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«EL EPISODIO DE VILLETERQUE»
I.
ATAQUE
DE VILLETERQUE
En el 30 de vendimiario
del año IX, núm. 90 (22 de octubre de 1800), en el Journal des arts, des sciences et de littérature se
publica un artículo de cuatro páginas de Villeterque en el que ataca a Sade
bajo el pretexto de realizar una crítica a su obra recientemente publicada Los crímenes del Amor. Reproducimos a
continuación el mencionado artículo:
«Los crímenes
del Amor, novelas heroicas y trágicas, precedidas
de una idea sobre las novelas, y ornadas de grabados; por D.A. F. DE SADE[1]
autor de Aline y Valcourt. En París, en
la imprenta Massé, editor propietario,
calle Helvétius, n° 580.
Libro
detestable de un hombre sospechoso de haber hecho otro aún más horrible. No sé
ni quiero saber hasta qué punto esta sospecha está fundada. Un periodista tiene
derecho a juzgar los libros y no lo tiene para acusar a los hombres. Digo más,
debe compadecer al que es perseguido por una sospecha tan terrible hasta que
una vez declarado culpable sea entregado a la execración pública.
En un
fragmento que lleva por título: Idea
sobre las novelas, y que precede a los
crímenes del Amor, el autor se propone tres preguntas por resolver: ¿por
qué este género lleva el nombre de novela? ¿En qué pueblo debemos encontrar su
fuente y cuáles son las más célebres? ¿Cuáles son, finalmente, las reglas que
hay que seguir para llegar al arte de escribir?
No me pararé
en absoluto en las dos primeras preguntas que han sido varias veces
perfectamente tratadas y sobre las cuales, con una aparente erudición llena de
errores, el autor divaga completamente. Paso a los principios a lo que llama a
este respeto el perfeccionamiento del arte.
"No
siempre, dice el autor, se interesa haciendo triunfar la virtud. — Esta
regla no es de ningún modo esencial en la novela, no es siquiera la que debe
guiar al interés; porque cuando la virtud triunfa al ser las cosas como deben ser,
nuestras lágrimas se secan antes de derramarse; mas si, tras las más rudas
pruebas, vemos, finalmente, a la virtud
abatida por el vicio, necesariamente nuestras almas se desgarran y
habiéndonos emocionado excesivamente debe producir inevitablemente el interés,
que es lo único que asegura los laureles".
¿No es
reducirla a principios el plan de la ínfima obra que el autor desacata? No es,
rechazando únicamente la infamia ligada a la forma execrable de este libro,
exponerse al peligro de parecer que se adoptan las bases primeras que, como
último resultado, sólo presentan la intención de mostrar la virtud abatida por el vicio.
¿Cuál puede ser, pues, por otra parte, la utilidad
del crimen triunfante? Despiertan en el malvado sus inclinaciones malhechores;
arrancan al hombre virtuoso, pero firme en sus principios, gritos de indignación,
y al hombre débil y bueno lágrimas de desánimo. Estas horribles pinturas del
crimen ni siquiera sirven para volverlo más odioso; son pues inútiles y
peligrosas.
Estos
principios desastrosos son tan evidentemente falsos que son desmentidos por el mismo
que los sostiene. En el relato que lleva por título Eugénie y Franval,
el autor dice: "dejando el crimen en la oscuridad que busca ¿no
queda como anulado? El escándalo es seguro divulgándolo, la relación que de él
se hace despierta las pasiones de aquellos que se sienten inclinados a la misma
clase de delitos". Aquí tenemos al autor en contradicción consigo mismo, y eso
debe suceder a menudo cuando se sostienen opiniones erróneas.
No he
podido leer sin indignación estos cuatro volúmenes de atrocidades repugnantes;
el daño del asco que inspira no queda ni siquiera reparado por el estilo; el
del autor en esta obra es lamentable, siempre fuera de medida, lleno de de
frases de mal gusto, de contrasentidos, de reflexiones triviales. Se nota en
algunas páginas razonamientos sensatos y fundados en el principio de justicia,
pero parece como si estuviesen allí clavadas; se siente que no apoyan en nada a
lo que les preceden.
Que
uno no se imagine que un solo delito basta al autor para cada uno de sus
relatos; los amontona: es un tejido de horrores. Aquí, una mujer es violada por
su hijo, lo mata, conduce a su madre al cadalso, se casa con su padre, etc.; y
es un padre que educa a su hija en principios execrables, vive con ella y la
determina a envenenar a su madre, etc.; y a esto, sin embargo, es lo que el
autor llama el perfeccionamiento del arte.
