The mouse, © 1969 by Mercury Press Inc. (The Magazine of Fantasy and Science Fiction, Noviembre de 1969). Traducido por Manuel Barberá en El general derribó a un ángel, relatos de Howard Fast, Colección Azimut de Ciencia Ficción, Intersea SAIC, 1975.
Sólo
el ratón observó el plato volador que descendía hacia la Tierra. El ratón
estaba acurrucado recelosamente en un escondite, crispando nerviosamente su
nariz diminuta, mientras le temblaban todos los nervios por el miedo y la
atención al hacer su aterrizaje el hermoso objeto dorado.
El
plato volador (o nave espacial circular, cuya forma era más o menos la de un
sombrero achatado y de ala ancha) pasó rozando el techo de la casa suburbana de
dos plantas, planeó por encima del fondo de la casa y se acomodó en una maraña
de rosales trepadores, escondiéndose entre las ramas y las hojas de manera que
quedaba cubierto por completo. Y dado que el plato volador tenía tan sólo
setenta y cinco centímetros de diámetro y apenas diecisiete centímetros de
altura, el ocultamiento se lograba con bastante facilidad.
Era
apenas un poco después de las tres de la madrugada. Los habitantes de esta casa
y todos los de las otras viviendas de aquel barrio nuevo suburbano dormían o se
agitaban en sus camas luchando con el insomnio. El paso del plato volador no
provocó ruido ni olor alguno y ningún perro ladró; sólo el ratón observaba –y
observaba sin comprender, tal como siempre observaba, tal como su existencia
era– sin comprensión.
Lo
que ocurrió un momento antes se convirtió en la memoria del ratón en algo vago
y carente de sentido, pues casi no tenía memoria en realidad. Lo mismo podría
decirse que jamás había sucedido. Transcurrió el tiempo, segundos, minutos,
casi una hora, y luego apareció una luz en la maraña de ramas y hojas donde el
plato volador estaba acomodado. El ratón clavó la vista en la luz y de pronto
vio aparecer dos hombres saliendo de la luz –que era una abertura del plato–, y
que caminaban por el suelo.
O
por lo menos parecían, de un modo vago, algo así como seres que el ratón había
visto, que en realidad eran hombres, con la salvedad de que su estatura era
sólo de siete centímetros y medio y estaban vestidos con trajes espaciales. Si
el ratón hubiese podido distinguir entre el traje y lo que contenía y si su
visión hubiese sido selectiva, habría observado que bajo la envoltura
transparente los hombres salidos del platito diferían tan sólo en tamaño de los
hombres de la Tierra, por lo menos en su aspecto general. Sin embargo. en otros
sentidos diferían muchísimo. No hablaban en forma oral ni sus trajes contenían
ninguna clase de equipo de radio: eran telépatas, y luego de haber permanecido
en silencio más de cinco minutos, intercambiaron pensamientos.
–Lo
que debe tenerse en cuenta –dijo el primer hombre– es que mientras nuestro peso
es mucho menor aquí que en nuestra patria, todavía seguimos siendo muy, pero
muy pesados, y esta Tierra no es muy densa.
–No,
no lo es, ¿verdad? ¿Están todos dormidos?
El
primero alargó una mano. Su cerebro se convirtió en una su red electrónica que
tocaba los cerebros de todo ser viviente en un radio de una milla más o menos.
–Casi
todas las personas están dormidas. La mayoría de el los animales parecen ser
nocturnos.
–¡Qué
curioso!
–No,
en realidad, no. La mayoría de los animales no está domesticada y son seres
pequeños y salvajes. Mucho miedo, hambre y miedo.
–¡Pobrecitos!
–Sí,
pobrecitos, y sin embargo consiguen sobrevivir. Eso es toda una proeza, a la
vista de la gente. Gente interesante. Explora un poco.
El
segundo hombre proyectó su cerebro y exploró. Su reacción podría traducirse
como: “¡Uh!”
