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Howard Fast - El ratón



The mouse, © 1969 by Mercury Press Inc. (The Magazine of Fantasy and Science Fiction, Noviembre de 1969). Traducido por Manuel Barberá en El general derribó a un ángel, relatos de Howard Fast, Colección Azimut de Ciencia Ficción, Intersea SAIC, 1975.

Sólo el ratón observó el plato volador que descendía hacia la Tierra. El ratón estaba acurrucado recelosamente en un escondite, crispando nerviosamente su nariz diminuta, mientras le temblaban todos los nervios por el miedo y la atención al hacer su aterrizaje el hermoso objeto dorado.
El plato volador (o nave espacial circular, cuya forma era más o menos la de un sombrero achatado y de ala ancha) pasó rozando el techo de la casa suburbana de dos plantas, planeó por encima del fondo de la casa y se acomodó en una maraña de rosales trepadores, escondiéndose entre las ramas y las hojas de manera que quedaba cubierto por completo. Y dado que el plato volador tenía tan sólo setenta y cinco centímetros de diámetro y apenas diecisiete centímetros de altura, el ocultamiento se lograba con bastante facilidad.
Era apenas un poco después de las tres de la madrugada. Los habitantes de esta casa y todos los de las otras viviendas de aquel barrio nuevo suburbano dormían o se agitaban en sus camas luchando con el insomnio. El paso del plato volador no provocó ruido ni olor alguno y ningún perro ladró; sólo el ratón observaba –y observaba sin comprender, tal como siempre observaba, tal como su existencia era– sin comprensión.
Lo que ocurrió un momento antes se convirtió en la memoria del ratón en algo vago y carente de sentido, pues casi no tenía memoria en realidad. Lo mismo podría decirse que jamás había sucedido. Transcurrió el tiempo, segundos, minutos, casi una hora, y luego apareció una luz en la maraña de ramas y hojas donde el plato volador estaba acomodado. El ratón clavó la vista en la luz y de pronto vio aparecer dos hombres saliendo de la luz –que era una abertura del plato–, y que caminaban por el suelo.
O por lo menos parecían, de un modo vago, algo así como seres que el ratón había visto, que en realidad eran hombres, con la salvedad de que su estatura era sólo de siete centímetros y medio y estaban vestidos con trajes espaciales. Si el ratón hubiese podido distinguir entre el traje y lo que contenía y si su visión hubiese sido selectiva, habría observado que bajo la envoltura transparente los hombres salidos del platito diferían tan sólo en tamaño de los hombres de la Tierra, por lo menos en su aspecto general. Sin embargo. en otros sentidos diferían muchísimo. No hablaban en forma oral ni sus trajes contenían ninguna clase de equipo de radio: eran telépatas, y luego de haber permanecido en silencio más de cinco minutos, intercambiaron pensamientos.
–Lo que debe tenerse en cuenta –dijo el primer hombre– es que mientras nuestro peso es mucho menor aquí que en nuestra patria, todavía seguimos siendo muy, pero muy pesados, y esta Tierra no es muy densa.
–No, no lo es, ¿verdad? ¿Están todos dormidos?
El primero alargó una mano. Su cerebro se convirtió en una su red electrónica que tocaba los cerebros de todo ser viviente en un radio de una milla más o menos.
–Casi todas las personas están dormidas. La mayoría de el los animales parecen ser nocturnos.
–¡Qué curioso!
–No, en realidad, no. La mayoría de los animales no está domesticada y son seres pequeños y salvajes. Mucho miedo, hambre y miedo.
–¡Pobrecitos!
–Sí, pobrecitos, y sin embargo consiguen sobrevivir. Eso es toda una proeza, a la vista de la gente. Gente interesante. Explora un poco.
El segundo hombre proyectó su cerebro y exploró. Su reacción podría traducirse como: “¡Uh!”
–Sí... sí, realmente. Sus ideas son horribles, ¿no es cierto? Lo siento, pero prefiero los animales. Hay uno justo aquí, delante de nosotros. Completamente despierto y sin nada más que miedo en su cerebro diminuto. En realidad, el miedo y el hambre parecen formar todo su bagaje mental. Nada de odio ni agresión.
–Él es también tan pequeño como las cosas de este planeta –observó el segundo hombre: espacial–. No es mayor que nosotros. ¿Sabes una cosa? Nos podría servir perfectamente bien.
