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Francois Fénelon - Fábulas zoológicas


LA PACIENCIA Y LA EDUCACIÓN CORRIGEN PERFECTAMENTE LOS DEFECTOS


Una osa dio a luz un pequeño cachorro horri­blemente feo.
No se reconocía en él ninguna forma de animal; era como una masa informe y repugnante. La osa, bien apesadumbrada a un tal hijo, fue en busca de su vecina la corneja, la cual cantaba a la sombra de un árbol murmurando dé lo lindo.
-¡Mi buena comadre! -díjole-. ¿Qué he de hacer con mi cachorro? ¡Ganas me viene de estran­gularlo!
-¡Guardaos de hacerlo! -contestó la murmu­radora-. Yo he visto a otras osas en la misma si­tuación embarazosa que vos. Id, pues; lamed dulce­mente a vuestro hijo y le veréis hermoso y agraciado y os honrará.
La osa creyó fácilmente lo que le dijo la corneja su comadre en favor de su hijo y se esmeró cuidán­dole; y el cachorro, poco a poco, pareció menos disforme.
Yendo luego a dar gracias a su comadre, le habló de esta suerte:
-Si no hubiéseis moderado mi impaciencia hu­biera desgarrado con seguridad al hijo que al pre­sente constituye el placer de mi vida.
¡Cuántos bienes impide la impaciencia y cuántos males causa!

LA ABEJA Y LA MOSCA


Cierto día la abeja vio a una mosca encima de su colmena
-¿Qué haces tú aquí? -le dijo ella con tono furioso-. Verdaderamente eres atrevido, vil ani­malejo, mezclándote con las 'reinas del aire.
-Tienes mucha razón -contestó con frialdad la mosca-; es hacer un problema aproximarse a una nación tan fogosa como la tuya.
-Nadie es más sabio que nosotras -dijo la abeja-, únicamente nosotras tenemos leyes y una república civilizada; solamente libamos en el cáliz de las flores olorosas y no hacemos más que deliciosa miel comparable al néctar. ¡Lejos de mi presencia, villana mosca importuna, que no haces más que zumbar y buscarte la vida entre la basura! -Vivimos como podemos -contestó la mos­ca-: la pobreza no es un vicio; pero sí lo es,, y muy grande, la cólera. Vosotras hacéis la miel que es dulce, pero vuestro corazón es siempre amargo: vo­sotras sois sabias con vuestras leyes, pero iracundas -en vuestra conducta. Vuestra cólera, que os hace picar a vuestros enemigos, os causa la muerte, y vuestra loca crueldad os hace así peor daño a voso­tras mismas, que a nadie. Es preferible tener unas cualidades menos admirables y un poco más de moderación.

LOS DOS ZORROS


Dos zorros entraron de noche y por sorpresa en un gallinero y estrangularon al gallo, las gallinas y a los polluelos y, después de la carnicería, apaciguaron su hambre. Uno de ellos, joven y ardiente, quería devorarlo todo; el otro, viejo y avaro, quería guardar alguna provisión para más adelante. El viejo decía:
-Hijo mío, la experiencia me ha vuelto sabio: yo he visto muchas cosas desde que estoy en el mundo. No comamos todo esto en un solo día. Hemos te­nido fortuna; es un tesoro lo que hemos encontrado y es preciso economizar. El joven contestó:
-Yo quiero comerlo todo ahora que lo tengo y saciarme por ocho días; porque riámonos de lo que pueda suceder; el mañana no será tan bueno: el amo, para vengar la muerte de sus pollos, nos acogotará.
Después de esta conversación cada cual cogió su parte. El joven comió tanto que reventó; apenas pudo llegar a su madriguera para morir. El viejo, que se creyó más sabio moderando su apetito y vivir economizando, al día siguiente, al volver a su presa, fue acogotado por el amo.
Así, cada edad tiene sus defectos; los jóvenes son fogosos e insaciables en sus placeres; los viejos son in­corregibles en su avaricia.

