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Howard Fast - La mente de Dios



—¿Cómo se siente? —me preguntó Greenberg.
—Bien. Como el diablo. Asustado. Un poquito enfermo, abombado, siento también un vacío en el estómago. Descompuesto. Me parece que podría vomitar cuando se me ocurriera. Pero sobre todo, asustado. Bien, por otra parte.
—Muy bien.
—¿Por qué muy bien?
—Porque sabe perfectamente cómo se siente. Eso es muy importante en este momento. Si me dijera que está inspirado por nobles resolu­ciones y que no tiene miedo, me preocuparía.
—Yo estoy preocupado —le dije—. Muy preocu­pado.
—No hay ningún contrato, nada que lo obli­gue de ninguna manera —dijo lentamente Zvi Leban, sin quitarme sus fríos ojos azules de encima. No podía verlo como al brillante físico, tan a menudo comparado con Einstein y Fermi, que había ganado el Premio Nobel. Para mí era un israelí, de la clase que respeto pero que no tiene mis simpatías, un hombre frío como el hielo y dueño de una voluntad impla­cable que no tiene nada que ver con el valor ni la cobardía, sino que es pura resolución.
—La puerta está abierta.
—Zvi, termina con eso —dijo con tranquilidad el doctor Goldman.
—Está bien —dijo Greenberg. Greenberg era muchas cosas: médico psiquiatra, físico, filóso­fo, hombre de negocios. Era un hombre gordo y bonachón, con cara de luna, de sesenta y un años, que nunca alzaba la voz ni se enojaba—. Está bien. Tiene que enfrentarse con todo ahora, con su miedo, sus esperanzas, sus reso­luciones, y también con la puerta abierta. Con el hecho que puede irse y que nadie le va a recriminar nada. Eso lo entiende, ¿no, Scott?
—Lo entiendo.
—No tenemos secretos. Un proyecto como éste no tendría sentido y sería inmoral si tuvié­ramos secretos entre nosotros. A lo mejor lo mismo es inmoral, pero temo haber perdido contacto con eso que los demás hombres lla­man moralidad. Nos pasamos siete años tratan­do de encontrar el alma, y luego llegamos a nuestra decisión. Ya eso ha terminado. Usted fue mi amigo, sigue siendo mi amigo. Lo traje a esto desde el comienzo, y luego usted se colocó en el mismo centro. Zvi estaba en contra de usted, como sabe. El pensaba que debía ser un judío. Goldman y yo no opinábamos igual que él, y Zvi respetó nuestra decisión.
—Me gustaría cerrar la puerta —dije—. No ha­bría venido hoy si no estuviera decidido. Lo estoy. Le dije a Zvi que no tenía ningún odio. Me he desprendido del odio. Tenía que decir la verdad acerca de eso. Zvi lo considera una falta de resolución.
—No se volvió a casar —dijo Goldman.
—No sé qué quiere decir.
—Esta discusión no tiene sentido ahora —dijo Zvi—. Scott sigue adelante con la idea. Es un hombre valiente, y me gustaría estrecharle la mano.
Lo hizo con gran formalidad.
—¿Desea hacer algunas preguntas? —pregun­tó Goldman—. Tenemos una hora. —Era un hom­bre delgado, de una brillantez incisiva. Tenía un cáncer maligno imposible de operar. Le quedaba un año de vida, pero su muerte inminente sólo lo impulsaba a sentir curiosidad y una incierta tristeza. Eran, por cierto, tres hom­bres muy particulares.
—Sí, tengo algunas. He estado pensando últi­mamente en cosas que no se me habían ocurri­do antes. No sé si debo hacer preguntas en este momento.
—Por supuesto que debe hacerlo —dijo Gold­man—. Ya bastantes dudas tiene. Si puede acla­rar algunas, mucho mejor.
—Pues bien, he estado pensando en aspecto matemático, y no entiendo nada, por lo que creo que una hora no es suficiente.
—No.
—Uno trata de ver todo en imágenes. Supongo que los matemáticos nunca hacen eso.
—Algunos sí, otros no —dijo Zvi, sonriendo por primera vez—. Yo lo he hecho, pero ha obsta­culizado mi trabajo. Por eso dejé de hacerlo. Del mismo modo que no hay palabras para las cosas que no conocemos, tampoco hay imáge­nes para los conceptos que están afuera de nuestra experiencia conceptual.