–Podría –corroboró el primero.
Dicho esto, los dos hombres diminutos se aproximaron al ratón, que seguía acurrucado y a la defensiva en su escondite, sin que se le viese más que la punta de sU nariz poblada de bigotes. Los dos hombres avanzaron despacio y cuidadosamente, eligiendo sus pasos detenidamente. De pronto uno de ellos se hincó casi de rodillas en un terroncito e intentaron después hacer pie en piedras, grava, trocitos de madera. Evidentemente su gran peso hacía que la dura y seca tierra les resultase demasiado suave pura ofrecerles seguridad. Mientras tanto el ratón los observaba y cuando fue claro el rumbo en que venían, el animalito intentó convulsivamente escapar.
Pero sus músculos no respondían y en virtud de que el pánico se incrustaba en su pequeño cerebro, e! primer hombre espacial proyectó su mente, buscando el centro del miedo, bloqueándolo con sus propios pensamientos y alterando luego electrónicamente las sendas de neuronas del ratón conforme a los centros de placer del diminuto cerebro del animal. Todo esto hizo sin esfuerzo y casi instantáneamente el hombre espacial, y el ratón se relajó, profirió chillidos de gozo y desistió de todo esfuerzo por huir. Entonces el segundo hombre espacial roturó la tierra y la apartó de la boca del túnel, levantó al ratón con cuidado, sosteniéndolo en sus brazos, y lo llevó de regreso al plato. Y allí quedó tendido el ratón, relajado y estremeciéndose de deleite.
Otros dos seres, ambos mujeres, esperaban en el platito mientras los hombres penetraban por la esclusa pneumática, llevando al ratón. Las mujeres, evidentemente en concordancia con los pensamientos de los hombres, no necesitaron que se les dijese lo que había sucedido. Prepararon de antemano lo que sólo podía ser una mesa de operaciones, un tablero liso con luz brillante encima y una tabla de instrumentos a lo largo. La luz formaba un cuadrado de brillo en el obscuro interior de la nave espacial.
–Yo estoy esterilizada –informó a los hombres la primera mujer, levantando las manos cubiertas con guantes delgados y transparentes– de modo que podemos trabajar inmediatamente.
Al igual que la de los hombres, la piel de las mujeres era amarilla, no cetrina, sino un amarillo claro y vivo, del color del limón, y el cabello era anaranjado. Despojados de los trajes espaciales, todos aparecían vestidos más o menos igual; descalzos y con pantaloncitos cortos en el caliente interior de la nave; las mujeres ni siquiera cubrían sus pechos bien formados.
–Yo establecí contacto –les dijo la segunda mujer–. Todos están dormidos, salvo sus cerebros.
–Ya lo sabemos –convinieron los hombres.
–He explorado como quien hace un viaje por una alcantarilla. Pero he reunido muchos datos. El animal se llama ratón. Simbólicamente es el más pequeño y más inofensivo de los seres, vegetariano y perseguido por casi todos los demás en este curioso planeta. Sólo su tamaño explica su supervivencia y su extraordinaria destreza para ocultarse.
Mientras tanto los dos hombres habían depositado el ratón en la mesa de operaciones, donde estaba extendido, relajado y chillando de satisfacción. Mientras los hombres fueron a quitarse los trajes espaciales, la segunda mujer llenó un instrumento hipodérmico, insertó la aguja cerca de la base de la cola del ratón y suavemente impulsó el líquido para que entrase. El ratón se relajó y quedó inconsciente. Entonces las dos mujeres cambiaron la postura del ratón, manejando el animal –que para ellas era enorme– con facilidad y eficiencia, como si no tuviese casi peso; y en realidad, en términos de la gravitación con la cual estaban conformadas para luchar, carecía de peso en absoluto.
Cuando volvieron los dos hombres, estaban vestidos igual que las mujeres, con pantaloncitos cortos y descalzos, con los mismos guantes transparentes. Entonces los cuatro se pusieron a trabajar con rapidez y destreza, formando evidentemente un equipo que habría realizado esta labor muchas veces en el pasado. El ratón estaba tendido sobre el vientre, con las patas abiertas. Un hombre puso una máscara cónica sobre la cabeza del ratón y comenzó a insuflarle oxígeno. El otro hombre le afeitó la parte superior de la cabeza con una rasuradora eléctrica, mientras las dos mujeres iniciaban una operación que levantaría la tapa entera del cráneo del ratón. Trabajando con gran velocidad y pericia, hicieron una incisión. en la piel y después, utilizando trépanos provistos de una especie de rayo láser en lugar de sierra, abrieron la parte superior del cráneo, la extrajeron y la entregaron a uno de los hombres, que la colocó en una sartén llena de una solución reluciente. El cerebro del ratón quedó de este modo al descubierto.