¡Vosotros,
que escribís novelas!, ya no es el mundo el transcurrir de los acontecimientos
que perturban o embellecen la vida; ya no es en el conocimiento perfecto y
delicado del corazón humano donde debéis buscar nuestros temas: es en la
historia de los envenenadores, de los depravados, de los asesinos en donde los hay
que extraer. Mostrarnos criminales honrados, todo por la mayor gloria y ánimo
de la virtud.
Rousseau, Voltaire, Marmontel, Fielding, Richardson, etc., no habéis
hecho novelas; habéis pintado costumbres, había que pintar crímenes. Hacéis
amar la virtud probándonos que sólo ella conduce a la felicidad; no es eso:
debíais mostrarnos la virtud abatida por el vicio; es así como se
instruye y como uno se interesa. Pero vosotros no erais de la parte sombría de
los elegidos que la naturaleza ha creado para pintarla; no habéis sido sus
amantes desde que ella os trajo al mundo. No habéis entreabierto con
estremecimiento su seno para buscar en él su arte. No tenéis la sed
ardiente de escribir todo; no sabéis dar trece puñaladas a propósito. No se
ve en vuestras pálidas obras madres que estrangulan a sus hijos, hijos que
envenenan a su madre, hijos que las violan. Adiós Rousseau, Voltaire,
Marmontel, Fielding y Richardson, ya no se os volverá a leer.
VILLETERQUE»
II.
Respuesta de Sade
EL AUTOR DE «LOS CRIMENES DEL AMOR»
A VILLETERQUE, FOLICULARIO*
Hace largo
tiempo, estoy convencido de que las injurias dictadas por la envidia, o por
algún otro motivo más vil todavía, llegando en seguida a nosotros por el soplo
apestado de un foliculario, no deben afectar demasiado a un hombre de letras,
que no lo es del griterío del corral, viajero apacible y razonable. En
consecuencia, lleno de desprecio por la impertinente diatriba del foliculario
Villeterque, no lo tomaría en serio, ni valdría la pena responderle, si no
quisiera poner al público en guardia contra las perpetuas difamaciones de estos
señores.
Por el
insensato relato que Villeterque hace de Los
crímenes del amor, está claro que no los ha leído; si los conociera, no me
haría decir lo que nunca he pensado; no aislaría unas frases que, sin duda, le
han dictado, para, entroncándolas a su manera, darles en seguida un sentido que
nunca tuvieron.
Sin embargo,
sin haberlo leído (acabo de probarlo), Villeterque empieza por tratar mi obra
de DETESTABLE y por asegurar CARITATIVAMENTE «que esta obra DETESTABLE proviene
de un hombre sospechoso de haber hecho algo más HORRIBLE todavía».
Aquí, exijo de
Villeterque dos cosas a las cuales no puede rehusarse: 1ª: publicar, no unas
frases aisladas, truncadas, desfiguradas, sino unos trazos completos que
prueben que mi libro merece la calificación de DETESTABLE, mientras que los que
lo han leído convenientemente, por contra, afirman que la moral más depurada
forma la base principal de él; 2ª: le requiero a PROBAR que soy el autor de
este libro más HORRIBLE todavía. No hay más que mi calumniador que lance así,
sin ninguna prueba, unas sospechas sobre la probidad de un individuo. El hombre
verdaderamente honesto, prueba, nombra, y no recela. Sin embargo, Villeterque
denuncia sin probar; hace volar sobre mi cabeza una sospecha, sin aclararla,
sin constatarla; Villeterque es, pues, un calumniador; pues Villeterque no
enrojece al mostrarse como un calumniador, incluso antes de iniciar su
diatriba.
A quien quiera
que sea, afirmo que no he escrito cuentos inmorales, no lo haré nunca; lo
repito aquí todavía, y no al foliculario Villeterque, tendría la apariencia de
estar celoso de su opinión, sino al público del cual respeto su juicio tanto
como desprecio el de Villeterque*.
Después de
esta primera gentileza el autorcillo entra en materia; sigámosle, si la
aversión no nos detiene; porque es difícil seguir a Villeterque sin disgusto:
lo provoca por sus opiniones, lo hace crecer en sus escritos; o más bien, en
sus plagios, lo inspira... No importa, un poco de valentía.
