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Howard Fast - La caja fría, fría




Como siempre, la reunión anual del Directorio había sido convocada para las nueve de la mañana del día 10 de diciembre. Las nueve de la mañana era una hora sensata y razonable para iniciar el trabajó del día, y el 10 de diciembre se había elegido hacía mucho tiempo como garantía contra la seducción de las palabras. Cada uno de los directores debía estar en su casa para las fiestas de Navidad —o su equivalente—, y de acuerdo con la agenda las deliberaciones durarían exactamente dos semanas, y ni una hora más.
Al comienzo había habido muchas sesiones prolon­gadas, a veces de dos o tres días, en que los directores trabajaban las veinticuatro horas sin tomarse tiempo para dormir o descansar. Pero luego, a medida que todo se ordenaba, y el sistema reemplazaba a la im­provisación, la reunión del día se levantaba a las cuatro en punto de la tarde, e incluso había años en que la reunión general terminaba su trabajo con una antici­pación de uno o dos días.
La reunión del Directorio era ahora asunto de mera rutina. El gran reloj de la pared de la hermosa y es­paciosa sala de reuniones dio las nueve, con su voz baja y musical, cuando el último de los directores ocupó su asiento. Los directores se saludaban amablemente con un movimiento de cabeza, y si estaban sentados junto a viejos amigos, cambiaban unas palabras afec­tuosas. Estaban muy tranquilos, sin sentir preocupación o inquietud ante la perspectiva de la larga reunión.
Los directores eran exactamente trescientos, y las butacas se ordenaban en un cómodo círculo de muchas filas. La habitación parecía un pequeño anfiteatro. Dos pasillos descendían hasta un círculo o escenario cen­tral, de unos seis metros de diámetro, con un estrado que permitía que el orador se volviese a un lado o a otro mientras hablaba. El número de trescientos di­rectores era arbitrario, convenido tras muchas pruebas y mantenido como un número adecuado para trabajar. La mitad de la sala estaba siempre vacía. De vez en cuando se hablaba de reformar la sala, pero con el tiempo los asientos vacíos fueron parte normal de la de­coración.
Los miembros del Directorio se dividían por partes iguales en hombres y mujeres. Nadie podía ser director antes de cumplir treinta años, pero el retiro era vo­luntario y muchos miembros pasaban de los setenta. Unos dos tercios estaban en la cincuentena. Como el Directorio era responsable de una administración internacional, estaban allí representadas todas las naciones y razas: hombres negros y blancos, morenos y amarillos, de todos los matices y gradaciones intermedios. Lo mismo que las Naciones Unidas —aunque eran dema­siado modestos para admitir esa comparación— tenían varios idiomas oficiales (y un sistema de traducciones simultáneas), pero el utilizado con más frecuencia era el inglés.
Como algo natural, el presidente del Directorio, que había nacido en Indochina, abrió la sesión en inglés, idioma que hablaba con facilidad, saludó a los pre­sentes, anunció que no faltaba ningún miembro, y dijo luego:
—En nuestra reunión anual, y podría decir que es un procedimiento establecido, el primer punto es mo­ral y legal: la cuestión del señor Steve Kovac. Lo tra­tamos antes de leer el orden del día, pues creemos que la cuestión del señor Kovac no es un asunto de orden del día o de negocio, sino de conciencia. De nuestra conciencia, he de añadir, y no sin humildad; pues el señor Kovac es nuestro único secreto. Todo lo demás, todo lo que este Directorio discuta, vote, y decida, o rechace, será hecho público, como saben ustedes. Pero del señor Steve Kovac nada conoce el mundo; y en to­dos los años del pasado hemos decidido que el mundo siga ignorando al señor Kovac. Todos los años el señor Kovac es víctima de una acción cruel y criminal, que ejecutan los miembros de este Directorio. Todos los años hemos decidido repetir ese crimen.
La mayoría de los miembros del Directorio no reaccionó al oír estas palabras, pero algunos hombres y mujeres jóvenes manifestaron sorpresa, perplejidad e inquietud, ya con gestos o ya en voz baja, con pro­testas de incredulidad. Los miembros del Directorio no eran personas insensibles.