–Sí...
sí, realmente. Sus ideas son horribles, ¿no es cierto? Lo siento, pero prefiero
los animales. Hay uno justo aquí, delante de nosotros. Completamente despierto
y sin nada más que miedo en su cerebro diminuto. En realidad, el miedo y el
hambre parecen formar todo su bagaje mental. Nada de odio ni agresión.
–Él
es también tan pequeño como las cosas de este planeta –observó el segundo
hombre: espacial–. No es mayor que nosotros. ¿Sabes una cosa? Nos podría servir
perfectamente bien.
–Podría
–corroboró el primero.
Dicho
esto, los dos hombres diminutos se aproximaron al ratón, que seguía acurrucado
y a la defensiva en su escondite, sin que se le viese más que la punta de sU
nariz poblada de bigotes. Los dos hombres avanzaron despacio y cuidadosamente,
eligiendo sus pasos detenidamente. De pronto uno de ellos se hincó casi de
rodillas en un terroncito e intentaron después hacer pie en piedras, grava,
trocitos de madera. Evidentemente su gran peso hacía que la dura y seca tierra
les resultase demasiado suave pura ofrecerles seguridad. Mientras tanto el
ratón los observaba y cuando fue claro el rumbo en que venían, el animalito
intentó convulsivamente escapar.
Pero
sus músculos no respondían y en virtud de que el pánico se incrustaba en su
pequeño cerebro, e! primer hombre espacial proyectó su mente, buscando el
centro del miedo, bloqueándolo con sus propios pensamientos y alterando luego
electrónicamente las sendas de neuronas del ratón conforme a los centros de
placer del diminuto cerebro del animal. Todo esto hizo sin esfuerzo y casi
instantáneamente el hombre espacial, y el ratón se relajó, profirió chillidos
de gozo y desistió de todo esfuerzo por huir. Entonces el segundo hombre
espacial roturó la tierra y la apartó de la boca del túnel, levantó al ratón
con cuidado, sosteniéndolo en sus brazos, y lo llevó de regreso al plato. Y
allí quedó tendido el ratón, relajado y estremeciéndose de deleite.
Otros
dos seres, ambos mujeres, esperaban en el platito mientras los hombres
penetraban por la esclusa pneumática, llevando al ratón. Las mujeres,
evidentemente en concordancia con los pensamientos de los hombres, no
necesitaron que se les dijese lo que había sucedido. Prepararon de antemano lo
que sólo podía ser una mesa de operaciones, un tablero liso con luz brillante
encima y una tabla de instrumentos a lo largo. La luz formaba un cuadrado de
brillo en el obscuro interior de la nave espacial.
–Yo
estoy esterilizada –informó a los hombres la primera mujer, levantando las
manos cubiertas con guantes delgados y transparentes– de modo que podemos
trabajar inmediatamente.
Al
igual que la de los hombres, la piel de las mujeres era amarilla, no cetrina,
sino un amarillo claro y vivo, del color del limón, y el cabello era
anaranjado. Despojados de los trajes espaciales, todos aparecían vestidos más o
menos igual; descalzos y con pantaloncitos cortos en el caliente interior de la
nave; las mujeres ni siquiera cubrían sus pechos bien formados.
–Yo
establecí contacto –les dijo la segunda mujer–. Todos están dormidos, salvo sus
cerebros.
–Ya
lo sabemos –convinieron los hombres.
–He
explorado como quien hace un viaje por una alcantarilla. Pero he reunido muchos
datos. El animal se llama ratón. Simbólicamente es el más pequeño y más
inofensivo de los seres, vegetariano y perseguido por casi todos los demás en
este curioso planeta. Sólo su tamaño explica su supervivencia y su
extraordinaria destreza para ocultarse.
