Las perspectivas para nosotras las empresas más pequeñas no son buenas
-dijo el señor Scarrick al artista y a su hermana, que alquilaban el piso encima
de su tienda de comestibles en las afueras-. Las grandes empresas ofrecen todo
tipo de atracciones a sus clientes, y no nos alcanza el dinero para hacer eso,
ni aún a pequeña escala: salas de lectura, y cuartos de juguetes, y gramófonos,
y Dios sabe qué más. La gente no quiere comprar media libra de azúcar a menos
que puedan escuchar a Harry Lauder y ver la última lista de tantos del partido
de críquet australiano escrita en una pizarra ante sus mismos ojos. Con las
grandes existencias que tenemos para Navidad deberíamos necesitar media docena
de dependientes, pero mi sobrino Jimmy o yo podemos arreglárnoslas nosotros
mismos, más o menos. Las existencias son muy buenas, ojalá pudiera venderlas
dentro de pocas semanas, pero lo veo difícil a no ser que el ferrocarril hasta
Londres se atascara durante dos semanas antes de Navidad. Pensaba en pedirle a
la señorita Luffcombe que diera recitales por las tardes; tenía tanto éxito en
el espectáculo en correos con su interpretación de «La Resolución de la Joven Beatrix ».
-No puedo imaginar nada que tenga menos posibilidades de
atraer a la gente a su tienda -dijo el artista, y se estremeció de sólo
pensarlo-. Si yo intentara elegir entre ciruelas de Carlsbad y conserva de
higos como un postre de invierno, me volvería loco al oír lo de La Joven Beatrix y cómo
estaba decidida a ser una Ángel de la
Luz o una Exploradora. No -prosiguió-. Las compradoras se
mueren porque se les dé algo de regalo, pero a usted no le alcanza el dinero
para causar buena impresión. ¿Por qué no atrae a un instinto diferente, uno que
no solo las domine a ellas sino también a los hombres, o mejor dicho al género
humano?
-¿Qué instinto es ese, señor? -dijo el tendero.
* * * * *
La señora Greyes y la señorita Fritten habían perdido el tren
de las 2:18 hasta el centro, y como no había otro tren hasta las 3:12 pensaban
que podrían comprar sus comestibles en la tienda del señor Scarrick. Estaban de
acuerdo de que no sería sensacional, pero aún así irían de compras.
Durante unos minutos eran las únicas clientes en la tienda,
pero mientras discutían los pros y los contras de dos marcas de pasta de
anchoas, se asustaron por un pedido de seis granadas y un paquete de alpiste
para codornices. Ninguno de los artículos tenía gran demanda en ese barrio. El
cliente tenía un aspecto igualmente fuera de lo común; unos dieciséis años, de
piel morena, con unos ojos grandes y oscuros, pelo espeso, negro y largo,
podría haberse ganado la vida como modelo. En verdad, lo era. El cuenco de
latón batido que llevaba para sus compras era decididamente la más asombrosa,
extraña y exótica bolsa de la compra corriente de esa aburguesada civilización
que sus compañeras de compras habían visto nunca. Arrojó una moneda de oro,
aparentemente de algún lugar extranjero y exótico, y no parecía dispuesto a
esperar el cambio de la compra.
-No pagamos el vino y los higos ayer -dijo-. Guarde el cambio
para compras futuras.
-Un chico de aspecto muy raro... -dijo la señora Greyes de
manera inquisidora, al salir el cliente.
-Un extranjero, según creo -dijo el señor Scarrick, cuya
brusquedad no se parecía en nada a su usual actitud comunicativa.
-Deseo una libra y media del mejor café que tenga -dijo una
voz autoritaria unos momentos después. El hablante era un hombre alto, de aspecto
autoritario y bastante estrafalario, notable entre otras razones por una barba
poblada y negra, más al estilo de Asiria Antigua que al de las afueras
londinenses de hoy en día.
-¿Ha estado aquí un chico moreno comprando granadas?
-preguntó de repente, mientras se le pesaba el café.
Las dos damas casi se sobresaltan al oír al tendero contestar
con descaro.
-Sí, tenemos unas pocas granadas -prosiguió- pero no han
tenido mucha demanda.
-Mi criado irá a buscar el café como de costumbre -dijo el
cliente, sacando una moneda de un maravilloso monedero.
Como si acabase de pasarle por la cabeza, lanzó la pregunta:
-¿Tiene usted, quizás, alpiste para codornices?
-No -dijo el tendero, sin titubear- no lo vendemos.
