—Perdóname,
Chu —dijo Pap a la mona que estaba sentada en su hombro royendo despreocupada
una nuez—. No tengo más remedio.
La mona
receló agachando la cabecita como si quisiera susurrarle algo al oído.
El astro
pendía bajo, próximo al tejado del hotel, y calentaba el planeta de mala gana,
perezosamente.
Las puertas
de lunas se abrieron silenciosamente de par en par. Tras el alto mostrador un
guiyano moreno repasaba indolentemente las cuentas de un rosario. Al ver que se
le acercaba Pap, dejó el rosario y simuló una sonrisa.
—Bienvenido
al planeta Guiy. ¿Acaba de llegar?
—Sí
—respondió Pap y añadió sin saber por qué—: en el de pasajeros...
—Usted,
claro, es la primera vez que viene a Guiy... ¿Para mucho tiempo?
—No sé.
Depende...
—Entendido
—la sonrisa parecía haberse pegado para siempre al rostro del guiyano—. Quiere
probar suerte. La suerte... es algo complicado y poco comprensible. ¿Seguramente
habrá oído hablar mucho de nuestro planeta?
Pap no
respondió. La mona seguía royendo la nuez.
—¿Usted
querrá un cuarto que no sea grande? —preguntó el guiyano tras un vistazo a los
tronados y polvorientos zapatos de Pap.
—Sí.
—Las
magnitudes pierden su importancia ante la infinidad del Cosmos. Y el tiempo
también... No se preocupe por eso.
El guiyano
estaba de humor filosófico. A Pap le ladraba el estómago de hambre.
La mona
escupió la cáscara de la nuez a la cara del guiyano. Este hizo una mueca de disgusto
y al instante volvió a sonreírse como si no hubiera ocurrido nada.
—Perdón
—dijo Pap.
—No
importa. ¿Qué bicho es ese?
—Es una
mona del planeta Tierra.
—Muy
graciosa...
“Perdóname,
Chu...”
—Quisiera
venderla. ¿Dónde podría?
El guiyano
alargó la pinza por encima de la barra y tocó cuidadosamente a la mona.
—Muy
graciosa —repitió—. ¿Y qué sabe hacer?
Pap se
quitó la mona del hombro, la puso en el mostrador y ordeno:
—Chu,
enseña lo que sabes.
Chu
obedeció. Hizo el farol agitando cómicamente las piernas al aire.
—Y ahora
haz que veamos cómo andan las damas coquetas.
Chu,
contoneándose, pasó altivamente de un extremo del mostrador a otro.
—Imita una
locomotora...
Chu
obedeció.
—Ahora
muéstranos a Pap. Pap soy yo.
La monita
volvió a pasearse por el mostrador imitando con asombrosa exactitud los andares
de su amo.
—Chu,
¡hazte la muerta!
Chu se
tendió y quedó inmóvil.
—¿Puedes
mostrar lo que estaba haciendo el guiyano cuando entramos?
La mona
cogió el rosario del guiyano y se puso a repasar las cuentas con aire de
importancia.
El guiyano
soltó la carcajada:
—¡Muy bien,
muy bien!
—A
propósito, el rosario es también de la Tierra —indicó Pap.
—¡No me
diga! —El guiyano no miraba el rosario. Acarició a la mona—. ¡Qué lista eres!
Es graciosa, muy graciosa.
—¿Podré
venderla?
—Claro que
sí —respondió seguro el guiyano—. Pero en subasta. No tenemos otra forma de
venta. El veinticinco por ciento de la ganancia será para usted.
—¿Cómo el
veinticinco?
—Sí. Eso no
es poco. Si acepta, déjeme el animalito.
—Vale.
La mona
roía el rosario. Pap sacó del bolsillo tres nueces y las puso sobre el
mostrador. Chu agarró un dedo de Pap y se puso a chuparlo chasqueando la
lengua.
Pap se
sonrió por primera vez en este rato.
—Somos
viejos amigos —dijo.
El guiyano
asintió comprensivo y tendió a Pap la llave del cuarto.
Pap se
quedó indeciso junto al mostrador.