—Este año, como en el pasado, hablamos en primer lugar del señor Kovac —continuó el presidente— pues sólo cuando hayamos decidido este asunto podremos discutir los demás. Este año decidiremos, como en el pasado, si cometeremos o no un crimen.
Una mujer joven, miembro nuevo del Directorio, con el rostro enardecido e irritado, se levantó y le preguntó al presidente si podía hacer una pregunta. El presi­dente contestó que sí.
— ¿Debo entender que habla usted en serio, señor presidente, o es una travesura de estudiante de segundo año para edificación de los miembros nuevos?
—Este Directorio no está acostumbrado a oír ese len­guaje, señorita Ramu, y usted debiera saberlo —con­testó con indulgencia el presidente—. Estoy hablando muy en serio.
La mujer se sentó. Se mordió el labio inferior y bajó la vista. Se levantó un hombre joven.
— ¿Qué desea decir, señor Steffanson? —le preguntó amablemente el presidente.
El hombre se sentó otra vez. Los miembros más vie­jos se mostraban gravemente atentos y pensativos, pero sin impaciencia.
—No me propongo evitar un debate y responderé gustosamente a todas las preguntas —dijo el presi­dente—, pero antes diré algo más acerca de este molesto asunto. Dos son las razones por las que consideramos todos los años este problema. Ante todo, el crimen que hemos cometido en el pasado no puede dejarnos in­diferentes; necesitamos que nos lo recuerden: el crimen premeditado amenaza mortalmente la decencia primera, ¡y Dios nos ayude si alguna vez llegamos a mostrarnos complacientes! La otra razón: cada año hay nuevos miembros en este Directorio y es necesario que conozcan todos los hechos concernientes al señor Kovac. Este año tenemos a siete nuevos miembros. Me dirijo a ellos, pero no sólo a ellos, sino a todos mis colegas.

Steve Kovac (comenzó el presidente) nació en Pittsburg en el año 1915, en una familia de once her­manos. Sólo cuatro llegaron a la edad adulta. Esto no era demasiado raro en aquella época de pobreza, igno­rancia y medicina primitiva.
John Kovac, el padre de Steve, trabajaba en una fundición de acero. Cuando Steve tenía seis años de edad los obreros hicieron una larga huelga, en procura de un aumento de salarios. Estoy seguro de que todos ustedes saben qué es una huelga, por lo que no entraré en detalles.
Durante esa huelga murió la madre de Steve Kovac; un año después John Kovac cayó en un tanque de acero fundido. La madre murió de tuberculosis, enfer­medad entonces incurable. El cuerpo del padre se di­solvió en el acero. Menciono estas cosas a causa del efecto muy profundo y duradero que tuvieron en la mente y el carácter de Steve Kovac. Huérfano a los siete años de edad, creció como un animal en la selva. Fue a parar a un asilo de huérfanos, y señalado allí como malvado e intratable. Recibía una paliza diaria, le quitaban la comida, lo castigaban con todos los métodos que podían idear la ignorancia y la insensi­bilidad de las autoridades. Luego de dos años de ese tratamiento, se escapó.
Esta es una recapitulación muy breve de la infan­cia de un hombre notable, un hombre de carácter bri­llante y fuerte, un hombre de gran genio inventivo y de inflexible determinación. Por desgracia, la menta­lidad y la personalidad de ese hombre sufrieron una lesión y un traumatismo irremediables. Se ha prepa­rado un análisis psiquiátrico de este proceso, y ustedes encontrarán una copia en sus carpetas. Ahí se cuentan además las pruebas y los sufrimientos de Steve Kovac entre los nueve y los veinte años de edad, años en que luchó por sobrevivir y llegar a la edad adulta.
Se dan ahí también otras noticias de este período de su vida, noticias en las que no puedo detenerme, como ustedes comprenderán, aunque la cuestión que hoy nos planteamos se relacione con esos antecedentes.
En este momento el presidente del Directorio se in­terrumpió para beber un poco de agua y repasar sus notas. Los miembros más jóvenes del Directorio exami­naron rápidamente el informe psiquiátrico; los más viejos permanecieron en actitud contemplativa, absor­tos en sus pensamientos. La cuestión se les había plan­teado muchas veces, y de algún modo nunca perdía interés.
