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William Faulkner - Una vez a bordo del Lugre



I


 A mitad de la tarde divisamos tierra. Desde que dejamos la embocadura del río al alba y sentimos la primera agitación del mar, la cara de Pete se había ido poniendo más y más amarilla, y hacia mediodía, a veinticuatro horas de Nueva Orleans, cuando le hablábamos nos miraba airadamente con sus amarillos ojos de gato, y maldecía a Joe. Joe era su hermano; era mayor que él, de unos treinta y cinco años, y tenía unos diamantes amarillos grandes como guijarros. Pete tenía unos diecinueve años; llevaba una camisa de seda a rayas doradas y azules y un tieso sombrero de paja, y se había pasado el día en cuclillas en la proa, agarrándose el sombrero y diciéndose «Dios Santo» para sus adentros.
 Ni siquiera probó una gota del whisky que le había birlado a Joe. Joe no nos permitía llevar whisky, y aunque él nos hubiera dejado hacerlo, el capitán nos habría prohibido subirlo a bordo. El capitán era abstemio. Había estado en el negocio ilegal antes de que Joe lo contratara; cargaban alcohol verde en las Indias Occidentales, y antes de alcanzar las Tortugas lo tenían sazonado y envejecido y embotellado y etiquetado y embalado. El capitán solía decir que nunca había sido bebedor, pero que en caso de haberlo sido, para entonces ya estaría curado. Era un verdadero prohibicionista: creía que a nadie le debería estar permitido beber. Era de Nueva Inglaterra, y su cara era como un felpudo ajado.
 Así que Pete tuvo que birlarle a Joe un par de botellas, que subimos a bordo dentro de las perneras de los pantalones y el negro escondió en la cocina, y yo, entre turnos de timón, solía ir hasta la proa, donde Pete estaba en cuclillas, agarrándose el sombrero, y me tomaba un trago. De cuando en cuando la incorpórea cara del negro aparecía en babor, sin expresión alguna, como una máscara de carnaval; pasaba una taza de café, Pete se la bebía y lo más probable era que la arrojase contra la cabeza del negro en el momento en que éste la apartaba.
 - Ha destrozado ya dos - me contó el negro -. Sólo nos quedan cuatro. La próxima vez voy a darle el café en una lata de levadura.
 Pete no había desayunado, y tiró su almuerzo por la borda mientras yo comía el mío y su cara se iba poniendo más y más amarilla, y cuando alcanzamos la isla - una cicatriz de arena donde el oleaje rompía levantando espuma a lo largo del flanco de barlovento, empenachada de roídos pinos purpúreos sobre el oscuro mar crepuscular - sus ojos y su cara eran del mismo color.
 El capitán permaneció dentro. Ya al abrigo de la isla, nuestro impulso cesó y avanzamos pesadamente por las aguas tranquilas de un límpido color verde. Fortificada y sombría, la isla se extendía a estribor sin señal alguna de vida. Al otro lado del estrecho podía verse una mancha baja de tierra firme, como una nube violeta. De más allá de la isla nos llegaba el bramido y el siseo del oleaje, pero aquí, al abrigo, el agua parecía como represada en un molino, y la luz del sol penetraba en ella en haces verdes. Y entonces Pete se sintió indispuesto realmente, y se inclinó sobre la borda agarrándose el sombrero.
 Pronto llegó el crepúsculo. El verde claro del agua, al retirarse el sol, se oscureció. Avanzamos por la superficie mansa que se apagaba lentamente hasta adquirir un matiz de tinta violeta. Contra el cielo se alzaban los altos pinos en formación indigente y lúgubre. La mancha de tierra firme se había ya disuelto. A ras del agua, donde había estado la mancha, se alcanzaba a ver, como el ascua de un cigarrillo, una baliza. Pete seguía indispuesto.
 El motor aminoró la marcha.
 - A la proa - dijo el capitán en el timón. Yo me situó junto al ancla.
 - Vamos, Pete – dije -. Échame una mano. Te sentirás mejor.
 - Al diablo con ello – dijo Pete -. Deja que el bastardo se hunda.
 Así que el negro subió a cubierta y soltamos la guindaleza. El motor se paró y nuestro impulso se extinguió en un silencio violeta en cuya base susurraba el agua.
 - Soltadla - dijo el capitán. Echamos el ancla y la guindaleza culebreó y siscó a nuestros pies.
 Poco antes de que la oscuridad cayera por completo se recortaron bruscamente en el crepúsculo, a dos millas de distancia, una ala clara de agua rígida y una luz de navegación verde, y bruscamente asimismo se esfumaron.
 - Allí va - dijo el negro -. También ella.
 - ¿Qué es? - Una patrullera en busca de ron. Va hacia Mobile.
 - Espero que se quede allí - dije yo. Sentía mi camisa, en el crepúsculo, más cálida que mi cuerpo, y sumamente seca, como una prenda de arena.