—¿Específicamente, Scott? —me preguntó Greenberg.
—Se me ocurre, por ejemplo, que este proyec­to no debería tener lugar. No deberíamos estar aquí en este depósito de piedra en Norwalk, Connecticut. No deberíamos haber planeado lo que planeamos. No nos enfrentaríamos a la necesidad de hacerlo.
—Posiblemente.
—En ese caso, ¿correría yo el albur de des­truirlos a ustedes, y con ustedes a miles, quizá millones de seres vivientes?
—Estamos ya —dijo Zvi— en la parte concep­tual y matemática. La respuesta es no, pero no tengo forma de explicarlo.
—¿Se lo puede explicar a usted mismo?
Zvi negó con la cabeza lentamente, y Green­berg dijo:
—Einstein tampoco podía visualizar su propo­sición en la que el espacio podía ser curvo y limi­tado, Scott.
—Pero yo sí puedo visualizar cosas —protesté—. No puedo visualizar cosas tan complicadas como la proposición de Einstein, pero sí que veo veinticuatro horas atrás. Ayer a esta hora estábamos los cuatro aquí, sentados a esta mis­ma mesa. Yo estaba bebiendo whisky con soda. ¿Entonces? ¿Quiere decir que hubo dos yo, idénticos los dos?
—No. Eso sería simplemente ayer.
—¿Y si tuviera una botella de vino en la mano en lugar de un vaso de whisky?
—Entonces propone usted una paradoja —dijo suavemente Goldman—, y entonces cesan de funcionar nuestros poderes de razonamiento. Ésa es la razón por la cual no probamos la má­quina. Mi querido Scott, tanto usted como yo nos enfrentamos a la muerte, que es también una paradoja y un misterio. Somos físicos, ma­temáticos, hombres de ciencia, y hemos descu­bierto ciertas coordenadas, y de ellas hemos desarrollado ciertas ecuaciones. Nuestros sím­bolos funcionan, pero nuestra mente, nuestra visión o nuestra imaginación no podría seguir esos símbolos. Yo puedo pensar en una muerte que es inevitable, la maduración de un tumor maligno que tengo adentro. Usted, que es un hombre más valiente, acepta la posibilidad de la muerte que es su empresa. Pero ninguno de los dos es capaz de comprender qué es lo que nos espera. ¿Se considera un buen cristia­no?
—No especialmente.
—Como yo tampoco puedo considerarme un buen judío, si es que esos términos tienen sen­tido. Pero hace muchos años oí la leyenda de Moisés, que no podía entrar en la tierra prome­tida. Parado junto a él en el Monte Nebo estaba Dios, quien le reveló todo lo que había sucedi­do y todo lo que iba a suceder, el pasado y el futuro... Eso está todo en símbolos. ¿Entiende por qué no podemos aventurarnos a probar la máquina, a trasponerlo hacia atrás ni siquiera un día?
—No.
—En ese caso debe aceptar nuestra palabra, como lo ha hecho hasta ahora.
Me encogí de hombros y asentí.
—¿Alguna otra pregunta, Scott? —me preguntó Greenberg.
—Mil, además de todas las que he hecho an­tes. Tengo miles de preguntas, pero ustedes no tienen las respuestas.
—Ojalá las tuviéramos —dijo Goldman—. Sin­ceramente.
—Bien, sigamos adelante. Primero, el dinero.
Greenberg lo puso sobre la mesa, en peque­ñas pilas.
—Diez mil dólares. Hubiéramos que­rido que fuera más, pero creemos que esto ser­virá para cubrir cualquier contingencia. No fue fácil conseguirlo, créame, Scott. Tuvimos que tocar todas las cuerdas que tenemos en Was­hington, y si alguien dice que no se puede sobornar a los funcionarios de los museos, está equivocado. Pague en efectivo sin dudar. Era el método más común en ese entonces. Hay doscientas libras inglesas, por si acaso.
—¿Por si acaso qué?
—¿Quién sabe? No queremos que tenga que cambiar dinero, y por eso incluimos estas pe­queñas sumas en francos y liras.
