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Marqués de Sade - El episodio de Villeterque



«EL EPISODIO DE VILLETERQUE»


I.

ATAQUE DE VILLETERQUE



En el 30 de vendimiario del año IX, núm. 90 (22 de octubre de 1800), en el Journal des arts, des sciences et de littérature se publica un artículo de cuatro páginas de Villeterque en el que ataca a Sade bajo el pretexto de realizar una crítica a su obra recientemente publicada Los crímenes del Amor. Reproducimos a continuación el mencionado artículo:

«Los crímenes del Amor, novelas heroicas y trágicas, precedidas de una idea sobre las novelas, y ornadas de grabados; por D.A. F. DE SADE[1] autor de Aline y Valcourt. En París, en la imprenta Massé, editor propietario, calle Helvétius, n° 580.

Libro detestable de un hombre sospechoso de haber hecho otro aún más horrible. No sé ni quiero saber hasta qué punto esta sospecha está fundada. Un periodista tiene derecho a juzgar los libros y no lo tiene para acusar a los hombres. Digo más, debe compadecer al que es perseguido por una sospecha tan terrible hasta que una vez declarado culpable sea entregado a la execración pública.
En un fragmento que lleva por título: Idea sobre las novelas, y que precede a los crímenes del Amor, el autor se propone tres preguntas por resolver: ¿por qué este género lleva el nombre de novela? ¿En qué pueblo debemos encontrar su fuente y cuáles son las más célebres? ¿Cuáles son, finalmente, las reglas que hay que seguir para llegar al arte de escribir?
No me pararé en absoluto en las dos primeras preguntas que han sido varias veces perfectamente tratadas y sobre las cuales, con una aparente erudición llena de errores, el autor divaga completamente. Paso a los principios a lo que llama a este respeto el perfeccionamiento del arte.
"No siempre, dice el autor, se interesa haciendo triunfar la virtud. — Esta regla no es de ningún modo esencial en la novela, no es siquiera la que debe guiar al interés; porque cuando la virtud triunfa al ser las co­sas como deben ser, nuestras lágrimas se secan antes de derramarse; mas si, tras las más rudas pruebas, vemos, final­mente, a la virtud abatida por el vicio, necesariamente nuestras almas se desgarran y habiéndonos emocionado ex­cesivamente debe producir inevitablemente el interés, que es lo único que asegura los laureles".
¿No es reducirla a principios el plan de la ínfima obra que el autor desacata? No es, rechazando únicamente la infamia ligada a la forma execrable de este libro, exponerse al peligro de parecer que se adoptan las bases primeras que, como último resultado, sólo presentan la intención de mostrar la virtud abatida por el vicio.
¿Cuál puede ser, pues, por otra parte, la utilidad del crimen triunfante? Despiertan en el malvado sus inclinaciones malhechores; arrancan al hombre virtuoso, pero firme en sus principios, gritos de indignación, y al hombre débil y bueno lágrimas de desánimo. Estas horribles pinturas del crimen ni siquiera sirven para volverlo más odioso; son pues inútiles y peligrosas.
Estos principios desastrosos son tan evidentemente falsos que son desmentidos por el mismo que los sostiene. En el relato que lleva por título Eugénie y Franval, el autor dice: "dejando el crimen en la oscuridad que busca ¿no queda como anulado? El escándalo es seguro divulgándolo, la relación que de él se hace despierta las pasiones de aquellos que se sienten inclinados a la misma clase de delitos". Aquí tenemos al autor en contradicción consigo mismo, y eso debe suceder a menudo cuando se sostienen opiniones erróneas.
No he podido leer sin indignación estos cuatro volúmenes de atrocidades repugnantes; el daño del asco que inspira no queda ni siquiera reparado por el estilo; el del autor en esta obra es lamentable, siempre fuera de medida, lleno de de frases de mal gusto, de contrasentidos, de reflexiones triviales. Se nota en algunas páginas razonamientos sensatos y fundados en el principio de justicia, pero parece como si estuviesen allí clavadas; se siente que no apoyan en nada a lo que les preceden.
Que uno no se imagine que un solo delito basta al autor para cada uno de sus relatos; los amontona: es un tejido de horrores. Aquí, una mujer es violada por su hijo, lo mata, conduce a su madre al cadalso, se casa con su padre, etc.; y es un padre que educa a su hija en principios execrables, vive con ella y la determina a envenenar a su madre, etc.; y a esto, sin embargo, es lo que el autor llama el perfeccionamiento del arte.
¡Vosotros, que escribís novelas!, ya no es el mundo el transcurrir de los acontecimientos que perturban o embellecen la vida; ya no es en el conocimiento perfecto y delicado del corazón humano donde debéis buscar nuestros temas: es en la historia de los envenenadores, de los depravados, de los asesinos en donde los hay que extraer. Mostrarnos criminales honrados, todo por la mayor gloria y ánimo de la virtud.
Rousseau, Voltaire, Marmontel, Fielding, Richardson, etc., no habéis hecho novelas; habéis pintado costumbres, había que pintar crímenes. Hacéis amar la virtud probándonos que sólo ella conduce a la felicidad; no es eso: debíais mostrarnos la virtud abatida por el vicio; es así como se instruye y como uno se interesa. Pero vosotros no erais de la parte sombría de los elegidos que la naturaleza ha creado para pintarla; no habéis sido sus amantes desde que ella os trajo al mundo. No habéis entreabierto con estremecimiento su seno para buscar en él su arte. No tenéis la sed ardiente de escribir todo; no sabéis dar trece puñaladas a propósito. No se ve en vuestras pálidas obras madres que estrangulan a sus hijos, hijos que envenenan a su madre, hijos que las violan. Adiós Rousseau, Voltaire, Marmontel, Fielding y Richardson, ya no se os volverá a leer.