En mi Idea sobre las novelas, el muy ignorante
Villeterque asegura que con una aparente erudición, caigo en una infinidad de
errores. ¿No sería aún aquí el momento de probarlos? Pero haría falta tener en
si mismo un poco de erudición para revelar unos errores de erudición; pero
Villeterque, que va más a probar que no tiene incluso conocimiento sobre unos
libros escolásticos, está bien lejos de la erudición que haría falta para
probar mis errores. También se contenta con decir que los cometo, sin osar
revelarlos. Para algunos, no es difícil criticar así; no me molesto más si hay
tantas criticas y tan pocas obras buenas; y he aquí por que la mayor parte de
estas revistas de literatura, empezando por la de Villeterque, no serían nada
conocidas, si sus redactores no las introdujeran en los bolsillos como esas
direcciones de charlatanes que invaden las calles.
Bien
establecidos mis errores, bien demostrados, como se ve, según la palabra del
sabio Villeterque, que, sin embargo, no osa citar uno, el amable foliculario
pasa a mis principios, y aquí es donde está lo importante, aquí es donde
Villeterque fulmina, truena; no tiene ninguna fineza, ni sagacidad en sus
razonamientos; son relámpagos, es el rayo; ¡desgracia a quien no está
convencido, desde que Aliboron de Villeterque ha hablado!
Sí, docto y
profundo Vile stercus, he dicho y lo digo aún, el estudio de los maestros
me había probado que no siempre era haciendo triunfar a la virtud como se podía
pretender el interés, en una novela o en una tragedia; esta regla, ni en la
naturaleza, ni en Aristóteles, ni en ninguno de nuestros poetas, solamente es a
la que hará falta que se sujeten todos los hombres para su común felicidad, sin
ser absolutamente esencial en una obra dramática, del genero que sea. Pero no
son mis principios los que muestro aquí; no invento nada: que se me lea, y se
verá que, no solamente lo que aporto en esta parte de mi relato, no es más que
el resultado del efecto producido por el estudio de los grandes maestros, sino
que incluso no me he limitado por esta regla, por buena, por sabia que la crea.
Porque, en sí, ¿cuáles son los dos resortes principales del arte dramático? ¿No
nos han dicho todos los buenos autores que eran el terror y la piedad?
Entonces, ¿dónde puede nacer el terror si no es en las máximas en donde el
crimen triunfa, y de dónde nace la virtud si no es a partir de las de la virtud
desgraciada? Hace falta, pues, renunciar al interés o someterse a estos
principios. Que Villeterque no haya leído bastante para quedar sometido a la
bondad de estas bases, nada más simple. Es inútil conocer las reglas de un
arte, cuando se intenta hacer unas Veillées que adormecen o copiar unos
pequeños cuentos de Las mil y una noches,
para mostrárnoslos en seguida orgullosamente bajo su nombre. Pero si el
plagiario Villeterque ignora estos principios, porque ignora un poco casi todo,
al menos no los contesta, y cuando, por el precio de su revista, ha estafado
algunas entradas de teatro, y que, colocado en la fila cero, se le muestra, por
su mal dinero, la representación de las grandes obras de Racine y de Voltaire,
que aprenda allá, viendo Mahomet, por
ejemplo, que Palmire y Séide perecen uno y otro inocentes y virtuosos, mientras
que Mahomet triunfa; que se convenza con Britannicus, este joven príncipe y su
amante mueren virtuosos e inocentes, mientras que Nerón reina; que vea la misma
situación en Polyeucte, en Fedra, etc., etc., que leyendo, a
Richardson, cuando esté de vuelta en su casa, vea hasta qué grado este célebre
inglés convierte la virtud desgraciada. He aquí unas verdades de las que
quisiera que Villeterque quedara bien convencido, y, si puede ser, que
censurara menos biliosamente, menos arrogantemente, menos insensatamente en
fin, a los que las ponen en práctica, bajo el ejemplo de los grandes maestros.
Pero es que Villeterque no es un gran maestro, no conoce las obras de los
grandes maestros, es que en seguida que se le arranque el hacha al bilioso
Villeterque, el pobre hombre no sabrá dónde está. Escuchemos, sin embargo, a
este original, cuando habla del uso que hago de los principios; ¡oh!, es aquí
cuando el pedante es divertido de escuchar.