EL LOBO Y EL CORDERILLO


Dos corderos estaban tranquilamente en su redil. Los perros dormían y el pastor tocaba la flauta. Con otros pastores vecinos, a la sombra de un olmo: Lle­gándose un lobo hambriento observó por las rendi­jas del cercado el estado del redil. Un corderillo sin experiencia y que todavía no conocía al mundo en­tró en conversación con él.
-¿Qué buscáis aquí? -dijo el glotón.
-Hierba tierna y florida -contestó el lobo-. Bien sabes que nada es más dulce que apacentar en un verde prado esmaltado de flores apaciguando el hambre y luego llegar a una clara fuentecilla para
apagar la sed; yo he hallado aquí cerca el prado y la fuente. ¿Qué he de hacer? Amo la filosofía que en­seña que conviene alegrarnos un poco.
-¿Es verdad, por ventura -dijo el corderi­llo-, que no coméis la carne de los animales y os contentáis con un poco de hierba? ¡Si es así, vivamos como hermanos y apacentemos juntos!
Con esto el corderillo, saliendo del redil, se diri­gió a la pradera, donde el excesivo filósofo lo des­trozó y devoró.
Desconfiad de las bellas palabras de la gente cuando hace alarde de su virtud. Juzgadla por sus acciones y no por sus palabras.

EL DRAGÓN Y LAS ZORRAS


Cierto dragón guardaba un- tesoro en una pro­funda caverna, velando día y noche en su defensa. Dos zorras, de mucha picardía y muy pagadas de su oficio de ladrón, se insinuaron, adulándole, y llega­ron a ser sus confidentes. La gente más complaciente y entrometida no suele ser la más segura. Le trataban como a un gran personaje y todas sus fantasías cau­saban admiración; se ponían siempre a sus órdenes y se burlaban mutuamente de su propia candidez. Cierto día el dragón, estando ellas, se durmió, y entonces las zorras lo estrangularon y se apoderaron del tesoro. Lo difícil fue partirlo, porque dos malvados no se ponen de acuerdo más que para obrar el mal. Una de ellas quiso moralizar, diciendo:
-¿De qué nos servirá tanta plata? Un poco de caza nos convendría más; porque el metal no se co­me: los doblones son difíciles de digerir. Los hom­bres son unos insensatos amando tanto a estas rique­zas. No seamos nosotras tan insensatas como ellos.
La otra fingió haberle llegado muy adentro aque­llas reflexiones y aseguró que quería vivir tan filo­sóficamente como Blas, llevando siempre sobre sí su tesoro.
Cada una de ellas deseaba quitar el tesoro a la otra: ambas mintieron y ambas se engañaron. Muriendo, una de ellas dijo a la otra que se ha­llaba tan mal parada como ella:  - -¿Qué harás de este dinero?
-Lo mismo que harás tú -contestóle la otra. Cierto hombre que pasaba, comprendiendo la aventura, entendió que no fueron cuerdas. Y con esto le dijo una de las zorras:
-No lo eres tú menos que nosotras. Tampoco sabrías nutrirte de dinero como nosotras, y en cam­bio, vosotros los hombres os matáis por conquistar­lo. Cuando menos nuestra raza ha sido hasta el pre­sente más sabia que la vuestra, puesto que no ha osado poner en uso la moneda. La habéis introdu­cido en vuestras costumbres para mayor comodidad y ha causado vuestra desgracia. Vosotros perdéis los verdaderos bienes, buscando bienes imaginarios.