A los veinte años de edad (continuó el presidente) Steve Kovac trabajaba en una fundición de acero de las afueras de Pittsburg. Era amigo de un hombre llamado Emery. Ese hombre, Emery, vivía solo, sin fa­milia, y sin medios de subsistencia. Había sido minero de carbón y sufría una enfermedad de los pulmones, común en su oficio. Todo lo que tenía en el mundo era una póliza de seguro de cinco mil dólares. Steve Kovac convino en ayudarlo y en cambio Emery designó a Kovac beneficiario de la póliza. En esa época, cuando en una familia moría el que ganaba el pan, la única posibilidad de sobrevivir era a menudo una póliza de seguro.
Cuatro meses después falleció Emery. Años más tarde circuló el rumor de que Kovac había apresurado su muerte, pero no hay pruebas que confirmen ese rumor. Los cinco mil dólares fueron el punto de partida de la fortuna de Steve Kovac. Veinticinco años después esa fortuna llegaba a casi los tres mil millones de dólares. Era con probabilidad el hombre más rico de los Esta­dos Unidos: un magnate en las industrias del acero y el aluminio que controlaba plantas químicas, minas de cobre, ferrocarriles, refinerías de petróleo, y docenas de industrias asociadas. Tenía entonces cuarenta y seis años. Era el año 1959.
La historia de su ascensión al poder y la riqueza es única en su tiempo. Era un hombre fuerte, vigoroso y apuesto, torturado interiormente, impulsado por el deseo insaciable de vengarse, y de vengar también a sus padres, por la pobreza y los sufrimientos de su propia infancia. Dados los factores traumáticos de esa infancia, el ansia de poder se hizo psicopática y paranoica, y Kovac edifico monolíticamente su imperio. Era dueño de diarios y de líneas aéreas, estaciones de televisión y editoriales, y dominaba más cosas de las que poseía. Sin embargo, se mantuvo alejado de la curiosidad pú­blica. En toda la década del 50 no apareció en la prensa algo más que una referencia ocasional a Kovac.
Cómo pudo conseguir eso en una época de corpora­ciones públicas y del llamado “hombre de corporación" es muestra del espíritu emprendedor y la energía de Kovac. Era un hombre ambicioso, cruel, despiadado, que no conocía la compasión. No vacilaba en destruir cualquier obstáculo; si no podía destruirlo, lo sometía a su voluntad de una manera u otra. Arruinaba vidas y fortunas. Calumniaba y armaba trampas a sus compe­tidores; cuando no podía comprar, o sobornar, recurría a la violencia. Corrompía individuos, sobornaba parla­mentos, y compraba gobernantes. Así creó una estruc­tura de poderío y riqueza que se extendió a todos los rincones del globo.
Y entonces, a los cuarenta y seis años, en la cima de su riqueza y su poder, descubrió que tenía cáncer.
El presidente del Directorio hizo una pausa como esperando a que sus palabras se asentaran y causaran su efecto. Bebió otro sorbo de agua. Ordenó los pa­peles que tenía delante.
—Ahora —dijo—, les leeré un fragmento del diario del doctor Jacob Frederick. Creo que la mayoría de ustedes conoce la obra del doctor Frederick.  En todo caso saben que fue miembro de nuestro Directorio. Naturalmente, eso sucedió hace mucho tiempo. Sólo recordaré que el doctor Frederick fue un abnegado y sagaz precursor en el campo de la investigación del cáncer, y no solamente un médico notable, sino tam­bién un notable hombre de ciencia. La anotación está fechada el 12 de enero de 1959.

Hoy tuve un visitante insólito (leyó el presidente), Steve Kovac, el magnate industrial. Había oído rumo­res acerca de los efectos de la riqueza y el poder en este hombre. Es un individuo notable, alto, musculoso, apuesto, con un rostro ancho y enérgico, y cabellos lar­gos, encanecidos prematuramente. Tiene ojos azules, tez rubicunda y parece encontrarse completamente sano y en la flor de la vida. No es así, por supuesto. Lo examiné concienzudamente. No hay esperanza alguna para el hombre.
