El tiempo de la fe
Yoss
© 1998 by Yoss. En Axxón 97, Mayo de 1998.
Yoss, un brillante escritor de la castigada
Cuba, visita estas páginas desde hace años siempre con maravillosos resultados.
Su ficción ha transitado por casi todas las secciones temáticas de esta
revista. En este caso, vuelve a sorprender con una historia que parece, pero no
es...
Para Tania
Pagés, amiga
Querido Dios del Tiempo...
No. No así. En realidad creo que estaría
mal de cualquier manera en que me dirigiese a ti... sobre todo para preguntar
si realmente existes. Es curioso que yo, Atallía, suma sacerdotisa del Dios del
Tiempo, Directora del Ritual del Año, me cuestione si la potestad a la que
sirvo no es un fraude. Curioso, además, que use para comunicarme una carta que
luego quemaré para rellenar con sus cenizas el reloj de arena sagrada... el
mismo método por el que todos los días transitan las peticiones y preguntas de
tantos labradores, pastores, comerciantes y viajeros que acuden cada vez en
mayor número a este santuario.
Ellos, como yo ahora, escriben sus palabras
–o me las dictan... hay tan pocos que dominen el arte de convertir los sonidos
en imágenes– sobre pergamino grueso, y después de pagarme se marchan contentos,
pensando que al fundirse las cenizas de sus cartas con el fluir del tiempo, el
Dios que lo rige les responderá o atenderá de una forma u otra, pues ¿no están
acaso los dioses en todas partes? Ellos, luego, sostenidos por la fe, creen ver
tu mano en el vuelo de un pájaro, la caída de un fruto, en cualquier mínimo acontecimiento
de los que ocurren a cada instante... un suceso distinto de los demás sólo en
que los creyentes, en el acto de quemar sus cartas, lo piensan en secreto como
su respuesta. Es un método sencillo, Dios del Tiempo, cumples las peticiones o
las ignoras; respondes sí o no. Y ellos se marchan encantados, y por sus bocas
crece la fama de este santuario que yo sirvo. A ellos les basta.
Pero a mí no, Señor de las Horas. Porque yo
sé. Cuando queme este pergamino que fue antes la piel de un ternero que nunca
llegó a nacer, cumpliendo con las reglas, esta vez mi mente estará en blanco
mientras brilla el fuego. Significa que no me contentaré con un signo vulgar,
Dios del Tiempo. Necesito una respuesta clara. Merezco una respuesta clara; oír
tu voz, ver tu rostro divino, convencerme de que existes. ¿No te das cuenta de
que las dudas me muerden el corazón y roen mi fe? Mi pregunta es muy simple:
¿Existes, realmente, o...?
(La mujer inclinada sobre la mesa de tablas
toscamente cepilladas, cubriendo la hoja de pergamino con los trazos de patas
de mosca de su escritura, manipula hábilmente el pincel que hunde de cuando en
cuando en el frasco de tinta. Un fanal donde arde grasa de cerdo nonato ilumina
la estancia con su luz vacilante. En el bastidor de los relojes, los 24 yacen
con su mitad inferior llena de la fina arena. Es medianoche, la hora cero, la
mejor para comunicarse con el esquivo y omnipotente Dios del Tiempo. La mujer
viste una ancha túnica negra tachonada con relojes de arena y estrellas
bordadas en hilo de plata, una amplia vestidura que forma pliegues majestuosos
en torno a sus tobillos y cuyas mangas tiene que apartar a cada momento para no
ensuciar el pergamino en el que la tinta aún está fresca. El traje ritual no
oculta del todo la gracia del cuerpo femenino en su plenitud de la tercera
década. La cabeza es orgullosa, de rostro sereno con algo que habla de
inextinguible fuego interior. El cabello, incongruentemente plateado, se
derrama en ondas generosas sobre hombros y pechos. De vez en cuando suspira, y
su vista se desliza hacia el rectángulo obscuro de la ventana, donde brillan
las estrellas ajenas a todo.)
Invoco mi derecho a una respuesta, en
nombre de los siete años que llevo sirviéndote en este, tal vez tu único
santuario. En nombre del pacto secreto que hice cuando llegué aquí, descalza y
harapienta, el cabello cubierto de las cenizas del incendio de mi aldea.