LOS ANIMALES SE REÚNEN EN ASAMBLEA PARA ELEGIR REY


Habiendo muerto el león, todos los animales fue­ron a su madriguera con objeto de dar el pésame a la leona, su viuda, cuyos gemidos resonaban en las montañas y en las forestas. Después de haberle he­cho los debidos cumplimientos, discurrieron sobre la elección del nuevo rey; la corona del difunto hallá­base en medio de la asamblea. El cachorro del di­funto era demasiado débil y pequeño para obtener el trono sobre tan fieros animales.
-Dejadme crecer -dijo él- y sabré reinar y engrandecerme. Entretanto, yo quiero estudiar la historia de las hermosas acciones de mi padre, para un día saber igualarle en su gloria.
-Por lo que a mí toca -dijo el leopardo-, como soy el animal que más se parece al león, pre­tendo ser coronado
Y objetó el oso:
-Me hicisteis una injusticia prefiriendo al león a mi persona; porque yo soy fuerte, valeroso carnicero tanto o más que él, y tengo, además, la cualidad de poder subir a los árboles.
-Juzgad, señores -dijo el elefante-, que no existe animal alguno que pueda compartir la gloria de ser tan grande, tan fuerte y tan bravo como yo.
-Yo soy el más noble y el más bello de los ani­males -dijo el caballo.
Y yo el más fino de todos ellos -objetó la ra­posa.
-¡Y yo el más ligero en las carreras! -dijo el ciervo.
-Pues ¿seríais capaces de hallar un animal más industrioso y agradable que yo? -contestó el mo­no-. Divertiré todos los días a mis súbditos. Soy el más parecido al hombre, que es el rey de la creación. Entonces el papagayo habló de esta manera:
-Puesto que haces alarde de tener mucho pare­cido con el hombre, más puedo envanecerme yo de ello. Tú le pareces por tu feo semblante y tus hechos ridículos; pero yo me parezco a él por la voz, que es la marca de la razón y constituye su más bello or­namento...
Y contestó el gorila:
-¡Cállate ya! ¡Charlatán! Tú hablas, pero no como habla el hombre; dices las mismas palabras, sin saber lo que dices.
La asamblea burlóse de los malos copistas del hombre y entregó la corona al elefante, porque tiene fuerza y sabiduría, sin ser cruel como las demás bestias furiosas y sin tener la necia vanidad de tantos otros que quieren parecer lo que no son en realidad.

EL MONO


Habiendo muerto cierto mono, su sombra bajó a la penumbra del reino de Plutón y pidió permiso a éste para retornar al reino de los vivos. Plutón, con el fin de castigar su ligereza, vivacidad y malicia, le dio permiso, a condición de que su cuerpo ocupase el de un borrico pesado y estúpido; pero el mono le hizo tantas zalemas divertidas y jocosas que el inflexible rey de los infiernos le concedió escoger el cuerpo dónde debía ir. Entonces el mono solicitó entrar en el cuerpo de un papagayo, diciendo:
Así al menos conservaré alguna semejanza con los hombres, que tanto tiempo he imitado. Cuando era mono imitaba sus gestos; siendo papagayo tendré con ellos agradables conversaciones.
Apenas el alma del mono entró en el cuerpo del papagayo, cuando una anciana mujer, muy charla­tana, lo adquirió. El mono hizo sus delicias; ella le puso en una hermosa jaula, y él, en buena amistad, mantuvo largas conversaciones con la vieja charla­tana no menos sensata que él. Y con su nuevo ta­lento llegó a aturdir a todo el mundo, haciendo va­ler su antigua profesión; movía ridículamente la cabeza; rechinaba con el pico; agitaba las alas de cien maneras; movía las patas y hacía más gestos que el mismo Fagotin. La vieja llevaba caladas las gafas todo el santo día para admirarlo. Gracias a su sordera no le llegaban a veces las palabras del papagayo, en el cual hallaba más espíritu que en nadie. El papagayo, siendo tan mimado, se hizo todavía más hablador, importuno y loco. Y tanto se atormentó en la jaula y tanto vino bebió con la vieja, que al fin murió. Y helo de nuevo ante Plutón, el cual esta vez le obligó a vivir en el cuerpo de un pez, para obligarle a ser mudo; pero como él hiciera una nueva farsa delante del rey de las sombras y los príncipes no suelen re­sistir a las peticiones de los malvados graciosos que los adulan, Plutón acordó que fuera a parar al cuer­po de un hombre. Y como al dios le dolía enviarle al cuerpo de un hombre sabio y virtuoso, le destinó al cuerpo de un hombre charlatán, pesado, impor­tuno, mentiroso, envanecido y ridículo en los gestos, que hacía burla de todo el mundo, que interrumpía todas las conversaciones, aún las más discretas y se­rias, para soltar las tonterías y necedades más gro­seras. Mercurio le reconoció en este nuevo estado, y, riendo, dijo:
-¡Demonios! ya te reconozco; tú no eres más que un compuesto de mono y de papagayo. Quien observe tus gestos y tus palabras aprendidas de me­moria y sin juicio habrá observado tu verdadero ser. De un alegre mono y de un buen papagayo han hecho un hombre estúpido.
¡Cuántos hombres existen en el mundo que con sus gestos y fanfarronerías y aire presuntuoso de­muestran no tener sentido común!