—¿Y en marcos?
—Alemanes y austríacos, alrededor de cinco mil dólares de cada uno. Aunque parezca extra­ño, fue más fácil conseguirlos que los dólares. Tenemos nuestros contactos particulares. En realidad, casi todos los marcos fueron propor­cionados por un hombre que tiene alguna idea de lo que estamos haciendo.
—¿Y el revólver?
—Decidimos que no era conveniente. Sabe­mos que en esa época todos llevaban revólver, pero en este caso va a estar más seguro con el cuchillo solamente. Aquí lo tiene. —Puso so­bre la mesa un cuchillo plegable, de mango de nácar—. Tiene cuatro hojas, como se usaba entonces. Use la grande. Está afilada como una navaja.
Zvi me observaba cuidadosamente con los ojos entrecerrados. Abrí el cuchillo de cuatro hojas y probé el filo de la hoja más grande. Sentí alivio porque no me dieran el revólver. Después de todo, probablemente era un mun­do más civilizado que el que habitamos...
Goldman trajo una caja grande de cartón y la puso sobre la mesa.
—Su ropa —explicó, sonriendo como si se disculpara—. Puede empezar a cambiarse ahora. Es sorprendente, pero están bastante en estilo. A lo mejor va a querer conservarlas después.
—Después...
Greenberg esperó, pensativo.
—Nosotros somos ese después. Eso es lo que me enloquece.
—Diga todo lo que quiera, Scott —dijo Green­berg.
—Somos ese después. Eso es todo.
—No piense en eso. No tenemos la mente hecha para lo paradójico.
—Como yo soy, no son ustedes, ni piensan como pienso yo —dijo Goldman.
—¿Citando a Dios?
Goldman sonrió, y de pronto me tranquilicé y empecé a sacarme la ropa.
—Maldito sea, lo envidio —dijo de repente Zvi—. Si no tuviera esta maldita renguera y dos úlceras al duodeno, iría yo mismo. A ningún hombre le han dado está oportunidad antes. Nadie ha tenido esta experiencia. Va a entrar en la mente de Dios.
—Para ser ateos, ustedes son los judíos más religiosos que yo haya conocido.
—Ésa es parte de la paradoja, también —dijo Greenberg—. La etiqueta del traje es Heffner y Kline. Eran unos sastres espléndidos. Tweed irlandés importado, hilado y tejido a mano. En su valija hay otro traje de casimir azul oscuro. Los dos son un poco abrigados para el mes de mayo, pero en aquella época no se usaba el traje tropical. También lleva seis camisas, ropa interior, y todo lo necesario.
Trajo la valija de donde estaba, contra la pa­red, junto al extraño laberinto de caños y alam­bres que habían tardado siete años en cons­truir. Goldman le puso el cuello a la camisa y me la entregó.
—¿Usó alguna vez una camisa como ésta?
—Mi padre las usaba. —Era la primera vez que pensaba en mi padre en muchísimos años, y de repente el recuerdo me abrumó.
—No —dijo Zvi, meneando la cabeza.
—¿Por qué no? —pregunté con desespera­ción—. ¿Por qué no? No me conocería.
—Tampoco lo conocería usted —dijo Zvi—. Se­rá el año 1897. Usted no nació hasta el 1920. ¿Cuántos años tenía cuando usted nació?
—Treinta y seis.
—Entonces en 1897 tendría unos 13 años. ¿Para qué, Scott? —preguntó Greenberg.
—No sé para qué. Que Dios me ayude si sé para qué. ¡Si pudiera verlo, sin embargo!
Goldman se acercó a mí y me ayudó a aboto­narme los dos botones de oro que sostenían el cuello de la camisa.
—Ya está. Permítame que le ponga la corbata, Scott. Sé exactamente cómo va. Observe con cuidado, para que apren­da. Y siga nuestro consejo. Estamos interfi­riendo con un diagrama esquemático, un enor­me diagrama esquemático, y mientras me­nos interfiramos, mejor va a ser. Lo que dijo Zvi hace un rato es verdad: entramos en la mente de Dios. Somos hombres audaces, todos nosotros. También locos, posiblemente. Los que hicieron explotar la primera bomba atómi­ca también eran locos. Develaron un misterio, y el mundo tuvo que pagarlo caro. Nosotros también interferimos con un misterio, y paga­remos un precio. Pero debemos interferir lo menos posible. No debe distraerse de su objeti­vo. No debe hablar con nadie, a menos que sea imprescindible. No debe tocar nada, no debe cambiar nada, excepto eso que nos hemos propuesto. Observe ahora cómo hago el nudo de la corbata. Muy sencillo, ¿no?