Luego las dos mujeres acarrearon una máquina que tenía una torrecita encima de una junta universal, bajaron la parte superior hasta situarla cerca del cerebro expuesto y apretaron un botón. Salió de la torrecita más o menos un centenar de alambres diminutos y con mucha rapidez las mujeres empezaron a unir esos alambres a partes del cerebro del ratón. El. hombre que había estado gobernando el caudal de oxígeno acercó en ese momento otra máquina, sacó de ella tubos e inició un proceso de suministro de fluido al sistema circulatorio del ratón, mientras el segundo hombre se dedicó a trabajar en la sección del cráneo que estaba dentro de la solución brillante.
Los cuatro realizaban su labor en forma serena y al parecer sin fatiga. Afuera, llegó a su fin la noche y salió el sol y todavía los cuatro seres espaciales seguían trabajando. Más o menos al mediodía terminaron la primera parte de su tarea y se retiraron, retrocediendo de la mesa para observar y admirar lo que habían hecho. El diminuto cerebro del ratón había quintuplicado su tamaño, y por la forma y los repliegues parecía un cerebro humano en miniatura. Cada uno de los cuatro compartió un sentimiento de gran realización, entremezclaron sus pensamientos, se alabaron mutuamente y se dedicaron entonces a terminar la operación. La forma de la sección del cráneo que había sido extirpada estaba ahora de acuerdo con el tamaño del cerebro alterado y cuando ellos la volvieron a colocar en la cabeza del ratón, la única diferencia en el aspecto del pequeño ser era un extraño y alto bulto encima de los ojos. Cerraron las roturas, unieron la carne con una especie de substancia plástica, quitaron los tubos, insertaron tubos nuevos y modificaron la inconsciencia del ratón, convirtiéndola en un sueño profundo.
Durante los cinco días siguientes el ratón durmió; pero de un sueño inmóvil, su estado cambió paulatinamente hasta que al quinto día comenzó a agitarse y moverse inquieto; al sexto día se despertó. En estos cinco días se le suministró el. alimento por vía endovenosa, se lo masajeó constantemente y se lo sondeó también constantemente y telepáticamente. Los cuatro seres espaciales se turnaron en la tarea de penetrar en el cerebro y darle información, y neurón por neurón, sección por sección, programaron su nuevo cerebro agrandado. Realizaban esta tarea con mucha habilidad. Proveyeron al ratón de conocimiento, entendimiento, habla y autocomprensión. Le impusieron una gran cantidad de datos, equilibraron la información con una comprensión filosófica del universo y su sentido y lo dejaron como había estado emocionalmente, sin agresión ni hostilidad, pero también sin miedo. Cuando por último se despertó el ratón supo qué era y cómo se había convertido en lo que era. Todavía continuaba siendo ratón, pero en el asombro y la majestad encantadora de su mente fue como no había sido ningún otro ratón que jamás hubiese vivido en el planeta Tierra.
Los cuatro seres espaciales permanecieron junto a él cuando se despertaba y lo observaron. Se sintieron complacidos, y dado que mucho de su naturaleza, especialmente sus reacciones emotivas, eran infantiles y directas, no pudieron menos que mostrar regocijo y sonreír frente al ratón. Sus pensamientos participaban del género de una bienvenida y todo lo que la mente del ratón pudo expresar fue gratitud. El ratón se puso de pie, se mantuvo sobre la superficie donde había estado tendido, miró a cada uno de ellos alternativamente y lloró interiormente ante el. hecho de su existencia. Entonces el ratón sintió hambre y le dieron comida. Después de ello el ratón formuló la pregunta básica e inevitable:
–¿Por qué?
–Porque necesitamos tu ayuda.
–¿Cómo puedo yo ayudarlos cuando vuestra propia sabiduría y vuestro propio poder no tienen al parecer medida?
