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Howard Fast - El Wall Street Journal de mañana



Tomorrow´s Wall Street Journal, © 1970. Traducido por Manuel Barberá en El general derribó a un ángel, relatos de Howard Fast, Colección Azimut de Ciencia Ficción, Intersea SAIC, 1975.

Exactamente a las 8:45 de la mañana, llevando un ejemplar del Wall Street Journal del día siguiente bajo su brazo, el diablo llamó a la puerta del departamento de Martin Chesell. El diablo era un comerciante de relativa edad y bastante apuesto, vestido con un traje de piel de tiburón color gris de doscientos dólares, zapatos de cuarenta y cinco dólares, una camisa hecha a medida y una corbata de seda italiana color gris metálico de veinticinco dólares. Usaba un sombrero de cuarenta dólares, que se quitó ceremoniosamente al abrirse la puerta.
Martin Chesell, que vivía en el piso undécimo de uno de esos altos edificios de departamentos que aparecían como hongos en la Segunda Avenida durante las décadas del setenta y del ochenta, vestía pantalones y una camisa, ninguno de los cuales mostraba ser de linaje o de precio. Su esposa, Doris, acababa de decirle:
-¿Qué clase de loco puede ser a esta hora? Será mejor que observes por la mirilla.
-Te vas a llevar una gran sorpresa -contestó mientras miraba por la mirilla.
Era hombre que conocía cuándo una corbata y una camisa eran buenas con sólo verlas. Martin Chesell abrió la puerta y preguntó al diablo qué deseaba.
-Yo soy el diablo -contestó éste cortésmente-. Y vengo aquí a hacer un trato por el Wall Street Journal de mañana.
-Lárguese de aquí, farsante -dijo Martin disgustado-. El hospital está del otro lado del río, a seis cuadras de aquí. Vaya a pedir que lo internen.
-Yo soy el diablo -insistió el diablo-. Soy realmente el diablo, lo juro por mi honor.
Luego empujó a Martin a un lado y entró en el departamento, pues tenía algo más de fuerza que el común de la gente.
-¿Quién es, Martin? -gritó su esposa, y acudió para ver. Estaba vestida para salir a su empleo en la casa Bonwit, donde vendía vestidos hasta que los pies se le cansaban -todos los días cerca de las cuatro y veinte- y en el curso de una jornada veía tantas caras como para reconocer por el olor simplemente al diablo cuando lo tuvo cerca.
-Pregúntele a su esposa -dijo el diablo afablemente.
-No me extrañaría -dijo Doris-. ¿Qué viene usted a ofrecer, señor?
-El Wall Street Journal de mañana -repitió amablemente el diablo-. Lo que desean y sueñan todos.
-Es una frase remanida -dijo Mattin Chesell-. Se la ha usado hasta el cansancio. No sólo se ha escrito una docena de malas historias acerca de eso, sino que el New Yorker publicó un dibujo sobre el mismo tema. Un vagabundo viejo y cansado baja la vista y junto a sus pies tiene el Wall Street Journal del día siguiente.
-De ahí saqué yo la idea -asintió muy decididamente el diablo. Fundamentalmente, soy conservador, pero no es posible seguir eternamente con lo mismo de siempre, ¿sabe? Penetró con paso ágil. en la sala de estar, mirando fugazmente al dormitorio con su cama deshecha. y midiendo con otra mirada los muebles baratos y de mal gusto, después de lo cual extendió el diario en la mesa. Martin y Doris lo siguieron y miraron la fecha.
-En la calle cuarenta y ocho hay una imprenta donde hacen esos titulares -dijo Doris dándoselas de sabihonda.
-¡Ah! ¿Y las páginas interiores también? -el diablo pasaba hojas.
-¿Podría usted dejarme que mire la última página? -dijo Martin.
-¡Ah! Eso cuesta dinero.
-Señor, váyase. El diablo no existe y usted no es más que un loco. Mi esposa tiene que ir a trabajar.
-¿Pero usted no? Usted no tiene empleo. Son felices, pero ¿qué puede hacer un demonio para demostrar su identidad? ¿Enseñar mi registro de conductor? ¿O esto?
Puntos azules de fuego danzaban en sus uñas.
-¿O esto? -y en la frente del diablo aparecieron dos cuernos, que brillaron durante un momento y se desvanecieron después.
-¿O esto?