VILLETERQUE»







II.

Respuesta de Sade




EL AUTOR DE «LOS CRIMENES DEL AMOR»
A VILLETERQUE, FOLICULARIO*




Hace largo tiempo, estoy convencido de que las injurias dictadas por la envidia, o por algún otro motivo más vil todavía, llegando en seguida a nosotros por el soplo apestado de un foliculario, no deben afectar demasiado a un hombre de letras, que no lo es del griterío del corral, viajero apacible y razonable. En consecuencia, lleno de desprecio por la impertinente diatriba del foliculario Villeterque, no lo tomaría en serio, ni valdría la pena responderle, si no quisiera poner al público en guardia contra las perpetuas difamaciones de estos señores.
Por el insensato relato que Villeterque hace de Los crímenes del amor, está claro que no los ha leído; si los conociera, no me haría decir lo que nunca he pensado; no aislaría unas frases que, sin duda, le han dictado, para, entroncándolas a su manera, darles en seguida un sentido que nunca tuvieron.
Sin embargo, sin haberlo leído (acabo de probarlo), Villeterque empieza por tratar mi obra de DETESTABLE y por asegurar CARITATIVAMENTE «que esta obra DETESTABLE proviene de un hombre sospechoso de haber hecho algo más HORRIBLE todavía».
Aquí, exijo de Villeterque dos cosas a las cuales no puede rehusarse: 1ª: publicar, no unas frases aisladas, truncadas, desfiguradas, sino unos trazos completos que prueben que mi libro merece la calificación de DETESTABLE, mientras que los que lo han leído convenientemente, por contra, afirman que la moral más depurada forma la base principal de él; 2ª: le requiero a PROBAR que soy el autor de este libro más HORRIBLE todavía. No hay más que mi calumniador que lance así, sin ninguna prueba, unas sospechas sobre la probidad de un individuo. El hombre verdaderamente honesto, prueba, nombra, y no recela. Sin embargo, Villeterque denuncia sin probar; hace volar sobre mi cabeza una sospecha, sin aclararla, sin constatarla; Villeterque es, pues, un calumniador; pues Villeterque no enrojece al mostrarse como un calumniador, incluso antes de iniciar su diatriba.
A quien quiera que sea, afirmo que no he escrito cuentos inmorales, no lo haré nunca; lo repito aquí todavía, y no al foliculario Villeterque, tendría la apariencia de estar celoso de su opinión, sino al público del cual respeto su juicio tanto como desprecio el de Villeterque*.
Después de esta primera gentileza el autorcillo entra en materia; sigámosle, si la aversión no nos detiene; porque es difícil seguir a Villeterque sin disgusto: lo provoca por sus opiniones, lo hace crecer en sus escritos; o más bien, en sus plagios, lo inspira... No importa, un poco de valentía.
En mi Idea sobre las novelas, el muy ignorante Villeterque asegura que con una aparente erudición, caigo en una infinidad de errores. ¿No sería aún aquí el momento de probarlos? Pero haría falta tener en si mismo un poco de erudición para revelar unos errores de erudición; pero Villeterque, que va más a probar que no tiene incluso conocimiento sobre unos libros escolásticos, está bien lejos de la erudición que haría falta para probar mis errores. También se contenta con decir que los cometo, sin osar revelarlos. Para algunos, no es difícil criticar así; no me molesto más si hay tantas criticas y tan pocas obras buenas; y he aquí por que la mayor parte de estas revistas de literatura, empezando por la de Villeterque, no serían nada conocidas, si sus redactores no las introdujeran en los bolsillos como esas direcciones de charlatanes que invaden las calles.
Bien establecidos mis errores, bien demostrados, como se ve, según la palabra del sabio Villeterque, que, sin embargo, no osa citar uno, el amable foliculario pasa a mis principios, y aquí es donde está lo importante, aquí es donde Villeterque fulmina, truena; no tiene ninguna fineza, ni sagacidad en sus razonamientos; son relámpagos, es el rayo; ¡desgracia a quien no está convencido, desde que Aliboron de Villeterque ha hablado!