¿Recuerdas, Dios del Tiempo, Padre de la Memoria? Llegué cansada y llorosa,
habiéndolo perdido todo en el desastre: casa, esposo, hijos, por el hierro o el
fuego que sembraban la muerte a manos de los krodos, salvajes y reidores. Y
agotada, busqué abrigo de mi desgracia y del viento cortante de estos parajes.
Era una de estas torres, y quiso la suerte, que es diosa imprevisible, o tu generosidad,
Dios del Tiempo, que hallara la ofrenda de comida que me permitió sobrevivir a
esa noche. Y como no supe a cuál de las divinas potestades estaba consagrado el
modesto plato de viandas, juré reponer la ofrenda después de consultarlo en
sueños.
¿Fue tu servidora, tu mensajera favorita,
la Hora Cero, la que sopló en mi oído esa noche, o fue sólo mi corazón
adolorido, amputado de hijos, que llenó mi cabeza de fantasías? O los dictados
de la siempre exigente supervivencia, deslizándose tras el telón de mis penas
para reclamar mi atención.
Entonces no me importó. Recuerdo el sueño
como si lo viviese de nuevo: las torres, las trescientas sesenta y cinco, los
montoncitos de sal en cada una, el reloj de arena sagrado, la mesa con los
ramos de jazmín recién cortados. Desperté llena de energías, sin dudas...
¿crees que vuelva a vivir la esperanza de ese día? Desperté sin huellas a la
tragedia en mi rostro, pero con una cascada de nieve en mi cabeza... como para
no olvidar.
¿Fue tu signo, padre de los Dioses, o sólo
coincidencia? Dame una señal, una respuesta, por favor.
Me gustaría también saber quién y cuándo
construyó las torres, y por qué esa extraña disposición en espiral, ilógica en
una fortaleza, porque al principio pensé que era una fortaleza a la que había
llegado, con sus gruesas murallas de basalto de dos pies de espesor, de bloques
irregulares pero tan bien cortados que encajan unos con otros sin cemento ni
argamasa, y sin que ni el más fino puñal se deslice entre ellos. Soy mujer
culta, era la curandera de mi aldea, y algo sé de los misterios de la paleta y
la plomada, pero nunca vi construcción como esta. ¿Y desde qué cantera remota
fueron acarreados estos bloques, si en días a la redonda sólo está el llano
fértil y ventoso, sin rastro de volcanes?
(La estancia en lo alto de la más alta de
las torres, que es sólo un pilar macizo de piedra volcánica. Todas las torres
son pilares macizos, de cima inaccesible a no ser a través de las escaleras
que, a manera de puentes, unen cada torre con las adyacentes. Es una espiral de
trescientos sesenta y cinco dedos pétreos y negros, cada uno más alto que el
anterior, y en el centro, la cúspide, donde la sacerdotisa vive y celebra las
más secretas ceremonias. Una espiral que va tomando altura desde la primera y
más externa de las torres, la única hueca y con entrada a ras de suelo,
costillada por dentro con una escalera de basalto estrecha y encaracolada con
más de un peldaño derrumbado por los siglos. Los puentes escalonados por los
que puede pasarse de torre a torre sin tocar el suelo son sólidos, basálticos,
con una barandilla baja, sin ornamento alguno. A veces, faltan las barandas. A
veces faltan los puentes de piedra, y una pasarela de tablas atadas a gruesos
cables se balancea sin cesar azotada por el viento.)
Fortaleza extraña, en verdad, con una sola
entrada, estrecha y fácil de defender, sí, pero una trampa si alguien del
exterior logra dominarla. En todos estos años he pensado en combates que
pudieran haber terminado con los constructores de este Santuario: Miles de
arqueros y honderos lanzado sus proyectiles desde las altas pasarelas,
guerreros como insectos de reluciente armadura formando una muralla viva con
sus cuerpos, blandiendo sus armas contra los invasores trepando tercos por los obscuros
escalones, el aceite hirviendo derramándose desde lo alto... aunque nunca he
visto una batalla así, Dios del Tiempo, en la aldea me gustaba leer los gruesos
rollos de pergamino que hablaban de asedios y emboscadas en siglos tan lejanos
que tal vez hasta a ti, Dueño del Futuro, te sea difícil recordar.