Alargó un dedo índice y un pulgar y entre ellos apareció súbitamente una antigua moneda de oro de veinte dólares. Se la tiró a Martin, quien la tomó en el aire y la examinó cuidadosamente.
-No me venga con esos ardides -dijo el diablo-. Mire dentro de su propio corazón si duda de mí, muchacho. ¿Hacemos trato? Yo vendo -usted compra- un ejemplar del Wall Street Journal de mañana. ¿De acuerdo?
-¿Cuál es el precio? -interrogó Doris, con comercial precisión, yendo directamente al asunto, mientras su marido, pasmado, seguía mirando la moneda.
-El precio corriente. Es un precio que no cambia nunca. Un alma humana.
-¿Por qué? -dijo vivazmente Martin, alargando la moneda.
-Guárdela, hijo mío -le dijo el diablo.
-¿Por qué un alma humana? ¿Qué hace usted con ellas? ¿Las colecciona? ¿Les pone marco?
-Tienen sus aplicaciones, oh sí. realmente. Sería larga y complicada la explicación. pero nosotros les concedemos gran valor.
-Yo no creo tener alma -dijo bruscamente Martin.
-¿Entonces qué pierde usted al vendérmela? Vender lo que no tiene sin estafar al comprador es un excelente negocio, Martin... todo ganancias y nada de pérdidas.
-Yo le venderé la mía -dijo Doris.
-¡Oh! ¿Me la vendería? Pero no sirve.
-¿Por qué no?
-Sencillamente porque no sirve -dijo él y miró la hora en su reloj, un hermoso reloj de bolsillo de oro y con unos pequeños duendecillos que se arrastraban por toda la superficie-. ¿Sabe una cosa? No dispongo de todo el tiempo en el mundo. Debe usted decidirse.
-¡Por amor de Dios! -dijo Doris-. Véndele tu maldita alma. ¿O hemos de pasar el resto de nuestras vidas en esta inmunda ratonera de tres habitaciones? Porque si eso es lo que va a ocurrir, tú vivirás solo, querido Martin. Estoy harta de verte sentado en un lado u otro mientras yo me mato trabajando. Tesoro mío, tú eres quien pierde y es posible que ésta sea tu última oportunidad.
-¡Una mujer extraordinaria! -dijo el diablo encantado Tiene bien puesta la cabeza, Martin.
-¿Como puedo saber...?
-Martin, Martin, ¿qué es lo que tienes que perder?
-Mi alma.
-De cuya existencia dudas con motivo. Vamos. Martin...
-¿Cómo?
-Es anticuado, pero sencillo. Aquí tengo el contrato, todo muy explícito y legal. Léalo. Un pinchacito, una gota de sangre sobre su firma y el Wall Street Journal de mañana será suyo.
Martin Chesell leyó el contrato. Como por magia, en la mano del diablo apareció un alfiler. Un pinchazo en un pulgar y de él salió una gota de sangre que cayó sobre la firma.
-Todo lo cual hace que sea muy legal y que deba cumplirse -agregó el diablo, sonriendo y entregando el papel a Martin. Doris se olvidó de su empleo y Martin se olvidó de su alma, y abrieron el diario con manos temblorosas, pasando a la penúltima página, donde aparecen las cotizaciones de la bolsa de Nueva York y examinaron la lista. El diablo observó todo plácidamente divertido, hasta que de pronto Martin giró sobre sus talones y exclamó:
-¡Cretino! Este es un día fatal. Todos los valores están en baja.
-No tanto, Martin, no tanto -replicó el diablo tratando de apaciguarlo-. Nunca está todo bajo. Algunas acciones están altas, otras están bajas. Reconozco que no es el día más inspirado, pero hay una o dos sorpresas. Mire las de la antigua "Mother Bell".
-¿Cuál?
-American Telephone -dijo el diablo-. Mírela, Martin.
Martin miró.
-Ha subido cuatro puntos -dijo con voz baja-. Esto no tiene sentido en absoluto. American Telephone no ha subido cuatro puntos en un día desde que Alexander Graham Bell inventó el teléfono.
-Sí, ha subido, Martin. En realidad, sí. Puede ver que hasta las dos del día de hoy oscilará más o menos en la misma forma de siempre, y que entonces, a las dos en punto, la gerencia anunciará la entrega de dos acciones por cada una de las actuales. Sí, Martin, sí, dos por una. Lea nuevamente esos precios y verá que alcanzan un máximo de cinco dólares con setenta y cinco centavos por encima del precio de las dos en punto, aun cuando al cerrar sólo estén con cuatro puntos de ventaja. De manera, Martin, que ya ve; si vende al máximo, puede ganar limpios cinco dólares o algo más, la cual es un beneficio espléndido para un negocio tan rápido. No hay ninguna razón por la cual no sea muy rico antes de que termine el día. NInguna razón en absoluto.