EL MOCHUELO


Un joven mochuelo mirándose en una fuente encontróse muy bello; no diré que se miraba de día (durante el cual es desagradable), sino durante la noche: y, encantado de su hermosura pensó:
«Yo estoy al servicio de las Gracias; cuando nací, Venus me ciñó con su cintura; los tiernos amores acompañados de la juventud y de la risa danzaban en derredor de mí y me acariciaban. Ya es tiempo de que el blondo Himeneo me dé hijos graciosos como yo, que serán el ornamento de los bosques y las de­licias de la noche. ¡Qué desgracia más grande si se perdiera la raza de las más perfectas avecillas! ¡Feliz la esposa que pase su vida contemplándome!»
Estando con estos pensamientos envió la corneja al águila, la reina de los aires, para que le pidiera en su nombre uno de sus aguiluchos hembras. La cor­neja, pesarosa de cargar con esta embajada, dijo:
-Seguramente seré mal recibida, proponiendo un casamiento tan poco conveniente. ¿Cómo es posible que el águila, que tiene la osadía de mirar fijamente al sol, os quiera en matrimonio, cuando vos no osáis abrir los ojos durante el día? Porque el uno saldría de noche y la otra de día.
El mochuelo, lleno de vanidad y. pagado de sí mismo, no quiso escucharle; y la corneja para con­tentarle, fuese por fin con la demanda al águila vie­ja. Ésta se mofó de ella y contestó:
-Si el mochuelo quiere ser mi yerno, que venga en cuanto se levante el sol y me salude en medio del aire.
El presuntuoso y atrevido mochuelo quiso ir; mas sus ojos quedaron cegados por los rayos del sol, ca­yendo desde lo alto sobre una roca. Los pájaros se echaron sobre él y le arrancaron las plumas. Y fue feliz pudiendo escapar a su agujero y casarse con la lechuza, digna dama de aquel lugar. El himeneo fue celebrado de noche y ambos se encontraron muy bellos y agradables
Que cada cual busque lo suyo y sólo se envanezca de sus propias ventajas.

EL GATO Y LOS CONEJOS


Un gato, haciéndose el bonachón entró en el vi­vero de conejos, y éstos, alarmados se hundieron más en sus agujeros. Y como el recién venido se pusie­ra en acecho detrás de un montón de tierra, los di­putados de la nación conejil, que habían observado sus terribles garras, se presentaron a la entrada y lo más lejos posible del gato, para preguntarles cuáles eran sus pretensiones. El gato, con voz melosa, pro­testó que solamente quería estudiar las costumbres de aquella nación, pues en calidad de filósofo había viajado por todos los países con el fin de informarse sobre las costumbres de cada una de las especies animales. Los diputados, simples y crédulos, retor­naron a sus hermanos para manifestarles que aquel extranjero, tan venerable por su porte modesto y su majestuosa piel, no era más que un filósofo sobrio, desinteresado y pacífico, que iba buscando la sabi­duría, de país en país; que venía de otros muchos países donde había visto grandes maravillas; que tendría mucho placer y muchos deseos de enten­derlos, sin el menor deseo de molestar a los conejos, pues creía, como buen brahmán, en la metempsi­cosis y no comía de ningún alimento que hubiese tenido vida. La asamblea se sintió impresionada con tan bello discurso. En vano un conejo anciano muy astuto, que ejercía la profesión de médico de familia, manifestó las sospechas que le producía aquel grave filósofo; a pesar de esto, fue, no obstante, el brah­mán, quien, como primer saludó, estranguló a siete u ocho de aquellos pobres conejos. Los otros gana­, Con más que a prisa sus agujeros, desengañados y bien arrepentidos de su falta. Entonces don Mitis se volvió a la entrada del vivero, protestando de su cordialidad, que muy a pesar suyo había causado aquellos asesinatos, estimulado por la necesidad; pero que en adelante viviría de los otros animales, firmando con los conejos una alianza eterna. Con esto los conejos entraron en negociaciones con él, desde luego a respetuosa distancia de sus garras. Las duras negociaciones fueron entretenidas. Entretanto, un conejo de los más ágiles salió por la parte trasera y fue a advertir a un pastor vecino que solfa cazar en el lago aquellos conejos bien nutridos de enebro. El pastor, irritado contra el gato exterminador de un pueblo tan útil, corrió a la madriguera con el arco y las flechas, y apercibiendo al gato, atento a su proe­za, le disparó una de ellas, y entonces el gato, expi­rando, dijo estas últimas palabras:
-Quien engaña una vez, pierde toda la con­fianza; y luego es odiado, temido y detestado, y fi­nalmente cogido en sus propias redes.