Sí, docto y profundo Vile stercus, he dicho y lo digo aún, el estudio de los maestros me había probado que no siempre era haciendo triunfar a la virtud como se podía pretender el interés, en una novela o en una tragedia; esta regla, ni en la naturaleza, ni en Aristóteles, ni en ninguno de nuestros poetas, solamente es a la que hará falta que se sujeten todos los hombres para su común felicidad, sin ser absolutamente esencial en una obra dramática, del genero que sea. Pero no son mis principios los que muestro aquí; no invento nada: que se me lea, y se verá que, no solamente lo que aporto en esta parte de mi relato, no es más que el resultado del efecto producido por el estudio de los grandes maestros, sino que incluso no me he limitado por esta regla, por buena, por sabia que la crea. Porque, en sí, ¿cuáles son los dos resortes principales del arte dramático? ¿No nos han dicho todos los buenos autores que eran el terror y la piedad? Entonces, ¿dónde puede nacer el terror si no es en las máximas en donde el crimen triunfa, y de dónde nace la virtud si no es a partir de las de la virtud desgraciada? Hace falta, pues, renunciar al interés o someterse a estos principios. Que Villeterque no haya leído bastante para quedar sometido a la bondad de estas bases, nada más simple. Es inútil conocer las reglas de un arte, cuando se intenta hacer unas Veillées que adormecen o copiar unos pequeños cuentos de Las mil y una noches, para mostrárnoslos en seguida orgullosamente bajo su nombre. Pero si el plagiario Villeterque ignora estos principios, porque ignora un poco casi todo, al menos no los contesta, y cuando, por el precio de su revista, ha estafado algunas entradas de teatro, y que, colocado en la fila cero, se le muestra, por su mal dinero, la representación de las grandes obras de Racine y de Voltaire, que aprenda allá, viendo Mahomet, por ejemplo, que Palmire y Séide perecen uno y otro inocentes y virtuosos, mientras que Mahomet triunfa; que se convenza con Britannicus, este joven príncipe y su amante mueren virtuosos e inocentes, mientras que Nerón reina; que vea la misma situación en Polyeucte, en Fedra, etc., etc., que leyendo, a Richardson, cuando esté de vuelta en su casa, vea hasta qué grado este célebre inglés convierte la virtud desgraciada. He aquí unas verdades de las que quisiera que Villeterque quedara bien convencido, y, si puede ser, que censurara menos biliosamente, menos arrogantemente, menos insensatamente en fin, a los que las ponen en práctica, bajo el ejemplo de los grandes maestros. Pero es que Villeterque no es un gran maestro, no conoce las obras de los grandes maestros, es que en seguida que se le arranque el hacha al bilioso Villeterque, el pobre hombre no sabrá dónde está. Escuchemos, sin embargo, a este original, cuando habla del uso que hago de los principios; ¡oh!, es aquí cuando el pedante es divertido de escuchar.
Yo digo que, para interesar, pace falta en algunas ocasiones, que el vicio ofenda a la virtud; digo que es un medio seguro de pretender el interés, y sobre este axioma, Villeterque ataca mi moralidad. En verdad, en verdad, os digo Villeterque, que sois tan irracional juzgando a los hombres como pronunciándoos sobre sus obras. Lo que aquí establezco es quizás el más bello elogio que puede hacerse a la virtud, y, en efecto, si no es tan bello, ¿llorarían sus infortunios? Si yo mismo no la creyera el ídolo más respetable de los hombres, diría a los autores dramáticos: cuando queráis inspiraros en la piedad, osad atacar lo que en el cielo y en la tierra tienen más hermoso, ¿y veréis de que amargura son las lágrimas producidas por este sacrílego? Yo hago pues, el elogio de la virtud cuando Villeterque me acusa de rebelión ante su culto; pero Villeterque que, sin duda, no es virtuoso, no sabe como se adora la virtud. A los sectarios de una divinidad, sólo a ellos pertenece el acceso a su templo y Villeterque que quizás no tiene ni divinidad ni culto no conoce una palabra de esto. Pero cuando en la página siguiente, Villeterque