-¡Martin! -gritó Doris-. Vamos a hacer el negocio. Lo haremos, Martin. Esto es enorme, la gran manzana roja que hemos esperado tanto tiempo. ¡Oh, Martin! ¡Te amo, te amo, te amo!
El demonio miró complacido, se puso el sombrero de cuarenta y cinco dólares y se fue. Apenas si notaron ellos que había desaparecido, tan ansiosamente pensaban en la forma adecuada de vestirse para ganar un millón. Doris hizo el nudo de la corbata de Martin, cosa que no hacIa desde mucho tiempo atrás. Martin expresó su admiración por el vestido que ella se puso y con toda calma se declaró de acuerdo cuando ella le dijo vivazmente:
-Guarda ese diario en un bolsillo interior. Que nadie lo vea... y fíjate bien que digo nadie.
-Tienes mucha razón, tesoro.
-Martin, ¿qué vamos a ganar? Cinco dólares por acción, ¿no es eso?
-Eso es, mi vida. Podríamos comprar veinticinco mil acciones... o sea cuatrocientos mil dólares, mi amor. Cien mil dólares, cien mil verdes dólares.
-Martin, ¿te has vuelto loco? Esta es la única, la única y verdadera oportunidad, y tú hablas de cien mil dólares. No, compramos doscientas mil acciones y de esa manera ganamos medio millón. Medio millón de dólares, Martin. Limpios y hermosos dólares.
-Está bien, nena. Pero no estoy seguro de que se puedan comprar cien mil acciones de una compañía como American Telephone and Telegraph sin influir en el precio. Si nosotros hacemos que suba...
-Martin, nosotros no podemos hacer que el precio suba.
-¿Cómo lo sabes? ¿A qué se debe que te consideres un genio tan grande en cuestiones financieras?
-Martin, es posible que yo no sepa una sola palabra acerca de la bolsa, pero sé a cuánto van a cerrar hoy. Querido, ¿no lo ves? Tenemos el WaIl Street JournaI de mañana. Lo sabemos. Por muchas acciones que compres de esa compañía, la cotización se mantendrá fija hasta eso de las dos y entonces subirá cinco dólares con setenta y cinco centavos. ¿No fue eso lo que .dijo?
Martin abrió el diario y se concentró en su lectura.
-¡Exacto! -exclamó triunfalmente-. Aquí dice justamente eso: no hubo variación ninguna hasta las dos de la tarde y desde ese momento ¡arriba!
-De manera que podríamos comprar doscientas mil acciones tranquilamente y ganar un millón.
-¡Tienes razón, muchacha! ¡Tienes mucha razón!
-Doscientas mil acciones, pues... ¿Es así, Martin?
-Sí, niña, te oigo bien.
Tomaron un taxi para ir al centro, a la oficina de corredores de bolsa de Smith, Haley y Penderson, sita en la calle 53. Cuando se tiene, se gasta.
-¿Almorzaremos hoy en el Cuatro Estaciones? -le preguntó Doris.
-Muy bien pensado, querida. Muy bien pensado.
Los ricos son felices. Cuando él y Doris se acercaban al escritorio de Frank Gibson, su aplomo y su placer eran contagiosos. Frank Gibson había sido condiscípulo de facultad de Martin y había ejercido la supervisión de algunas desdichadas operaciones de bolsa, y aunque no consideraba a Martin uno de sus clientes más importantes, los recibió sonriendo y diciéndoles que era una alegría verlos.
-A los dos -agregó-. ¿Tienes el día libre, Doris?
Doris dio a entender que los días libres eran lo que menos le preocupaba en ese momento, y Martin esbozó su propósito con aquel sentido seguro, y superior que tiene siempre quien compra acciones en cantidad. Pero en vez de saltar de alegría, Gibson lo contempló preocupado.
-Siéntense, por favor -dijo.
Se sentaron.
-Si te he entendido bien, Martin. quieres comprar doscientas mil acciones de American Telephone. Te estás burlando de mí.
-No, hablamos completamente en serio.