 Pete tampoco quiso cenar. Sentado en la proa y encogido sobre sí mismo, con una mugrienta colcha sobre los hombros, parecía un gran pájaro contrariado. Permaneció allí mientras el negro y yo situábamos el bote al costado del barco y el capitán subía con tres palas y una linterna. Entonces se negó terminantemente a meterse en el bote, y el capitán y él se maldijeron en la oscuridad, cara a cara, con feroces susurros.
 Pero no se avino a moverse, así que le dejamos donde estaba, acurrucado en su colcha, con el sombrero ladeado en feroz silueta sobre el informe borrón del barco, ni totalmente oculto ni totalmente expuesto contra la perspectiva del estrecho y el eco fantasmal y sin origen de la luz de las estrellas y la luna nueva.
 El bote avanzó en la oscuridad; salvo el cloqueo leve y borboteante del agua al manejar el negro los remos, todo era silencio. A cada golpe de remo yo sentía bajo los muslos el apagado y constante vaivén de la bancada. Serpentinas lechosas bullían a los costados, llenas de luna, con fuego hecho burbujas, en la nada que nos transportaba y que, de cuando en cuando, golpeaba bajo la quilla con sacudidas susurrantes, acariciadoras, como de suaves y secretas palmas. Pronto una oscuridad más atenuada invadió de soslayo la proa; el capitán se encorvaba sobre ella en actitud de vago alivio, y oíamos el salpicar rítmico del negro. La oscuridad tenue se hizo gradualmente más densa. El bote se alzó con una sacudida débil y chirriante, y se detuvo. La luna nueva se hallaba suspendida arriba, sobre las copas de los pinos.
 Arrastramos el bote. El capitán permaneció en pie mirando con ojos entrecerrados el horizonte. La arena era blanca, con una débil luminosidad a la luz de las estrellas. Al mirarla fijamente parecía hallarse a un palmo de la cara. Luego, al seguir con la vista fija en ella, parecía alejarse vertiginosamente hasta hacer que llegara a perderse el equilibrio mismo, y finalmente se fundía sin solución de continuidad en el cielo tachonado, que parecía tomar de la arena algo de su calidad de tenue y vertiginosa incandescencia, y contra el cual los pinos alzaban sus copas altas y melladas, melancólicas y airosas y un tanto austeras.
 El negro había sacado las palas del bote; el capitán, una vez se hubo orientado, cogió una de las palas. El negro y yo cogimos las otras dos y seguimos la figura oscura y borrosa del capitán y cruzamos la playa y nos internamos entre los árboles. Sobre la arena crecía un tipo de maleza áspera, dura y poseedora de la perversidad sin sentido de unos alambres herrumbrosos dejados al azar. Nos abrimos paso a través de ella; la arena, también con una suerte de perversidad burlona, se desplazaba bajo nuestros pies. El oleaje y el siseo del agua al romper surgía de la oscuridad y nos caía ininterrumpidamente sobre la cara, con la fuerte y fría respiración del propio mar, y ante nosotros, muy cerca, la alevosa oscuridad se transmutó en formas delirantes y en silencioso y tenso tumulto. Por un instante creí que el corazón iba a saltarme del pecho; el negro me hundió con fuerza los dedos en la espalda, y, a través del túnel amarillo de la linterna del capitán, vi que unas bestias cornudas e innominadas y de ojos fieros nos miraban airadas sobre sus prestas patas delanteras; luego se dieron la vuelta y se alejaron a la carrera silenciosamente, en un desaforado entrechocar de demacrados ijares y tremolantes colas. Era como una pesadilla en la que, perseguido por demonios, uno corre, sin cesar sobre una superficie movediza que no ofrece apoyo a los pies.
 Ahora sentía mi camisa más fría que mi cuerpo, y húmeda, y en la vertiginosa oscuridad que siguió a aquel instante fugaz mi corazón accedió a latir de nuevo. El negro me tendió una pala, y reparé en que el capitán proseguía ya la marcha.
 - En el nombre de Dios, ¿qué es eso? - dije.
 - Ganado salvaje - dijo el negro -. La isla está llena. A la luz del día se te echan encima.
 - Oh - dije. Avanzamos trabajosamente y alcanzamos al capitán, que se había parado sobre una duna cubierta de la áspera maleza semejante a alambres. Ordenó que nos detuviéramos mientras recorría despacio la duna e hincaba la pala aquí y allá.
 El negro y yo nos sentamos en cuclillas, con las palas a un lado.
 Yo sentía la camisa húmeda y fría contra el cuerpo. El uniforme respirar del mar nos llegaba a través de la arena, entre los pinos.
 - ¿Qué es lo que hace ese ganado en esta isla? – susurré -. Creí que estaba deshabitado.
 - No lo sé - dijo el negro -. No tengo idea de lo que pueda buscar aquí nadie, día y noche andando por esta arena, escuchando ese viento entre los árboles. - Estaba en cuclillas a mi lado, desnudo de cintura para arriba, y la luz de las estrellas se reflejaba en la arena y centelleaba débilmente sobre su cuerpo -. Cualquiera se vuelve salvaje así.