—Doctor —me dijo—, quiero que me diga la verdad. Ya la conozco. No es usted el primer médico que veo. Pero deseo que me la diga usted también, lisa y llana­mente.
Yo se la hubiera dicho de todos modos. Kovac no es de esos hombres a los que se puede mentir con facilidad.
—Muy bien —le dije—. Usted tiene cáncer. Un cáncer incurable. Morirá pronto.
— ¿Cuándo?
—No podemos decirlo. Antes de un año quizá.
— ¿Y una operación?
—Prolongará su vida un año o dos, si sale bien. Pero significará dolor e incapacidad física.
— ¿Así que no hay cura?
Kovac parecía tranquilo y hablaba con una voz se­rena; tenía que haberse ejercitado durante años para mostrar esa calma y ese dominio exteriores, pero de­bajo yo podía ver a un hombre muy asustado y deses­perado.
—Ninguna por ahora.
—Pero los curanderos, dietistas y otros por el estilo prometen la curación.
—Es fácil prometer —dije—, pero no hay cura.
—Doctor, yo no quiero morir y no estoy dispuesto a morir. He trabajado veinticinco años para llegar a ser lo que soy. Planté el árbol. Tengo que comer el fruto. Soy joven y fuerte y me esperan los mejores años de mi vida.
Cuando Kovac hablaba así era convincente, incluso para mí. Kovac es un hombre que no exige, toma. Niega lo inevitable.
Pero la realidad seguía ahí.
—No puedo ayudarlo, señor Kovac —le dije.
—Pero usted va a ayudarme —replicó con calma—. He venido a verlo porque usted sabe más del cáncer que cualquier otro hombre. Al menos así me han dicho.
—Le han informado mal. Ningún hombre sabe más que cualquier otro. Ese conocimiento es el fruto de un trabajo colectivo.
—Creo en los hombres, no en la multitud. Creo en usted. Por lo tanto estoy dispuesto a pagarle unos hono­rarios de un millón de dólares si usted detiene esto y me hace vivir un período de vida normal. —Buscó la cartera y sacó un cheque de un millón de dólares.-  Es suyo... si vivo.
Le dije que volviera al día siguiente, es decir ma­ñana. Y llevo horas sentado aquí, y pensando en lo que significaría un millón de dólares para mi trabajo, mis esperanzas, y en verdad para todos. He reflexio­nado con desesperación y con escaso resultado. Sólo se me ocurre una idea. Es fantástica, pero Steve Kovac es un hombre fantástico.

El presidente del Directorio volvió a interrumpirse y miró inquisitivamente a algunos de los miembros más jóvenes. Habían estado escuchándolo con lo que pa­recía una concentración hipnótica. No hubo preguntas  ni comentarios.
—Entonces, continuaré con el diario del doctor Frederick —dijo el presidente.

El 13 de enero (leyó el presidente) Steve Kovac vol­vió a las dos, como habíamos convenido. Me saludó con una sonrisa confiada.
—Doctor, si está usted dispuesto a vender, yo estoy dispuesto a comprar.
— ¿Y cree usted realmente que puede comprar vida?
—Puedo comprarlo todo. Es cuestión de precio.
— ¿Puede comprar el futuro? Pues ahí está la cura­ción del cáncer. ¿Quiere comprarlo?
—Lo compraré porque usted ha decidido venderlo -dijo Kovac rotundamente—. Sé con quien trato. Haga su oferta, doctor Frederick.
La hice, por fantástica que fuera. Le hablé de mis experimentos con los efectos del frío en las células cancerosas. Le expliqué que aunque los experimentos no habían producido aún curación alguna, habíamos avanzado mucho en la aplicación intensa y rápida del frío extremado,  o, para decirlo más científicamente, habíamos conseguido eliminar el calor de los tejidos vivos. Le detallé esas experiencias, cómo habíamos em­pezado a ensayar con ranas y culebras, congelándolas y luego eliminando el frío, y reanudando el proceso vital en una fecha posterior; cómo habíamos experi­mentado con ratas, gatos, perros, y luego monos.
Siguió mi explicación y se anticipó a preguntarme:
— ¿Cómo devuelve usted la vida?