Pero estoy divagando... esta costumbre de
tomar tu invisible presencia como interlocutor me va a llevar a la locura, lo
digo siempre... tanta soledad, tanto manto de inaccesibilidad y dignidad remota
de Suma Sacerdotisa. Si no fuera por las noches de jazmines, cuando los
labradores de alguna comarca no están conformes con tu pronóstico de lluvias
para el año siguiente, y tratan de propiciarte enviándote una virgen para que
yazca con tu efigie milagrosamente animada y te haga serles favorable. Ah, Dios
del Tiempo, si ellos supieran que yo hago más que conducir a las temblorosas
doncellas escaleras arriba, más que preparar la poción mágica que las hundirá
en el sueño sin recuerdos, el único estado en que la carne divina puede acceder
a sus virginales entrañas: si supieran que soy yo y no tu estatua, informe
monigote de basalto sin más rasgos que ese falo obscenamente erecto... si
supieran que es mi mano la que deja huellas cárdenas en las pieles rosadas y
tibias, mi lengua la que acaricia sus senos en flor, sorbe sus jugos más
secretos, mi placer el que se trenza con sus sueños... si supieran del falo
hueco de madera con el que deposito la blanca nata, esperma divina sin olor,
que no fecunda... si supieran del engaño... ¿qué sería de mí? Aunque lo peor es
que, las veces en que desesperada me he arriesgado a reducir la dosis de
adormidera en la poción, ansiosa por sentir respuesta a mis caricias y no sólo
la indiferencia del sueño, las vírgenes sólo cuentan luego que el Dios del Tiempo,
encarnado en su sacerdotisa, las poseyó, y arguyen como prueba irrefutable la
nata coagulada sobre sus muslos, semen divino que no fecunda, porque no puede
la sangre inmortal ligarse con la humana en el pacto de un hijo semidiós; y el
que yo, mujer, tenga un falo que es viril atributo de masculino poder...
Ah, Dios del Tiempo, si eso sucede ¿qué
puede hacerse con semejante fe, que cree porque, desesperadamente, necesita
creer, y no distingue la verdad de la vulgar impostura.
Mi sangre se calienta cuando recuerdo
tantos rostros jóvenes, tantas carnes tersas, tantos senos turgentes. ¿Es la
lujuria sin freno el precio que pides por servirte, por habitar en tu sagrado?
Resistí dos años de noches húmedas en las que manos sin sexo me tocaban y yo me
dejaba tocar. Yo que odio hasta el olor de los hombres desde que vi la cabeza
de mi esposo empalada en un pica kroda, y oí los gritos de mis hijos ardiendo
en la choza derrumbada. Yo que juré no volver a tocar a hombre alguno,
sintiendo mi carne arder con un fuego que no era el de muerte que nunca se
apartará de mi recuerdo. Y tu estatua... es nuestro secreto, Padre de las
Horas.
Tú sabes que no estaba, que la tallé con
infinita paciencia en uno de los bloques de basalto derribados, sabes por qué
no tiene detalles su rostro ni su cuerpo, mientras que el falo obscuro brilla
con el pulimiento de tantas horas de ansia que al fin pude satisfacer. Nunca
más he habitado con un hombre... de carne y hueso.
Ahora, que las dudas me inundan como el mar
a la playa en la marea alta, me pregunto si fue sólo mi lujuria la que guiaba
mis manos inexpertas en la talla. Si no era, una vez más, vehículo de tus
arcanos propósitos cuando creí ser muy astuta al convertir la prueba de mi
vergonzosa lascivia en objeto de culto. Si todos estos años, cuando me
felicitaba por mi ingenio mistificador que me aseguraba casa, comida y
atenciones a cambio de una farsa groseramente montada y pacientemente
mantenida... todos estos años no me habrás estado mirando, sonriente con esa
condescendencia de los dioses que es más dolorosa para mí que toda su crueldad.