 Maté un mosquito sobre el dorso de la mano. Dejé una enorme y cálida salpicadura, como una gota de lluvia. Me limpié las manos en los costados.
 - Son malos los mosquitos aquí - dijo el negro. Maté otro sobre el antebrazo; dos más me picaron en los tobillos al mismo tiempo, y otro en el cuello, y me bajé las mangas de la camisa y me abroché el cuello.
 - Sin camisa, te van a devorar - dije.
 - No, señor – dijo -. Los mosquitos no me molestan. Nada de la tierra puede molestarme. Tengo una medicina.
 - ¿Sí? ¿La llevas encima?
 En algún punto de la oscuridad el ganado se movió; se oyeron bruscos desplazamientos y crujidos secos en la maleza. El negro se llevó la mano al abdomen y de un tirón sacó algo de su cintura: un saquito de tabaco en el que pude palpar tres objetos pequeños y duros que llevaba colgando de un cordel arrollado a las caderas.
 - Nada de la tierra, ¿eh? ¿Y qué me dices del agua?
 - No son un amuleto para el agua - dijo. Yo estaba en cuclillas, protegiéndome los tobillos; deseaba haber traído calcetines. El negro se guardó el amuleto.
 - ¿Entonces para qué sales al mar?
 - No lo sé. Los hombres tienen que morir algún día.
 - Pero ¿no te gusta salir al mar? ¿No puedes ganar lo mismo en tierra?
 El ganado, en la oscuridad, se movía de cuando en cuando en la espesura. La respiración del mar atravesaba los pinos y nos llegaba ininterrumpidamente desde la negrura.
 - Los hombres tienen que morir algún día - dijo el negro.
 El capitán volvió y nos habló; nos levantamos y recogimos las palas. Nos indicó dónde cavar; se puso él mismo manos a la obra con su pala y cavamos en la duna y arrojamos a nuestra espalda la arena seca. A medida que cavábamos la arena iba borrando las marcas dejadas en ella por las palas, y en el aire emitía secretos y susurrantes suspiros, y pronto mi camisa volvió a estar mojada y cálida, y la tela se me pegaba a los hombros y los mosquitos picaban en ellos como en carne desnuda. El trabajo progresaba, sin embargo; éramos tres borrones rítmicos, como tres figuras que ejecutaran una danza ritual y extemporánea contra aquel fondo de incandescencia fantasmal, y el hondo aliento del mar agitaba arriba las incesantes copas de los pinos, hasta que el negro dio con la pala en metal: un sonido medio sordo, medio metálico que el aliento del mar recogió y llevó consigo entre los pinos hasta perderse a lo lejos.
 Lentamente fuimos dejando al descubierto el metal: una plancha de hierro para techar, ancha y flexible; al rato el negro y yo pudimos meter las manos bajo el borde; encorvamos la espalda y pusimos rígidas las piernas y tiramos de ella hacia arriba. La arena se desplazó, siscando secamente. Volvimos a tirar de ella. «¡Ajá!», gruñó a mi lado el negro, y la plancha se combó y se liberé con un único y metálico estampido, semejante a un disparo dentro de un cubo de hojalata, que también llevó consigo el aliento del mar, y la arena se deslizó por el metal combado y se hundió en el foso, bajo la plancha, con susurros que se apagaban gradualmente: Shhhhhhhhhhhh, shhhhhhhhhhhhhhhhh.
 El negro y yo, jadeando un poco y sudando copiosamente, nos apoyamos sobre las palas mientras el mar se deslizaba quedamente entre los pinos.
 El capitán apuntaló el borde de la plancha con su pala, y escarbó debajo de ella con las manos. Maté tres mosquitos más sobre mis tobillos, y deseé de nuevo haber traído calcetines. El capitán se había metido en el foso casi por completo, y nos volvió a hablar desde el seco susurrar de aquella tumba, y dejamos a un lado las palas y le ayudamos a extraer los sacos. Estaban algo húmedos, tenían adherida arena, y los arrastramos hasta la arena y el negro y yo cogimos uno bajo cada brazo y seguí al negro hacia la playa. El barco se divisaba débilmente contra la luz de las estrellas que bañaba el estrecho: una sombra entre aviesas sombras, inmóvil como una isla o como una roca. Colocamos cuidadosamente los sacos en el bote y volvimos sobre nuestros pasos.
 Una y otra vez fuimos y volvimos, acarreando aquellos interminables e incómodos sacos. En el mejor de los casos, eran difíciles de manejar; habrían ya supuesto una tarea exasperante sobre una base firme, pero en aquella arena que se movía bajo los pies y que exigía cuatro pasos cuando se habría precisado uno, rodeados siempre por aquellas mudas y perversas picaduras que no me estaba dado aliviar siquiera transitoriamente, la sensación de pesadilla volvía centuplicada, una sensación de esclavitud sin esperanza ante una oscura compulsión, en la que la necesidad misma de lucha era su propio escarnio.