Mientras
tanto los dos hombres habían depositado el ratón en la mesa de operaciones,
donde estaba extendido, relajado y chillando de satisfacción. Mientras los
hombres fueron a quitarse los trajes espaciales, la segunda mujer llenó un
instrumento hipodérmico, insertó la aguja cerca de la base de la cola del ratón
y suavemente impulsó el líquido para que entrase. El ratón se relajó y quedó
inconsciente. Entonces las dos mujeres cambiaron la postura del ratón,
manejando el animal –que para ellas era enorme– con facilidad y eficiencia,
como si no tuviese casi peso; y en realidad, en términos de la gravitación con
la cual estaban conformadas para luchar, carecía de peso en absoluto.
Cuando
volvieron los dos hombres, estaban vestidos igual que las mujeres, con
pantaloncitos cortos y descalzos, con los mismos guantes transparentes.
Entonces los cuatro se pusieron a trabajar con rapidez y destreza, formando
evidentemente un equipo que habría realizado esta labor muchas veces en el
pasado. El ratón estaba tendido sobre el vientre, con las patas abiertas. Un
hombre puso una máscara cónica sobre la cabeza del ratón y comenzó a insuflarle
oxígeno. El otro hombre le afeitó la parte superior de la cabeza con una
rasuradora eléctrica, mientras las dos mujeres iniciaban una operación que
levantaría la tapa entera del cráneo del ratón. Trabajando con gran velocidad y
pericia, hicieron una incisión. en la piel y después, utilizando trépanos
provistos de una especie de rayo láser en lugar de sierra, abrieron la parte
superior del cráneo, la extrajeron y la entregaron a uno de los hombres, que la
colocó en una sartén llena de una solución reluciente. El cerebro del ratón
quedó de este modo al descubierto.
Luego
las dos mujeres acarrearon una máquina que tenía una torrecita encima de una
junta universal, bajaron la parte superior hasta situarla cerca del cerebro
expuesto y apretaron un botón. Salió de la torrecita más o menos un centenar de
alambres diminutos y con mucha rapidez las mujeres empezaron a unir esos
alambres a partes del cerebro del ratón. El. hombre que había estado gobernando
el caudal de oxígeno acercó en ese momento otra máquina, sacó de ella tubos e
inició un proceso de suministro de fluido al sistema circulatorio del ratón,
mientras el segundo hombre se dedicó a trabajar en la sección del cráneo que
estaba dentro de la solución brillante.
Los
cuatro realizaban su labor en forma serena y al parecer sin fatiga. Afuera,
llegó a su fin la noche y salió el sol y todavía los cuatro seres espaciales
seguían trabajando. Más o menos al mediodía terminaron la primera parte de su tarea
y se retiraron, retrocediendo de la mesa para observar y admirar lo que habían
hecho. El diminuto cerebro del ratón había quintuplicado su tamaño, y por la
forma y los repliegues parecía un cerebro humano en miniatura. Cada uno de los
cuatro compartió un sentimiento de gran realización, entremezclaron sus
pensamientos, se alabaron mutuamente y se dedicaron entonces a terminar la
operación. La forma de la sección del cráneo que había sido extirpada estaba
ahora de acuerdo con el tamaño del cerebro alterado y cuando ellos la volvieron
a colocar en la cabeza del ratón, la única diferencia en el aspecto del pequeño
ser era un extraño y alto bulto encima de los ojos. Cerraron las roturas,
unieron la carne con una especie de substancia plástica, quitaron los tubos,
insertaron tubos nuevos y modificaron la inconsciencia del ratón,
convirtiéndola en un sueño profundo.
Durante
los cinco días siguientes el ratón durmió; pero de un sueño inmóvil, su estado
cambió paulatinamente hasta que al quinto día comenzó a agitarse y moverse
inquieto; al sexto día se despertó. En estos cinco días se le suministró el.
alimento por vía endovenosa, se lo masajeó constantemente y se lo sondeó
también constantemente y telepáticamente. Los cuatro seres espaciales se
turnaron en la tarea de penetrar en el cerebro y darle información, y neurón
por neurón, sección por sección, programaron su nuevo cerebro agrandado.