Yo era ya dueño de mí mismo y lo único que quería era empezar. Greenberg me ayudó a ponerme el saco.
—Hermoso. No hemos traicionado la tradi­ción de Heffner y Kline. Usted es un caballero bien vestido de la clase alta, Scott. Pruébese el sombrero ahora.
Me dio un sombrero de fieltro que me queda­ba muy bien.
—Era de mi abuelo —dijo con placer—. Enton­ces hacían las cosas para que duraran, ¿no? Ahora escúcheme bien, Scott. Nos quedan diez minutos. Tome la billetera. —Me entregó una billetera muy grande, de cocodrilo, llena de billetes—. Tiene todo lo que necesita: papeles, documentos, lleva el cuchillo, dinero. Cámbie­se los zapatos. Estos son hechos a mano. Hemos pensado en todos los detalles. En la billetera va a encontrar el itinerario completo y detalla­do, en caso que se olvide de algo. Este reloj —agregó, dándome un reloj de bolsillo, magnífi­co, de tapa de oro— perteneció a mi abuelo. Junto con el sombrero. Lo he hecho revisar, y funciona a la perfección.
Terminé de atar los cordones de mis excelen­tes botines, hechos a mano. No iba a tener que domarlos, pues eran muy blandos. Greenberg siguió dándome instrucciones en forma rápida y precisa.
—Tiene exactamente 29 días, 4 horas, 16 mi­nutos y 31 segundos. Exactamente a esa hora después de llegar, debe volver aquí al depósi­to. Entonces lo habremos abandonado tres años antes, y va a estar tan vacío como cuando mi abuelo compró la propiedad hace medio siglo. Dentro de unos minutos voy a marcar sus boti­nes con una pigmentación roja que va a desapa­recer cuando parta. No importa en qué estado de nerviosidad se encuentre cuando regrese, esa pigmentación roja va a estar ahí en el suelo. Cuando vuelva, se coloca en la misma posición. ¿Está claro?
—Perfectamente.
—Se dirige a la estación de ferrocarril, toma el primer tren a Nueva York y compra el pasaje de ida y vuelta para el barco inmediatamente. Desde el momento en que llegue hasta que parta el Victoria, van a pasar dieciocho horas. No se mueva de su camarote. En el viaje hable con la menor cantidad de gente que le sea posi­ble. Alegue mareos, si fuera necesario.
—No voy a tener que fingirme mareado.
—Mejor aún. El barco llegará a Hamburgo, y allí compra un pasaje de primera clase hasta Viena. Eso ya lo sabe, pero lo mismo tiene todas las instrucciones detalladas en la billete­ra. ¿Repasó alemán?
—Hablo alemán bastante bien. Eso ya lo sa­ben. ¿Qué pasa si no puedo volver al depósito a tiempo?
Greenberg se encogió de hombros.
—No lo sabemos.
—¿Sigo viviendo en un mundo en el que mi padre es un niño?
—Siempre la paradoja —dijo Zvi—. No haga eso. Es malo para usted, malo para su mente.
—Mi mente está perfectamente bien —le ase­guré—. Un hombre que está con un pie en el infierno no se preocupa por su mente. Lo que me preocupa es el cuerpo.
—Quedan sólo cuatro minutos —dijo Greenberg suavemente—. ¿Se acerca aquí, Scott? Quédese exactamente allí, entre los electrodos, y mantenga la valija tan pegada a su cuerpo como pueda.
—¡Los cigarros! —le recordé—. No tengo ninguno.
—Los de esos días eran mejores. Habanos pu­ros. Compre algunos. ¡A su lugar!
Tomé la valija, me puse el sombrero del abuelo de Greenberg en la cabeza, y me quedé quieto en el lugar preciso.