 Cargamos el bote y el negro zarpó hacia el barco en la oscuridad. Empecé a hacer solo el trayecto, y los sacos seguían saliendo de la negra hondonada, en la que el capitán había desaparecido por completo. Oía moverse al ganado en la oscuridad, pero no me prestaba atención alguna.
 Cada vez que volvía a la playa, trataba de retener la posición de las estrellas a fin de saber si se habían desplazado, pero hasta las estrellas parecían estar fijas en lo alto, entre los mellados pinos y el constante aliento del mar en sus copas rumorosas.
 Pete volvió en el bote con el negro. Llevaba puesto el sombrero. Estaba hosco y poco comunicativo, pero había dejado de decir «Dios santo». El capitán salió de su agujero y lo miré, pero no dijo nada, y los sacos, con el refuerzo de dos nuevas manos, se movieron con mayor rapidez, y cuando el negro hizo su segundo viaje al barco, se quedó Pete para ayudarme. Trabajó concienzudamente, como si su meditación a bordo al dejar nosotros el barco le hubiera persuadido de la necesidad de acabar con aquel trabajo, pero habló sólo una vez: cuando nos desviamos un poco del camino y tropezamos con el ganado.
 - ¿Qué diablos es eso? - dijo, y yo supe que en su mano había una pistola.
- No es más que ganado salvaje - dije.
- Dios santo - dijo Pete, y entonces, sin darse cuenta, parafraseó al negro -: No me extraña que sea salvaje.
 - No me extraña que sea salvaje.
 Una y otra vez fuimos a la interminable y sibilante caverna y volvimos a la playa, hasta que al fin Pete y el capitán y yo esperamos juntos en la playa a que volviera el bote. Aunque no me había percatado de su desplazamiento, Orión se hallaba ya más allá de los altos pinos, y la luna había desaparecido. Llegó el bote y volvió al barco y subimos a bordo, y en la oscura bodega que apestaba a sentina y a pescado y a cualesquiera otros avatares por los que hubiera pasado aquel lugre, arrastramos y desplazamos de un lado a otro el cargamento hasta que quedó apilado y fijado con listones a gusto del capitán.
 - Las tres - dijo el capitán, mirando el reloj que alumbraba con su linterna; era la primera palabra que pronunciaba desde que dejó de maldecir a Pete el día anterior -. Dormiremos hasta la salida del sol.
 Pete y yo nos dirigimos hacia la proa y nos echamos sobre el colchón. Oí cómo Pete se dormía, pero durante largo rato me fue imposible dormir a causa del cansancio; me llegaban, sin embargo, los ronquidos del negro en la cocina, donde dormía siguiendo la convicción cara a su raza de que sólo se debía dormir al raso en situaciones de gravísimo peligro. Me dolían los brazos y la espalda y los riñones, y siempre que cerraba los ojos me parecía de inmediato hallarme en pugna con la arena, que se movía y se movía bajo mis pies con paciente mofa, y seguir oyendo en los pinos el alto y oscuro aliento del mar.
 Y sobre este sonido se alzó otro, que creció en intensidad rápidamente, y levanté la cabeza y contemplé cómo la luz de navegación roja y aquella clara ala de agua que parecía poseer cierta luminosidad propia se alzaban y pasaban y se perdían, y pensé en el centauro de Conrad, mitad hombre, mitad remolcador, que cargaba río abajo, río arriba con la misma prisa miope y alerta, con determinación aunque sin destino, ajeno a todo salvo a lo que se hallara inmediatamente en su camino, para lo cual suponía una terrible y violenta amenaza. Luego aquello quedó atrás, se esfumó también el sonido, y volví a echarme y permanecí tendido mientras mis músculos se sacudían y se crispaban al eco mortecino de la pesada pugna y del rumor quedo quedo del mar en mis oídos.


                                            II

 Seguíamos trabajando en la bomba cuando amaneció. El negro nos trajo café, que tomamos sin detenernos. Al rato oí a Pete en cubierta. Se acercó y miró por la escotilla, con su sombrero de paja ladeado y sus ojos amarillos. Pete era hermano de Joe. Joe era el propietario del barco. Luego, Pere se fue. Un momento después oí sus tacones golpeando el casco hacia mitad del barco. El tubo de escape seguía caliente. Trabajar en torno a él era un asunto delicado.
 De pronto dejé de oír los tacones de Pete. Y en ese momento el negro asomó la cabeza por el mamparo de la cocina.
 - Barco - susurró.
 El capitán y yo nos agachamos y nos miramos, y en el silencio que se hizo pudimos oír el motor; un motor de verdad, no un cacharro como el nuestro. Sonaba como un aeroplano a media velocidad. El capitán susurró:
 - ¿Qué barco?
 - Uno grande, de media cubierta. No veo dentro más que dos hombres. Se acerca rápido.
 El negro se retiró.
