Tiene una pollera muy corta, unas
piernas suaves y lánguidas que caen como por descuido desde el borde de la
silla hasta la alfombra. Está sentada frente a un escritorio, con su mirada
recuadrada por el marco de los anteojos, y una de sus manos ligeramente abierta
sobre el papel, mientras la otra sostiene una lapicera, pensativa como una
indolente y pulcra prostituta con el miembro de un cliente transitorio.
Dentro de unos instantes va a ser
seducida por el hombre que está parado frente a ella, va a ser engañada como
una mucama en el banco de una plaza o como una psicóloga en la oficina de
personal de Hogarlind S.A., cosa que precisamente ella es.
— ¡No creo que le valga la pena,
señor. El puesto de Gerente de Ventas en una compañía como ésta exige un poco
más de antecedentes.. . —dijo ella, ni siquiera con ironía.
— Antecedentes de qué?
— De Gerente de Ventas.
Él sonrió con timidez y dijo:
— Eso es precisamente lo que ando
buscando, tener antecedentes de Gerente de Ventas... Pero no parece fácil ser
Gerente de Ventas sin ser Gerente de Ventas.
Ella cierra su carpeta como dando
a entender que la entrevista ha terminado, pero él no se mueve de su asiento,
obligando a la mirada de ella a retornar hasta sus palabras mientras contesta:
— Piense que me sería totalmente
imposible recomendarlo para el puesto; usted no tiene ningún título, no tiene
experiencia, prácticamente el único dato que me ha dado es su nombre: Giménez.
— Es un seudónimo.
— ¿Un seudónimo? —Entonces ella
sonrió y repitió—: ¿Un seudónimo? Hasta eso... Ponerse Giménez de seudónimo no
es un alarde de imaginación...
— Con mi apellido, sí.
— ¿Cuál es su apellido?
— Giménez.
El ademán de ella se detiene en
sus anteojos, pero no se los saca porque su mano ha retornado ahora al abandono
de la mesa, ahí donde antes estaba su mirada, que ahora está sobré esa cara que
también sonríe.
— Piense que el puesto es un
puesto importante, el sueldo es muy alto, hay participación en las ventas; yo,
como psicóloga, soy la encargada precisamente de la selección del personal de
la compañía. Para los puestos chicos, mayormente no tengo que dar
explicaciones; pero para estos puestos tengo que respaldar mis sugerencias con
cosas más concretas que el apellido Giménez, perdón, y el seudónimo Giménez.
— Yo le ayudo.
— ¿A qué?
— A respaldarme... Mire, es muy
fácil; usted les dice: Señores, ¿qué es lo que ustedes venden? Heladeras, ¿no
es cierto? Licuadoras, ¿no es cierto?... Sí, van a contestar ellos... Muy bien,
les dice usted, ¿quiénes compran esos artículos? Gente. Gente normal, gente
cualquiera: los García, los Pérez, los Giménez; casualmente acá tengo un
Giménez...
— No
—dijo ella riéndose—. No creo que corra.
— Dígales entonces que soy el
mejor vendedor que existe en el país.
— ¿Pero usted realmente cree eso?
— Sí.
— ¿Y por qué no es conocido como
vendedor si es tan bueno?
— Porque hace mucho que no
trabajo. Estuve preso.
— ¿Preso?
— Sí, por estafa. Vendía lotes
basándome exclusivamente en el factor esperanza. Mis colegas, por ejemplo, inventaban
grandes progresos en la zona de los loteos. Inventaban futuros caminos, futuras
obras, futuras aguas corrientes; yo también inventaba todo esto, y además el
lote, porque el lote no existía.
— Son mentiras, ¿no?
— ¿Usted nunca miente?
— No.
— ¿Para recomendarme a mí tendría
que mentir?
— Sí. Por eso es que no lo recomendaría nunca.
— ¿Por qué no hace como hacen
ustedes con sus heladeras? ¿Por qué en los avisos las fotografían de frente? Si
las fotografiasen de atrás le aseguro que se verían muy distintas. ¿Y de abajo?
Usted nunca vio una heladera por abajo: son feísimas, tienen grasa y
cucarachas... ¿Por qué va a mostrar de mí el lado más feo? Muestre mi mejor
ángulo.
— ¿Siempre es así usted?
—No. Siempre no; lo que pasa es
que me adapto a mi auditorio. Ya le he dicho que soy un vendedor nato. Usted es
el tipo de cliente al que conviene mostrar la parte de abajo de las heladeras.
Sólo una minoría del mercado es así, pero usted forma parte de esa minoría.
Ella, ahora sí, se saca los
anteojos; ha juntado un poco más las cejas, es una barbaridad de bonita, tiene
la cabeza ligeramente inclinada y abre un poco la boca como para decir algo,
después se calla.