—Un pie primero —dijo Greenberg, arrodillán­dose frente a mí. Marcó las dos suelas y el taco con una pigmentación rojiza—. No se mue­va ahora.
—Tres minutos —dijo Goldman.
—Tiene un aspecto impresionante con ese sombrero y ese traje —admitió Zvi.
—¿Cuánto tiempo voy a estar afuera? —pre­gunté—. En nuestro tiempo, quiero decir. ¿Cuánto tienen que esperar hasta que regrese?
—Nosotros no esperamos. Si regresa, sigue estando aquí.
—Eso no tiene sentido.
—Esa es la paradoja —dijo Zvi—. Le advertí que no debía pensar de esa manera.
—Dos minutos —dijo Goldman.
Zvi puso la mano en la palanca. Los labios de Goldman se movían en silencio. Estaba con­tando los segundos, o rezaba.
—Supongan que se interpone algo —dije con desesperación—. Que hay fardos, o cajas. ¿Cómo puede ser que dos objetos ocupen el mismo espacio? ¿Qué me pasa a mí, en ese caso?
—Eso no sucederá. Es parte de la paradoja, igualmente.
—Si todo es una maldita paradoja, ¿cómo pue­den estar tan seguros? ¿Cómo pueden saberlo?
Estaba tenso, asustado, desesperado. Dentro de unos pocos segundos iba a regresar setenta y cinco años en el tiempo, cabalgando sobre una serie de coordenadas que habían nacido de la lógica de alguien, sobre una ecuación que nunca había sido probada ni demostrada, iba a entrar en el infierno o en la mente de Dios o en la nada o en la era Mesozoica con sólo un cuchillo como arma y una antigua valija por todo equipaje.
—Un minuto —dijo Goldman.
—¿Quiere echarse atrás? —preguntó Greenberg, con un tono de voz que era casi una súpli­ca. Él también tenía miedo. Todos tenían mie­do.
Meneé la cabeza enojado.
—Treinta segundos —dijo Goldman—, veinte, diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno, cero.
Vi que Zvi tocaba la palanca. Cuando regre­sé, después de veintinueve días, cuatro horas, dieciséis minutos y treinta y un segundos más tarde, su mano seguía sobre la palanca y volví a escuchar la última vocal de la palabra cero, o quizás el eco. Estaba allí, parado, y ellos esta­ban también parados en el mismo lugar, en un cuadro vivo que parecía seguir eternamen­te.
Zvi fue el primero en hablar.
—¿Dónde está la valija?
—Por amor de Dios, dejen que se siente y descanse —dijo Greenberg, ofreciéndome una silla. Yo temblaba como una hoja. Goldman me sirvió una copa de coñac y la llevó a mis labios, pero rehusé con la cabeza.
—¿Tiene frío? —preguntó Goldman.
—Estoy asustado. Sin aliento. Tuve que correr los últimos cien metros hasta el depósito, y logré llegar apenas a tiempo. Tiré la valija.
No importa.
—Fracasó —dijo Zvi sombríamente—. Dios to­dopoderoso, fracasó. Yo lo sabía.
—¿Fracasó? —preguntó Goldman.
—Ahora tomaré el coñac —dije. Extendí una mano que temblaba.
—Dejen que cuente todo —dijo Greenberg—. No va a haber recriminaciones ni acusaciones. Que eso quede claro, Zvi. ¿Me entiendes?
—Siete años. —Había lágrimas en los ojos de Zvi.
—Y seis millones de dólares de mi bolsillo. Los dos aprendimos algo. Cuéntenos Scott. ¿Volvió?
Miré a Goldman, el hombre condenado a muerte. Había una sonrisa débil, apenas per­ceptible, en sus labios, como si lo hubiera sabi­do todo el tiempo.
—¿Volvió atrás en el tiempo?
Bebí el coñac, y después me metí la mano en el bolsillo del saco y saqué dos cigarros. Le di uno a Greenberg, que era el único que fumaba cigarros. Mordí la punta del otro y lo encendí, mientras Greenberg miraba el cigarro que tenía en la mano. Eché una bocanada de humo y le dije que era mejor que los de su tiempo.
—¿Volvió? —repitió Greenberg.