 Nos miramos mientras escuchábamos el barco. Se acercaba velozmente. Luego paró el motor, y entonces creí incluso oír el agua bajo su proa. Luego habló Pete.
 - ¿Que si tenemos qué?
 Pude oír la otra voz, pero no las palabras. Pete volvió a hablar.
 - ¿Cebo? ¿Qué tengo yo que ver con cebos? Este es un yate privado. Gloria Swanson y Tex Rickard están abajo desayunando.
 El motor se puso en marcha de nuevo, y luego volvió a pararse; era como si estuvieran maniobrando para situar su barco al costado del nuestro. El capitán se subió al motor y miró por la portilla.
 Ahora oí también las palabras.
 - ¿Quién eres tú? ¿El almirante Dewey?
 Y una segunda voz, una monótona voz de Alabama, dijo:
 - Cállate. Sigue sentado donde estás, amigo.
 El capitán se bajó del motor. Inclinó hacia mí su barbado susurro.
 - ¿Tiene una pistola ese bastardo?
 - Anoche tenía una - le susurré yo. El capitán maldijo, siempre en susurros. Nos inclinamos sobre el motor.
 - ¿Quién más hay ahí dentro? -dijo la voz de Alabama-. Acerquémonos más, Ed. No quiero mojarme otra vez esta mañana.
 - ¿Para qué quiere saberlo? - dijo Pete.
 - Tú quédate quieto ahí sentado y lo verás - dijo la primera voz. Era una voz aguda, como la de un chico de coro -. Verás tanto que pensarás que eres Houdini.
 - Cállate - dijo la voz de Alabama.
 El negro asomó la cabeza por la puerta. Habló con un susurro inmóvil, como si las palabras fueran moldeadas de silencio, sin aliento ni sonido.
 - Nos atraparon. ¿Qué hago?
 - Sube adonde puedan verte y quédate donde no estorbes - le susurró el capitán.
 La cabeza del negro se retiró. Oímos el siseo de sus pies descalzos sobre la escalerilla. Luego la voz de Alabama dijo:
 - Hay un negro.
 Y entonces fue como si alguien hubiera cerrado una puerta con estrépito en una casa vacía. Fue como si oyéramos cómo el eco del portazo iba recorriendo las habitaciones vacías y finalmente cesaba. Luego oímos como si alguien arañara lentamente la pared de la camareta, y algo empezó a caer despacio por la escotilla y la escalera. Caía lentamente, como si eligiera el camino entre descenso y descenso. Entonces aparté de un tirón la mano del tubo de escape. Pensé: ahora tendré que ir por la soda yo mismo.
 Pete empezó a maldecir. Su voz sonaba como si su dueño se hallara en equilibrio sobre un madero o una viga.
 - ¿Por qué has hecho eso?  -gritó la voz aguda.
 - No soporto a los malditos negros - dijo la voz monótona -. Nunca pude soportarlos. Quédate quieto ahí sentado, amigo. Acércalo más, Ed.
 Pete seguía maldiciendo.
 - Bien, ¿por qué lo has hecho? - dijo la voz aguda -. De todas formas, ¿quién te crees que cres eres?
 - Cállate, idiota. Tú quédate quieto, amigo - dijo la voz monótona -. O te saca las tripas con esta pistola.
 - ¿Por qué no ha de moverse si quiere hacerlo? - dijo la voz aguda -. Vamos, Houdini, muévete.
 - Quédate quieto, amigo - dijo la voz monótona -. No va a hacerte daño si te portas bien. Déjale en paz ya, drogadicto. Venga, agarra esto.
 - ¿A quién le estás llamando drogadicto? - dijo la voz aguda.
 - Está bien, está bien; a nadie.
 Pete seguía maldiciendo. Parecía a punto de llorar. Yo seguía pensando en la soda. Pensaba: se lo preguntaré. Cuando llegue abajo, se lo preguntaré.
 - Cállate, amigo -dijo la voz monótona -. Eso no suena bien. Tú date prisa con esa cuerda. No tenernos todo el día.
 - Llamarme a mí drogadicto... - dijo la voz aguda.
 - Cállate -dijo la voz monótona -. ¿Quieres que te rompa la cabeza con el cañón de esta escopeta? Júntalo ya.
 Los cascos chocaron, chirriaron; nos azotó un golpe de agua. Pete seguía maldiciendo
 - ¿No te da vergüenza jurar así? - dijo la voz monótona. Luego, de pronto, la voz de Pete se interrumpió; sus tacones golpearon una vez contra el suelo, y después algo chocó contra la camareta y oímos pasos sobre cubierta.
 - Ten cuidado - susurró el capitán.
 Fue hasta la escalera.
 Al otro lado del estrecho vi una mancha baja de tierra firme, y luego a un hombre en pie contra ella, con una escopeta.
 - Aquí los tenemos – dijo -. Sal de ahí.
 - Muy bien - dijo el capitán -. Aparte ese trasto. No voy armado.