-¿Qué más va a negar? -preguntó la señora Greyes entre
dientes. Lo que empeoró las cosas tanto era el hecho de que recientemente el
señor Scarrick había presidido una lectura sobre Savonarola.
Levantándose el ancho cuello de borreguillo de su abrigo, el
extraño salió majestuosamente de la tienda evocando, como lo describió la
señorita Fritten más tarde, a un sátrapa prorrogando un Sanhedrim. No estaba
del todo segura si dicha feliz tarea le habría correspondido a un sátrapa, pero
el símil expresó fielmente lo que quería decir a un gran círculo de sus amigas.
-Olvidémonos del 3:12 -dijo la señora Greyes-. Vamos a
discutir esto en casa de Laura Lipping. Ella nos recibe hoy.
Cuando el chico moreno entró en la tienda con su cuenco de
latón ya había unas cuantas clientes, de quienes la mayoría parecía estar
prolongando sus compras como si tuviesen muy poco que hacer con su tiempo. Una
voz que se oyó por todas partes de la tienda, quizás porque todo el mundo
estaba escuchando atentamente, pidió una libra de miel y un paquete de alpiste.
-Más alpiste -dijo la señorita Fritten-. O aquellas
codornices tienen un apetito voraz, o no es alpiste en absoluto.
-Creo que es opio, y el hombre con barba es policía -dijo la
señora Greyes con entusiasmo.
-No creo -dijo Laura Lipping-. Estoy segura de que tiene algo
que ver con la corona portuguesa.
-Más probable será una intriga persa de la parte del antiguo
Shah -dijo la señorita Fritten-. El hombre con barba apoya al partido del
Gobierno. El alpiste es una contraseña, claro está. Persia y Palestina son casi
vecinas, y se habla de codornices en al Antiguo Testamento, ya saben.
-Solamente en el contexto de los milagros -dijo su bien
informada hermana menor-. Desde el principio, creo que se trata de una aventura
de amor.
El mozo que había sido el centro de tanto interés y
especulación estaba a punto de salir cuando Jimmy, el aprendiz y sobrino del
señor Scarrick, lo detuvo; éste, desde su puesto detrás del mostrador de queso
y jamón, veía muy bien la calle.
-Tenemos unas naranjas Jafas muy buenas -dijo de repente,
indicando un rincón de la tienda donde se almenaban, detrás de una muralla de
botes de galletas. Evidentemente esta frase quería decir más de lo que se
expresaba a simple vista. El chico se lanzó a buscar las naranjas con tanto
entusiasmo como un hurón que se había pasado el día cazando sin éxito y que
ahora se había encontrado una familia de conejos en su madriguera. Casi al
mismo tiempo el extraño con barba entró en la tienda con aire resuelto, y
realizó un pedido de una libra de dátiles y una lata del mejor halva de
Esmirna. Ni siquiera la más atrevida ama de casa del barrio había oído sobre
halva, pero el señor Scarrick parecía poder sacar la mejor variedad de Esmirna
sin titubear.
-¡Podríamos vivir en Las mil y una noches! -dijo la
señorita Fritten excitadamente.
-¡Chitón! ¡Escuchen! -rogó la señora Greyes.
-El chico moreno de quien hablé ayer, ¿ha estado aquí hoy?
-Hay más personas de lo normal en la tienda hoy -dijo el
señor Scarrick- pero no me puedo acordar del chico que usted describe.
La señora Greyes y la señorita Fritten miraron a sus amigas
triunfalmente. Desde luego, era deplorable que alguien tratara la verdad como
un producto que se había agotado temporal e imperdonablemente, pero estaban
satisfechas con que sus palabras vívidas se confirmaran de primera mano.
-Nunca podré creer lo que dice acerca de la ausencia de
colorante en la mermelada -susurró una tía de la señora Greyes trágicamente.
El extraño misterioso salió; Laura Lipping vio con claridad
que una mueca de rabia perpleja se puso de manifiesto detrás de su bigote
grueso y de su cuello de borreguillo levantado.
Al cabo de un intervalo prudente el buscador de naranjas
salió de detrás de los botes de galletas, al parecer sin haber encontrado
naranja alguna que cubriese sus necesidades. Éste, también, se fue, y poco a
poco la tienda se fue vaciando de clientes cargadas de paquetes y chismorreo.
Emily Yorling recibía a las demás ese día, y la mayoría de las compradoras
fueron a su salón. El hecho de ir directamente desde una expedición a las
tiendas hasta la merienda era lo que se llamaba por allí «el vivir en un
torbellino».
