Tomorrow´s Wall Street Journal, © 1970. Traducido por Manuel Barberá en El general derribó a un
ángel, relatos de Howard Fast, Colección Azimut de Ciencia Ficción,
Intersea SAIC, 1975.
Exactamente
a las 8:45 de la mañana, llevando un ejemplar del Wall Street Journal
del día siguiente bajo su brazo, el diablo llamó a la puerta del departamento
de Martin Chesell. El diablo era un comerciante de relativa edad y bastante
apuesto, vestido con un traje de piel de tiburón color gris de doscientos
dólares, zapatos de cuarenta y cinco dólares, una camisa hecha a medida y una
corbata de seda italiana color gris metálico de veinticinco dólares. Usaba un
sombrero de cuarenta dólares, que se quitó ceremoniosamente al abrirse la
puerta.
Martin
Chesell, que vivía en el piso undécimo de uno de esos altos edificios de
departamentos que aparecían como hongos en la Segunda Avenida durante las
décadas del setenta y del ochenta, vestía pantalones y una camisa, ninguno de
los cuales mostraba ser de linaje o de precio. Su esposa, Doris, acababa de
decirle:
-¿Qué
clase de loco puede ser a esta hora? Será mejor que observes por la mirilla.
-Te
vas a llevar una gran sorpresa -contestó mientras miraba por la mirilla.
Era
hombre que conocía cuándo una corbata y una camisa eran buenas con sólo verlas.
Martin Chesell abrió la puerta y preguntó al diablo qué deseaba.
-Yo
soy el diablo -contestó éste cortésmente-. Y vengo aquí a hacer un trato por el
Wall Street Journal de mañana.
-Lárguese
de aquí, farsante -dijo Martin disgustado-. El hospital está del otro lado del
río, a seis cuadras de aquí. Vaya a pedir que lo internen.
-Yo
soy el diablo -insistió el diablo-. Soy realmente el diablo, lo juro por mi
honor.
Luego
empujó a Martin a un lado y entró en el departamento, pues tenía algo más de
fuerza que el común de la gente.
-¿Quién
es, Martin? -gritó su esposa, y acudió para ver. Estaba vestida para salir a su
empleo en la casa Bonwit, donde vendía vestidos hasta que los pies se le
cansaban -todos los días cerca de las cuatro y veinte- y en el curso de una
jornada veía tantas caras como para reconocer por el olor simplemente al diablo
cuando lo tuvo cerca.
-Pregúntele
a su esposa -dijo el diablo afablemente.
-No
me extrañaría -dijo Doris-. ¿Qué viene usted a ofrecer, señor?
-El
Wall Street Journal de mañana -repitió amablemente el diablo-. Lo que
desean y sueñan todos.
-Es
una frase remanida -dijo Mattin Chesell-. Se la ha usado hasta el cansancio. No
sólo se ha escrito una docena de malas historias acerca de eso, sino que el New
Yorker publicó un dibujo sobre el mismo tema. Un vagabundo viejo y cansado
baja la vista y junto a sus pies tiene el Wall Street Journal del día
siguiente.
-De
ahí saqué yo la idea -asintió muy decididamente el diablo. Fundamentalmente,
soy conservador, pero no es posible seguir eternamente con lo mismo de siempre,
¿sabe? Penetró con paso ágil. en la sala de estar, mirando fugazmente al
dormitorio con su cama deshecha. y midiendo con otra mirada los muebles baratos
y de mal gusto, después de lo cual extendió el diario en la mesa. Martin y
Doris lo siguieron y miraron la fecha.
-En
la calle cuarenta y ocho hay una imprenta donde hacen esos titulares -dijo
Doris dándoselas de sabihonda.
-¡Ah!
¿Y las páginas interiores también? -el diablo pasaba hojas.
-¿Podría
usted dejarme que mire la última página? -dijo Martin.
-¡Ah!
Eso cuesta dinero.