—¿No podría
tomar un bocado... a cuenta de lo que gane luego?
El guiyano
volvió a asentir.
—¡No
faltaba más! Se lo servirán en el cuarto. Puede dormir un rato. Lo despertaré
antes de la subasta.
La mona dio
un chillido y saltó al hombro de Pap.
—No, Chu
—dijo Pap, quitándosela del hombro—, tú te quedas aquí.
La puso
sobre el mostrador, pero ella le agarró un dedo y no lo soltaba.
—Chu,
¡hazte la muerta! —ordenó Pap.
La monita
soltó el dedo y se tendió obediente.
—¿Tiene
usted alguna caja? —preguntó Pap al guiyano.
Este sacó
de bajo el mostrador una caja redonda de hojalata con el dibujo del hotel.
Abrió la tapa. Pap levantó a la inmóvil Chu, la puso en la caja y dejó allí
también las tres nueces. Dio media vuelta y se encaminó al ascensor.
—Aquí podrá
usted contemplar tranquilamente la subasta. En la casa todo se hace
honradamente.
Con estas
palabras el guiyano introdujo a Pap en una pequeña cabina donde había una
butaca, una consola de control remoto y una pantalla luminosa.
—Los
licitantes se encuentran en otras cabinas iguales que ésta —explicó el guiyano
y desapareció. Pap se arrellanó en la butaca.
Poco
después apareció en la pantalla la conocida caja de hojalata cuya tapa, para
asombro de Pap, adornaba el dibujo de una mona que antes no había.
Pap oyó la
voz del guiyano.
—¡Respetable
público! Se vende un animal sumamente raro del planeta Tierra. Ustedes
seguramente saben como se ha empobrecido la fauna en la parte racional del
Universo. El mono que saldrá ahora de esta caja es un ejemplar de una raza muy
inteligente de animales terrestres. Es un verdadero amigo del ser pensante, y
creo no equivocarme si digo que este animalito jamás, lo recalco, jamás les
aburrirá. Les garantizo excepcionales y variadas diversiones. Las metamorfosis
de este animalito son extraordinariamente agradables...
“¿No será
demasiado...?”, pensó Pap.
—Por otra
parte —continuó el guiyano—, ustedes mismos pueden convencerse.
Destapó la
caja, y en la pantalla apareció Chu. Sostenía en las manos la última nuez.
—Así pues
—dijo el guiyano—, ahora van a ser testigos de las asombrosas transformaciones
de este animalito.
De pronto
la monita se desvaneció en el aire y en su lugar apareció una mujer de la
Tierra en largo vestido negro con lentejuelas.
Pap se
quedó de piedra. Esperaba ver los conocidos trucos de Chu. Pero lo que vio era
increíble, más increíble que en un sueño. Había oído decir que en el planeta Guiy
no había que asombrarse de nada, pero no podía dar crédito a sus ojos.
La mujer se
sonrió, pasó la mano por sus cabellos. Su cara era conocida… y el gesto
también. Pero Pap no podía recordar dónde ni cuándo la había visto.
La mujer
desapareció y sobre el mostrador volvió a aparecer Chu.
Luego la
monita se convirtió en una máquina de escribir con una hoja de papel escrita
hasta la mitad.
Después se
convirtió en un morral que desparramaba blandas frutitas.
En una
cigüeña que aleteaba enérgicamente.
Y en una
cama vieja con una pata rota.
En un libro
manoseado con una espada de mosquetero en la tapa.
En una
serpiente erguida al acecho.
Y en un
viejo que balbuceaba sin que se le oyera.
—Fíjense
—dijo el guiyano—, la monita se transforma solamente en lo que hay en el
planeta Tierra y que ha visto ella misma. Las transformaciones de por sí no
pueden asombrarnos a los guiyanos Pero es interesante ver transformaciones
cuyos resultados no se saben de antemano. ¡Qué exótico es todo eso! ¡Y cuánto
se aprende viendo estas transformaciones! Yo conozco bastante de la Tierra.
Pero las metamorfosis de la mona han completado sensiblemente mis
conocimientos. Vamos a hacer un experimento muy sencillo.