—Sí, sí. Volví. Ya les contaré. Pero déjenme que descanse un momento, déjenme que pien­se. Dejen que recuerde. Por Dios, déjenme pensar.
—Por supuesto —dijo Goldman—, debe pensar. Tranquilícese, Scott. Ya se va a acordar de to­do. —Él ya lo sabía. Ese hombre marchito a quien todas las noches visitaba el ángel judío de la muerte. Él no necesitaba coordenadas ni ecuaciones. Ya había tocado a Dios por un ins­tante, igual que yo, y conocía el terror y el asombro—. Ven ustedes —explicó a Zvi y a Greenberg—, tiene que recordar. Ya van a en­tender dentro de un momento. Tenemos que darle tiempo para que recuerde.
Greenberg me sirvió otro coñac. No encen­dió el cigarro. Lo seguía mirando, dándolo vueltas.
—Fresco —murmuró, oliendo su fragancia—. Muy oscuro. Deben haber curado las hojas de otra manera.
—Regresé —dije por fin—. Setenta y cinco años. Todo funcionó, su máquina, sus ecuaciones, sus coordenadas de mierda. Todo funcionó. Fue como enfermarse durante algunos minutos, enfermarse terriblemente. Pensé que me iba a morir. Y luego estaba solo en el depósito, con mi valija, parado ahí. Sólo que... —me inte­rrumpí y miré a Goldman.
—Sólo que no recordaba nada —dijo Goldman.
—¿Cómo lo sabe?
—¿Qué diablos es esto? —quiso saber Zvi—. ¿Qué quiere decir con eso de no recordar nada?
—Cuénteles.
—No tenía memoria —dije—. No sabía quién era ni dónde estaba.
—Siga.
—No es tan fácil. ¿Saben lo que es carecer de recuerdos, estar parado en un lugar sin saber quién es uno o cómo llegó allí? Es la experiencia más aterradora que he tenido, peor aun que cuando me coloqué en esa máquina infernal.
—¿Sabía leer, escribir? ¿Podía hablar? —pre­guntó Greenberg.
—Sí, sabía leer y escribir. Podía hablar.
—Diferentes centros cerebrales —dijo Gold­man.
—¿Qué hizo?
—Dejé la valija en el suelo y di unos pasos hacia atrás y hacia adelante. Estaba temblando, como estoy temblando ahora. Y así estuve du­rante algún tiempo. Tenía un horrible dolor de cabeza, pero después de unos minutos se me pasó. Entonces saqué la billetera.
—¿Sabía lo que era? ¿Sabía que era una billetera?
—Eso lo sabía. Sabía que era un hombre. Sa­bía que tenía zapatos puestos. Todo eso lo sa­bía. En realidad, sabía muchas cosas. No me había convertido en un imbécil. Simplemente, carecía de memoria. Estaba vivo, me daba cuenta del presente, pero el ayer no existía. Así que saqué la billetera y leí todo lo que contenía. Aprendí mi nombre. No mi propio nombre, sino el que ustedes me dieron para el viaje. Leí las instrucciones, el horario, las minuciosas indicaciones que me dieron, la ad­vertencia de tener que regresar al mismo lugar en una fecha específica. Lo extraño es que no dudé de las instrucciones ni por un instante. De alguna manera acepté la necesidad, supe que debía hacer lo que estaba escrito.
—¿Y lo hizo? —preguntó Greenberg.
—Sí.
—¿Sin problemas ni interferencias?
—No. No conocía otro tiempo excepto 1897, en el que estaba. Todo era perfectamente natu­ral. No me acordaba de ningún otro tiempo ni ningún otro lugar. Caminé hasta la estación de trenes, y créanme, la estación de Norwalk era en esa época un lugar elegante. El jefe de la estación me vendió un pasaje en el tren de Nueva York, New Haven y Hartford por menos de dos dólares.
—¿Cómo llegó allí? —preguntó Zvi.
—Preguntó a la gente —dijo Goldman.
—Sí, pregunté. No me acordaba de nada, pero allí me encontraba en un mundo que me era familiar. Compré un pasaje de primera en el barco para Hamburgo. Pasé unas horas vagan­do por Nueva York. —Cerré los ojos y volví a verlo—. Un lugar magnífico, maravilloso.