 - ¿Ah, no? - dijo el hombre. Se hizo a un lado. El capitán subió. La parte superior de su cuerpo dejó de verse, sus piernas seguían subiendo -. Qué pena - dijo el hombre. Gruñó, como un negro que enarbola un hacha. El capitán se lanzó hacia adelante. Sus pies resbalaron del peldaño y sus piernas cayeron hacia atrás y, sin dejar de subir, se proyectaron hacia adelante. Instantes antes de que sus pies desaparecieran, sus piernas se sacudieron a un tiempo y dejaron de subir.
 Me di cuenta de que yo seguía con la bomba en la mano, mientras pensaba que tal vez no teníamos ya soda y me preguntaba si sería posible cocinar sin ella. Oía cómo forzaban la escotilla de proa. El hombre volvió a mirar hacia abajo.
 - Sal - dijo. Empecé a subir las escaleras, di un traspié y caí sobre las rodillas; la bomba cayó con estrépito sobre los escalones.
 - Déjalo donde está - dijo el hombre.
 - Es la bomba - dije.
 - ¿Sí? -Me levanté. El hombre tenía el pelo rojo y una larga cara también roja. Sus ojos eran de color de loza -. Bien, que me aspen si no tenemos ahí a otro boy scout. ¿Qué haces tú en este barco?
 - Arreglo la bomba -dije-. Se obstruyó.
 - Que me aspen si el asunto no se las trae; meter niños en el negocio. ¿No tienes miedo de que alguien se lo cuente a tu mamá?
 - ¿Quiere que salga afuera? - dije.
 - Será mejor que te quedes donde estás. Ve a arreglar la bomba; así podrás volver a casa. Espera. Date la vuelta. - Me volv í-. Supongo que no serás tan estúpido de ir armado, ¿eh?
 - No - dije.
 - Pues sigue con lo tuyo - dijo. Tantee el suelo en busca de la bomba. El se puso en cuclillas en la puerta, con la escopeta sobre las rodillas. Era un arma con los cañones recortados, como las que usan ciertas escoltas del correo. Encontré la bomba -. Asi esta bien – dijo -. Lo que tienes que hacer es ser sensato. Si no vas armado, lo unico que te puede pasar es que te den un golpe en la cabeza.
 Encaje en su sitio la bomba.
 - Me queme bastante la mano hace un rato - dije.
 - ¿Sí? Ponte un poco de soda y mantequilla en la quemadura.
 - No puedo. Habeis matado al cocinero.
 - Si? Bueno, aquí no se le había perdido nada. Donde deben estar los negros es detras del arado. - Encajé la bomba. Oía a aquellos tipos en la bodega y en la cubierta de proa. El olor del motor empezaba a hacerme sudar un poco. Me llegaba tambien el olor del sitio donde había dormido el negro la noche pasada, y pude oler algo mas, como si hubieran roto algunas botellas. El hombre de la voz aguda hablaba en proa; luego vino por la cocina y metió la cabeza en la alacena. Era un latino con una gorra sucia y una camisa de seda verde sin cuello. Uno de los botones de la pechera era un brillante, y en la mano llevaba una automática. Me miro.
 - Qué hacemos con éste? - dijo.
 - Nada - dijo el otro- . Vuelvete allfíy guárdate ese trasto.
 Encaje la bomba.
 - Venga, llámame drogadicto - dijo el latino -. ¿Quién te crees que eres?
 - Vuelve allí y guárdate ese trasto - dijo el otro. Sentí la mirada del latino en la nuca.
 - ¿Qué piensas tú de esto? - dijo.
 - Nada - dije. Encaje la bomba.
 - ¿Me has oído? - dijo el hombre de arriba -. Que te vayas y que guardes esa pistola. -  El latino se fue -. Tengo casi la misma paciencia con los negros que con los malditos idiotas - dijo el hombre de la puerta.
 Miré la bomba.
 - He estado intentando ponerla al revés - dije.
 - ¿Sí? - dijo él. Alguien dijo algo arriba, en proa. El hombre se alzo sobre las caderas y miro a traves de la camareta -. Traedlo aquí - dijo. Se acercaron por cubierta, y entonces vi las piernas de Pete -. Aquí viene tu amigo; necesita ayuda - dijo el hombre de la escopeta, levantándose -. Venga, baja y procura portarte bien. -  Empujo a Pete escaleras abajo. Pete no llevaba el sombrero. Tenía el pelo desordenado y había en su cara una expresion desencajada y aturdida. Bajó las escaleras como si estuviera ebrio, y tropezó contra la pared y se quedó apoyado en ella.
 - ¿Te pusieron fuera de combate? - dije.
 Maldijo entre gimoteos.
 - No pude hacer nada. Me dejé la pistola en la chaqueta y saltaron sobre mí tan rápido... Siempre le estaba diciendo a Joe que nos iban a atrapar, tarde o temprano. Siempre le decía... - Maldijo de nuevo, como si fuera a echarse a llorar. El latino apareció a un lado del mamparo; llevaba la pistola.