Yo digo que,
para interesar, pace falta en algunas ocasiones, que el vicio ofenda a la
virtud; digo que es un medio seguro de pretender el interés, y sobre este
axioma, Villeterque ataca mi moralidad. En verdad, en verdad, os digo
Villeterque, que sois tan irracional juzgando a los hombres como pronunciándoos
sobre sus obras. Lo que aquí establezco es quizás el más bello elogio que puede
hacerse a la virtud, y, en efecto, si no es tan bello, ¿llorarían sus
infortunios? Si yo mismo no la creyera el ídolo más respetable de los hombres,
diría a los autores dramáticos: cuando queráis inspiraros en la piedad, osad
atacar lo que en el cielo y en la tierra tienen más hermoso, ¿y veréis de que
amargura son las lágrimas producidas por este sacrílego? Yo hago pues, el
elogio de la virtud cuando Villeterque me acusa de rebelión ante su culto; pero
Villeterque que, sin duda, no es virtuoso, no sabe como se adora la virtud. A
los sectarios de una divinidad, sólo a ellos pertenece el acceso a su templo y
Villeterque que quizás no tiene ni divinidad ni culto no conoce una palabra de
esto. Pero cuando en la página siguiente, Villeterque asegura que pensar como
nuestros grandes maestros, que orar como ellos la virtud, se convierte en una
prueba indudable de que soy el autor de un libro en el que ella esta más
humillada, se afirmará que es allá donde la lógica de Villeterque estalla en
toda su claridad. Yo pruebo que sin poner en acción la virtud, es imposible
hacer una buena obra dramática; la elevo, puesto que pienso y digo que la
indignación, la cólera, las lágrimas, deben ser el resultado de los insultos
que recibe o de las desgracias que experimenta, y por esto, según Villeterque,
se deduce que soy el autor de un libro execrable, donde se ve precisamente todo
lo contrario a unos principios que profeso y que establezco. Sí, ciertamente,
todo lo contrario; porque el autor del libro de que se trata parece no
introducir al vicio del imperio sobre la virtud más que por maldad... más que
por libertinaje; explicación pérfida, de la cual no he creído tener que retirar
ningún trazo dramático, mientras que los modelos que cito han tornado siempre
un camino contrario, y que yo, tanto como mi debilidad me ha permitido seguir a
los grandes maestros, no he mostrado el vicio en mis obra más que bajo los
colores más capaces de provocar siempre el rechazo, y que, si a veces, le he
dado algún triunfo sobre la virtud, esto no ha sido más que para convertir a
aquélla en más hermosa y más interesante. Moviéndome por unos caminos opuestos
a los del autor del libro en cuestión no he consagrado pues los principios del
autor mencionado; aborreciendo estos principios, y alejándome de ellos en mis
obras, no he podido pues adoptarlos, y el inconsecuente Villeterque que imagina
probar mis errores, precisamente por lo que me los disculpa, no es más que un
flojo calumniador que es importante desenmascarar.
Pero de qua
sirven estos relatos del crimen triunfante, dice el foliculario. Sirven,
Villeterque, para poner los relatos contrarios en una situación más hermosa, y
esto es bastante para probar su utilidad. Por lo demás, ¿dónde triunfa el
crimen, en estas novelas que atacáis con tanta irracionalidad como imprudencia?
Que se me permita un corto análisis para probar al público que Villeterque no
sabe lo que dice cuando pretende que demuestro en estas novelas la mayor
influencia del vicio sobre la virtud.
¿Dónde se
encuentra la virtud mejor recompensada que en Juliette y Raunai?
¿Si es tan
desgraciada en la Doble prueba, se ve
triunfar al crimen? Seguramente no, porque no hay un solo personaje criminal en
esta novela completamente sentimental.
La virtud,
como en Clarissa, sucumbe, de acuerdo, en Henriette Stralson; pero el
crimen, ¿no es castigado por la misma mano de la virtud?
¿En Faxelange no lo es más rigurosamente
todavía, y la virtud no es liberada de sus cadenas?
¿La fatalidad
de Florville y Courval deja triunfar
el crimen? Todos los que se cometen involuntariamente no son más que los
efectos de este fatalismo, del cual los griegos armaban la mano de sus dioses:
¿no vemos todos los días los mismos acontecimientos en las desgracias de Edipo
y su familia?
¿Dónde es el
crimen más desgraciado y mejor castigado que en Rodrigo?
¿El más dulce
matrimonio, no corona la virtud, en Laurence
y Antonio, y el crimen no sucumbe?