Del pasillo
salió un chico guiyano. Se acercó al mostrador y tendió la pinza hacia la mona.
—Chico, no
toques —dijo el guiyano y preguntó en voz alta— Dime. ¿Qué quisieras ahora?
El chico
pensó un poco y dijo:
—Un
gurilik.
—En la
Tierra no hay guriliks. Explica lo que quieres.
—Bueno...
—el chico se frotó la frente y entornó los ojos—. Es algo muy rico… y frío...
Iba a
añadir algo, pero Chu ya se había transformado en una caja llena hasta los
bordes de helados.
—Dejaremos
uno para que se convierta de nuevo en la mona. Si no ¿qué vamos a vender?
—bromeó el guiyano—. Chico, puedes tomar los demás. Seguramente estarán muy
ricos. Lleva cuidado. No te vayan a sentar mal.
El chico
salió con la caja. El guiyano aguardó unos momentos hasta que el helado volvió
a convertirse en Chu.
—La mona
tuvo en la Tierra una vida interesante, vio muchas cosas. Pero carecía de esta
prodigiosa capacidad que ha adquirido en Guiy. Piénsenlo bien, cualquiera de
ustedes puede ser su dueño. Ofrezcan, pues, su precio.
En el
tablero luminoso se encendió un número: “20”.
—Veinte.
Veinte nada más —anunció decepcionado el guiyano.
En el
tablero se encendió otro número: “40”.
—Cuarenta
—profirió indolente el guiyano.
“50”
La voz del
guiyano cobró firmeza.
“65”
El guiyano
se puso en guardia.
“70”
Su voz sonó
con acentos de alegría.
“100”
Pap no
podía pensar. El cerebro había dejado de obedecerle. Los dedos atenazaban los
brazos de la butaca. Miraba estúpidamente la pantalla.
Chu terminó
de roer la última nuez y empezó a morder el rosario.
—Bien, esa
cantidad ya va en serio. ¡Ciento cuarenta!
“¡Cómo es
eso!... “ —Este pensamiento le salió de lo más hondo de la conciencia y al
principio Pap se desconcertó, pero luego montó en cólera—. ¡Cómo es eso! ¡Ahora
pasará a ser propiedad de cualquiera de ellos!
Los dedos
se aflojaron instintivamente. Los movía un objetivo concreto. Marcaron en el
tablero: “150”.
Al instante
se encendió otro número: “170”.
Chu se puso
el rosario al cuello y lanzó un chillido de júbilo.
Pap marcó
“180”.
Apareció el
número “200”.
Marcó
“210”.
—Veo que
ustedes empiezan a comprender el verdadero valor de este simpatiquísimo ser
terrestre.
“235”.
Los dedos
temblorosos de Pap ofrecieron “240”.
“¡Cómo es
eso!
El
pensamiento seguía pulsando tercamente en su cabeza sin dejar que Pap se
distrajera ni por un instante.
Ahora los
números cambiaban tan rápidamente que el guiyano no tenía tiempo de
anunciarlos. Dejó de intercalar comentarios.
La monita
se transformaba en la estatua de mármol de un guerrero montado a caballo, en un
espejo, en un sarcófago y en un ferrocarril.
“290”.
La
frenética carrera de números cesó. El tablero descansaba. El nervio invisible
que ponía en comunicación todas las cabinas se había aflojado...
“300”.
Luego
volvió a tensarse para en seguida romperse. Lo único que sabía Pap era que
debía romperse allí, en su cabina, y por eso marcó “400”.
Pero
siguieron compitiendo con él. Alguien se había empeñado en adquirir el prodigio
terrestre sin comprender que no debía pertenecerle a él, sino a Pap.
Chu se
transformó en un reloj y en una losa funeraria.
Pap arrancó
el nervio. Marcó...
—¿Mil? —el
guiyano preguntó más que anunció.
Y repitió.
Repitió
otra vez.
Los brazos
de Pap pendían sin fuerzas de la butaca.
Y el nervio
también.
—¡Vendido!
Ruego a mi asistente que lleve el animalito a su dueño.