El primer hombre espacial explicó. Eran exploradores, cartógrafos, agrimensores, y detrás de ellos, a años de luz de distancia, estaba el planeta en el que tenían su hogar, una bola gigantesca del tamaño de nuestro planeta Júpiter. De ahí su tamaño pequeño, su densidad increíble. Pesando en la Tierra sólo una fracción de lo que pesaban en su planeta, pesaban no obstante más que cualquier ser de su tamaño, con tanta más razón cuanto que caminaban en la Tierra con horrible peligro de hundirse y desaparecer de la vista. Era muy cierto que podrían ir a cualquier lugar en su nave espacial, pero para obtener toda la información que necesitaban tendrían que dejarla, tendrían que aventurarse a realizar el recorrido a pie. De ahí que el ratón podía servirles de ojos y de pies.
–¡Y para esto un ratón! –exclamó el ratón–. ¿Por qué? Yo soy el más pequeño y más indefenso de todos los seres.
–Ya no lo eres –le aseguraron–. Nosotros, por nuestra parte, no llevamos armas, porque tenemos nuestras mentes, y de esa misma manera tu mente es ahora igual que las nuestras. Puedes entrar en el cerebro de cualquier criatura, un gato. Un perro –hasta un hombre–, ocluir las sendas de los neurones a sus centros de odio y agresión, y hacerlo con la velocidad del pensamiento. Tienes la más poderosa de todas las armas: la capacidad de hacer que cualquier ser viviente te ame, y teniendo eso, ya no necesitas nada más.
Así fue como el ratón se convirtió en parte del pequeño grupo de gente espacial que medía, relevaba planos y examinaba el planeta Tierra. El. ratón corrió vertiginosamente por las calles de un centenar de ciudades, se introdujo en centenares de edificios y salió de ellos, se acurrucó en rincones y pudo captar las discusiones de. personas dotadas de poder que gobernaban esta o aquella parte del. planeta Tierra y los seres espaciales escuchaban con sus oídos, olían con sus sensitivas fosas nasales y veían con sus suaves ojos pardos. El ratón recorrió miles de millas, atravesando mares y continentes cuya existencia jamás había sospechado ni en sueños. Escuchó a profesores que pronunciaban conferencias ante públicos de estudiantes universitarios y escuchó las grandes orquestas sinfónicas, los exquisitos pianistas y violinistas. Observó a madres que daban hijos a luz y oyó hablar de guerras que se proyectaban y crímenes que se pensaban cometer. Vio deudos llorones que miraban cómo se sepultaban los muertos en la tierra y tembló a los sones estrepitosos de grandes líneas de montaje en fábricas monstruosas. Se abrazó a la tierra mientras pasaban por encima balas silbantes y vio que los hombres se destrozaban unos a otros por razones tan obscuras que en sus propios cerebros no había más que odio y temor. En la misma medida que la gente espacial, fue un extraño para los hábitos curiosos de la humanidad y oyó a los seres humanos especulando sobre la mezcla casual y carente de cerebro, de gozo y horror, que era la civilización de la humanidad en el planeta Tierra.
Luego, cuando su misión estuvo terminada casi por completo se le ocurrió al ratón preguntarles acerca del lugar en que ellos vivían. De esta manera pudo sopesar hechos, medir posibilidades y especular a tientas con las incertidumbres, creando sus propias abstracciones; y de este modo, una de aquellas noches en que el calor de los cinco seres llenaba la nave espacial, cuando se encontraban sentados y entremezclaban pensamientos y reacciones en un intercambio de cuerpo y mente del cual el ratón era una parte, pensó en el sitio en que ellos habían nacido.
–¿Es muy bello? –preguntó el ratón.
–Es un buen lugar. Bello y lleno de música.
–¿No tenéis guerras?
–No.
–¿Y nadie mata por el placer de matar?
–No.
–Y vuestros animales... ¿son como yo?
–Existen en su propia ecología. Nosotros no la alteramos y no los matamos. Cultivamos y producimos el alimento que comemos.
–¿Hay crímenes como aquí, homicidios, asaltos y robos?
–Casi nunca.
Y de este modo fueron sucediéndose preguntas y respuestas mientras el ratón extendía delante de ellos su cabeza de extraña conformación entre las patas, con los ojos fijos en los dos hombres y las dos mujeres, admirándolos y amándolos; y llegó el momento en que les preguntó:
–¿Me será permitido vivir con vosotros, con vosotros cuatro? ¿Tal vez cumplir junto a vosotros otras misiones? ¡Vosotros jamás sois crueles! No me colocaréis junto con los animales. Me dejaréis estar con la gente, ¿no es verdad?