 - Aún no has terminado – nos dijo el hombre de arriba.
 - Llamarme a mí drogadicto - dijo el latino. Entonces vio a Pete -. Vaya, vaya, aquí tenemos a Houdini. ¿Te apetece un poco más, Houdini?
 - Vete al infierno - dijo Pete, sin mirar hacia atrás.
 - Te dije que te guardaras esa pistola y que te fueras de aquí - dijo el hombre de arriba.
 - Al infierno contigo - dijo el latino -. ¿Quién te has creído que eres? ¿Te apetece un poco más, Houdini?
 - ¿Vas a salir de ahí o quieres que baje y te saque yo? - dijo el hombre de arriba.
 - ¿Sacar a quién? - dijo el latino. Se miraron el uno al otro airadamente.
 - Vuelve a abrir la boca - dijo el hombre de arriba - y le cuento al capitán cómo mataste a ese negro. Y al sacerdote le contaré...
 - ¡Yo no lo hice! - gritó el latino -. ¡Yo no lo hice! - Se volvió hacia mí blandiendo la pistola-. ¡Tú lo viste!
 - Te estábamos mirando - dijo el otro -. Todos vimos cómo le disparabas. ¿ Es que no puedees acordarte de la gente que mats, maldito idiota?
 El latino nos miró, primero a uno y luego a otro. Pete estaba apoyado en la pared, de espaldas al latino, que babeaba un poco, con una especie de espasmos y convulsiones en el semblante.
 - Yo no lo hice – susurró -. ¡Yo no lo hice! - gritó, y se echó a llorar. Con lágrimas en las mejillas, farfullo algo en italiano. Tenía la cara sucia y las lágrrimas eran como huellas de caracol. Se santiguó.
 - No es hora de rezar ahora - dijo el hombre de arriba -. ¿Crees que Dios va ha hacer caso de lo que digas? Fuera de aquí, drogadicto cabeza de chorlito.
 - ¿Drogadicto? - chilló el latino -. ¡Hijo...
 - ¡Hijo ... ! - dijo el otro.
 Dejó la escopeta a un lado y dejó caer las piernas en las escaleras.
 - Llámame drogadicto - dijo el latino a gritos mientras blandía la pistola.
 - ¡Suelta eso! - dijo el otro.
 - Llámame drogadicto -gimió el latino.
 Pete lo miraba por encima del hombro. El latino bajó bruscamente la pistola y Pete apartó la cabeza para esquivarlo y el latino dirigió el arma hacia él y le disparó en la parte posterior de la cabeza. Era un pesado Colt y Pete fue a dar con violencia contra la pared. La pared lo hizo rebotar; fue como si le hubieran golpeado dos veces, y cayó de nuevo y se golpeó la cabeza contra el motor mientras el otro hombre saltaba sobre el latino.
 El estampido del disparo siguió en el aire y reverbero de un lado a otro entre las paredes. Era como si el recinto estuviera lleno de él, y cada vez que alguien se movía parecía sacudirlo y abatirlo, y yo olí la pólvora y un tenue tufo a quemado.
 - Llámame drogadicto - gritaba el latino.
 El otro hombre logró agarrar la pistola y arrancó la culata de la mano del latino. Este seguía con el dedo dentro del guardamonte y arqueó el cuerpo para tratar de liberarlo y continuó chillando a voz en cuello hasta que el otro le arrebató la pistola. Entonces el hombre alto lo agarró por la pechera de la camisa y lo abofeteó. Los golpes sonaron como disparos, y la cabeza del latino se vio sacudida una y otra vez de lado a lado. Luego alguien gritó algo en cubierta, y el hombre arrastró al latino hasta la puerta de la cocina y lo arrojó a través de ella.
 - Ahora – dijo - vete arriba. Como vuelva a verte la cara aquí, te la parto.
 El hombre volvió a las escaleras y asomó la cabeza. Pete yacía con la cara sobre el motor. Oí el chapoteo del agua entre los dos cascos y olí otra vez a pelo chamuscado, y me quedé allí a la espera de las náuseas. El hombre volvió.
 - Ahí está esa patrullera - dijo. Levantó a Pete del motor. Dejé de oler a pelo chamuscado -. Será mejor que subas, amigo - dijo el hombre-. Vamos.
 Subí tras él por las escaleras y salí a la brisa. Advertí que, allí donde la sentía sobre mí, mi piel sudaba. Vi a un extremo de la camareta los pies del capitán, con los dedos hacia abajo. Pero lo que me sorprendió fue que todavía fuera tan temprano. Tenía la impresión de que debía ser cuando menos mediodía, pero el sol aún no había remontado las copas de los pinos en la isla. A unas dos millas de la orilla vi la patrullera, que surcaba el agua sobre sus rígidas alas blancas, como la pasada noche, con su gallardete tieso como una tabla, y contemplé su paso y pensé en el centauro de Conrad, mitad hombre, mitad remolcador, que iba de un sitio para otro a la carga con la misma soledad miope y alerta.