asegura que pensar como nuestros grandes maestros, que orar como ellos la virtud, se convierte en una prueba indudable de que soy el autor de un libro en el que ella esta más humillada, se afirmará que es allá donde la lógica de Villeterque estalla en toda su claridad. Yo pruebo que sin poner en acción la virtud, es imposible hacer una buena obra dramática; la elevo, puesto que pienso y digo que la indignación, la cólera, las lágrimas, deben ser el resultado de los insultos que recibe o de las desgracias que experimenta, y por esto, según Villeterque, se deduce que soy el autor de un libro execrable, donde se ve precisamente todo lo contrario a unos principios que profeso y que establezco. Sí, ciertamente, todo lo contrario; porque el autor del libro de que se trata parece no introducir al vicio del imperio sobre la virtud más que por maldad... más que por libertinaje; explicación pérfida, de la cual no he creído tener que retirar ningún trazo dramático, mientras que los modelos que cito han tornado siempre un camino contrario, y que yo, tanto como mi debilidad me ha permitido seguir a los grandes maestros, no he mostrado el vicio en mis obra más que bajo los colores más capaces de provocar siempre el rechazo, y que, si a veces, le he dado algún triunfo sobre la virtud, esto no ha sido más que para convertir a aquélla en más hermosa y más interesante. Moviéndome por unos caminos opuestos a los del autor del libro en cuestión no he consagrado pues los principios del autor mencionado; aborreciendo estos principios, y alejándome de ellos en mis obras, no he podido pues adoptarlos, y el inconsecuente Villeterque que imagina probar mis errores, precisamente por lo que me los disculpa, no es más que un flojo calumniador que es importante desenmascarar.
Pero de qua sirven estos relatos del crimen triunfante, dice el foliculario. Sirven, Villeterque, para poner los relatos contrarios en una situación más hermosa, y esto es bastante para probar su utilidad. Por lo demás, ¿dónde triunfa el crimen, en estas novelas que atacáis con tanta irracionalidad como imprudencia? Que se me permita un corto análisis para probar al público que Villeterque no sabe lo que dice cuando pretende que demuestro en estas novelas la mayor influencia del vicio sobre la virtud.
¿Dónde se encuentra la virtud mejor recompensada que en Juliette y Raunai?
¿Si es tan desgraciada en la Doble prueba, se ve triunfar al crimen? Seguramente no, porque no hay un solo personaje criminal en esta novela completamente sentimental.
La virtud, como en Clarissa, sucumbe, de acuerdo, en Henriette Stralson; pero el crimen, ¿no es castigado por la misma mano de la virtud?
¿En Faxelange no lo es más rigurosamente todavía, y la virtud no es liberada de sus cadenas?
¿La fatalidad de Florville y Courval deja triunfar el crimen? Todos los que se cometen involuntariamente no son más que los efectos de este fatalismo, del cual los griegos armaban la mano de sus dioses: ¿no vemos todos los días los mismos acontecimientos en las desgracias de Edipo y su familia?
¿Dónde es el crimen más desgraciado y mejor castigado que en Rodrigo?
¿El más dulce matrimonio, no corona la virtud, en Laurence y Antonio, y el crimen no sucumbe?
¿En Ernestine, no es de la mano del virtuoso padre de esta infortunada como es castigado Oxtiern?
¿No es sobre un cadalso a donde sube el crimen en Dorgeville?
Los remordimientos que conducen a la Condesa de Sancerre a la tumba, ¿no vengan la virtud que ultraja?
En Eugénie de Franval, el monstruo que he esbozado, ¿no se descubre él mismo?
Villeterque... foliculario Villeterque, ¿dónde, pues, el crimen triunfa en mis novelas? ¡Ah!, si veo alguna cosa triunfar aquí no es más, en verdad, que tu ignorancia y tu débil deseo de difamación.