—¿Podía funcionar así? —preguntó Green­berg—. ¿No le molestaba que no tuviera memo­ria?
—Después de un tiempo, no. Lo tomé como algo normal. No sabía qué era la memoria. Un daltónico no sabe cómo son algunos colores. Un sordo no conoce el sonido. Yo no sabía qué era la memoria. Sí, los demás me preguntaban y eso me molestaba. Me preguntaban a qué colegio había ido, dónde había nacido, pero por lo general evitaba toda pregunta porque mis instrucciones así me lo recomendaban. Al­gunas preguntas las ignoraba. El barco era grande, y podía estar solo.
—Hamburgo —me recordó Greenberg.
—Sí. No hubo incidentes que importen ahora. ¿Quieren que les cuente cómo era todo enton­ces, cómo eran los lugares y la gente?
—Más tarde. Ya habrá tiempo para eso. ¿Tomó el tren a Viena?
—A las pocas horas. Seguí las instrucciones y me bajé en Linz, pero allí hubo un error. Era la medianoche, y tuve que esperar hasta las nueve de la mañana siguiente para tomar el tren a Braunau. Llegué a Braunau cuatro horas más tarde.
—¿Y entonces?
Los miré uno por uno. Eran tres judíos enve­jecidos y cansados, cuyo recuerdo estaba im­pregnado del dolor y el sufrimiento de la histo­ria, que habían gastado seis millones de dólares y pasado siete años para entrar en la mente de Dios y cambiarla.
—Y luego se me terminaron las instrucciones. Ya saben cuánto sufrí y cuánto sufrió mi mujer en manos de los nazis. Pero ustedes no escri­bieron que debía buscar a un niño de ocho años que se llamaba Adolf Hitler y que tenía que cortarle la garganta con mi cuchillo de mango de nácar. Ustedes confiaban con que me acordaría del propósito de toda la empresa, pero yo no tenía memoria, no me acordaba de lo que había sufrido y de lo que ustedes habían sufrido. No sabía por qué estaba en Braunau. Me quedé un día allí, y después regresé.
Se hizo un largo silencio. Hasta Zvi guardó silencio. Se quedó parado con los ojos cerrados y los puños crispados. Luego Goldman dijo suavemente:
—No le hemos dado las gracias a Scott. Yo le agradezco en nombre de todos.
El silencio seguía.
—Debimos haberlo sabido —dijo Goldman—. ¿No se acuerdan de la promesa de Dios que ningún hombre debía mirar hacia el futuro para saber la hora de su muerte? Cuando enviamos a Scott, el futuro lo circundó, y todos sus recuer­dos pertenecían al futuro. ¿Cómo podía recor­dar lo que aún no había sucedido?
—Podríamos intentarlo otra vez —murmuró Zvi.
—Y volveríamos a fracasar —dijo Goldman—. Somos niños interfiriendo con lo desconocido. Porque lo que ha sido, ha sido. Se lo demostra­ré. Scott —me preguntó—, ¿se acuerda dónde tiró la valija?
—Sí, sí. Hace sólo un minuto.
—Fue hace setenta y cinco años. ¿A qué dis­tancia de aquí?
—En el borde del camino al pie de la colina.
Goldman tomó una pala que estaba junto a una estufa de carbón en el rincón del depósito y salió. Todos lo seguimos. Traspusimos la puerta y bajamos la colina. Estaba anochecien­do. El sol se ponía en una tarde limpia y fresca de Connecticut.
—¿Dónde, Scott?
Encontré el lugar fácilmente, tomé la pala del viejo, y empecé a cavar. Atravesé seis o siete pulgadas de hojas muertas, luego la tierra negra y blanda, luego otra capa, hasta llegar a la valija. Cuando la saqué se deshizo el cuero podrido, y salieron algunas tiras de camisas y ropa interior. Todo se desintegraba, podrido.
—Sucedió —dijo Goldman—. ¿La mente de Dios? Ni siquiera conocemos nuestra propia mente. No existe nada en el pasado que poda­mos cambiar. ¿En el futuro? Tal vez podamos cambiar el futuro..., un poco.


F I N


Título Original: The Mind of God. © 1973.
Traducción de Rolando Costa Picazo.



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