—No la devuelvo. La vida no termina. En ausencia del calor, lo que se podría llamar el proceso de madu­ración o de envejecimiento de la vida se suspende, pero la vida continúa. El tiempo y el movimiento están ínti­mamente relacionados; el frío intenso retarda el movimiento, y teóricamente hasta podría detenerlo, incluso dentro de la estructura atómica. Cuando el movimiento se detiene, el tiempo se detiene.
— ¿Es doloroso?
—Supongo que no. La transición es demasiado rápida.
—Me gustaría ver una experiencia.
Le dije que tenía en mi laboratorio un mono que había sido congelado hacía siete semanas. Mis ayudan­tes podían atestiguarlo. Fue al laboratorio conmigo y observó cómo revivíamos al mono. Al parecer, el animal no estaba peor que antes.
— ¿Y la mente? —me preguntó Kovac.
—No sé —contesté encogiéndome de hombros—. Nunca hemos probado con un ser humano.
— ¿Pero usted cree que resultará?
—Estoy casi seguro. Necesitaría un equipo mejor y más completo. Si dispusiera de algún dinero podría mejorar el procedimiento... bueno, considerablemente.
Kovac sacó el cheque de la cartera y me dijo:
—He aquí sus honorarios, aparte de lo que tenga que gastar. Compre lo que necesite y póngamelo en la cuenta. Gaste lo que tenga que gastar y compre lo me­jor. Sin limitaciones. Y cuando yo despierte, después de haberse descubierto una cura, agregaré un segundo millón a sus honorarios. No soy hombre generoso, pero tampoco soy tacaño cuando compro lo que necesito. ¿Cuando podremos hacerlo?
—Teniendo en cuenta la prognosis de su enfermedad —contesté— no demoraremos más de cinco semanas. Entonces tendré todo preparado. ¿Y usted?
—Yo también. Hay que resolver muchos detalles téc­nicos y legales. Tengo muchos intereses, como usted sabe, y el viaje que voy a hacer es de duración incierta. También cuidaré de su responsabilidad legal.
Luego Kovac se fue. Era probablemente el acuerdo más extraño a que hubiesen llegado nunca un médico y su enfermo. Procuro pensar sólo en una cosa: ahora cuento con un millón de dólares que puedo dedicar a mi trabajo y mis investigaciones.

El presidente del Directorio se interrumpió para lim­piarse los lentes. Se aclaró la garganta, y ordenó otra vez los papeles sobre la mesa.
Como ustedes ven (explicó) el plan era sencillo y razonable. El señor Kovac estaba desahuciado, aquel era un medio de conservarle la vida y contener la enfermedad hasta que la ciencia descubriese una cura. La timidez no caracterizó nunca al señor Kovac. Ana­lizó la situación, le hizo frente, y aceptó la única sa­lida posible. En consecuencia, ordenó sus asuntos para asegurar la buena marcha de sus empresas, y para que estas volvieran a sus manos cuando él despertara.
En otras palabras, organizó una compañía tenedora de acciones única para todas sus empresas. Designó un Directorio que administraría la compañía en ausencia del presidente, y se nombró a sí mismo presidente, con un presidente sustituto. Dispuso en una serie de regla­mentos que, ningún presidente sustituto pudiera des­empeñar ese cargo durante más de dos años, que el Directorio se ampliase anualmente, y otros detalles des­tinados a un único fin: retener él mismo todo el poder. Y como no estaba muerto, sino sólo ausente, creó una situación única y sin precedentes en la historia del mundo de los negocios.
Esta compañía estaba libre del mecanismo de la muerte y sus inconvenientes y obstáculos tradicionales. Hasta que el señor Kovac volviera, la compañía era inmortal. Por supuesto, el doctor Frederick fue incluido en el Directorio.
En otras palabras (concluyó el presidente) así se creó este Directorio.
El presidente se permitió su primera sonrisa y dijo:
— ¿Alguna pregunta?
Un nuevo miembro, del Japón, quiso saber por qué entonces se le decía otra cosa al mundo.