El astro
seguía pendiendo indolente sobre la cabeza, pero apretaba el calor.
Pap salió
tambaleándose de la cabina. Chu saltó a su hombro. Él la cogió de las manos,
las apretó con fuerza contra su pecho y echó a correr.
“¡Alto!
¡Usted no ha pagado!”, gritaban a sus espaldas.
El tremendo
cansancio desapareció de súbito. Pap corría como delirante sin sentir su
cuerpo, metiéndose por las angostas rendijas de calles desconocidas. Las casas
tan pronto se amontonaban como se desparramaban ante él en abanico.
Se detuvo
en un silencioso descampado. Delante se alzaba una tenebrosa colina.
Dejó a Chu
en el suelo y pidió que se convirtiera en la mujer de vestido negro con
lentejuelas. Pero Chu, sin hacerle el menor caso, recogía piedrecitas de
colores y por la fuerza de la costumbre probaba a morderlas. Pap se puso en
cuclillas.
—Chu
—pidió—, por favor...
—Pierde
usted el tiempo. No conseguirá nada.
Pap volvió
la cabeza. Detrás estaban el guiyano y dos vigilantes.
—Usted ha
comprado su mona —continuó el guiyano— y tiene que pagar. No nos hable de los
motivos que lo han guiado. Eso no nos importa. Y tenga en cuenta que no se
admite la devolución de la mercancía. Le pertenece el veinte y cinco por ciento
de la ganancia. Por lo tanto, nos debe setecientos cincuenta...
Pap se
levantó de un salto y agarró del cuello al guiyano. Ahora su único deseo era
estrangularlo. Dos pares de fuertes pinzas se le clavaron en los hombros
paralizándolo.
—¡Embustero!
—gritó Pap soltando al guiyano.
Éste se
alisó el arrugado cuello de la chaqueta y con la calma que lo distinguía
pronunció:
—Sepa usted
que nosotros nunca engañamos a nadie.
Y con gesto
teatral señaló a Chu.
La monita
se había vuelto a convertir en aquella mujer. Pero Pap trató inútilmente de
reconocerla. La mujer se sonrió, dio unos pasos hacia él y volvió a convertirse
en la mona.
—¡Otra vez!
—pidió Pap.
—Basta
—dijo el guiyano.
—¡Otra vez!
—gritó Pap. No se dirigía al guiyano, sino a Chu, pero ésta continuaba siendo
una simple monita y, entendiendo a su manera el grito del amo, se hizo la muerta.
Pap le pegó un puntapié. La mona chilló quejumbrosa y, apartándose unos pasos,
hizo el estúpido farol. Pap le tiró una piedra, luego una lata y un hierro.
Chu se
ofendió y puso pies en polvorosa.
Acompañado
por el guiyano y los vigilantes, Pap subió a la colina y, cuando llegaron a la
cumbre, el guiyano dijo:
—Usted
tendrá que hacer este mismo trabajo setecientos cincuenta días justos.
Y señaló a
unos hombres que cavaban con picos la tierra inerte en la falda de la colina.
Uno de ellos subió y tendió un pico a Pap.
—Aquí no
dan mal de comer, amiguito —dijo.
Era un
terrícola.
—Y vosotros
también... —comenzó Pap, pero se quedó cortado. Miró otra vez a los que
trabajaban. ¿Para qué preguntar? Pap lo comprendió todo y tomó el pesado pico.
—Vamos
—dijo el terrícola y, dándole una palmada en el hombro, empezó a descender.
El astro,
clavado en la baja bóveda celeste, resplandeció brillante, y el calor se hizo
insoportable.
—Adiós
—dijo el guiyano.
Los
vigilantes se quedaron.
—¡Un
momento!
El guiyano
se detuvo y volvió la cabeza.
—¿Qué
quiere?
—¿Cuánto
dura el día en Guiy? —preguntó Pap.
El guiyano
no respondió. En su rostro se dibujó una sonrisa enigmática. Agitó la pinza y
desapareció.
La monita
con el olvidado rosario al cuello perdonó a Pap y saltó a su hombro.
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