¿En Ernestine, no es de la mano del virtuoso
padre de esta infortunada como es castigado Oxtiern?
¿No es sobre
un cadalso a donde sube el crimen en Dorgeville?
Los
remordimientos que conducen a la Condesa
de Sancerre a la tumba, ¿no vengan la virtud que ultraja?
En Eugénie de Franval, el monstruo que he
esbozado, ¿no se descubre él mismo?
Villeterque...
foliculario Villeterque, ¿dónde, pues, el crimen triunfa en mis novelas? ¡Ah!,
si veo alguna cosa triunfar aquí no es más, en verdad, que tu ignorancia y tu
débil deseo de difamación.
En este
momento pregunto a mi despreciable censor, ¿desde que lado osa llamar a una
obra tal una complicación de atrocidades cuando ninguno de los reproches que
realiza no encuentra fundamento? Y probado esto, ¿qué resulta del juicio
realizado por este inepto charlatán? La sátira sin espíritu, la crítica sin
discernimiento, y la hiel sin ningún motivo; y todo esto porque Villeterque es
un insensato, y, de un insensato, no surgen más que insensateces.
Estoy en
contradicción conmigo mismo, añade el pedagogo Villeterque, cuando hago hablar
a uno de mis héroes de manera opuesta a la que he expresado en el prefacio.
Pero, detestable ignorante, aprende pues que cada actor de una obra dramática
debe hablar el lenguaje establecido por el carácter que representa; que
entonces es el personaje quien habla y no el autor, y que es lo más normal del
mundo, en ese caso; que ese personaje, absolutamente inspirado por su papel,
diga cosas completamente contrarias a lo que dice el autor cuando es el mismo
quien habla. Ciertamente, ¡qué hombre hubiera sido Crébillon si siempre hubiera
hablado como Atrée!; ¡qué hombre hubiera sido Racine si hubiera pensado como
Nerón!; ¡qué monstruo hubiera sido Richardson si no hubiera tenido otros
principios que los de Lovelace! ¡Oh, señor Villeterque, que tonto es usted! He
aquí, por ejemplo, una verdad sobre la cual los personajes de mis novelas y yo
siempre nos entenderemos, cuando nos llegue, sea a unos sea a otros ocasión de
conversar sobre su fastidiosa existencia. Pero, ¡qué debilidad por mi parte!
¿Acaso debo, emplear unas razones donde sólo hace falta emplear el desprecio?
Y, en efecto, que más merece un zopenco que se atreve a decir a quien por todas
partes ha castigado el vicio: Enséñeme facinerosos felices, eso necesita el
perfeccionamiento del ante. ¡El autor de Los
crímenes del amor os lo demuestra! No, Villeterque, yo no he dicho ni
demostrado eso; y para convenceros comunico tu estupidez al público
inteligente: he dicho todo lo contrario, Villeterque, y es lo contrario lo que
sirve de base a mis obras.
Una bonita
invocación termina al fin la baja diatriba de nuestro charlatán: « ¡Rousseau,
Voltaire, Marmontel, Fielding, Richardson, no habéis hecho novelas, exclama:
habéis relatado costumbres, habría que relatar crímenes!» ¡Como si los crímenes
no fueran parte de las costumbres, y como si no hubiera costumbres criminales y
costumbres virtuosas! Pero esto es demasiado fuerte para Villeterque, no sabe
tanto.
Por lo demás,
¿era a mí a quien debía dirigir tales reproches, a mí que, lleno de respeto por
los que Villeterque nombra, no he cesado de exaltarlos en mi Esbozo sobre las novelas? Y por otra
parte, estos mortales, siempre loados por mi, y que cita Villeterque, ¿es que
no han presentado también crímenes? ¿Es que la Julie de Rousseau es una chica virtuosa? ¿Es que el héroe de Clarisse es un hombre moral? ¿Hay mucha
virtud en Zadig y en Candide, etc., etc.? Oh, Villeterque,
en algún lugar he dicho que cuando sin ningún talento se quiere escribir en
este oficio, más valdría hacer zapatos y botas: no sabía que este consejo se
dirigiría a usted; seguidlo, amigo mío, seguidlo, quizá seáis un zapatero
mediano, pero es seguro que nunca seréis más que un triste escritor. Y
consuélate, Villeterque: siempre se leerá a Rousseau, Voltaire, Marmontel,
Fielding y Richardson; tus estúpidas chanzas sobre esto no probarán a nadie que
yo haya denigrado a estos hombres, cuando al contrario no ceso de ofrecerlos
como modelos; pero lo que seguramente no se leerá nunca, Villeterque, serán sus
libros: primeramente porque en usted nada existe que pueda sobrevivirlos, y
suponiendo incluso que se hallara alguna de vuestras copias literarias, más
interesaría leer el original, donde se ofrecen en toda su pureza, mejor que
manchados por una pluma tan grotesca como la suya.