EL PALOMO CASTIGADO POR SU INQUIETUD


Dos palomos vivían juntos en un palomar, go­zando de una paz profunda. Hendían el aire con tanta rapidez, que parecían tener inmóviles las alas entendidas en el aire. Y gozaban volando uno en pos del otro, huyendo y persiguiéndose mutuamente. Se mantenían del grano que hallaban en el cortijo o en las vecinas praderas, y gustaban refrescarse en la onda pura de un arroyuelo que serpenteaba a través de la cerca florida. De allí volvían a su morada, al palomar blanqueado y lleno de pequeños agujeros, donde pasaban el tiempo en dulce convivencia con sus fieles compañeros. Sus corazones eran tiernos y su plumaje lleno de cambiantes, con más matices que los colores del Iris inconstante. Se oía el dulce arrullo de estos felices palomos y su vida era deli­ciosa. Mas uno de ellos, perdiendo el gusto de los goces de la vida placentera, se dejó seducir por una loca ambición, dejándose llevar por los proyectos de la política. Abandonó a su antiguo compañero y cruzó el aire hacia Levante. Pasó las aguas del Me­diterráneo. Con las alas extendidas bogaba por los aires como el navío de extendidas velas boga sobre el seno de Tetis. Así llegó pronto a Alejandreta y si­guió el camino hasta las tierras de Alepo. Llegando a este lugar, saludó a las palomas de aquellas tierras, mensajeras reglamentadas, y les deseó felicidad. En­tre aquellas palomas se armó una algarabía, murmu­rándose que había llegado un extranjero a su nación después de hendir espacios inmensos; por este mé­rito se le otorgó el rango de mensajero y fue desti­nado a llevar semanalmente las cartas de un bajá, atadas a la pata haciendo veintiocho leguas en menos de una jornada. El palomo estaba orgulloso de llevar consigo los secretos de estado y sentía compasión hacia el pobre compañero que dejara sin gloria en los agujeros del antiguo palomar. Pero cierto día, cuando llevaba consigo las cartas del bajá, del cual se sospechaba su fidelidad al Sultán, quiso éste leer las cartas de aquél, por si tuviese alguna inteligencia secreta con los oficiales del rey de Persia; y una flecha lanzada hirió al pobrecito palomo; con una ala atravesada y derramando sangre, mantúvose todavía un poco en el aire, pero luego cayó y las tinieblas de la muerte cubrieron para siempre sus sus ojos. Cuan­do se examinaban las cartas, el pobre palomo expiró dolorosamente, condenando su vana ambición y recordando la dulce paz del palomar donde viviera en tanta seguridad con su amigo fiel.

