- Nunca lees en la cama - le dijo el señor
Nutley a su mujer.
- Antes sí, ¿te
acuerdas? - contestó la señora Nutley -. Pero luego descubrí que me bastaba con
quedarme quieta y ordenar mis pensamientos.
- Te envidio. Nunca
tienes dificultad para dormirte.
- Oh, sí. Algunas
veces. Para ser completamente franca - agregó -, creo que las mujeres hacemos
menos alharaca que ustedes los hombres.
- Yo no hago alharaca
- protestó el señor Nutley, dejando de lado su «New Yorker» y apagando la luz
del velador. Es algo muy desagradable. No padezco de insomnio, pero se me
ocurre una idea y me da vueltas y vueltas en la cabeza.
- ¿Tienes una idea
esta noche?
- Sólo que Ralph
Thompson es un tipo insoportable, pero no sé si eso se puede llamar una idea.
- Eso no basta para
mantenerte despierto. Debo admitir que yo siempre lo he encontrado muy
agradable como vecino. Podríamos tener vecinos peores, sabes.
- Supongo que sí.
- ¿Por qué estás
enojado con él? - preguntó la señora Nutley, tapándose bien para protegerse
contra el frío de la habitación.
- Porque nunca estoy
seguro si me está tomando el pelo o hablando en serio. Todos los artistas y
escritores son insoportables, pero ninguno tan insoportable como él. Como yo me
traslado a la ciudad todos los días y pongo el traste sobre una silla para
ganarme la vida honradamente, me transformo, según él, en parte del
establishment y en objeto de sus bromas.
- Pues sí, estás
molesto - dijo la señora Nutley.
- No lo estoy. ¿Por
qué pasa una hora antes de que yo pueda contestar sus imbéciles observaciones
de una manera ingeniosa?
- Porque eres una
persona honesta y considerada, y me alegro mucho de que seas así. ¿Qué te dijo?
- La forma en que lo
dijo - replicó el señor Nutley -. Entre desprecio y mofa. Dijo que vio un plato
volador al anochecer, que bajó y se posó en el pequeño valle detrás de la
colina.
- Bueno, eso no es
muy ingenioso que digamos. Probablemente caíste en la trampa y le dijiste que
los platos voladores no existen.
- Me voy a dormir -
dijo el señor Nutley. Se dio vuelta, se estiró, se tapó bien y se quedó
callado. Después de un minuto o dos le preguntó a la señora Nutley si dormía.
- No, estoy
despierta.
- Pues le dije que
por qué no iba al valle para ver dónde había aterrizado. Me contestó que él no
entra sin permiso en la propiedad de gente millonaria.
- ¿Cree en realidad
que somos millonarios?
- Un hombre que ve
platos voladores puede creer cualquier cosa. ¿Qué le pasa a este país? Nadie
veía platos voladores cuando yo era chico. A nadie lo asaltaban en la calle.
Nadie se drogaba. Te pregunto a ti: ¿Oíste alguna vez hablar de platos
voladores cuando eras chica?
- Creo que no había
platos voladores cuando éramos chicos - dijo la señora Nutley.
- Claro que no.
- Antes no existían,
a lo mejor ahora sí.
- Eso es ridículo.
- No necesariamente -
dijo la señora Nutley suavemente -. Los ven toda clase de personas.
- Lo que sólo
significa que el mundo está lleno de locos. Dime una cosa, si existen los
platos voladores, ¿qué es lo que quieren?
- Curiosear.
- ¿Cómo es eso?
- Bueno - dijo la
señora Nutley -, nosotros somos curiosos, ellos también son curiosos. ¿Por qué
no?
- Porque es esa clase
de razonamiento la que hace que el mundo esté como está. Ésa es una suposición
sin fundamento. Si las personas como tú estuvieran más en contacto con la
realidad del mundo, todos estaríamos mejor.
- ¿Qué quieres decir
con eso de personas como yo?
- Personas que no
saben absolutamente nada del mundo real.
- ¿Como yo? -
preguntó dulcemente la señora Nutley. No se enojaba casi nunca.
- ¿Qué haces todo el
día aquí en estos barrios o suburbios o lo que sean, a cien kilómetros de Nueva
York?
- Siempre estoy
atareada, - respondió ella.
- Estar atareado no
es suficiente -. El señor Nutley había comenzado uno de sus discursos instructivos,
pensó la señora Nutley. Ocurrían cada quince días aproximadamente, cuando
padecía de insomnio -. Todas las personas deben justificar su existencia.
- Haciendo dinero.
Siempre me dices que tenemos suficiente dinero.