Realizaban esta tarea con mucha habilidad. Proveyeron al ratón de conocimiento,
entendimiento, habla y autocomprensión. Le impusieron una gran cantidad de
datos, equilibraron la información con una comprensión filosófica del universo
y su sentido y lo dejaron como había estado emocionalmente, sin agresión ni
hostilidad, pero también sin miedo. Cuando por último se despertó el ratón supo
qué era y cómo se había convertido en lo que era. Todavía continuaba siendo
ratón, pero en el asombro y la majestad encantadora de su mente fue como no
había sido ningún otro ratón que jamás hubiese vivido en el planeta Tierra.
Los
cuatro seres espaciales permanecieron junto a él cuando se despertaba y lo
observaron. Se sintieron complacidos, y dado que mucho de su naturaleza,
especialmente sus reacciones emotivas, eran infantiles y directas, no pudieron
menos que mostrar regocijo y sonreír frente al ratón. Sus pensamientos
participaban del género de una bienvenida y todo lo que la mente del ratón pudo
expresar fue gratitud. El ratón se puso de pie, se mantuvo sobre la superficie
donde había estado tendido, miró a cada uno de ellos alternativamente y lloró
interiormente ante el. hecho de su existencia. Entonces el ratón sintió hambre
y le dieron comida. Después de ello el ratón formuló la pregunta básica e
inevitable:
–¿Por
qué?
–Porque
necesitamos tu ayuda.
–¿Cómo
puedo yo ayudarlos cuando vuestra propia sabiduría y vuestro propio poder no
tienen al parecer medida?
El
primer hombre espacial explicó. Eran exploradores, cartógrafos, agrimensores, y
detrás de ellos, a años de luz de distancia, estaba el planeta en el que tenían
su hogar, una bola gigantesca del tamaño de nuestro planeta Júpiter. De ahí su
tamaño pequeño, su densidad increíble. Pesando en la Tierra sólo una fracción
de lo que pesaban en su planeta, pesaban no obstante más que cualquier ser de
su tamaño, con tanta más razón cuanto que caminaban en la Tierra con horrible
peligro de hundirse y desaparecer de la vista. Era muy cierto que podrían ir a
cualquier lugar en su nave espacial, pero para obtener toda la información que
necesitaban tendrían que dejarla, tendrían que aventurarse a realizar el
recorrido a pie. De ahí que el ratón podía servirles de ojos y de pies.
–¡Y
para esto un ratón! –exclamó el ratón–. ¿Por qué? Yo soy el más pequeño y más
indefenso de todos los seres.
–Ya
no lo eres –le aseguraron–. Nosotros, por nuestra parte, no llevamos armas,
porque tenemos nuestras mentes, y de esa misma manera tu mente es ahora igual
que las nuestras. Puedes entrar en el cerebro de cualquier criatura, un gato.
Un perro –hasta un hombre–, ocluir las sendas de los neurones a sus centros de
odio y agresión, y hacerlo con la velocidad del pensamiento. Tienes la más
poderosa de todas las armas: la capacidad de hacer que cualquier ser viviente
te ame, y teniendo eso, ya no necesitas nada más.