 - Se dirige a Gulfport – dijo el hombre -. Hay baile esta noche, supongo... Ven, siéntate y fuma un cigarrillo. Te sentirás mejor. - Me senté en el suelo cara a la isla, apoyado en la camareta, y me ofreció un cigarrillo, pero yo volví la cabeza -. Esos malditos latinos –dijo -. Tú quédate aquí sentado. Acabaremos pronto.
 Apoyé la espalda y cerré los ojos, a la espera de las náuseas. La mano me escocía, pero no demasiado. Los oía ir y venir de un barco a otro. Alguien entró en el cuarto de máquinas, y volvió hacia proa con profusión de lentos y sordos ruidos. Luego el ruido cesó en la proa. Ahora oía a los hombres en el otro barco. Unos pies bordeando la camareta, pero no alcé la mirada.
 - Bien, Houdini – dijo el latino -. ¿Quieres un poco más?
 - Vete al barco – dijo el otro-. Será mejor que temines de arreglar esa bomba y te vayas de aquí - me dijo -. Hasta la vista.
 Los cascos chocaron, se arañaron. El gran motor se puso en movimiento. La hélice hendió el agua. Pero yo no miré. Me quedé sentado contra la camareta, y dirigí la vista hacia los pinos mellados que se recortaban como bronce mal fundido contra el cielo azul cobalto y hacia la blanqueada cicatriz de playa y el agua verde brillante.
 El sonido del motor me llegó durante largo rato. Pero al fin cesó por completo. Un águila marina bajó equilibrando el vuelo hasta uno de los pinos, y quedó en posición inestable sobre la copa mientras el sol brillaba sobre los lentos y envanecidos movimientos de sus alas, y yo la contemplé a espera de mentir las náuseas.
 El capitán llegó a popa apoyándose en la camareta. Tenía la cabeza ensangrentada. Alguien le había echado encima un cubo de agua, y la sangre le surcaba la cara como pintura delgada. Estuvo mirándome unos instantes.
 - ¿Tienes lista la bomba?
 - No lo sé. Sí. La dejé lista.
 Bajó por las escaleras lentamente. Le oí abajo; luego volvió con una camisa y se sentó a mi lado y desgarró la camisa por la mitad.
 - Ayúdame con esto – dijo. Le vendé la cabeza. Luego terminamos de conectar la bomba y pusimis el motor en marcha y nos dirigimos hacia la proa. La escotilla estaba abierta. Apestaba horriblemente. No miré dentro. Subimos el ancla y el capitán maniobró e hizo que el barco enfilara el costado de la isla. La brisa refrescó gracias al movimiento; me apoyé en la camareta y dejé que soplara el sudor de mi cuerpo.
 - Mecánico - dijo el capitán. Volví la cabeza-. Ocúpate de los de la bodega.
 Fui hasta la escotilla, pero no miré dentro. Me senté y dejé caer mis piernas dentro de la escotilla; expuse mi cuerpo al viento.
 - Tú, mecánico – dijo el capitán.
 - Están bien.
 - Llévalos a la cocina.
 - ¿No pueden quedarse aquí?
 - Llévalos a la cocina.
 Habían destrozado mucha mercancía. Sentí que pisaba vidrios rotos, así que arrastré los pies por el suelo apartando los cristales. El olor era horrible.
 Había un portillo en el mamparo. Pete pasó fácilmente a través de él. Pero el negro, desnudo de cintura para arriba, estaba muy ensangrentado: lo habían tirado sobre las botellas rotas y luego pisoteado; estaba, además, la propia herida, que sangró de nuevo cuando lo moví. Lo metí con dificultad por el portillo y di la vuelta al mamparo y entré en la cocina y tiré del cuerpo. Traté de deslizar mi mano hacia abajo y de agarrar sus pantalones por la cintura, pero volvió a quedar atascado y algo se rompió, y al sacar la mano me quedó en ella el cordel roto de su amuleto que según él le protegía de cualquier cosa que llegará a él por la vía acuática -, y del extremo de él quedó colgando la bolsita manchada. Pero al final conseguí hacerlo pasar por el portillo.
 Me escocía otra vez la mano, y de pronto nos vimos fuera del abrigo de la isla y el barco empezó a balancearse un poco, y me apoyé sobre el hornillo de petróleo incrustado de grasa y me pregunté dónde estaría la soda. No la encontré, pero vi la botella de Pete, la que se había subido a bordo en Nueva Orleans. La cogí y bebí un gran trago. Tan pronto como tragué el líquido supe que iba a marearme, pero seguí tragando. Luego dejé de beber y pensé que tal vez me sentiría mejor en cubierta, pero después dejé por completo de pensar y me apoyé sobre el hornillo y me mareé de veras. Estuve mal durante un buen rato, pero luego bebí otro trago y me sentí un poco mejor.
                                     

FIN

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