Traducción
de Rolando Costa Picazo en Un toque de infinito, relatos de Howard Fast,
Ciencia-Ficción 3, Emecé Distribuidora S.A.C.I.F. y M., 1974.
Una
visión algo inquietante de nuestro viejo y querido planeta Tierra.
La semilla fue llevada por el espacio hace
cuatro, cinco, seis billones de años. Entonces la semilla no era más que una
semilla, no tenía conocimiento de sí. Era impulsada por los vientos
electrónicos y magnéticos del universo, y para ella no existían ni el tiempo ni
el espacio Todo era azar, y la semilla no tenía idea de qué quería ni cuál era
su último destino. Se movía a través de un espacio estrellado, increíble, pero
también por un espacio vacío, porque entonces las estrellas y las galaxias eran
sólo pequeños focos de iluminación en el infinito.
El profesor y el sacerdote eran viejos y
buenos amigos, y por eso sus charlas eran tranquilas y sin muchas discusiones.
Uno enseñaba física y el otro religión. Los dos tenían cincuenta y tantos años,
habían dejado atrás la mayoría de las pasiones, y encontraban deleite en las
cosas simples. Ese día de otoño se reunieron después de la cena y empezaron a
pasear por el parque de la universidad. Era una tarde hermosa y fresca de
octubre. Habían comido temprano, y quedaba una hora de luz. Los grandes arces y
los robles se lucían en maravillosos tonos herrumbre y ámbar. Era una tarde
apropiada para que se renovara la fe en Dios, como hizo notar el sacerdote.
-Yo siempre había pensado -dijo el profesor-
que la fe era algo absoluto.
-No lo es.
-¿Cómo puede ser de otra manera? Claro
-agregó el profesor-, que hablo como hombre de poca fe.
-Lo que es una lástima.
-Pero con algunos conocimientos.
-De lo que me alegro.
-Gracias. Pero, ¿no estamos los dos en la
misma situación? Si su fe necesita ser renovada periódicamente, y puede ser
influenciada por hechos tan comunes como la acción de ciertas substancias
químicas en las hojas de los árboles deciduos, es tan relativa como mi pequeño
caudal de conocimiento.
El sacerdote permaneció ensimismado en sus
pensamientos durante un minuto, y luego reconoció que el profesor había
esgrimido un argumento interesante.
-Sin embargo -dijo-, lo que necesita
renovación no es mi fe, sino yo. Mi fe es absoluta, como Dios.
-Pero es imposible conocer a Dios, si es que
uno cree en Él. ¿Es su fe imposible de conocer también?
-Quizá... en cierta forma.
-Entonces agradezco a Dios que la ciencia no
dependa de la fe. Si así fuera, estaríamos todavía viviendo en épocas
primitivas.
-Lo cual no sería lo peor del mundo - dijo
el sacerdote.
En la infinidad del espacio, sin embargo,
las leyes del tiempo y el azar dejan de existir, y en un millón o un billón de
años (dos cifras que carecen de sentido), los vientos del espacio llevaron la
semilla hacia otra galaxia, un gran molinete de incontables estrellas
brillantes. En cierto lugar del espacio, la galaxia ejerció su atracción de
gravedad sobre la semilla, y ésta se precipitó a través del espacio hacia el
borde exterior de la galaxia. Por último se acerco a una de las aspas alargadas
del molinete y quedó atrapada en el campo de gravitación de una de las incontables
estrellas que componían la galaxia. Obedeciendo ciegamente a las leyes del
universo, la semilla dio vueltas formando un gran círculo alrededor de la
estrella, igual que otros trozos de pecio que se habían incorporado al campo de
la estrella. Pero si bien todos obedecían las leyes del azar, la semilla era
distinta. La semilla estaba viva.
-Puede no ser lo peor del mundo -reconoció
el profesor-, pero como recién me recupero de una infección que muy bien podía
haber acabado conmigo de no ser por la penicilina, me quedo con la ciencia.
-Es comprensible.