-Aunque hables en serio, te burlas de mí, Martin. Esa clase de bromas... bueno, no gustan a algunos. Hay quienes se enojan.
-Mira, Frank -dijo Martin-, tú eres corredor de bolsa. Eres un hombre que atiende clientes. Yo soy un cliente. Vengo a comprar y tu me dices cortésmente que me vaya de paseo.
-Martin -contestó Gibson pacientemente-, esa cantidad de acciones de American Telephone equivale a más de diez millones de dólares. Esto significaría que tú debes tener por lo menos seis millones, un poco más o un poco menos, como respaldo. ¿.De qué serviría seguir hablando? De modo que puedes ir con tu chiste a cualquier otro lugar.
-¿Quieres decir que no aceptas mi pedido?
-¡Martin, Martin! Ninguno aceptará tu pedido. Porque debes estar mal de la cabeza para hablar siquiera de esa manera siendo así que yo sé que entre tú y Doris pueden tener quizá... veinte centavos.
-¡Es muy feo lo que dices!
-¡Pero es verdad!
-¡Por amor de Dios, Martin! -lo interrumpió Doris-. Háblale con claridad y haz el negocio de una vez. Te explicaré lo que pasa, Frank. Tenemos información confidencial de que las acciones de Telephone van a subir cinco puntos esta tarde.
-A las dos anunciarán un aumento del caudal accionario, lo cual se cumplirá.
-¿Cómo lo saben?
-Lo sabemos.
-No lo sabe nadie. Hace meses que circula ese rumor. Las acciones de Telephone constituyen el grupo más rebelde a las infiltraciones que hay en el mercado. Tú estás pidiendo lo que puede ser la venta total de un día, y esta firma no podría sostener esa operación ni por un momento. Está fuera de toda razón.
-¿Quieres decir que no me vas a vender las acciones?
-Cien acciones de Telephone... sí, por supuesto. Tienes cuenta en esta casa. Compra cien acciones. No seas avaro.
Salieron airosamente de la oficina sin esperar a que Gibson terminase de hablar. El paso siguiente fue visitar al hermano de Doris, que era abogado y vivía espléndidamente bien con su profesión y podría haber seguido viviendo así de no haber visto nuevamente a Martin Chesell.
-¿Me pides que te salga de garante por un crédito de seis millones de dólares? Estás bromeando.
-No estoy bromeando. Hablo muy en serio -replicó Martin, pensando para sus adentros que aquel hombre era un hijo de mala madre y no conocería placer mayor que despedirlo con caras destempladas el día en que viniese a pedirle algo. Sería nada más que cuestión de tiempo.
-¿Puedo preguntar para qué? -dijo el cuñado.
-Para hacer una inversión en la bolsa -contestó Martin-. Estoy desesperado. Son las once. Esta es la primera gran oportunidad que tengo en mi vida. Hazme ese favor -suplicó-, ¿o es que quieres que te lo pida de rodillas?
-Sería una posición interesante para un ganso como tú -dijo .el cuñado-. Yo te saldría de garante con todo placer por setenta y cinco centavos, Martin. Por un dólar entero te digo desde ya que no.
-Es posible que seas mi hermano -dijo Doris-, pero para mí eres una porquería.
Eran las once y media cuando llegaron a la sucursal del Chase Manhattan en la parte superior de la avenida Madison. Martin había sido compañero de estudios del hijo del gerente, y luego de haberse presentado a sí mismo y presentado a Doris, el hombre escuchó atentamente.
-Por supuesto, sería para nosotros una satisfacción facilitarle el dinero -manifestó-. La cantidad que desee, siempre que ofrezca una garantía aceptable.
-¿Serían garantía suficiente las acciones de American Telephone? -preguntó ansiosamente Doris.
-De lo mejor que existe. Y creo que hasta podríamos llegar a facilitarles el ochenta por ciento del valor de bolsa.
-¡Ya ves, Martin! -exclamó Doris-. Yo sabía que haríamos el negocio. ¿Podemos conseguir el dinero inmediatamente?
-Me parece que sí, por lo menos en quince minutos. ¿Tienen las acciones en su poder?
Doris se sintió decepcionada, mientras Martin explicaba que ellos pensaban usar ese dinero para comprar las acciones.
-Bueno, eso es algo diferente, ¿no le parece? Yo me temo que en esa condición el préstamo sea imposible... a menos que ya tengan en su poder acciones en cantidad suficiente. No hace falta que sean de American Telephone. Cualquiera que se cotice en la bolsa...