-Señor,
váyase. El diablo no existe y usted no es más que un loco. Mi esposa tiene que
ir a trabajar.
-¿Pero
usted no? Usted no tiene empleo. Son felices, pero ¿qué puede hacer un demonio
para demostrar su identidad? ¿Enseñar mi registro de conductor? ¿O esto?
Puntos
azules de fuego danzaban en sus uñas.
-¿O
esto? -y en la frente del diablo aparecieron dos cuernos, que brillaron durante
un momento y se desvanecieron después.
-¿O
esto?
Alargó
un dedo índice y un pulgar y entre ellos apareció súbitamente una antigua
moneda de oro de veinte dólares. Se la tiró a Martin, quien la tomó en el aire
y la examinó cuidadosamente.
-No
me venga con esos ardides -dijo el diablo-. Mire dentro de su propio corazón si
duda de mí, muchacho. ¿Hacemos trato? Yo vendo -usted compra- un ejemplar del Wall
Street Journal de mañana. ¿De acuerdo?
-¿Cuál
es el precio? -interrogó Doris, con comercial precisión, yendo directamente al
asunto, mientras su marido, pasmado, seguía mirando la moneda.
-El
precio corriente. Es un precio que no cambia nunca. Un alma humana.
-¿Por
qué? -dijo vivazmente Martin, alargando la moneda.
-Guárdela,
hijo mío -le dijo el diablo.
-¿Por
qué un alma humana? ¿Qué hace usted con ellas? ¿Las colecciona? ¿Les pone
marco?
-Tienen
sus aplicaciones, oh sí. realmente. Sería larga y complicada la explicación.
pero nosotros les concedemos gran valor.
-Yo
no creo tener alma -dijo bruscamente Martin.
-¿Entonces
qué pierde usted al vendérmela? Vender lo que no tiene sin estafar al comprador
es un excelente negocio, Martin... todo ganancias y nada de pérdidas.
-Yo
le venderé la mía -dijo Doris.
-¡Oh!
¿Me la vendería? Pero no sirve.
-¿Por
qué no?
-Sencillamente
porque no sirve -dijo él y miró la hora en su reloj, un hermoso reloj de
bolsillo de oro y con unos pequeños duendecillos que se arrastraban por toda la
superficie-. ¿Sabe una cosa? No dispongo de todo el tiempo en el mundo. Debe
usted decidirse.
-¡Por
amor de Dios! -dijo Doris-. Véndele tu maldita alma. ¿O hemos de pasar el resto
de nuestras vidas en esta inmunda ratonera de tres habitaciones? Porque si eso
es lo que va a ocurrir, tú vivirás solo, querido Martin. Estoy harta de verte
sentado en un lado u otro mientras yo me mato trabajando. Tesoro mío, tú eres
quien pierde y es posible que ésta sea tu última oportunidad.
-¡Una
mujer extraordinaria! -dijo el diablo encantado Tiene bien puesta la cabeza,
Martin.
-¿Como
puedo saber...?
-Martin,
Martin, ¿qué es lo que tienes que perder?
-Mi
alma.
-De
cuya existencia dudas con motivo. Vamos. Martin...
-¿Cómo?
-Es
anticuado, pero sencillo. Aquí tengo el contrato, todo muy explícito y legal.
Léalo. Un pinchacito, una gota de sangre sobre su firma y el Wall Street
Journal de mañana será suyo.
Martin
Chesell leyó el contrato. Como por magia, en la mano del diablo apareció un
alfiler. Un pinchazo en un pulgar y de él salió una gota de sangre que cayó
sobre la firma.
-Todo
lo cual hace que sea muy legal y que deba cumplirse -agregó el diablo,
sonriendo y entregando el papel a Martin. Doris se olvidó de su empleo y Martin
se olvidó de su alma, y abrieron el diario con manos temblorosas, pasando a la
penúltima página, donde aparecen las cotizaciones de la bolsa de Nueva York y
examinaron la lista. El diablo observó todo plácidamente divertido, hasta que
de pronto Martin giró sobre sus talones y exclamó:
-¡Cretino!