En este momento pregunto a mi despreciable censor, ¿desde que lado osa llamar a una obra tal una complicación de atrocidades cuando ninguno de los reproches que realiza no encuentra fundamento? Y probado esto, ¿qué resulta del juicio realizado por este inepto charlatán? La sátira sin espíritu, la crítica sin discernimiento, y la hiel sin ningún motivo; y todo esto porque Villeterque es un insensato, y, de un insensato, no surgen más que insensateces.
Estoy en contradicción conmigo mismo, añade el pedagogo Villeterque, cuando hago hablar a uno de mis héroes de manera opuesta a la que he expresado en el prefacio. Pero, detestable ignorante, aprende pues que cada actor de una obra dramática debe hablar el lenguaje establecido por el carácter que representa; que entonces es el personaje quien habla y no el autor, y que es lo más normal del mundo, en ese caso; que ese personaje, absolutamente inspirado por su papel, diga cosas completamente contrarias a lo que dice el autor cuando es el mismo quien habla. Ciertamente, ¡qué hombre hubiera sido Crébillon si siempre hubiera hablado como Atrée!; ¡qué hombre hubiera sido Racine si hubiera pensado como Nerón!; ¡qué monstruo hubiera sido Richardson si no hubiera tenido otros principios que los de Lovelace! ¡Oh, señor Villeterque, que tonto es usted! He aquí, por ejemplo, una verdad sobre la cual los personajes de mis novelas y yo siempre nos entenderemos, cuando nos llegue, sea a unos sea a otros ocasión de conversar sobre su fastidiosa existencia. Pero, ¡qué debilidad por mi parte! ¿Acaso debo, emplear unas razones donde sólo hace falta emplear el desprecio? Y, en efecto, que más merece un zopenco que se atreve a decir a quien por todas partes ha castigado el vicio: Enséñeme facinerosos felices, eso necesita el perfeccionamiento del ante. ¡El autor de Los crímenes del amor os lo demuestra! No, Villeterque, yo no he dicho ni demostrado eso; y para convenceros comunico tu estupidez al público inteligente: he dicho todo lo contrario, Villeterque, y es lo contrario lo que sirve de base a mis obras.
Una bonita invocación termina al fin la baja diatriba de nuestro charlatán: « ¡Rousseau, Voltaire, Marmontel, Fielding, Richardson, no habéis hecho novelas, exclama: habéis relatado costumbres, habría que relatar crímenes!» ¡Como si los crímenes no fueran parte de las costumbres, y como si no hubiera costumbres criminales y costumbres virtuosas! Pero esto es demasiado fuerte para Villeterque, no sabe tanto.
Por lo demás, ¿era a mí a quien debía dirigir tales reproches, a mí que, lleno de respeto por los que Villeterque nombra, no he cesado de exaltarlos en mi Esbozo sobre las novelas? Y por otra parte, estos mortales, siempre loados por mi, y que cita Villeterque, ¿es que no han presentado también crímenes? ¿Es que la Julie de Rousseau es una chica virtuosa? ¿Es que el héroe de Clarisse es un hombre moral? ¿Hay mucha virtud en Zadig y en Candide, etc., etc.? Oh, Villeterque, en algún lugar he dicho que cuando sin ningún talento se quiere escribir en este oficio, más valdría hacer zapatos y botas: no sabía que este consejo se dirigiría a usted; seguidlo, amigo mío, seguidlo, quizá seáis un zapatero mediano, pero es seguro que nunca seréis más que un triste escritor. Y consuélate, Villeterque: siempre se leerá a Rousseau, Voltaire, Marmontel, Fielding y Richardson; tus estúpidas chanzas sobre esto no probarán a nadie que yo haya denigrado a estos hombres, cuando al contrario no ceso de ofrecerlos como modelos; pero lo que seguramente no se leerá nunca, Villeterque, serán sus libros: primeramente porque en usted nada existe que pueda sobrevivirlos, y suponiendo incluso que se hallara alguna de vuestras copias literarias, más interesaría leer el original, donde se ofrecen en toda su pureza, mejor que manchados por una pluma tan grotesca como la suya.
Villeterque, habéis desvariado, mentido, habéis amontonado tonterías sobre calumnias, ineptitud sobre imposturas, y todo esto para vengar a unos autores brillantes, comparados con los cuales, vuestras aburridas compilaciones os colocan en el lugar que os corresponde*; os he dado una lección, y estoy dispuesto a daros más, si se os vuelve a ocurrir insultarme.