LOS DOS RATONES


Un ratón, cansado de vivir entre peligros y alar­mas por causa de Mitis y de Rodilardo, que solían hacer gran carnicería en la nación ratonil, llamó a la comadre que vivía en un agujero de la vecindad.
-He tenido -le dijo- una buena idea. Por ciertos libros que he roído estos pasados días supe que existe un hermoso país llamado las Indias, donde nuestro pueblo es mejor tratado y goza de más seguridad que aquí. En aquellos países lejanos creen los sabios que el alma del ratón fue en otro tiempo el alma de un gran capitán, de un rey o de un fakir maravilloso, pudiendo, después de la muer­te del ratón, entrar en el cuerpo de una bella dama o de un gran sabio. Si no recuerdo mal llamaban a esto metempsicosis. Como tienen esta creencia, tratan a los animales con un cariño fraternal, habiendo le­vantado hospitales de ratones, donde viven en pen­sión, mantenidos como personas de mérito. Vámo­nos, pues, hermana mía, y hágase por fin justicia a nuestros méritos
La comadre contestó:
-Pero ¿es que en ese hospital no entran los ga­tos? Porque si entran realizarán muy a prisa la me­tempsicosis y con un golpe de sus garras o de sus dientes harán un faquir o un rey, y en este caso no creo lo pasemos tan bien como supones.
-No temáis esto --contestó el ratón-; en aquel país el orden es perfecto y los gatos tiene sus casas, como los nuestros las suyas, y tiene también aparte sus hospitales para sus inválidos.
Después de esta conversación partieron juntos, embarcándose en una navío de gran escala, escu­rriéndose por las cuerdas de las amarras, la víspera de su salida. Los dos ratones ansiaban verse ya en alta mar, lejos de aquellas tierras malditas donde los ga­tos ejercen una tiranía cruel. Por fin parte el buque. La navegación fue muy feliz; pronto llegaron a Su­crates, no para amasar riquezas como los mercaderes, sino para hacerse tratar bien por los indios. En cuanto entraron en una casa de ratones quisieron ocupar los primeros puestos. El uno pretendía haber sido en otro tiempo un brahmán famoso en las costas de Malabar, y la otra, una bella dama del mismo país, de largas y hermosas orejas...
Tan insolentes se hicieron, que los demás ratones no podían sufrirlos, lo que causó una verdadera guerra civil, no concediéndose tregua a los dos eu­ropeos que pretendían hacer leyes para los demás, y en lugar de ser estrangulados por los gatos, fueron muertos por sus propios hermanos.
Bien está huir lejos del peligro: pero si no se es modesto y sensato, aun lejos, hállase la desgracia; porque cada cual puede hallarla consigo mismo.

LAS ABEJAS Y LOS GUSANOS DE SEDA


Cierto día las abejas volaron hasta el Olimpo, llegando hasta los pies del trono de Júpiter para re­cordarle que tuviese cuidado de ellas en atención al que ellas habían tenido de él, nutriéndole con su miel en el monte Ida, durante su infancia. Júpiter hubiera querido concederles los primeros honores sobre los demás animales, pero Minerva, que presi­de las artes, le hizo presente que había otra especie que disputaba a las abejas la gloria de las invenciones útiles. Júpiter quiso saber el nombre de esta especie, y le contestó Minerva:
-Son los gusanos de seda.
Entonces el Padre de los dioses ordenó a Mercu­rio que le llevase sobre las alas de los dulces céfiros, los diputados de aquel pequeño pueblo, a fin de poder juzgar después de oír. ambas partes.
La abeja embajadora de su nación le hizo presente la dulzura de la miel, que es néctar de los hombres, su utilidad y el arte con que es elaborada; después le habló también de las leyes políticas por que se rige la república de las colmenas.
-Ninguna otra especie -decíale- puede va­nagloriarse de esto, y es una recompensa haber po­dido nutrir en una cueva al Padre de los dioses. Además nosotras poseemos el valor bélico cuando nuestra reina anima a las tropas en los combates... ¿Es posible que estos viles y despreciables insectos osen discutirnos el primer rango? Ellos no saben más que arrastrarse, mientras que nosotras hendimos el aire con nuestro noble vuelo y con nuestras alas doradas subimos hasta los astros.
El embajador de los gusanos contestó: -Nosotros no somos más que pequeños gusani­llos; no tenemos aquel gran valor para los combates, ni aquellas sabias leyes; pero cada uno de nosotros ostenta las maravillas de la naturaleza y se consume en un trabajo útil. Sin necesidad de leyes vivimos en paz, de modo que nunca se da la guerra entre noso­tros, mientras que las abejas luchan al cambio de cada reina. Nosotros tenemos las virtudes de Proteo que cambiaba de formas. Unas veces somos peque­ños gusanos compuestos de once pequeños anillos entrelazados con la variedad de los más vivos colores que se admiran en las flores de los jardines. Y ense­guida hilamos para que los hombres se vistan rica­mente, para adornar los tronos y los templos de Dios con magnificencia. Luego nos transformamos en
bellota viva, .palpitante, envuelta en una seda, que no es como la miel que se corrompe, sino que perdu­ra... Después de estos procedimientos nos tornamos mariposas profusamente adornadas de los más ricos colores. Y entonces no cedemos nada a las abejas, puesto que en vuelo llegamos hasta las puertas del Olimpo. Juzgad, pues, Padre de los dioses.
Júpiter hallábase apurado para decidirse: pero al fin declaró que el primer rango correspondía a las abejas por los derechos adquiridos en los tiempos atávicos.
-¿Por qué degradarlas? -dijo -: yo les estoy agradecido; pero creo que los hombres deben aún más a los gusanillos de seda.