Al día siguiente, se habían contratado dos dependientes más
para la tarde, y vendían muchísimo; la tienda estaba abarrotada. La gente
compraba y compraba y nunca parecía llegar al final de su lista. El señor
Scarrick nunca había tenido tan poca dificultad en convencer a sus clientes en
embarcarse en nuevas experiencias con sus compras. Aún las mujeres cuyas
compras no ascendían a mucho se entretenían como si tuvieran unos maridos
brutales y borrachos esperándolas en casa. La tarde transcurrió sin que nada de
particular sucediera, y hubo un murmullo marcado de agitación indómita al
entrar en la tienda un mozo de ojos oscuros llevando un cuenco de latón. La
agitación parecía haber contagiado al señor Scarrick; abandonando abruptamente
a una mujer que hacía preguntas insinceras acerca de la vida del pato Bombay,
le cerró el paso al recién llegado que estaba acercándose al mostrador, y le
dijo -en medio de un silencio de muerte- que se había agotado el alpiste.
El chico vio a su alrededor con nerviosismo, y vacilante se
giró para irse. Se le cerró el paso por segunda vez, esta vez por el sobrino
que salió como una flecha desde su mostrador y dijo algo acerca de una mejor línea
de naranjas. La vacilación del mozo desapareció, y prácticamente se escabulló
rápidamente hasta la oscuridad del rincón de las naranjas. La mirada del
público giró hacía la puerta con expectación, y el extraño alto con barba hizo
una entrada realmente triunfal. La tía de la señora Greyes declaró después que
se había encontrado citando «El asirio descendió como un lobo a buscar el
redil» entre dientes, y generalmente la gente le creía.
El recién llegado fue parado también, pero no por el señor
Scarrick ni por su ayudante. Una mujer cuya cara estaba cubierta por un velo
grueso y de quien nadie se había fijado hasta entonces se levantó lánguidamente
desde una silla y lo saludó con una voz clara y penetrante.
-¿Su Excelencia hace sus compras en persona? -dijo.
-Pido las cosas yo mismo -explicó-. Es difícil conseguir que
mis criados me entiendan.
En un tono más bajo, pero todavía audible perfectamente, ella
informó al pasar:
-Aquí tienen unas naranjas Jafas excelentes.
Luego, con una risa cristalina, salió a la calle.
El hombre miró a su alrededor con una mirada fulminante, y
luego, clavando sus ojos instintivamente en la barrera de botes de galletas,
exigió a voz en grito:
-¿Tiene usted, quizás, buenas naranjas Jafas?
Todo el mundo creía que el señor Scarrick iba a negarlo de
inmediato. Sin embargo, antes de que pudiera contestar, el mozo se había fugado
de su refugio. Sujetando delante de él el cuenco de latón, salió a la calle. Su
cara fue descrita después de forma diversa: como una máscara de indiferencia
estudiada, como teñida de palidez cadavérica, y como ardiente de desafío.
Algunas dijeron que sus dientes castañeaban, otras que salió silbando el himno
nacional persa. Sin embargo, estaba muy claro que este encuentro había afectado
al hombre que parecía haberlo provocado. Si se hubiera encontrado en frente de
un perro rabioso o de una serpiente de cascabel no podría haber tenido más
terror. Su aire desenvuelto y de autoridad había desaparecido, en lugar de su
paso imperioso se paseaba de un lado a otro temerosamente, como un animal
buscando escapar y desaparecer. Hizo unos pedidos, de una manera aturdida y
somera -siempre con los ojos clavados en la entrada de la tienda- y el tendero
hizo alarde de escribirlos en su libro. De vez en cuando, se iba hasta la
calle, miraba ansiosamente, y entraba de prisa para mantener la ficción de
hacer compras. En una de estas salidas no volvió; había salido de prisa al
anochecer, y ni él, ni el mozo moreno, ni la dama del velo volvieron a verse
entre las multitudes expectantes que seguían congregándose en la tienda del
señor Scarrick en los días posteriores.
* * * * *
-Nunca puedo darles las gracias suficientemente a usted y a
su hermana -dijo el tendero.
-Lo disfrutamos -dijo el artista modestamente- y en cuanto al
modelo, fue un descanso bienvenido del hecho de posar hora tras hora para «El
Hylas Perdido».
-De todos modos -dijo el tendero- insisto en pagar el
alquiler del barbudo.
FIN
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