(La estancia iluminada en la que las sombras
juegan a manchar de negro las negras paredes. En un rincón, la yacija de paja
de la sacerdotisa, renovada cada mes por los creyentes. Una mesa rústica,
ofrenda de un peregrino, tallada en una sola pieza de la madera casi eterna del
árbol de mil años que crece en los lejanos montes del Líbano. Escasos
utensilios de piedra, pues el Dios del Tiempo, anterior a los demás, repudia el
metal como invención demasiado moderna, y transmite el mismo repudio a su
servidora. En las paredes, trazos multicolores sobre pergaminos anchos como
sábanas: mapas estelares, calendarios, listas de efemérides astronómicas
donadas al santuario por visitantes convencidos de que es la marcha inexorable
de las estrellas en la noche el lenguaje primero y más secreto del Señor de las
Horas. Tallada trabajosamente en el basalto, una despensa repleta de las únicas
provisiones que permite el dios a su acólita: leche, miel, huevos, y delicadísimas
lonjas de carne salada de animales no nacidos. Una escalera tosca conduce a la
media sala superior, la estancia hemisférica con la cama-mesa de madera de
árbol de mil años y orlada con los más finos cojines, cerca de la estatua negra
sin rasgos y de pétrea masculinidad enhiesta. La estancia donde el olor a
jazmines es ya como un elemento más de su recia arquitectura.)
Estoy cansada de jugar a creer, de
imponerme restricciones falsamente litúrgicas para impresionar la mente de
estos labradores simples. ¿Cuánto hace que no pruebo el pescado, una fruta, el
pan...? Sólo de pensar en sus sabores casi olvidados se me inunda de nostalgia
el paladar.
Dime, Dios del Tiempo ¿es tu voluntad que
me restrinja de esa forma? ¿O son sólo fantasías locas de una mujer sin hijos y
sin casa? Mi madre, de niña, me decía, cuando nos parábamos en el umbral de la
choza a asombrarnos con el espectáculo de los monjes flagelantes que recorren
los caminos empapándolos con su propia sangre en nombre del Dios del Dolor...
me decía que los dioses siempre hablan más claramente al oído de los que están
cerca de la locura, y que no es otra cosa la locura que estar entre dos mundos,
el terrenal, y el de los divinos asuntos. ¿Estaré loca, Dios del Tiempo? Y este
ritual que cada año se vuelve más y más complejo es una farsa total, una comida
que tú, benévolo con una mujer cuya vida es apenas un soplo en la eternidad que
eres, consientes y quien sabe si hasta divertido. No sé. No puedo saberlo. No
hay manera de saberlo.
Soy Atallía, tu sacerdotisa, ex-curandera
de mi tribu arrasada. Era culta cuando llegué y lo soy más ahora, gracias a
tantos papiros, tablillas y libros con la sabiduría de los maestros de lejanas
tierras que me traen los peregrinos como ofrendas a tu altar. Soy ahora como una
adulta con respecto a la niña que era al llegar. Y aún no comprendo, o
comprendo menos que antes. ¿Es eso, Dios del Tiempo?
¿Acaso mi corazón se ha hinchado de
soberbia con su sabiduría, volviéndose sordo a tu verdadera voz? Y el
conocimiento mundano de filosofías y ciencias borre en mi alma el soplo divino.
No sería digna ya, entonces, de continuar en tu sagrado. O, tal vez, como
susurran en sus vértigos dialécticos los más audaces de los griegos, no existan
realmente los dioses, sino sólo en la mente de quienes les han creado y creen
en ellos.
Yo sé que el rito anual de los montones de
sal no existía.
Pero ya no estoy segura de si lo soñé, o lo
creé estando despierta, con plena conciencia. Es una ceremonia sencilla y
eficaz, el núcleo de todo el poder y la influencia del santuario. Trescientas
sesenta y cinco torres, una por cada día del año, un montón de sal en cada una,
la medianoche en que un año sucede a otro. Y al amanecer, con la magia del
rocío, viendo qué montoncitos se han disuelto y cuáles no, saber qué días
lloverá en el año y en cuáles habrá sequía. Algo vital para las cosechas de los
campesinos, que fueron los primeros en reconocerme, hace ya seis años, como tu
servidora, recordando antiguas leyendas sobre la consagración del santuario al
más viejo de los dioses... leyendas que yo supe aprovechar sabiamente.