Este es un día fatal. Todos los valores están en baja.
-No
tanto, Martin, no tanto -replicó el diablo tratando de apaciguarlo-. Nunca está
todo bajo. Algunas acciones están altas, otras están bajas. Reconozco que no es
el día más inspirado, pero hay una o dos sorpresas. Mire las de la antigua
"Mother Bell".
-¿Cuál?
-American
Telephone -dijo el diablo-. Mírela, Martin.
Martin
miró.
-Ha
subido cuatro puntos -dijo con voz baja-. Esto no tiene sentido en absoluto. American
Telephone no ha subido cuatro puntos en un día desde que Alexander Graham
Bell inventó el teléfono.
-Sí,
ha subido, Martin. En realidad, sí. Puede ver que hasta las dos del día de hoy
oscilará más o menos en la misma forma de siempre, y que entonces, a las dos en
punto, la gerencia anunciará la entrega de dos acciones por cada una de las
actuales. Sí, Martin, sí, dos por una. Lea nuevamente esos precios y verá que
alcanzan un máximo de cinco dólares con setenta y cinco centavos por encima del
precio de las dos en punto, aun cuando al cerrar sólo estén con cuatro puntos
de ventaja. De manera, Martin, que ya ve; si vende al máximo, puede ganar
limpios cinco dólares o algo más, la cual es un beneficio espléndido para un
negocio tan rápido. No hay ninguna razón por la cual no sea muy rico antes de
que termine el día. NInguna razón en absoluto.
-¡Martin!
-gritó Doris-. Vamos a hacer el negocio. Lo haremos, Martin. Esto es enorme, la
gran manzana roja que hemos esperado tanto tiempo. ¡Oh, Martin! ¡Te amo, te
amo, te amo!
El
demonio miró complacido, se puso el sombrero de cuarenta y cinco dólares y se
fue. Apenas si notaron ellos que había desaparecido, tan ansiosamente pensaban
en la forma adecuada de vestirse para ganar un millón. Doris hizo el nudo de la
corbata de Martin, cosa que no hacIa desde mucho tiempo atrás. Martin expresó
su admiración por el vestido que ella se puso y con toda calma se declaró de
acuerdo cuando ella le dijo vivazmente:
-Guarda
ese diario en un bolsillo interior. Que nadie lo vea... y fíjate bien que digo
nadie.
-Tienes
mucha razón, tesoro.
-Martin,
¿qué vamos a ganar? Cinco dólares por acción, ¿no es eso?
-Eso
es, mi vida. Podríamos comprar veinticinco mil acciones... o sea cuatrocientos
mil dólares, mi amor. Cien mil dólares, cien mil verdes dólares.
-Martin,
¿te has vuelto loco? Esta es la única, la única y verdadera oportunidad, y tú
hablas de cien mil dólares. No, compramos doscientas mil acciones y de esa
manera ganamos medio millón. Medio millón de dólares, Martin. Limpios y
hermosos dólares.
-Está
bien, nena. Pero no estoy seguro de que se puedan comprar cien mil acciones de
una compañía como American Telephone and Telegraph sin influir en el
precio. Si nosotros hacemos que suba...
-Martin,
nosotros no podemos hacer que el precio suba.
-¿Cómo
lo sabes? ¿A qué se debe que te consideres un genio tan grande en cuestiones
financieras?
-Martin,
es posible que yo no sepa una sola palabra acerca de la bolsa, pero sé a cuánto
van a cerrar hoy. Querido, ¿no lo ves? Tenemos el WaIl Street JournaI de
mañana. Lo sabemos. Por muchas acciones que compres de esa compañía, la
cotización se mantendrá fija hasta eso de las dos y entonces subirá cinco
dólares con setenta y cinco centavos. ¿No fue eso lo que .dijo?