Así
fue como el ratón se convirtió en parte del pequeño grupo de gente espacial que
medía, relevaba planos y examinaba el planeta Tierra. El. ratón corrió
vertiginosamente por las calles de un centenar de ciudades, se introdujo en
centenares de edificios y salió de ellos, se acurrucó en rincones y pudo captar
las discusiones de. personas dotadas de poder que gobernaban esta o aquella
parte del. planeta Tierra y los seres espaciales escuchaban con sus oídos,
olían con sus sensitivas fosas nasales y veían con sus suaves ojos pardos. El
ratón recorrió miles de millas, atravesando mares y continentes cuya existencia
jamás había sospechado ni en sueños. Escuchó a profesores que pronunciaban
conferencias ante públicos de estudiantes universitarios y escuchó las grandes
orquestas sinfónicas, los exquisitos pianistas y violinistas. Observó a madres
que daban hijos a luz y oyó hablar de guerras que se proyectaban y crímenes que
se pensaban cometer. Vio deudos llorones que miraban cómo se sepultaban los
muertos en la tierra y tembló a los sones estrepitosos de grandes líneas de
montaje en fábricas monstruosas. Se abrazó a la tierra mientras pasaban por
encima balas silbantes y vio que los hombres se destrozaban unos a otros por
razones tan obscuras que en sus propios cerebros no había más que odio y temor.
En la misma medida que la gente espacial, fue un extraño para los hábitos
curiosos de la humanidad y oyó a los seres humanos especulando sobre la mezcla
casual y carente de cerebro, de gozo y horror, que era la civilización de la
humanidad en el planeta Tierra.
Luego,
cuando su misión estuvo terminada casi por completo se le ocurrió al ratón
preguntarles acerca del lugar en que ellos vivían. De esta manera pudo sopesar
hechos, medir posibilidades y especular a tientas con las incertidumbres,
creando sus propias abstracciones; y de este modo, una de aquellas noches en
que el calor de los cinco seres llenaba la nave espacial, cuando se encontraban
sentados y entremezclaban pensamientos y reacciones en un intercambio de cuerpo
y mente del cual el ratón era una parte, pensó en el sitio en que ellos habían
nacido.
–¿Es
muy bello? –preguntó el ratón.
–Es
un buen lugar. Bello y lleno de música.
–¿No
tenéis guerras?
–No.
–¿Y
nadie mata por el placer de matar?
–No.
–Y
vuestros animales... ¿son como yo?
–Existen
en su propia ecología. Nosotros no la alteramos y no los matamos. Cultivamos y
producimos el alimento que comemos.
–¿Hay
crímenes como aquí, homicidios, asaltos y robos?
–Casi
nunca.
Y
de este modo fueron sucediéndose preguntas y respuestas mientras el ratón
extendía delante de ellos su cabeza de extraña conformación entre las patas,
con los ojos fijos en los dos hombres y las dos mujeres, admirándolos y
amándolos; y llegó el momento en que les preguntó:
–¿Me
será permitido vivir con vosotros, con vosotros cuatro? ¿Tal vez cumplir junto
a vosotros otras misiones? ¡Vosotros jamás sois crueles! No me colocaréis junto
con los animales. Me dejaréis estar con la gente, ¿no es verdad?
No
le respondieron. El ratón trató de leer sus mentes, pero todavía era como un
niño pequeño cuando llegó al juego de la telepatía y los cerebros de los otros
estaban bien protegidos.
–¿Por
qué?
Siguieron
.sin contestarle.
Entonces,
de una de las mujeres, oyó:
–Vamos
a decírtelo. No esta noche, pero pronto. Ahora debemos decirte otra cosa. No
puedes venir con nosotros.
–¿Por
qué?
–Por
la más sencilla de todas las razones, querido amigo. Nos volvemos a nuestra
patria.
–Entonces
permitidme ir con vosotros. Es mi patria también. El principio de todos mis
pensamientos, sueños y esperanzas.
–No
podemos.
–¿Por
qué? –suplicó el ratón–. ¿Por qué?
–¿No
comprendes? Nuestro planeta es del tamaño de vuestro planeta Júpiter, aquí, en
el sistema solar. Esa es la razón por la cual somos tan pequeños en términos
terrestres, porque nuestra misma estructura atómica es diferente de la vuestra.