Yo te he creado, Controlador de las
Estaciones, de sueño en sueño, de idea en idea... ¿O has sido tú, usándome como
arcilla, quien ha regresado a la memoria de los hombres? En uno de los rollos
de papiro dejados aquí por unos comerciantes tebanos, un poema llamado Teogonía
o algo así, se habla de Cronos, Dios del Tiempo, padre de los dioses, surgido
del Caos y de la Tierra.
Es un sistema complejo, el de los griegos.
Yo, tal vez por miedo a insultarte en tu verdadero nombre, prefiero llamarte
solo Dios del Tiempo. Curioso que haga como los krodos salvajes, que adoran a
dioses sin nombre: el Señor de las Batallas, el Dador de Hijos, la Belleza, la
Tierra Madre.
Mi mano tiembla de fatiga empuñando el
pincel, Dios del Tiempo, y no he logrado verter ni la mitad de las dudas que me
colman. Las dudas de no saber si soy una tonta que se engaña creyendo ser
pícara, o una pícara que creyendo serlo es aún más tonta. Hace rato que la
medianoche quedó atrás. Ahora, quemaré esta carta, llenaré con sus cenizas el
reloj ritual, y las dejaré correr. Espero una respuesta, o no sé qué haré. No
es una amenaza. Sabes –si existes– que probablemente no haga nada, que me quede
aquí para siempre, atada por ese hechizo que es tu fuerza mayor: la rutina.
Pero ahora, cuando sólo he visto treinta
veranos y las fuerzas no me faltan ni es confusa mi mente, te imploro
respuesta. Te la exijo, Dios del Tiempo. Yo, Atallía, Suma sacerdotisa,
Directora de Ritual del Año, necesito saber. Y si callas, lo interpretaré como
una negativa. Eso es todo. Estoy esperando, y lo haré hasta que salga el Sol.
Sólo hasta el amanecer, no más.
(El pergamino finísimo arde con su olor
característico a carne y cuero que se quiebra. El humo mancha de negro el negro
techo de la sala, y la mujer recoge cuidadosamente hasta la última brizna de
ceniza, usando varios de los utensilios de piedra que yacen sobre la mesa. Con
el mismo cuidado, alza la tapa del reloj ritual y lo llena con los restos de su
carta, para luego invertirlo y sentarse, con la mente vacía, a observar como el
fino chorro de ceniza va vertiéndose a través del estrechamiento de cristal del
instrumento. Su mente está en blanco, obstinadamente negando toda posibilidad
que no sea una directa y obvia manifestación del dios. Al fin, tras un tiempo
impreciso, cae el último gránulo de ceniza, y la sacerdotisa suspira con una
sensación indefinible en la que se mezclan el alivio, la decepción y otros
sentimientos menos concretos. A través de la ventana, las estrellas; aún es
noche cerrada. Entonces, por encima del constante silbar del viento, le llegan
otros sentidos. Ruidos como de animales que rugen o gruñen, pero con una
extraña cualidad mecánica, palabras imprecisas que arrastra el aire. Se asoma a
la ventana, y observa sin emoción a los recién llegados, al pie de las torres.
Descienden de casas sobre ruedas y se alumbran con luces como pequeñas
estrellas. Sus ropas son extrañas y parecen cómodas: botas cerradas en vez de
sandalias, piezas de tela cosida siguiendo la forma del torso y los miembros en
lugar de sueltas túnicas. Portan extraños instrumentos que a la sacerdotisa le
recuerdan el telescopio que le obsequiaran navegantes fenicios y que rompiera
inexpertamente años atrás. Los hombres señalan agitadamente el santuario, toman
medidas y, al parecer, notas en pequeñas láminas de pergamino o papel que sacan
de receptáculos cosidos en sus ropas. Hablan agitadamente, y a la sacerdotisa
le parece que están a la vez alegres y asombrados, aunque no entiende las
palabras y frases sueltas que le trae el viento: sitio arqueológico
invalorable, cultura indeterminada, posible propósito ritual...)
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