EL NILO Y EL GANGES


Cierto día dos ríos, el uno celoso del otro, se pre­sentaron a Neptuno con el fin de disputar los pri­meros honores. Se hallaba el dios en el seno de una gruta profunda, sentado en un trono de oro; las bó­vedas eran de piedras dibujadas cubiertas de rocalla y conchas marinas; de todas partes llegaban las aguas inmensas y se detenían a sus pies para elevarse luego, como un dosel, sobre la cabeza del dios. veíanse allí al viejo Nereo, rizado y curvo como Saturno; al grande Océano, padre de las ninfas; Tetis, llena de encantos; Anfítrite con su pequeño Palemón; Ino y Melicertes y a la multitud de jóvenes Nereidas. Pro­teo hallábase rodeado de sus rebaños marinos, los cuales por sus vastas narices abiertas, aspiraban las ondas amargas para vomitarlas luego como las rá­pidas cascadas que se despeñan por los escarpados roquizales. Todas las fuentecillas transparentes, los arroyos presurosos cubiertos de espumas. Los to­rrentes que riegan la tierra y los mares que la rodean, llevaban el tributo de sus aguas al padre soberano de las ondas. Los dos ríos, el Nilo y Ganges, avanzaron; el Nilo ostentaba en su mano una palma y el Ganges una caña índica cuyo meollo ofrece un jugo tan dulce que se le llama azúcar; ambos iban coronados de juncos. La vejez de ambos era tan avanzada como majestuosa; sus cuerpos nerviosos mostraban un vigor y una nobleza muy superior a la de los hom­bres. Su barba, de un verde azulado, ondulaba hasta la cintura: sus ojos eran vivos y resplandecientes; sus cejas, espaciadas y húmedas, caíanles sobre los pár­pados. Atravesaron el conjunto de monstruos ma­rinos; los rebaños de tritones retozantes tocaban sus retorcidos cuernos; los delfines sacaban sus cabezas y con las colas levantaban montañas de espuma y hun­díanse de nuevo en las aguas, como sise les abrieran los abismos.
El Nilo fue el primero en hablar; y lo hizo de esta suerte:
-¡Oh, gran Hijo de Saturno que gobernáis el vasto imperio de las aguas! ¡Compadeceos de mi dolor! Ahora se me discute la gloria adquirida por mí después de tantos siglos; un nuevo río que fluye por países bárbaros osa disputarme los primeros honores. ¿Por ventura habéis olvidado que la tierra de Egipto, fertilizada por mis aguas, fue el asilo de los dioses, cuando los gigantes quisieron escalar el Olimpo? Yo soy quien ha enriquecido estas tierras; yo soy quien ha hecho tan potente y delicioso al Egipto. Mi cur­so es inmenso; yo vengo de los países ardorosos donde no osan acercarse los mortales; y cuando Faetón, sobre el carro del Sol, viene para caldearlas y para evaporar mis aguas, entonces levanto tanto mi cabeza que, desde aquel tiempo hasta el presente, no se ha podido saber dónde se halla mi fuente y mi origen. Cuando las metodizadas inundaciones de los riachuelos inundan las campiñas, mis aguas más re­gulares esparcen por el Egipto la abundancia, y así son sus tierras deliciosas como un bello jardín; y dóciles circulan por los canales que el hombre fa­brica para regar sus campos y facilitar el comercio. Innumerables villas -cuéntanse hasta veinte mil en el solo Egipto- asiéntanse en mis riberas. Sabéis bien que mis cascadas y cataratas entonan cadencias maravillosas con el caudal ingente de las aguas; ba­jando por los roquedales a las llanuras del Egipto. Dícese también que el rumor de mis aguas llega a ser tan grande que ensordece a los hombres. Siete bocas diferentes llevan su caudal a vuestro imperio; y el delta que forman constituye la más sabia morada del pueblo mejor organizado y más antiguo del univer­so; cuenta muchos años de historia en la tradición de sus sacerdotes. También votan a mi favor el largo de mi curso, la antigüedad de mis pueblos, las ma­ravillas con que los dioses han colmado mis