-Y desconfío de una fe que se renueva con la
belleza del crepúsculo -señaló el magnífico despliegue de colores en el oeste.
-Sin embargo -dijo el sacerdote suavemente-,
la fe es más constante y segura que la ciencia. ¿Reconoce eso?
-De ninguna manera.
-Pero la ciencia es pragmática y empírica a
la vez.
-Naturalmente. Experimentamos, observamos,
anotamos los resultados. ¿Qué otra cosa podría ser la ciencia si no pragmática
y empírica? Lo que tiene de malo la fe es que no es ni pragmática ni empírica.
-Eso no es exacto -dijo el sacerdote-. Por
el contrario, ése es el fundamento de la fe.
-De nuevo me perdí - dijo el profesor.
-Entonces se pierde con facilidad. Permítame
darle un ejemplo que puede entender su mente científica. ¿Ha leído a San
Agustín?
-Sí.
-Si le digo que esencialmente mi fe no se
diferencia fundamentalmente de la de San Agustín, ¿lo aceptaría?
-Si, creo que sí.
-Habrá leído también, estoy seguro, el
almagesto de Claudio Ptolomeo, que establecía a la tierra como centro del
universo.
-Eso no es ciencia -dijo despreciativamente
el profesor.
-Por el contrario, fue ciencia, y muy buena
hasta que Copérnico la desbarató. Como ve, mi querido amigo, el conocimiento
empírico es siempre seguro y absoluto hasta que surge otro nuevo conocimiento y
demuestra que está equivocado. Cuando el hombre postuló, hace miles de años,
que la tierra era plana, tenía la evidencia de sus propios ojos en qué basarse.
Su conocimiento era seguro y demostrable, hasta que surgieron nuevos
conocimientos que eran a su vez seguros y demostrables.
-Eran más seguros y demostrables. Hasta su
clara mente jesuita debe aceptar eso.
-Soy paulista, aunque no importa, pero
acepto su corrección. Más demostrable y más seguro. Y enormemente diferente de
la teoría anterior. Sin embargo, la fe de San Agustín todavía me sirve.
La vida de la semilla y la estructura de esa
vida tenían una relación especial con la luz y la energía que salían de la
estrella. Absorbían la radiación y la convertían en alimento, y con el alimento
crecían. Durante miles y miles de años la semilla giró alrededor de la estrella
y se alimentó de la fuente interminable de radiación, y durante miles y miles
de años siguió creciendo. La semilla se convirtió en fruta, planta, ser,
animal, ente, o quizá simplemente una fruta, ya que todos estos términos
describen cosas completamente distintas de la cosa en que llegó a convertirse
la semilla.
El profesor suspiró y meneó la cabeza.
-Si me dice que la creencia en los ángeles
sigue siendo la misma, me hace acordar del hombre que cultivaba acónito para
que no se acercaran los vampiros a su casa. Tuvo un éxito increíble.
-Ese es un golpe bastante bajo, para
provenir de un hombre de ciencia.
-Mi querido amigo, usted puede mantener la
fe de San Agustín porque no requiere experimento, ni observación, ni catálogo
de resultados.
-Yo pienso que sí -dijo el cura, casi
disculpándose.
-¿Experimentos como el de hoy, caminar en el
crepúsculo y sentir que se renueva la fe?
-Quizá. Pero dígame, la medicina, es decir
la práctica de la medicina, ¿es empírica?
-Ahora mucho menos que antes.
-¿Y hace cien años? ¿Era empírica la
medicina entonces?
-Claro, cuando usted habla de la medicina
-dijo el profesor-, y dice que es empírica, es como si dijera que es pura
charlatanería. Eso se debe a que en el caso de la medicina, se trata de vidas
humanas.
-Lógicamente, y cuando ustedes experimentan
con bombas atómicas y con plasma y cosas por el estilo, no se trata de vidas
humanas.
-Estamos a mano. Touché.