No le respondieron. El ratón trató de leer sus mentes, pero todavía era como un niño pequeño cuando llegó al juego de la telepatía y los cerebros de los otros estaban bien protegidos.
–¿Por qué?
Siguieron .sin contestarle.
Entonces, de una de las mujeres, oyó:
–Vamos a decírtelo. No esta noche, pero pronto. Ahora debemos decirte otra cosa. No puedes venir con nosotros.
–¿Por qué?
–Por la más sencilla de todas las razones, querido amigo. Nos volvemos a nuestra patria.
–Entonces permitidme ir con vosotros. Es mi patria también. El principio de todos mis pensamientos, sueños y esperanzas.
–No podemos.
–¿Por qué? –suplicó el ratón–. ¿Por qué?
–¿No comprendes? Nuestro planeta es del tamaño de vuestro planeta Júpiter, aquí, en el sistema solar. Esa es la razón por la cual somos tan pequeños en términos terrestres, porque nuestra misma estructura atómica es diferente de la vuestra. De acuerdo con la medida de peso que usan aquí en la Tierra, mi peso es casi cien kilogramos, y tú pesas menos de un octavo de kilogramo, y sin embargo nuestros tamaños son casi iguales. Si debiésemos llevarte a nuestro planeta. morirías apenas llegáramos a su campo gravitacional. Quedarías aplastado tan absolutamente que toda apariencia de forma desaparecería de ti. No puedes pedirnos que te aniquilemos.
–Pero sois tan sabios –protestó el ratón–. Podéis hacer casi cualquier cosa. Cambiadme. Haced que sea como vosotros.
–De acuerdo con tus cánones somos sabios... –dijeron los seres espaciales, plenos de tristeza. Esta se infiltraba por todo el ámbito y el ratón sintió su desolación–. De acuerdo con nuestros cánones tenemos muy escasa sabiduría. No podemos hacer que vosotros seáis como nosotros. Eso está más allá de todo poder que queramos o podamos soñar. No podemos ni siquiera deshacer lo que hemos hecho, y ahora comprendemos qué es lo que hemos hecho.
–¿Y qué es lo que haréis de mí?
–Lo único que podemos hacer. Dejarte aquí.
–¡Ah, no! –y el pensamiento fue un grito de agonía.
–¿Qué otra cosa podemos hacer?
–No me dejéis aquí –les imploró el ratón–. Cualquier cosa, pero aquí no me dejéis. Dejad que haga el viaje con vosotros, y si entonces tengo que morir, moriré.
–No hay ningún viaje tal como tú lo ves –le explicaron–. El espacio no es para nosotros un área. No podemos hacer que resulte comprensible para ti, sólo podemos decirte que es una ilusión. Cuando nosotros nos elevamos y salimos de la atmósfera terrestre, nos deslizamos en un pliegue del espacio y aparecemos en nuestro propio sistema planetario. De manera que no sería un viaje que tú pudieras realizar con nosotros, sólo un paso hacia tu muerte.
–Dejadme morir con vosotros –rogó el ratón.
–No, nos pides que te matemos. No podemos.
–Sin embargo, me habéis hecho.
–Te hemos cambiado. Hemos hecho que crecieses en un cierto sentido.
–¿Yo lo pedí? ¿Me preguntasteis si yo quería ser así?
–Que Dios nos perdone, no te lo preguntamos.
–¿Entonces qué tengo yo que hacer?
–Vivir. Es lo único que podemos decir. Debes vivir.
–¿Cómo? ¿Cómo puedo vivir? Un ratón se esconde entre la hierba y no conoce más que dos cosas: miedo y hambre. Ni siquiera sabe lo que es él y todo lo ignora acerca del enorme las mundo lunático que lo rodea; no sabe nada. Pero vosotros me de disteis el conocimiento.
–Y también te dimos los medios para defenderte, de manera que puedas vivir sin miedo.
–¿Por qué? ¿Por qué tengo que vivir? ¿No entendéis eso?
–Porque la vida es buena y bella, y en sí misma es la respuesta a todas las cosas.
–¿Para mí? –y, dicho esto, el ratón los miró y les imploró que lo mirasen–. ¿Qué veis? Yo soy un ratón. En todo este han mundo no hay otro ser como yo. ¿Debo volver junto a los ratones?
–Tal vez.