Martin
abrió el diario y se concentró en su lectura.
-¡Exacto!
-exclamó triunfalmente-. Aquí dice justamente eso: no hubo variación ninguna
hasta las dos de la tarde y desde ese momento ¡arriba!
-De
manera que podríamos comprar doscientas mil acciones tranquilamente y ganar un
millón.
-¡Tienes
razón, muchacha! ¡Tienes mucha razón!
-Doscientas
mil acciones, pues... ¿Es así, Martin?
-Sí,
niña, te oigo bien.
Tomaron
un taxi para ir al centro, a la oficina de corredores de bolsa de Smith, Haley
y Penderson, sita en la calle 53. Cuando se tiene, se gasta.
-¿Almorzaremos
hoy en el Cuatro Estaciones? -le preguntó Doris.
-Muy
bien pensado, querida. Muy bien pensado.
Los
ricos son felices. Cuando él y Doris se acercaban al escritorio de Frank Gibson,
su aplomo y su placer eran contagiosos. Frank Gibson había sido condiscípulo de
facultad de Martin y había ejercido la supervisión de algunas desdichadas
operaciones de bolsa, y aunque no consideraba a Martin uno de sus clientes más
importantes, los recibió sonriendo y diciéndoles que era una alegría verlos.
-A
los dos -agregó-. ¿Tienes el día libre, Doris?
Doris
dio a entender que los días libres eran lo que menos le preocupaba en ese
momento, y Martin esbozó su propósito con aquel sentido seguro, y superior que
tiene siempre quien compra acciones en cantidad. Pero en vez de saltar de
alegría, Gibson lo contempló preocupado.
-Siéntense,
por favor -dijo.
Se
sentaron.
-Si
te he entendido bien, Martin. quieres comprar doscientas mil acciones de American
Telephone. Te estás burlando de mí.
-No,
hablamos completamente en serio.
-Aunque
hables en serio, te burlas de mí, Martin. Esa clase de bromas... bueno, no
gustan a algunos. Hay quienes se enojan.
-Mira,
Frank -dijo Martin-, tú eres corredor de bolsa. Eres un hombre que atiende
clientes. Yo soy un cliente. Vengo a comprar y tu me dices cortésmente que me
vaya de paseo.
-Martin
-contestó Gibson pacientemente-, esa cantidad de acciones de American
Telephone equivale a más de diez millones de dólares. Esto significaría que
tú debes tener por lo menos seis millones, un poco más o un poco menos, como
respaldo. ¿.De qué serviría seguir hablando? De modo que puedes ir con tu
chiste a cualquier otro lugar.
-¿Quieres
decir que no aceptas mi pedido?
-¡Martin,
Martin! Ninguno aceptará tu pedido. Porque debes estar mal de la cabeza para
hablar siquiera de esa manera siendo así que yo sé que entre tú y Doris pueden
tener quizá... veinte centavos.
-¡Es
muy feo lo que dices!
-¡Pero
es verdad!
-¡Por
amor de Dios, Martin! -lo interrumpió Doris-. Háblale con claridad y haz el
negocio de una vez. Te explicaré lo que pasa, Frank. Tenemos información
confidencial de que las acciones de Telephone van a subir cinco puntos
esta tarde.
-A
las dos anunciarán un aumento del caudal accionario, lo cual se cumplirá.
-¿Cómo
lo saben?
-Lo
sabemos.
-No
lo sabe nadie. Hace meses que circula ese rumor. Las acciones de Telephone
constituyen el grupo más rebelde a las infiltraciones que hay en el mercado. Tú
estás pidiendo lo que puede ser la venta total de un día, y esta firma no
podría sostener esa operación ni por un momento. Está fuera de toda razón.
-¿Quieres
decir que no me vas a vender las acciones?
-Cien
acciones de Telephone... sí, por supuesto. Tienes cuenta en esta casa.