- Nunca he mencionado
el dinero. Cuando los chicos entraron en la universidad y tú dijiste que ibas a
hacer un doctorado en biología vegetal, yo aprobé tu proyecto. ¿No fue así?
- Así fue. Te
mostraste muy comprensivo.
- No me refiero a
eso, sino al hecho de que han transcurrido dos años desde que obtuviste el
título y no haces absolutamente nada. Pasas los días aquí, sin hacer nada.
- Estás enojado
conmigo ahora - dijo la señora Nutley.
- No estoy enojado.
- Estoy ocupada
continuamente. Trabajo en el jardín. Colecciono especímenes.
- Tienes jardinero.
Le pago ciento diez dólares por semana. Tienes cocinero. Tienes mucama. Los
otros días leí en el «Sunday Observer» un artículo acerca de la vida sin objeto
que lleva la mujer de la clase media alta.
- Sí, yo también lo
leí - dijo la señora Nutley.
- Nunca me permites
decir lo que quiero, sin interrupciones - dijo con enojo el señor Nutley -.
Estábamos hablando de platos voladores, que tú pareces aceptar como si
existieran.
- Pero ahora estamos
hablando de otra cosa, ¿no? Estás disgustado porque no encuentro trabajo en
alguna universidad como bióloga vegetal para poder demostrar que tengo una
función en la vida. En ese caso, nunca nos veríamos, y yo te quiero.
- ¿Dije algo yo de
conseguir trabajo en una universidad? En realidad, hay cuatro universidades en
treinta kilómetros a la redonda, y cualquiera te aceptaría de buen grado.
- Ésa es una
suposición. Me quedo con mi casa, que me gusta mucho.
- Entonces, aceptas
el aburrimiento. Aceptas una existencia gris y sin sentido. Aceptas...
- Sabes bien que no
debes ponerte en este estado a esta hora de la noche - dijo con dulzura la
señora Nutley -. Después te cuesta mucho más dormirte. ¿No quieres un vaso de
leche tibia?
- ¿Por que no me
dejas terminar de decir lo que quiero?
- Te voy a traer la
leche. Siempre te duermes después.
La señora Nutley se
levantó de la cama, encendió el velador de la mesa de luz, se puso la bata y
bajó a la cocina. Puso la leche a calentar en un hervidor. De un frasco de la
alacena sacó un paletito de Seconal y puso un poco del polvo en el vaso. Agregó
luego la leche y la revolvió con una cuchara. Después regresó al dormitorio. Su
marido tomó la leche bajo su mirada aprobadora.
- Tu leche tibia es
mágica - dijo el señor Nutley. - Me pongo así de este humor porque no me puedo
dormir.
- Ya lo sé.
- Es que pienso que
estás sola todo el día aquí...
- Si a mí me encanta
este lugar.
Ella aguardó hasta
que la respiración de su marido se hizo regular.
- Mi pobre amor -
dijo con un suspiro. Esperó diez minutos más. Luego se levantó de la cama, se
puso unos viejos pantalones vaqueros, botas, una camisa y un pulóver, y bajando
las escaleras silenciosamente salió de la casa.
Atravesó el jardín
hasta el invernadero. La luna estaba tan brillante que no tuvo necesidad de
usar la linterna que llevaba en el cinturón. En el invernadero estaba su
mochila con los especímenes vegetales que había coleccionado y catalogado las
tres últimas semanas. Apreciaba tanto el cuidado con que catalogaba cada
espécimen y la manera con que lo envolvía en musgo húmedo, así como el hecho de
que dejara los hongos para el último día con el fin de que estuvieran frescos y
turgentes, que eso le proporcionaba un cálido sentimiento de satisfacción que
duraba días. Además, le pagaban muy bien por su trabajo. El señor Nutley tenía
mucha razón. Una persona que tenía un oficio u ocupación especial debía ser
remunerada por el mismo. Ella tenía una cartera vieja en un cajón de la cómoda,
llena de diamantes pequeños. Claro que los diamantes eran tan comunes en su
planeta como los guijarros en nuestra tierra, y por eso no tenía remordimientos
de conciencia.
Se puso la mochila al
hombro, abandonó el invernadero y se encaminó por el sendero que subía la
montaña adentrándose en el valle que estaba escondido detrás, donde se
encontraba generalmente escondido el plato volador, cómodo y protegido de la
mirada de los incrédulos y cínicos.
Caminaba con el paso
largo y tranquilo de una mujer de cincuenta años, aunque el trabajo que
realizaba al aire libre la mantenía en muy buen estado físico. Pensó qué bien
le haría al señor Nutley si pudiera pasar sus días en el campo, al aire libre,
en lugar de en una oficina en la ciudad.
FIN
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