De acuerdo con la medida de peso que usan aquí en la Tierra, mi peso es casi
cien kilogramos, y tú pesas menos de un octavo de kilogramo, y sin embargo nuestros
tamaños son casi iguales. Si debiésemos llevarte a nuestro planeta. morirías
apenas llegáramos a su campo gravitacional. Quedarías aplastado tan
absolutamente que toda apariencia de forma desaparecería de ti. No puedes
pedirnos que te aniquilemos.
–Pero
sois tan sabios –protestó el ratón–. Podéis hacer casi cualquier cosa.
Cambiadme. Haced que sea como vosotros.
–De
acuerdo con tus cánones somos sabios... –dijeron los seres espaciales, plenos
de tristeza. Esta se infiltraba por todo el ámbito y el ratón sintió su
desolación–. De acuerdo con nuestros cánones tenemos muy escasa sabiduría. No
podemos hacer que vosotros seáis como nosotros. Eso está más allá de todo poder
que queramos o podamos soñar. No podemos ni siquiera deshacer lo que hemos
hecho, y ahora comprendemos qué es lo que hemos hecho.
–¿Y
qué es lo que haréis de mí?
–Lo
único que podemos hacer. Dejarte aquí.
–¡Ah,
no! –y el pensamiento fue un grito de agonía.
–¿Qué
otra cosa podemos hacer?
–No
me dejéis aquí –les imploró el ratón–. Cualquier cosa, pero aquí no me dejéis.
Dejad que haga el viaje con vosotros, y si entonces tengo que morir, moriré.
–No
hay ningún viaje tal como tú lo ves –le explicaron–. El espacio no es para
nosotros un área. No podemos hacer que resulte comprensible para ti, sólo
podemos decirte que es una ilusión. Cuando nosotros nos elevamos y salimos de
la atmósfera terrestre, nos deslizamos en un pliegue del espacio y aparecemos
en nuestro propio sistema planetario. De manera que no sería un viaje que tú
pudieras realizar con nosotros, sólo un paso hacia tu muerte.
–Dejadme
morir con vosotros –rogó el ratón.
–No,
nos pides que te matemos. No podemos.
–Sin
embargo, me habéis hecho.
–Te
hemos cambiado. Hemos hecho que crecieses en un cierto sentido.
–¿Yo
lo pedí? ¿Me preguntasteis si yo quería ser así?
–Que
Dios nos perdone, no te lo preguntamos.
–¿Entonces
qué tengo yo que hacer?
–Vivir.
Es lo único que podemos decir. Debes vivir.
–¿Cómo?
¿Cómo puedo vivir? Un ratón se esconde entre la hierba y no conoce más que dos
cosas: miedo y hambre. Ni siquiera sabe lo que es él y todo lo ignora acerca
del enorme las mundo lunático que lo rodea; no sabe nada. Pero vosotros me de
disteis el conocimiento.
–Y
también te dimos los medios para defenderte, de manera que puedas vivir sin
miedo.
–¿Por
qué? ¿Por qué tengo que vivir? ¿No entendéis eso?
–Porque
la vida es buena y bella, y en sí misma es la respuesta a todas las cosas.
–¿Para
mí? –y, dicho esto, el ratón los miró y les imploró que lo mirasen–. ¿Qué veis?
Yo soy un ratón. En todo este han mundo no hay otro ser como yo. ¿Debo volver
junto a los ratones?
–Tal
vez.
–¿Y
hablar de filosofía con ellos? ¿Y abrirles mi mente? ¿O debería tener intercambio
de ideas con esas pobres y necias criaturas condenadas? ¿Deberé ser el garañón
del mundo de los ratones? ¿Almacenaré riquezas en raíces y bulbos? Decidme,
decidme –suplicó.
–Hablaremos
de eso en otra ocasión –dijeron los seres espaciales–. Quédate contigo mismo
por un tiempo y no temas de nada.
Entonces
el ratón se acostó con la cabeza entre las patas y pensó en el capricho de las
cosas. Y cuando los seres espaciales le preguntaron dónde quería estar, les
contestó:
–Donde
me encontrasteis.