-Pero hace cien años, el médico estaba tan
seguro de su profesión y de sus curas como el de hoy. ¿Quién era ese hombre que
le sacó el intestino grueso a medio centenar de pacientes porque estaba
convencido de que era la causa del envejecimiento?
-Claro, la ciencia progresa.
-Sí quiere llamarlo progreso -dijo el
sacerdote-. Pero ustedes los científicos construyen castillos de conocimientos
con arena muy húmeda. Sigo pensando que mí fe descansa sobre una base más
sólida.
-¿Qué base?
La forma que tomó la cosa que antes había
sido una semilla fue la de una esfera, una esfera enorme de veinticinco mil
millas de circunferencia, medida con la vara humana, pero una medida muy
insignificante dentro del universo. Era la tercera masa de materia, contando a
partir de la estrella, y su forma no era distinta a la de las otras. Vivió,
creció, tomó conciencia de sí, no como conocemos nosotros la toma de
conciencia, pero de cualquier manera no se puede negar que tomó conciencia de
sí. En el curso de los eones de su existencia aparecieron pequeñas culturas en
su superficie, igual que hay pequeños organismos que prosperan en la piel del
hombre. Un aura de oxígeno y nitrógeno la rodeó y protegió su piel de los
pinchazos de los meteoros, pero la cosa era diferente, no se daba cuenta de las
culturas que aparecían y desaparecían de su piel. Durante una eternidad navegó
por el espacio, rodeando al astro que la alimentaba y le daba vida.
-La sabiduría y el amor de Dios -replicó el
cura-. Una base muy sólida. Por lo menos no está sujeta a alteraciones cada
década. Ustedes estaban muy contentos con su física de Newton, seguros de haber
desentrañado todos los secretos del universo, y después vinieron Einstein, y
Fermi, y Jeans, y los demás, y todas las certezas se desmoronaron.
-Todas no.
-¿Qué queda, si la luz puede ser tanto una
partícula como una onda, si el universo puede tener límites o ser ilimitado, si
la materia tiene su contraparte, la antimateria?
-Por lo menos aprendemos, trabajamos con
realidades.
-¿Realidades? ¡Vamos!
-Oh, sí. La realidad cambia, se amplía
nuestra visión, seguimos adelante.
-¿Con la esperanza de que por lo menos su
visión pueda compararse a la fe? -preguntó el cura, sonriendo.
Los miles de años se convirtieron en
millones y éstos en billones, y la cosa que antes había sido una semilla seguía
girando alrededor del sol. Pero ahora estaba madura, plena. Sabía que se le
terminaba su tiempo, pero no se oponía ni protestaba contra el cielo eterno de
la vida. Vagamente sabía que la semilla original se había desprendido de la
fruta madura, y sabía que lo que había ocurrido debía volver a ocurrir en el
ciclo interminable de la eternidad, que su propósito era propagarse: con qué
fin, no lo sabía ni le interesaba. Su plenitud aceptaba los hechos.
El día llegaba a su fin. El sol, que ya
estaba bajo en el horizonte, se había refugiado detrás de un encaje de nubes
rojas, púrpuras y anaranjadas, y contra este fondo las hojas doradas de los
árboles formaban un todo que ridiculizaba el arte de los mejores orfebres. Una
fresca brisa nocturna coronaba un día perfecto.
-Qué día perfecto -dijo el cura. No se
discutió más.
-Qué cosa extraña.
Habían llegado al final del parque, donde
terminaba el césped y empezaban los campos.
-Qué cosa extraña -dijo el profesor,
señalando el campo de maíz.
-¿Qué es extraño?
-Esa grieta. Ayer no estaba allí.
El sacerdote siguió con la mirada lo que señalaba
con el dedo extendido el profesor y vio la grieta a la que se refería, como de
un metro de ancho, atravesando el campo.
-Muy extraño -acordó.
-Evidentemente es una falla. No sabía que
había una aquí.
-Se está ensanchando, sabe -dijo el cura.
Y siguió ensanchándose cada vez más y más y
más y más.
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