una anciana, ¿verdad? -chilló.
El
truco sólo duró unos segundos, pero la duda de Harry fue todo lo que Cha'Chat
necesitó para pasar de un plano al siguiente y escapar. Había perdido a la
criatura por segunda vez en un mes.
Y
para añadir incomodidad a su enojo, había empezado a nevar.
El
pequeño hotel que Cha'Chat había descrito había visto días mejores; incluso la
luz del vestíbulo parecía temblar al borde de la extinción. No había nadie en
recepción. Harry estaba a punto de empezar a subir la escalera cuando un joven
cuya coronilla había sido rapada hasta dejarla tan calva como un huevo, a
excepción de una tonsura en forma de ricito, salió de la penumbra y le agarró
del brazo.
-Aquí
no hay nadie -le informó a Harry.
En
días mejores, Harry habría podido cascar el huevo con los puños desnudos, y
además habría disfrutado. Esta noche, suponía que iba a salir mal parado.
-Bien
-dijo simplemente-, entonces tendré que buscar otro hotel, ¿eh?
Ricito
pareció aplacarse; la tenaza se relajó. Un segundo después, Harry encontró su
pistola, y la pistola encontró la barbilla de Ricito. Una expresión de asombro
cruzó la cara del muchacho mientras caía contra la pared, escupiendo sangre.
Mientras
subía la escalera, oyó al muchacho gritar desde abajo:
-¡Darieux!
Ni
el grito ni el ruido de la pelea habían despertado ninguna respuesta de las
habitaciones. El lugar estaba vacío. Harry empezó a comprender que había sido
elegido para un propósito distinto a la hostelería.
Cuando
llegó al descansillo, el grito de una mujer, empezado pero sin acabar, vino a
recibirle. Se detuvo en seco. Ricito subía tras él los escalones de dos en
dos; por delante, estaba muriendo alguien. Harry sospechó que esto no podía
terminar bien.
Entonces
la puerta del fondo del pasillo se abrió, y la sospecha se volvió plena
realidad. Un hombre vestido con un traje gris salió al descansillo, quitándose
un par de guantes quirúrgicos manchados de sangre. Harry le conocía vagamente;
en realidad, había empezado a sentir una terrible lógica en todo esto desde el
momento en que oyó a Ricito gritar el nombre de su jefe. Era Darieux Marchetti,
también llamado «el Extirpador»; uno de los miembros de la orden de asesinos
teológicos que sólo seguía órdenes de Roma, el infierno, o de ambos sitios.
-D'Amour -dijo.
Harry
tuvo que resistir el impulso de sentirse halagado de que lo recordaran.
-¿Qué
ha pasado aquí? -quiso saber, dando un paso hacia la puerta abierta.
-Asuntos
privados -dijo el Extirpador-. Por favor, no se acerque más.
Había
velas encendidas en el cuartucho, y, con su luz, Harry pudo ver los cuerpos
tendidos sobre la cama. La mujer de la casa de Ridge Street y su hijo. Los dos
habían sido eliminados con eficiencia romana.
-Ella
protestó -dijo Marchetti, no excesivamente preocupado por que Harry viera los
resultados de su trabajo-. Todo lo que necesitaba era el niño.
-¿Qué
era? -preguntó Harry-. ¿Un demonio? Marchetti se encogió de hombros.
-Nunca
lo sabremos -respondió-. Pero en esta época del año siempre hay algo que
intenta colarse. Nos gusta estar a salvo y no lamentarlo luego. Además, están
aquellos, entre los que me cuento, que creen que hay un exceso de Mesías...
-¿Mesías?
-dijo Harry. Volvió a mirar al cuerpecito.
-Sospecho
que había poder aquí -dijo Marchetti-. Pero podría haber tomado cualquier
dirección. Siéntase agradecido, D'Amour. Su mundo no está preparado para la
revelación.
Miró
más allá de Harry, al joven que se encontraba junto a la escalera.
-Patrice.
Sé un ángel, ¿quieres traer el coche? Llego tarde a la misa.
Tiró
los guantes sobre la mesa.
-No
está por encima de la ley -dijo Harry.
-Oh,
por favor -protestó el Extirpador-, dejémonos de tonterías. Es demasiado
tarde.
Harry
sintió un agudo dolor en la base del cráneo, y un rastro de calor donde manaba
la sangre.
-Patrice
piensa que debería irse a casa, D'Amour. Y yo también. La punta del cuchillo
apretó un poco más.
-¿Sí?
-dijo Marchetti.
-Sí
-contestó Harry.
-Estuvo
aquí -dijo Norma cuando Harry llegó a la casa.
-¿Quién?
-Eddie
Axel, de Axel's Superette. Se materializó, claro como la luz del día.
-¿Muerto?
-Claro
que sí. Se mató en su celda. Me preguntó si había visto su alma.
-¿Y
qué le dijiste?
-Soy
telefonista, Harry; sólo hago las conexiones. No pretendo comprender la
metafísica. -Cogió la botella de brandy que Harry había colocado sobre la mesa
junto a su silla-. Qué amable de tu parte. Siéntate y bebe.
-En
otra ocasión, Norma. Cuando no esté tan cansado. -Se dirigió a la puerta-. Por
cierto, tenías razón. Había algo en Ridge Street...
-¿Dónde
está ahora?
-Se
ha ido... a casa.
-¿Y
Cha'Chat? -Todavía está por ahí. Con un humor de perros...
-Manhattan
las ha visto peores, Harry.
Era
un pobre consuelo, pero Harry murmuró su agradecimiento mientras cerraba la
puerta.
La
nieve caía cada vez con más fuerza.
Se
detuvo en el porche y miró cómo los copos giraban bajo la luz de las farolas.
Había leído en alguna parte que no había dos iguales. Cuando había tal
variedad en unos humildes copos efe nieve, ¿podía sorprenderle que los hechos
tuvieran caras tan impredecibles?
Cada
momento era su propio amo, musitó, metiendo la cabeza entre los dientes de la
tormenta. Tendría que aceptar todo el alivio que pudiera encontrar en el
conocimiento de que, entre esta hora helada y el amanecer, habría innumerables
momentos así (ciegos, tal vez, y salvajes y hambrientos), pero al menos
ansiosos por nacer.
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