Villeterque,
habéis desvariado, mentido, habéis amontonado tonterías sobre calumnias,
ineptitud sobre imposturas, y todo esto para vengar a unos autores brillantes,
comparados con los cuales, vuestras aburridas compilaciones os colocan en el
lugar que os corresponde*; os he
dado una lección, y estoy dispuesto a daros más, si se os vuelve a ocurrir
insultarme.
D.-A. F. SADE
III.
RECTIFICACIÓN
DE VILLETERQUE
El Journal des Arts..., en su número 105
del 15 de nivoso del año IX (5 de enero 1801), publica la siguiente
rectificación:
El autor de un
libelo de veinte páginas lanzado contra mí con ocasión de mi crítica a uno de
sus obras. EL C[IUDADANO] DE SADE, desautoriza, a través de un escrito que
tengo entre las manos, todo lo que es ofensivo contra mí. Los que conocen este
execrable libelo encontrarán quizás que esta reparación no es suficiente; pero
los que conocen al autor no dudarán que
es la única que se podía llegar a conseguir de él. No hablo aquí ni del título,
ni del contenido de este libelo por una serie de razones que los que han leído
y que respetan la opinión general deben aprobar.
«Villeterque,
antiguo militar y asociado del instituto
nacional»
[1] Sic. La partícula [de], que no está en el nombre de Sade en la portada de los Crímenes, es agregada por Villeterque.
* Se
considera periodista a un hombre instruido, un hombre con posibilidades de
razonar sobre una obra, de analizar y de mostrar al público un relato
esclarecedor, que le haga comprender; pero él no tiene el espíritu, ni el
juicio necesarios para esta honorable función; el que compila, imprime, difama,
miente, calumnia, desvaría y todo esto para vivir, éste, digo yo, no es más que
un foliculario; y este hombre es Villeterque. (Ver su artículo del 30
vendimiario, año IX, núm. 90.)
* Es
este desprecio el que me hizo guardar silencio sobre la imbécil rapsodia
difamatoria de alguien llamado Despaze,
que también pretendía que yo era el autor de este libro infame que por el mismo
interés de las costumbres no debía ser nombrado nunca. Sabiendo que este
polizón no era más que un caballero de la industria, expulsado de la Garonne
para venir estúpidamente a denigrar en París unas artes de las cuales no tiene
ni la menor idea, unas obras que nunca ha leído, unas personas honestas que
habrían debido reunirse para hacerle morir en el cadalso; perfectamente
informado que este oscuro personaje, este bergante, no había forjado duramente
estos versos más que con esta pérfida intención, a efectos de la cual el
pordiosero espera un pedazo de pan; me he decidido a dejar languidecer
vergonzosamente en la humillación y en el oprobio donde se sumerge
incesantemente su charlatanería, temiendo manchar mis ideas al dejarlas errar,
incluso un minuto, sobre una persona tan desagradable. Pero como estos señores
han imitado a los asnos que rebuznan a la vez cuando tienen hambre, ha sido
necesario, para hacerlos callar, golpear a todos indiscriminadamente. He aquí
lo que me obliga a tirarles, un instante, de las orejas, para sacarlos del
cenagal en donde perecerían, para que el público les reconozca por el sello de
la ignominia, con el cual se cubren su frente; y, con este servicio realizado
por la humanidad, los vuelvo a sumergir de una patada, uno después del otro, en
el fondo del vertedero infecto en donde su bajeza y su envilecimiento les harán
corromperse para siempre.
*
Gracias a Dios, de este charlatán no conocemos sino unas Veladas que él llama filosóficas, aunque no sean más que
soporíferas, revoltijo desagradable, monótono, aburrido, donde el pedagogo,
siempre con aspavientos, querría que siendo tan tontos como él consintiéramos
en tomar su charlatanería por elegancia, su estilo ampuloso por contenido y sus
plagios por imaginación; pero desgraciadamente leyéndole no se halla más que
vulgaridades cuando son de él mismo y mal gusto cuando plagia a los demás.
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