-Usted no me entiende -insistió Martin, mirando el reloj de la pared-. Tenemos que comprar esas acciones antes de las dos.
-Supongo que tienen buen motivo para ello. Pero no podemos ayudarlos.
-¡Piojo repelente! -dijo Martin cuando estuvieron en la calle-. Apesta. Todo el Chase Manhattan apesta. Tienes un amigo en el Chase Manhattan y es como si tuvieses un enemigo. ¿Sabes qué es lo que me gustaría hacer? Subir allá a esa ventana y asaltarlos, eso es lo que me gustaría.
Tampoco el First National City ni el Chemical New York se mostraron más generosos y de igual manera Merrill Lynch se negó a abrir una cuenta con una compra de esa importancia el primer día. A la una y cuarenta y cinco estaban de vuelta en la oficina de Smith, Haley y Penderson insistiendo otra vez ante Frank Gibson.
-Tengo una tarea que cumplir -les dijo Gibson-. Quizá no me crean. pero estar encargado de atender clientes es un trabajo como cualquier otro. No me dificulten las cosas, déjenme cumplir mi tarea.
-Son las dos menos cuarto -le dijo Martin.
-¡Oh, Jesús! Enséñale el maldito Wall Street Journal -exclamó Doris.
-¿Porqué no te mueres?
-¿Por qué no tienes un poco de talento? Son las dos menos diez. Enséñale el diario.
Martin sacó el diario y lo empujó hacia Gibson.
-Ahí tienes el Wall Street Journal de mañana. Todas las cotizaciones de bolsa... completas, con los cierres de hoy.
-Ustedes dos están locos. ¿Qué pretenden que haga? ¿Que arme un escándalo? ¿Que llame a la policía?
-Mira la fecha sencillamente. ¿Estoy pidiendo demasiado? ¡Dios Santo! Si yo me estuviese ahogando, ¿alargarías una mano. para ayudarme? Lo que te pido es que mires la fecha.
-Está bien, miro la fecha -Gibson tomó el diario y se fijó. Después clavó la vista en el dato. Volvió la página y finalmente miró la fecha de la última página. Entonces abrió el diario.
-Martin, ¿de dónde has sacado esto?
-Ahora me crees. Ahora Martin no es un piojoso inmundo. Ahora Martin vuelve a ser tu ex compañero de clase. ¿Comprarás las malditas acciones?
-Martin, no puedo. Aun cuando creyera que este diario no fuese una superchería...
-¡Superchería! ¿Sabes que...?
Su voz se perdió. Gibson estaba mirando las noticias de la pantalla del frente de la oficina, donde de pronto vio que los directores de American Telephone habían decidido entregar dos acciones por cada una de las existentes, una vez que fuese aprobado por los accionistas.
-¿Comprarás las acciones? -preguntó plañidero Martin-. ¡Oh, Dios mío! ¿Harás el favor de comprar las acciones?
-No puedo, Martin.
-Ya han subido dos puntos -dijo Doris-. ¿Por qué no me mato? No, podría haberme tirado bajo un tren subterráneo o hacer una cosa parecida. No, señor. Tuve que casarme con Chesell.
A las dos, cuando cerró la bolsa, American Telephone estaba cuatro puntos por encima de su precio de apertura. A las cuatro y cuarto, los Chesell tuvieron una de sus pequeñas peleas. Si no hubiera sido por lo agotados que se sentían después de tanto trajín, podría haber sido una pelea mayúscula. Tal como ocurrieron las cosas, no hubo nada físico, apenas unas cuantas recriminaciones: una discusión en que una palabra llevaba a otra. Doris inició el altercado diciendo:
-Cáete muerto... y nada más.
-Con tal de que entiendas que el sentimiento es mutuo.
-¡Estupendo! Y yo también he sentido eso, precioso. Las palabras no pueden reflejar lo que siento hacia ti. Me asqueas. Además me revuelves el estómago. También apestas... y ahora he decidido hacer una siesta. De manera que puedes irte de aquí.
Martin se fue al living room y ella cerró con un portazo. En ese momento golpearon suavemente a la puerta del departamento. Martin abrió y era el diablo.
-Saludos, amigo -dijo haciendo gala de buen carácter.
-¡Sí que tiene usted una desfachatez! -exclamó Martin-. ¡Miserable hijo de perra! Después de lo que me ha hecho. se atreve a volver...