Opinamos que era lo mejor (dijo el presidente). Así como disponemos, los miembros de este Directorio, de grandes recursos para el progreso y el desarrollo del mundo, disponemos también de medios notables para ocultar y alterar la verdad. La población de los Estados Unidos y Gran Bretaña podían haber aceptado quizá el hecho de que Steve Kovac creó este Directorio, pero a los soviéticos y a los chinos la noticia les hubiera parecido muy desconcertante. Recuerden que cuando establecimos una zona de libre comercio en la Unión Soviética e incluimos en nuestro Directorio a tres de sus principales gobernantes, nuestra situación cambió radicalmente. Entonces tuvimos en nuestras manos todas las fuentes de energía de la Tierra e impedimos el inminente estallido de la tercera guerra mundial.
En ese momento ya no podíamos ocultar la extensión de nuestras posesiones ni la suma de nuestros benefi­cios. Por supuesto (rectificó modestamente el presi­dente), no fuimos nosotros sino nuestros predecesores quienes resolvieron esos problemas. Nuestro saldo en efectivo era mayor que el de la Tesorería de los Esta­dos Unidos, nuestro potencial industrial superaba al de cualquiera de las grandes potencias. Créanme, sin habérselo propuesto, este Directorio descubrió de pronto que dominaba el mundo. Y entonces necesita­mos desesperadamente explicar quiénes éramos y qué representábamos.
Un nuevo miembro, de Australia, se levantó y pre­guntó:
— ¿Puedo saber, señor presidente, cuánto tiempo des­pués de la visita del señor Kovac al doctor Frederick ocurrió eso?
—Fue en el año en que falleció el doctor Frederick, veintidós después de haber comenzado el tratamiento. En ese entonces cinco tipos de cáncer habían entregado ya su secreto a la ciencia. Pero no habla curación aún para la enfermedad del señor Kovac.
— ¿Y durante todo ese tiempo el tratamiento se man­tuvo en secreto?
—Durante todo ese tiempo —asintió el presidente.

En esa época (continuó el presidente) el Directorio opinó que la población de la Tierra había llegado a un momento de crisis y decisión. Digo un momento porque el poder estaba en nuestras manos sólo temporariamente. No teníamos ejércitos, armadas ni flotas aéreas; sólo dominábamos la mayor parte de los instrumentos de producción. Sabíamos que no podíamos impedir la guerra, sino sólo retardarla. Este Directorio administraba, no gobernaba, y cualquier día podían despojarnos de nuestras fábricas e instalaciones. En ese momento nuestros muy reflexivos y sensatos predece­sores decidieron emprender una vasta campaña de pro­paganda mundial presentándose como un parlamento secreto de las fuerzas más sabias y mejores de la huma­nidad, un Directorio para toda la humanidad.
Y tuvimos éxito, pues las estaciones de televisión, los diarios, la radio, el cine y el teatro eran todos nues­tros. Y en ese momento breve y afortunado lanzamos nuestro ataque. Utilizamos las armas de Steve Kovac, seamos honrados y admitámoslo. Actuamos como hubie­se actuado él, pero por motivos completamente dis­tintos.
Compramos, sobornamos y engañamos. Nos infiltra­mos en todos los parlamentos. Compramos a los jefes militares. Disolvimos ejércitos y marinas de guerra en nombre de las superarmas, y luego destruimos las superarmas en nombre de la humanidad. Cuando no po­díamos comprar o sobornar a los dirigentes, los incluía­mos en el Directorio. Y sobre todo compramos todas las fábricas, empresas agrícolas y explotaciones mineras importantes.
El Directorio tardó veintinueve años más en llevar a cabo esta tarea, y al cabo de ese tiempo nuestra Tierra era un complejo único dedicado a la produc­ción de cosas útiles y, si puedo decirlo así, dedicado a producir felicidad. Había en apariencia estructuras nacionales, pero eran ya entonces tan formales y limi­tadas como las de los antiguos Estados de los Estados Unidos. Las guerras, los ejércitos, las marinas de guerra, las bombas atómicas eran sólo recuerdos desagradables. Comenzó la era de la razón y de la cordura, la era de la producción para la vida, una producción dominada por un único código legal: el hombre. Así nos hicimos criaturas de la ley, iguales ante la ley, y acatadoras de la ley. Este Directorio no fue nunca un gobierno, ni lo es ahora. Es lo que se proponía ser: un grupo que administra una compañía por acciones.