Compra cien acciones. No seas avaro.
Salieron
airosamente de la oficina sin esperar a que Gibson terminase de hablar. El paso
siguiente fue visitar al hermano de Doris, que era abogado y vivía
espléndidamente bien con su profesión y podría haber seguido viviendo así de no
haber visto nuevamente a Martin Chesell.
-¿Me
pides que te salga de garante por un crédito de seis millones de dólares? Estás
bromeando.
-No
estoy bromeando. Hablo muy en serio -replicó Martin, pensando para sus adentros
que aquel hombre era un hijo de mala madre y no conocería placer mayor que
despedirlo con caras destempladas el día en que viniese a pedirle algo. Sería
nada más que cuestión de tiempo.
-¿Puedo
preguntar para qué? -dijo el cuñado.
-Para
hacer una inversión en la bolsa -contestó Martin-. Estoy desesperado. Son las
once. Esta es la primera gran oportunidad que tengo en mi vida. Hazme ese favor
-suplicó-, ¿o es que quieres que te lo pida de rodillas?
-Sería
una posición interesante para un ganso como tú -dijo .el cuñado-. Yo te saldría
de garante con todo placer por setenta y cinco centavos, Martin. Por un dólar
entero te digo desde ya que no.
-Es
posible que seas mi hermano -dijo Doris-, pero para mí eres una porquería.
Eran
las once y media cuando llegaron a la sucursal del Chase Manhattan en la
parte superior de la avenida Madison. Martin había sido compañero de estudios
del hijo del gerente, y luego de haberse presentado a sí mismo y presentado a
Doris, el hombre escuchó atentamente.
-Por
supuesto, sería para nosotros una satisfacción facilitarle el dinero
-manifestó-. La cantidad que desee, siempre que ofrezca una garantía aceptable.
-¿Serían
garantía suficiente las acciones de American Telephone? -preguntó
ansiosamente Doris.
-De
lo mejor que existe. Y creo que hasta podríamos llegar a facilitarles el
ochenta por ciento del valor de bolsa.
-¡Ya
ves, Martin! -exclamó Doris-. Yo sabía que haríamos el negocio. ¿Podemos
conseguir el dinero inmediatamente?
-Me
parece que sí, por lo menos en quince minutos. ¿Tienen las acciones en su
poder?
Doris
se sintió decepcionada, mientras Martin explicaba que ellos pensaban usar ese
dinero para comprar las acciones.
-Bueno,
eso es algo diferente, ¿no le parece? Yo me temo que en esa condición el
préstamo sea imposible... a menos que ya tengan en su poder acciones en
cantidad suficiente. No hace falta que sean de American Telephone.
Cualquiera que se cotice en la bolsa...
-Usted
no me entiende -insistió Martin, mirando el reloj de la pared-. Tenemos que
comprar esas acciones antes de las dos.
-Supongo
que tienen buen motivo para ello. Pero no podemos ayudarlos.
-¡Piojo
repelente! -dijo Martin cuando estuvieron en la calle-. Apesta. Todo el Chase
Manhattan apesta. Tienes un amigo en el Chase Manhattan y es como si
tuvieses un enemigo. ¿Sabes qué es lo que me gustaría hacer? Subir allá a esa
ventana y asaltarlos, eso es lo que me gustaría.
Tampoco
el First National City ni el Chemical New York se mostraron más
generosos y de igual manera Merrill Lynch se negó a abrir una cuenta con
una compra de esa importancia el primer día. A la una y cuarenta y cinco
estaban de vuelta en la oficina de Smith, Haley y Penderson insistiendo
otra vez ante Frank Gibson.
-Tengo
una tarea que cumplir -les dijo Gibson-. Quizá no me crean. pero estar
encargado de atender clientes es un trabajo como cualquier otro. No me
dificulten las cosas, déjenme cumplir mi tarea.
-Son
las dos menos cuarto -le dijo Martin.