— ¿Quiere que le haga una
demostración de venta?... ¿Esa lapicera es suya?
— Sí.
—¿Cuánto le costó?
— No sé..., no me acuerdo. Creo
que seiscientos.
— Se la voy a vender a mil.
— ¿A quién?
— A cualquiera..., a ése.
Su mano señala a un viejo que
detrás de una mampara de vidrio está limpiando una máquina de escribir. Ella lo
mira salir de la oficina y lo observa
sin sonreír en absoluto, mientras él
habla con el viejo; después lo mirará en
los ojos, cuando vuelva con el billete de mil que dejará sobre el escritorio. Una semana más tarde lo
seguirá mirando en los ojos mientras
le dice enojada:
— El viejo ese, el que arreglaba
las máquinas, me dijo esta mañana: "¿A usted no le dio ninguna, señorita?
Es una muestra gratis. Me la dio ese señor que estuvo hablando con usted".
— Yo no fui a vender lapiceras,
me fui a vender a mí mismo —le contestará él a ella, que todavía sigue
mirándolo en los ojos.
— Sí, me enteré hoy... —dice por
el teléfono—. Al principio creí que era una equivocación de Guzmán y mandé
chequear las cifras... Sí, el tipo es un fenómeno... no sé... es un tal
Giménez... Ahí viene mi hija, ahora le voy a preguntar, hasta mañana.
— ¡Hola, papá.
— Hola... che, ¿quién es Giménez?
— ¿Giménez?... Vos también...
Mira lo que compré. ¿Te gusta?
— Sí.
— ¿Seguro?
— Sí, seguro, es muy bonito.
— Entonces lo devuelvo, si a vos
te gusta debe ser horroroso.
— ¿Ese es el criterio que aplicas
para elegir al personal nuevo?
— Con las secretarias, siempre.
— Bueno, contéstame quién es
Giménez.
— Giménez es el nuevo Gerente de
Ventas de Hogarlind, seleccionado por tu hija entre cuarenta y siete aspirante
a ese puesto, después de un exhaustivo estudio realizado por el Departamento
Asesor que yo tan dignamente presido, y que en menos de un mes ha conseguido
que el Giménez ése esté llevando a Hogarlind a ser la primera de tus empresas,
demostrando una vez más que los cinco años de psicología fueron la mejor
inversión que has hecho en toda tu vida.
Luego se detiene para respirar, y
su padre le aparta con cariño el pelo de una oreja y le dice:
— Me alegro. En serio me alegro
mucho. Vos sabes muy bien que nunca les tuve mucha fe a ustedes, pero me han
demostrado que estaba equivocado. Esto es una gran victoria tuya. Mañana tengo
reunión de Directorio, va a ser una bomba la noticia. Voy a poder decir:
Señores, esto es obra del Departamento Asesor que dirige mi hija; ellos descubrieron
justo al hombre que necesitábamos y creo que sería interesante contemplar la
posibilidad que de ahora en adelante un miembro del Departamento Asesor forme
parte del Directorio... Por lógica ese miembro tendrías que ser vos.
— ¿Yo? ¿Yo en el Directorio?
— Sí. Lo veo bastante factible.
— Papá, yo...
— Mira, no es seguro, pero no es
ningún disparate. Los tiempos cambian y la especialidad hoy en día es
fundamental. ¿Qué cosa más lógica que una empresa que depende tanto del
material humano tenga en su Directorio, precisamente, un especialista en ese
material humano?
— Papá...
— ¿Qué?
— Está todo mal.
-- ¿Qué cosa?
— Todo. Todo es mentira. Giménez
es un tipo que llegó un día a pedir ese puesto... Era atractivo... era
distinto, y por eso lo escuché, creo. No tenía la menor de las condiciones para
el cargo. Si lo hubiese clasificado con el sistema de puntaje que usamos
normalmente, hubiese ocupado uno de los últimos puestos entre los demás
candidatos. No tenía experiencia, no tenía título, no sabía nada sobre mercados,
ni marketing, ni nada. Si yo hubiese aplicado todo lo que aprendí en la
facultad, no le hubiese dado ni el puesto de ordenanza.
— ¡Pero qué decís!
— Sí, papá, es así. Ése es
Giménez, con todos, sus defectos y una sola cualidad. No hace nada para sobresalir
sobre los demás, sino que baja a los demás hasta su altura, En unos minutos me
hizo sentir tan falsa como él, como si todos tuviéramos un Giménez dentro
nuestro; pero él era el único con valor suficiente como para mostrarlo.
Los ojos de ella siguen a su
padre, que se pasea de un extremo al otro de la alfombra, y después de un rato
continúa:
— Mentí.
— Bueno, bueno, no lo tomes así.