Pero ahora la compañía y los recursos humanos son inseparables. Por eso es tan grande nuestra responsa­bilidad.

El presidente del Directorio se secó el rostro y bebió unos sorbos de agua. Un nuevo miembro, de los Estados Unidos, se levantó y dijo:
—Pero, señor presidente, la curación de todos los tipos de cáncer se descubrió hace sesenta y dos años.
—Así es —convino el presidente.
—Entonces, Steve Kovac...
El nuevo miembro se interrumpió. Era una mujer hermosa, delicada, de poco más de treinta años, física famosa y de talento, y excelente intérprete musical.
—Ya ve usted amiga mía —dijo el presidente, con una informalidad que sólo su dignidad y sus años disculpaban—, tuvimos que enfrentar ese problema. Cuando hacemos una ley para la humanidad y nos sometemos a ella, hemos de honrarla. Hace sesenta y dos años Steve Kovac era dueño del mundo y de toda su riqueza e industria, un dictador como no había so­ñado ser dictador alguno, un tirano mayor que todos los tiranos, un rey y un emperador que tenía a sus pies a todos los reyes y emperadores...
Mientras hablaba el presidente, dos de los miem­bros entraron en la sala trayendo en una mesa rodante un objeto rectangular de metro y medio de altura, dos metros de longitud y un metro de ancho, cubierto con un paño blanco. Lo dejaron en el centro de la sala, y se sentaron otra vez.
—... sí, era dueño del mundo. Piénsenlo. Por vez primera en la historia de la humanidad una paz justa reinaba en todas las naciones. Se remodelaban las ciu­dades, los desiertos se convertían en jardines, se lim­piaban las selvas, la pobreza y el crimen eran cosas del pasado. El hombre, de pie, erguido, extendía la mano hacia los planetas y las estrellas. Y el dueño de todo eso era un paranoico salvaje, cruel y despótico: Steve Kovac. Entonces, como ahora, mis queridos com­pañeros, este Directorio tuvo que enfrentar el problema del hombre al que debemos nuestra existencia, el hom­bre que involuntariamente unificó el mundo y nos in­trodujo en la nueva era humana; sí, el hombre que nos dio derecho y autoridad para poseer y administrar, el hombre cuya propiedad administramos. Ahora, como entonces, ¡nos enfrentamos con Steve Kovac!
Casi teatral en su conclusión y en sus ademanes, el presidente del Directorio descendió del estrado, y con un solo movimiento retiró el paño que cubría el objeto rectangular. Todos los miembros del Directorio fijaron los ojos en la caja de tapa de vidrio, donde, en un frío que superaba toda idea del frío, un hombre yacía durmiendo en lo que no era ni vida ni muerte, sino una pausa subjetiva en el paso del tiempo. Era un hombre apuesto, alto, de rostro rubicundo y magní­fica cabellera canosa. Parecía tranquilo, expectante, confiado, como si soñara ansiosamente, pero con pla­cer, en lo que haría al despertar.
—He aquí a Steve Kovac —dijo el presidente—. Así duerme, de año en año, sin cambios ni diferencias. Así lo vieron nuestros predecesores hace sesenta y dos años, cuando por primera vez contaron con los medios para curarlo y debían sacarlo de su sueño. Cometieron el primero de los sesenta y dos crímenes; no cumplie­ron una promesa, un deber, y una obligación casi sa­grada. ¿Podemos comprenderlos? ¿Podemos perdonar­los? ¿Podemos perdonar al Directorio que tomó esa misma decisión una y otra vez? Sobre todo, ¿podemos perdonarnos a nosotros mismos si mancillamos nues­tro honor, violamos la ley, y no tenemos en cuenta que hemos heredado una obligación? No estoy aquí para discutir la pregunta. Nunca se la discute. Se pre­sentan los hechos y luego se vota. Bien, los que estén en favor de despertar al señor Kovac que levanten la mano derecha.
El presidente del Directorio esperó. Pasaron los mi­nutos, pero nadie alzó la mano. Los dos miembros más viejos cubrieron con el paño la caja fría, fría, y la sacaron de la sala. El presidente del Directorio bebió un sorbo de agua y anunció:
-Leeré el orden del día.


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