riberas, la fertilidad de mis tierras, gracias a mis inundacio­nes, y la singularidad de mi desconocido origen. Mas, ¿por qué ponderarlo contra un adversario que vale tan poco? Él sale de las tierras salvajes y hela­das de los escitas y vierte sus aguas en un mar huér­fano de otro comercio que el de los bárbaros: aque­llos países son célebres sólo por haberlos subyugado Baco seguido de una multitud de hembras ebrias y desgreñadas que danzaban con los tirsos en la mano. No ostenta en sus riberas ni pueblos limpios y sa­bios, ni villas magníficas, ni monumentos en honor de los dioses: es un nuevo dios que allí se pregona tal, sin dar pruebas de su divinidad. ¡Oh, poderoso dios! ¡Vos que mandáis a los vientos y a las tempes­tades, confundid su temeridad!
Entonces replicó el Ganges:
-Lo oportuno es confundir la vuestra. En efec­to, sois el río más antiguamente conocido: pero no existíais antes de que yo existiera. Como vos, tam­bién yo desciendo de las altas montañas y recorro vastos países y recibo el tributo de muchos afluentes y por infinitas bocas vierto mi. caudal al mar y fer­tilizo las llanuras que inundo. Si, siguiendo vuestro ejemplo, quisiera ostentar lo maravilloso, diré con los indios, que bajo del cielo y que mis aguas bien­hechoras no son menos saludables al cuerpo que al alma. Pero no es preciso envanecerse de quimeras ante el dios de los ríos y los mares. Creado cuando el mundo salió del caos, muchos escritores me hacen nacer en el paraíso de las delicias, que fue la prime­ra patria de los hombres. Pero lo cierto es que riego más reinos que vos; es que recorro otras tierras tan risueñas y tan fecundas: es que arrastro el oro, que es tan caro a los hombres; es que en mis playas hállanse las perlas, los diamantes y cuanto orna los templos y los mortales; es que a la vera de mi corriente vense edificios soberbios donde se celebran largas y mag­níficas fiestas. Los indios, como los egipcios, tienen sus antigüedades, sus metamorfosis, sus fábulas; pero sobre ellos, son gimnosofistas y filósofos esclarecidos. ¿Quién de vuestros sacerdotes puede compararse a Pilpay? Él enseñó a los monarcas los principios de la moral y el arte de gobernar con justicia y bondad. Sus apólogos ingeniosos han hecho su nombre in­mortal;  se los lee, pero no aprovechan demasiado a los estados que he enriquecido; y así lo que nos hace quedar mal a los dos es que únicamente vemos en nuestras riberas monarcas desventurados, porque no aman sino los placeres y un poder sin moderación; es que ninguno de los dos ve, en cualquiera de las par­tes de la tierra, más que pueblos desgraciados, por­que son esclavos casi todos sus habitantes, víctimas de voluntades arbitrarias y de la insaciable avidez de amos que mejor que gobernarlos los explotan. ¿Para qué nos sirve, pues, la antigüedad de origen, la abundancia de las aguas y el espectáculo de las ma­ravillas que ofrecemos al navegante? Yo no aspiro ni a los honores ni a la gloria de la preferencia, porque con ello no podría contribuir a la felicidad de las muchedumbres, puesto que sólo serviría para en­tretener la molicie y la avidez de algunos tiranos fastuosos e indolentes: No hay riqueza ni grandeza estimable si no es útil al género humano.
Neptuno y la asamblea de los dioses marinos aplaudieron el discurso del Ganges y alabaron su tierna compasión hacia la Humanidad vejada y do­lorida. Y le dieron la esperanza de que, desde otra parte del mundo, transportarían a la India naciones más cultivadas y humanas que pudieran establecer los principios políticos verdaderos, haciéndoles com­prender que la verdadera felicidad consiste en hacer felices a los súbditos y en gobernarlos con sabiduría y moderación.

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