–¿Y hablar de filosofía con ellos? ¿Y abrirles mi mente? ¿O debería tener intercambio de ideas con esas pobres y necias criaturas condenadas? ¿Deberé ser el garañón del mundo de los ratones? ¿Almacenaré riquezas en raíces y bulbos? Decidme, decidme –suplicó.
–Hablaremos de eso en otra ocasión –dijeron los seres espaciales–. Quédate contigo mismo por un tiempo y no temas de nada.
Entonces el ratón se acostó con la cabeza entre las patas y pensó en el capricho de las cosas. Y cuando los seres espaciales le preguntaron dónde quería estar, les contestó:
–Donde me encontrasteis.
De modo que nuevamente el plato volador descendió por la noche en el patio de los fondos de la casa suburbana de dos plantas. Una vez más la esclusa neumática se abrió y en esta ocasión salió un ratón. El ratón permaneció allí y el plato se elevó por entre las hojas muertas que se arremolinaban y se alejó como una mancha dorada que se perdió en la noche. Y el ratón quedó allí, ante su propia eternidad.
Un gato. despertado por el movimiento que se produjo entre las hojas, se acercó al ratón y se detuvo a unas pocas pulgadas de distancia cuando observó que el pequeño animal no escapaba. El gato alargó una pata y la pata se detuvo. Luchó por dominar su propio cuerpo y escapó. Y el ratón siguió inmóvil, olfateó luego el aire, se orientó, y se dirigió a la boca del túnel de un antiguo escondite. Desde abajo, de las profundidades de la cavidad, llegó el cálido y almizclado olor de los ratones. Bajó por el túnel hacia el nido, donde estaban acurrucados un macho y una hembra, sondeó sus mentes y encontró miedo y hambre.
Corrió fuera del túnel a buscar el aire del exterior y allí se quedó sollozando y jadeando. Volvió la cabeza hacia arriba, hacia el cielo y extendió su mente, pero lo que trató de alcanzar estaba a cientos de años luz.
–¿Por qué? ¿Por qué? –dijo el ratón llorando para sus adentros–. Son tan buenos, tan sabios... ¿Por qué me lo han hecho a mí?
Caminó luego hacia la casa. Se había acostumbrado tanto a entrar en casas, y sólo una bóveda de acero lo habría hecho desistir. Encontró el lugar de entrada y se deslizó hacia el sótano. Su visión nocturna era buena, y se combinó con su agudo sentido del olfato, permitiéndole avanzar velozmente y a voluntad.
Desplazándose a través de la _cambiante trama de olores fuertes que caracterizaban todo lugar donde habitasen personas. separó el olor penetrante del queso viejo y atravesó el piso, llegando por debajo de una escalera hasta el lugar en que habían colocado una trampa ratonera. Era un objeto primitivo, una herradura de alambre doblada hacia atrás contra la tensión de un resorte y retenida con un cierre minúsculo. El trozo de queso estaba en el cierre y el más ligero contacto con el queso habría hecho funcionar la trampa.
Lleno de compasión por su propia especie, por su dulzura, su impotencia, su mente insensata que los guiaba a una trampa tan sencilla y tan poco disimulada, el ratón experimentó una súbita sensación de triunfo, de conocimiento definitivo. Sabía ahora lo que la gente espacial había sabido desde el mismo principio, que ellos le habían concedido el último don del Universo –la conciencia de su propio ser– y con el destello de esta sabiduría el ratón conoció todas las cosas y supo que todas las cosas estaban incluidas en la conciencia. Vio la totalidad y unidad del mundo y de todos los mundos que han existido alguna vez o que existirían, dejó de sentirse atemorizado y solo.
Por la mañana, el hombre de la casa suburbana de dos plantas bajó al sótano y exhaló un alarido de alegría.
–¡Lo tengo! –gritó en dirección a su familia, que estaba arriba–. Ya he atrapado al pequeño canalla.
Pero el hombre en realidad en ningún momento miró nada, ni a su esposa, ni a sus hijos, ni a su mundo; y al tiempo en que sabía que la trampa contenía un ratón muerto, jamás notó que ese ratón era algo diferente de los demás ratones. Se dirigió en cambio al fondo de la casa, tomándolo por la cola balanceó en el aire al ratón muerto y lo arrojó a los fondos de su vecino.
–Eso le dará algo en qué pensar –dijo el hombre, sonriendo burlonamente.

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