De
modo que nuevamente el plato volador descendió por la noche en el patio de los
fondos de la casa suburbana de dos plantas. Una vez más la esclusa neumática se
abrió y en esta ocasión salió un ratón. El ratón permaneció allí y el plato se
elevó por entre las hojas muertas que se arremolinaban y se alejó como una
mancha dorada que se perdió en la noche. Y el ratón quedó allí, ante su propia
eternidad.
Un
gato. despertado por el movimiento que se produjo entre las hojas, se acercó al
ratón y se detuvo a unas pocas pulgadas de distancia cuando observó que el
pequeño animal no escapaba. El gato alargó una pata y la pata se detuvo. Luchó
por dominar su propio cuerpo y escapó. Y el ratón siguió inmóvil, olfateó luego
el aire, se orientó, y se dirigió a la boca del túnel de un antiguo escondite.
Desde abajo, de las profundidades de la cavidad, llegó el cálido y almizclado
olor de los ratones. Bajó por el túnel hacia el nido, donde estaban acurrucados
un macho y una hembra, sondeó sus mentes y encontró miedo y hambre.
Corrió
fuera del túnel a buscar el aire del exterior y allí se quedó sollozando y
jadeando. Volvió la cabeza hacia arriba, hacia el cielo y extendió su mente,
pero lo que trató de alcanzar estaba a cientos de años luz.
–¿Por
qué? ¿Por qué? –dijo el ratón llorando para sus adentros–. Son tan buenos, tan
sabios... ¿Por qué me lo han hecho a mí?
Caminó
luego hacia la casa. Se había acostumbrado tanto a entrar en casas, y sólo una
bóveda de acero lo habría hecho desistir. Encontró el lugar de entrada y se
deslizó hacia el sótano. Su visión nocturna era buena, y se combinó con su
agudo sentido del olfato, permitiéndole avanzar velozmente y a voluntad.
Desplazándose
a través de la _cambiante trama de olores fuertes que caracterizaban todo lugar
donde habitasen personas. separó el olor penetrante del queso viejo y atravesó
el piso, llegando por debajo de una escalera hasta el lugar en que habían
colocado una trampa ratonera. Era un objeto primitivo, una herradura de alambre
doblada hacia atrás contra la tensión de un resorte y retenida con un cierre
minúsculo. El trozo de queso estaba en el cierre y el más ligero contacto con
el queso habría hecho funcionar la trampa.
Lleno
de compasión por su propia especie, por su dulzura, su impotencia, su mente
insensata que los guiaba a una trampa tan sencilla y tan poco disimulada, el
ratón experimentó una súbita sensación de triunfo, de conocimiento definitivo.
Sabía ahora lo que la gente espacial había sabido desde el mismo principio, que
ellos le habían concedido el último don del Universo –la conciencia de su
propio ser– y con el destello de esta sabiduría el ratón conoció todas las
cosas y supo que todas las cosas estaban incluidas en la conciencia. Vio la
totalidad y unidad del mundo y de todos los mundos que han existido alguna vez
o que existirían, dejó de sentirse atemorizado y solo.
Por
la mañana, el hombre de la casa suburbana de dos plantas bajó al sótano y
exhaló un alarido de alegría.
–¡Lo
tengo! –gritó en dirección a su familia, que estaba arriba–. Ya he atrapado al
pequeño canalla.
Pero
el hombre en realidad en ningún momento miró nada, ni a su esposa, ni a sus
hijos, ni a su mundo; y al tiempo en que sabía que la trampa contenía un ratón
muerto, jamás notó que ese ratón era algo diferente de los demás ratones. Se
dirigió en cambio al fondo de la casa, tomándolo por la cola balanceó en el
aire al ratón muerto y lo arrojó a los fondos de su vecino.
–Eso
le dará algo en qué pensar –dijo el hombre, sonriendo burlonamente.
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