D.-A. F. SADE


III.

RECTIFICACIÓN DE VILLETERQUE



El Journal des Arts..., en su número 105 del 15 de nivoso del año IX (5 de enero 1801), publica la siguiente rectificación:

El autor de un libelo de veinte páginas lanzado contra mí con ocasión de mi crítica a uno de sus obras. EL C[IUDADANO] DE SADE, desautoriza, a través de un escrito que tengo entre las manos, todo lo que es ofensivo contra mí. Los que conocen este execrable libelo encontrarán quizás que esta reparación no es suficiente; pero los que conocen al  autor no dudarán que es la única que se podía llegar a conseguir de él. No hablo aquí ni del título, ni del contenido de este libelo por una serie de razones que los que han leído y que respetan la opinión general deben aprobar.

«Villeterque,
antiguo militar y asociado del instituto nacional»











[1] Sic. La partícula [de], que no está en el nombre de Sade en la portada de los Crímenes, es agregada por Villeterque.

* Se considera periodista a un hombre instruido, un hombre con posibilidades de razonar sobre una obra, de analizar y de mostrar al público un relato esclarecedor, que le haga comprender; pero él no tiene el espíritu, ni el juicio necesarios para esta honorable función; el que compila, imprime, difama, miente, calumnia, desvaría y todo esto para vivir, éste, digo yo, no es más que un foliculario; y este hombre es Villeterque. (Ver su artículo del 30 vendimiario, año IX, núm. 90.)
* Es este desprecio el que me hizo guardar silencio sobre la imbécil rapsodia difamatoria de alguien llamado Despaze, que también pretendía que yo era el autor de este libro infame que por el mismo interés de las costumbres no debía ser nombrado nunca. Sabiendo que este polizón no era más que un caballero de la industria, expulsado de la Garonne para venir estúpidamente a denigrar en París unas artes de las cuales no tiene ni la menor idea, unas obras que nunca ha leído, unas personas honestas que habrían debido reunirse para hacerle morir en el cadalso; perfectamente informado que este oscuro personaje, este bergante, no había forjado duramente estos versos más que con esta pérfida intención, a efectos de la cual el pordiosero espera un pedazo de pan; me he decidido a dejar languidecer vergonzosamente en la humillación y en el oprobio donde se sumerge incesantemente su charlatanería, temiendo manchar mis ideas al dejarlas errar, incluso un minuto, sobre una persona tan desagradable. Pero como estos señores han imitado a los asnos que rebuznan a la vez cuando tienen hambre, ha sido necesario, para hacerlos callar, golpear a todos indiscriminadamente. He aquí lo que me obliga a tirarles, un instante, de las orejas, para sacarlos del cenagal en donde perecerían, para que el público les reconozca por el sello de la ignominia, con el cual se cubren su frente; y, con este servicio realizado por la humanidad, los vuelvo a sumergir de una patada, uno después del otro, en el fondo del vertedero infecto en donde su bajeza y su envilecimiento les harán corromperse para siempre.
* Gracias a Dios, de este charlatán no conocemos sino unas Veladas que él llama filosóficas, aunque no sean más que soporíferas, revoltijo desagradable, monótono, aburrido, donde el pedagogo, siempre con aspavientos, querría que siendo tan tontos como él consintiéramos en tomar su charlatanería por elegancia, su estilo ampuloso por contenido y sus plagios por imaginación; pero desgraciadamente leyéndole no se halla más que vulgaridades cuando son de él mismo y mal gusto cuando plagia a los demás.

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