El tipo será un intuitivo y nos va a ser muy útil. De todos modos se lo tomó
gracias a vos. No hay por qué explicar nada... En estos casos, lo que interesa
son los resultados.
Ella ahora mira la alfombra en
donde los zapatos muy lustrados se han detenido, después dice:
— Papá...
— ¿Qué?
Ella contestará: — Nada—. A aquel
que después va a decir: — No, pero ¿qué ibas a decir?— y que más tarde, ya solo
en el escritorio repetirá intrigado:
— ¿Cucarachas? ¿Heladeras?
— ¿Por qué me trajo acá?
— Es parte de un plan. Yo soy un
necesitólogo nato.
— ¿Qué es un necesitólogo?
— Necesitólogo es una palabra que
acabo de inventar. Es probable que me haga hacer tarjetas... "Giménez,
Necesitólogo". Los necesitólogos son los especialistas en las necesidades
de los otros. Yo soy el típico necesitólogo, por eso soy tan buen vendedor y
por eso la estoy enamorando a usted.
— ¿Qué?
— ¿Qué, qué?
— ¿Qué es lo que dijo?
— Que los necesitólogos son los
especialistas......
— ¡No, de los necesitólogos no,
lo que dijo después.
— ¿Que la estoy enamorando a
usted?
— Sí. Eso fue lo que oí. ¿Y qué
quiso decir con eso?.
— Eso nomás. Que como sé lo que
usted necesita, me es facilísimo enamorarla.
— ¿Pero usted realmente cree
eso... de dónde saca ese disparate, cuándo le he demostrado... usted está
loco... y cuáles son las necesidades esas que yo tengo?
— Necesidad de verdad.
— ¡De verdad! ¡Y usted me va
hablar a mí de verdad!... Usted, que me mintió con lo de la lapicera; usted,
que me hizo mentir a mí...; usted, que con tal de vender no tiene el menor
escrúpulo... ¡Usted me va a hablar de verdad!
— Está enojada.
— Sí.
— ¿Qué es lo que la enoja?
— Todo.
— ¡Es tan lógico!
— ¿Qué es tan lógico?
— Que ya esté enamorada de mí.
— ¡¡Qué!!
- Piense un poco lo que ha sido
su vida hasta ahora; piense en su época de colegio, en su familia, en su
educación, en su padre... Mire lo
que es su padre, un ser tan hipócrita y ni siquiera capaz de respetar su
hipocresía, de admitirla.
— ¡Qué! ¿Mi padre, qué? —se quedó
callada con las manos sobre la cartera. Parecía que iba a levantarse, pero no
lo hizo; después dijo:
— Tengo como asco.
— ¿Dé qué?
— De usted, de su mala educación,
de su vanidad.
— Cuando a uno le molesta algo en
los demás, generalmente es nuestro
propio defecto reflejado en la otra persona
lo que nos molesta. Seguramente es su vanidad lo que le está molestando... Pero póngase un poco en
mi lugar. Yo quiero impresionarla.
— ¿Qué? ¿Por qué quiere
impresionarme?
— Por los mismos motivos que
usted quiere impresionarme a mí.
— Yo no quiero impresionarlo a
usted.
— Sí. Me quiere impresionar. Si
no, no se hubiera puesto ese vestido, ni se hubiese peinado en esa forma, ni se
hubiese puesto perfume.
Ella estuvo un rato callada. Un
rato bastante largo conciente de que su mirada naufragaba en los ojos de él.
Después, dijo con sencillez:
— ¿Por qué es así? ¿Por qué dice
todas estas cosas?
— Por los mismos motivos que
usted quiere impresionarme, póngase en mi lugar. Si usted fuese hombre y
quisiera impresionar a una mujer como usted, ¿qué haría?... Tendría que
utilizar alguna táctica. Es una venta como cualquier otra, hay que impactar,
sorprender, y para conseguirlo hay que explotar una necesidad del cliente... ¿Y
cuál es la mayor necesidad de un cliente como usted? Verdad... ¿no es así?
Usted está hambrienta de verdad.
— ¿Verdad?
— Sí, verdad, yo le estoy
vendiendo verdad... pero en toda venta siempre hay una mentira, no se pueden mostrar
las cucarachas debajo de las heladeras.
— No. No se puede —dijo ella
sonriendo.
— Y menos Hogarlind.
— Pero entonces usted...
— ¿Yo qué?
— ¿Por qué trabaja en una
profesión en donde hay que mentir constantemente, según usted?
— Porque yo soy hijo de mi
tiempo. Soy hijo de la mentira. La mentira es mi verdad. Por eso la vivo sin
hipocresía, por lo menos no le sumo una mentira más a mi mentira... Con usted,
por supuesto.
— Tal vez antes de irme le voy a
decir gracias.