-¿Qué es lo que he hecho? Martin, Martin, entiendo que esté enojado, pero esa manera impulsiva de hablar no viene a cuento.
-Usted me enredó.
-Muchacho, Martin -dijo el diablo benévolamente-, ¿hicimos o no hicimos un trato honesto, una especie de trueque, mercadería dada, mercadería entregada? ¿No fue así?
-Usted sabía lo que iba a pasar.
-¿Y qué fue sencillamente lo que pasó. Martin? ¡Por qué se enoja de ese modo? Yo le di el Wall Street Journal de mañana y usted de pronto, pero no inesperadamente, descubrió que no tenía dinero. Lección número uno: el dinero llama al dinero. Se aprende con gran facilidad... y se queja.
-Porque he perdido mi única inmunda oportunidad -dijo Martin-. La única inmunda oportunidad de mi vida y la he echado a perder. La única oportunidad de colocarme directamente y la he malgastado.
-¡Martin!
-No, a usted no le importa. Bueno... en cuanto a mí, puedo decir que estoy harto y cansado de usted, de manera que váyase. ¡Salga inmediatamente!
-Martin -dijo el demonio, procurando calmarlo.
-¡Fuera!
-¡Caramba, Martin!
-¿Y usted pretende decirme que no sabía lo que iba a ocurrir?
-Martin, claro que yo sabía lo que iba a ocurrir. Hace mucho tiempo que practico este juego. Y la gente es tan desdichadamente predecible. Pero lo que pasó hoy carece de importancia.
-¿Carece de importancia?
-No tiene ninguna absolutamente. Lo verdaderamente importante es que me vendió su alma. Eso es lo que en realidad ha sucedido. ¿Riquezas? No hay problema. Riqueza, poder, éxito... ningún problema, Martin. Todo sigue. Una vez que me ha vendido su alma, todo lo demás es suyo... todo, Martin. Querido muchacho, se pone triste, se pone tan mórbido... Anímese. El Wall Street Journal, ¿a quién le hace falta? ¿Quiere un dato secreto para mañana Cimeron Lead... cuatro dólares por acción. Cerrará en siete. Compre unas pocas acciones, dinero pequeño, pero compre algo.
-¿Con qué? -preguntó amargado Martin.
-Con dinero, mi querido Martin. Dinero hay donde quiera que dirija su mirada. Por ejemplo, tiene una póliza de seguro de vida sobre su mujer, ¿no es así?
-Los dos nos hemos asegurado, uno a favor del otro, por veinte mil dólares.
-Una linda suma para empezar, Martin. Con menos se han iniciado fortunas. Y a usted, además, no le gusta ella en absoluto, ¿no es verdad?
-¿Por qué no quiso hacer trato por el alma de ella esta mañana? -preguntó Martin de pronto.
-Querido Martin, el alma de Doris no vale nada. En los cinco años de matrimonio, usted se la ha estropeado tanto que ya nada vale. Usted tiene un talento extraordinario para la destrucción, Martin. El alma de su mujer es como si no existiese, y no resulta muy agradable vivir a su lado, ¿no es verdad, Martin?
Martin asintió con un movimiento de cabeza.
-Y hoy está tan decaída... Debe resultar comprensible que sea capaz de tirarse por la ventana de un piso undécimo. ¡Pobre mujer! Pero algunas ganan y otras pierden, Martin.
-Yo no cobraría el seguro hasta dentro de diez días -dijo Martin.
-Ha pensado muy bien. Eso me gusta. Ahora está usando la cabeza, muchacho. Tranquilícese. Tengo un dato mejor para la semana que viene. Datos, oportunidades, licor bueno, comida sabrosa, mujeres que no se quejan, y dinero, mucho dinero. Querido Martin, ¿por qué titubeas?
Martin entró en el dormitorio, cerrando la puerta detrás de él. Se percibieron ruidos de una breve reyerta, y luego un chillido prolongado y espantoso. Cuando Martin salió del dormitorio, el diablo lanzó un suspiro y dijo:
-¡Pobre muchacho!
Va a sentirse muy decaído esta noche. Tenemos que cenar juntos. Yo lo invito, por supuesto. Y para consolarlo...
Sacó de un bolsillo interior un ejemplar muy bien doblado del Wall Street Journal.
-El del miércoles que viene. De hoy en diez días -le dijo.




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