-¡Oh,
Jesús! Enséñale el maldito Wall Street Journal -exclamó Doris.
-¿Porqué
no te mueres?
-¿Por
qué no tienes un poco de talento? Son las dos menos diez. Enséñale el diario.
Martin
sacó el diario y lo empujó hacia Gibson.
-Ahí
tienes el Wall Street Journal de mañana. Todas las cotizaciones de
bolsa... completas, con los cierres de hoy.
-Ustedes
dos están locos. ¿Qué pretenden que haga? ¿Que arme un escándalo? ¿Que llame a
la policía?
-Mira
la fecha sencillamente. ¿Estoy pidiendo demasiado? ¡Dios Santo! Si yo me
estuviese ahogando, ¿alargarías una mano. para ayudarme? Lo que te pido es que
mires la fecha.
-Está
bien, miro la fecha -Gibson tomó el diario y se fijó. Después clavó la vista en
el dato. Volvió la página y finalmente miró la fecha de la última página.
Entonces abrió el diario.
-Martin,
¿de dónde has sacado esto?
-Ahora
me crees. Ahora Martin no es un piojoso inmundo. Ahora Martin vuelve a ser tu
ex compañero de clase. ¿Comprarás las malditas acciones?
-Martin,
no puedo. Aun cuando creyera que este diario no fuese una superchería...
-¡Superchería!
¿Sabes que...?
Su
voz se perdió. Gibson estaba mirando las noticias de la pantalla del frente de
la oficina, donde de pronto vio que los directores de American Telephone
habían decidido entregar dos acciones por cada una de las existentes, una vez
que fuese aprobado por los accionistas.
-¿Comprarás
las acciones? -preguntó plañidero Martin-. ¡Oh, Dios mío! ¿Harás el favor de
comprar las acciones?
-No
puedo, Martin.
-Ya
han subido dos puntos -dijo Doris-. ¿Por qué no me mato? No, podría haberme
tirado bajo un tren subterráneo o hacer una cosa parecida. No, señor. Tuve que
casarme con Chesell.
A
las dos, cuando cerró la bolsa, American Telephone estaba cuatro puntos
por encima de su precio de apertura. A las cuatro y cuarto, los Chesell
tuvieron una de sus pequeñas peleas. Si no hubiera sido por lo agotados que se
sentían después de tanto trajín, podría haber sido una pelea mayúscula. Tal
como ocurrieron las cosas, no hubo nada físico, apenas unas cuantas
recriminaciones: una discusión en que una palabra llevaba a otra. Doris inició
el altercado diciendo:
-Cáete
muerto... y nada más.
-Con
tal de que entiendas que el sentimiento es mutuo.
-¡Estupendo!
Y yo también he sentido eso, precioso. Las palabras no pueden reflejar lo que
siento hacia ti. Me asqueas. Además me revuelves el estómago. También
apestas... y ahora he decidido hacer una siesta. De manera que puedes irte de
aquí.
Martin
se fue al living room y ella cerró con un portazo. En ese momento
golpearon suavemente a la puerta del departamento. Martin abrió y era el
diablo.
-Saludos,
amigo -dijo haciendo gala de buen carácter.
-¡Sí
que tiene usted una desfachatez! -exclamó Martin-. ¡Miserable hijo de perra!
Después de lo que me ha hecho. se atreve a volver...
-¿Qué
es lo que he hecho? Martin, Martin, entiendo que esté enojado, pero esa manera
impulsiva de hablar no viene a cuento.
-Usted
me enredó.
-Muchacho,
Martin -dijo el diablo benévolamente-, ¿hicimos o no hicimos un trato honesto,
una especie de trueque, mercadería dada, mercadería entregada? ¿No fue así?
-Usted
sabía lo que iba a pasar.