— ¿Por qué?
— Por querer impresionarme.
— Me he tomado la libertad de
citarlo hoy para que nos explique su nuevo plan de ventas. Este hombre, este
señor Giménez está imponiendo un ritmo difícil de seguir. La producción no da
abasto. Se está produciendo un desequilibrio...
— Un desequilibrio muy saludable
—dijo alguien sonriendo.
— Sí, pero de todos modos tenemos
que sincronizarnos. Por ejemplo: teníamos esa partida de heladeras de hace
cinco años, eran invendibles por muchas razones. Teníamos planeado reformar su
línea para adecuarlas a las necesidades del mercado, y después venderlas.
Calculábamos que ese stock nos duraría unos dos años. Pero el señor Giménez no
pensaba así y en un mes las ha vendido todas.
Las caras se deformaban en
sonrisas. Alguien dijo:
— Esto es obra de su hija.. Este
Giménez fue obra del equipo de psicólogos, ¿no?
— Bueno, sí, en cierto modo...
ella y todo el equipo. Aunque creo que fue ella personalmente la que lo
descubrió.
— Estos chicos de ahora... los
que no son comunistas se psicoanalizan, pero por ahí la pegan... Yo tengo un
sobrino... Se interrumpió porque la puerta se abrió.
— Buenos días.
— Buenos días, señorita.
— Cómo te va, Moira. Yo te voy a
seguir diciendo Moira, por más psicóloga que seas.
— Fui Moira mucho antes de ser
psicóloga.
La puerta volvió a abrirse y
después se cerró, y ella entonces miró a su padre que hablaba con el recién
llegado mientras las demás cabezas asentían de tanto en tanto.
— ...está demás decirle, señor
Giménez, lo satisfecha que está la Compañía con su eficiencia. Le he pedido que
asista a esta reunión de Directorio para sincronizar un poco este nuevo ritmo
que usted nos está obligando a seguir.
Sólo ella y Giménez no sonreían,
mientras los demás hablaban, y cuando Giménez dijo:
— Sí. Era necesaria esta conversación.
— Todos se callaron. Después él
prosiguió: —Yo puedo vender prácticamente cualquier cosa, pero necesito que el
resto de la empresa se adapte a mi velocidad de venta.
— Bueno, precisamente acá el
ingeniero Binetti está encarando una transformación total en la faz productora.
Lo que pasó con las heladeras viejas nos abrió los ojos, su estrategia de venta
fue tan hábil que...
— Fue una táctica como cualquier
otra. Trocamos dinero por confianza; por eso, en este momento necesitamos
vender confianza. El precio de nuestra estafa fue...
— ¿Cómo?
— Que el precio de nuestra estafa
fue una pérdida de confianza entre nuestra clientela.
— ¿Pero usted ha dicho estafa?
— Si.
— Pero, ¿por qué dice estafa?
— ¿Cómo lo llamaría usted?
— Hogarlind no acostumbra a hacer
estafas, señor Giménez.
— ¿Y cómo lo llamaría usted?
— Una táctica de venta, que por
otra parte fue idea suya.
— Fue una estafa ideada por mí,
aprobada por ustedes y usufructuada por todos nosotros.
— ¡No le permito!
— Hemos creado entre los
comerciantes una falsa necesidad al darle una falsa impresión del mercado. El
producto que vendimos no era falso, pero la ilusión que vendimos sí lo era.
Se produjo un silencio que ella
interrumpió diciendo:
— ¿Puedo hablar? —como nadie le
contestó, prosiguió—. Yo he hablado bastante con el señor Giménez. Durante toda
esta semana hemos salido juntos y hemos hablado mucho... y yo me siento en la
obligación de aconsejar al Directorio de Hogarlind que despida al señor
Giménez.
— De ninguna forma —dijo su
padre—; el hecho de discrepar en el significado de una palabra no significa que
haya que despedirlo..
— La misión del Departamento de
Psicología es asesorar sobre el capital humano de esta empresa. Comprendo que
despedir al señor Giménez sería una gran pérdida económica. Ese problema se lo
dejo a los especialistas. Yo opino sobre mi especialidad. El señor Giménez,
como ser humano, es negativo para los demás seres humanos, de esta compañía
incluso...
— Yo
— ¿Vos qué? —le está diciendo
Giménez, pero seis horas más tarde,
a ella, que está desnuda como un animal, sobre una cama, y que contesta:
— Yo te voy a contar un cuento.
Un cuento de un pastor mentiroso que mentía tanto anunciando la llegada del
lobo, que el día que vino realmente el lobo los demás pastores no le creyeron.
— ¿Y vos sos como los demás
pastores?
— No, yo soy como el lobo —mintió
ella; y le mordió muy suave el borde de una oreja.
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