-¿Y
qué fue sencillamente lo que pasó. Martin? ¡Por qué se enoja de ese modo? Yo le
di el Wall Street Journal de mañana y usted de pronto, pero no
inesperadamente, descubrió que no tenía dinero. Lección número uno: el dinero
llama al dinero. Se aprende con gran facilidad... y se queja.
-Porque
he perdido mi única inmunda oportunidad -dijo Martin-. La única inmunda
oportunidad de mi vida y la he echado a perder. La única oportunidad de
colocarme directamente y la he malgastado.
-¡Martin!
-No,
a usted no le importa. Bueno... en cuanto a mí, puedo decir que estoy harto y
cansado de usted, de manera que váyase. ¡Salga inmediatamente!
-Martin
-dijo el demonio, procurando calmarlo.
-¡Fuera!
-¡Caramba,
Martin!
-¿Y
usted pretende decirme que no sabía lo que iba a ocurrir?
-Martin,
claro que yo sabía lo que iba a ocurrir. Hace mucho tiempo que practico este
juego. Y la gente es tan desdichadamente predecible. Pero lo que pasó hoy
carece de importancia.
-¿Carece
de importancia?
-No
tiene ninguna absolutamente. Lo verdaderamente importante es que me vendió su
alma. Eso es lo que en realidad ha sucedido. ¿Riquezas? No hay problema.
Riqueza, poder, éxito... ningún problema, Martin. Todo sigue. Una vez que me ha
vendido su alma, todo lo demás es suyo... todo, Martin. Querido muchacho, se
pone triste, se pone tan mórbido... Anímese. El Wall Street Journal, ¿a
quién le hace falta? ¿Quiere un dato secreto para mañana Cimeron Lead... cuatro
dólares por acción. Cerrará en siete. Compre unas pocas acciones, dinero
pequeño, pero compre algo.
-¿Con
qué? -preguntó amargado Martin.
-Con
dinero, mi querido Martin. Dinero hay donde quiera que dirija su mirada. Por
ejemplo, tiene una póliza de seguro de vida sobre su mujer, ¿no es así?
-Los
dos nos hemos asegurado, uno a favor del otro, por veinte mil dólares.
-Una
linda suma para empezar, Martin. Con menos se han iniciado fortunas. Y a usted,
además, no le gusta ella en absoluto, ¿no es verdad?
-¿Por
qué no quiso hacer trato por el alma de ella esta mañana? -preguntó Martin de
pronto.
-Querido
Martin, el alma de Doris no vale nada. En los cinco años de matrimonio, usted
se la ha estropeado tanto que ya nada vale. Usted tiene un talento
extraordinario para la destrucción, Martin. El alma de su mujer es como si no
existiese, y no resulta muy agradable vivir a su lado, ¿no es verdad, Martin?
Martin
asintió con un movimiento de cabeza.
-Y
hoy está tan decaída... Debe resultar comprensible que sea capaz de tirarse por
la ventana de un piso undécimo. ¡Pobre mujer! Pero algunas ganan y otras
pierden, Martin.
-Yo
no cobraría el seguro hasta dentro de diez días -dijo Martin.
-Ha
pensado muy bien. Eso me gusta. Ahora está usando la cabeza, muchacho.
Tranquilícese. Tengo un dato mejor para la semana que viene. Datos,
oportunidades, licor bueno, comida sabrosa, mujeres que no se quejan, y dinero,
mucho dinero. Querido Martin, ¿por qué titubeas?
Martin
entró en el dormitorio, cerrando la puerta detrás de él. Se percibieron ruidos
de una breve reyerta, y luego un chillido prolongado y espantoso. Cuando Martin
salió del dormitorio, el diablo lanzó un suspiro y dijo:
-¡Pobre
muchacho!
Va
a sentirse muy decaído esta noche. Tenemos que cenar juntos. Yo lo invito, por
supuesto. Y para consolarlo...
Sacó
de un bolsillo interior un ejemplar muy bien doblado del Wall Street Journal.
-El
del miércoles que viene. De hoy en diez días -le dijo.
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