El ocaso fulge por la calle de los artesanos.
Entre
carpinteros, electricistas, herreros y soldadores, perduran tres orfebres
viejos. Uno se emborracha de sábado a lunes, pero nadie lo discute como
maestro. De sus manos no ha salido ninguna pieza indigna. Otro es un
octogenario que ve mejor que si usara impertinentes. Asegura que los legítimos
plateros no necesitan antiparras, pues que la luz del manso metal se acumula en
sus ojos.
Son tres
anacrónicos, que parecen moldeados en personajes del desaparecido teatro de su
juventud. El más fanático de su oficio es don Flavio. Si le preguntan cuál es
su religión, contesta que la orfebrería. Ello no le impide ser católico, y por
afición adicional, flautista. El día de San Eligió, patrón de los plateros,
nunca falta en la misa mayor, con otros dos músicos del barrio. Previamente han
ensayado, y ese día forman orquesta con el organista de la iglesia.
Quizá por
anacrónicos, estos tres artífices no dejaron morir en sus manos la platería,
como arte. Ahora, por añadidura, les resucita como ganancia fabulosa. Tienen
que ampliar sus talleres y multiplicar a los aprendices de paga; pero tal
resurrección de lucro los alarma. ¿No prostituirán otros el arte que ellos heredaron?
Ellos no sólo admiten que no son hombres modernos, sino que cifran su orgullo
en no pertenecer a este siglo de las claudicaciones. Don Flavio hace jurar a
sus aprendices, antes de admitirlos, que nunca producirán artículos de baja
ley.
—Amarás a
la plata —les dice— no porque es poderosa, sino porque es bella.
Esta
frase venía desde su bisabuelo. Don Flavio la grabó en pequeña placa, como
epígrafe en el portón de su taller; pero a los tres días, el consejo, es decir,
la placa, desapareció. No la robaron por lo bello de la frase, sino por lo que
valía el metal. El viejo meneó la cabeza compasivamente, y con caracteres
mayores volvió a grabar su lema, ya sobre la madera misma.
las
orfebrerías tienen
portones que se abren hacia la calle, y que sirven para colgar y exhibir
algunas piezas. Como es hora de cerrar, están recogiéndolas, y prodigan
destellos.
Los
operarios despójanse de sus mandiles y los cuelgan, pues ya el campanario hizo
gárgaras con el último repique del rosario.
En uno de
los talleres, cuatro ayudantes están de pie, con sus gorras en las manos, y
miran atentos el buril del más viejo. Este se ocupa desde hace días en labrar
un ánfora que, en lugar de asas, lleva dos alas cortas e impulsivas. Aquel
artífice tiene barba rubicana; cabello escaso pero hirsuto, y unos ojos glaucos
y escrutadores. El más joven y despreocupado aventúrase a decir:
—Ya no
hay luz, tío Flavio.
El viejo
evita una crispatura de molestia, y pausadamente gruñe:
—Váyanse
ustedes. Mi entrecejo agarró ya unos trazos que no voy a perder.
De los
cuatro, el que lo sigue en edad razona:
—Pero Flavio,
si al menos
luz eléctrica tuviéramos
aquí...
Don
Flavio ve a sus interruptores, y en tono de apaciguado reproche, pregunta:
—¿Qué fue
primero: la orfebrería o la luz eléctrica?
Busca en
un bolsillo de su chaleco, y saca una gran cerilla. La raspa en la suela de su
zapato hasta encenderla, e infunde llama en el panzudo mechero de latón que hay
en su mesa.
Los otros
callan. Conocen la inutilidad de insistir, y van desfilando hacia la calle. Al
quedar solo, don Flavio descansa, libre de ojos ajenos; se reacomoda frente a
su mesa, y vuelve a usar su buril con más deleite.
aquella larga calle de los artesanos es muy irregular en sus lomos
y en sus estrecheces. Las tres platerías hállame en una ampliación que casi es
plazoleta. La calle se ha desempedrado en trechos, y además de hoyancos
lodosos, tiene dos o tres charcas de verdosa quietud. De trecho en trecho, hay
postes de madera, sin claras nociones de verticalidad; árboles que fueron muy
rectos como árboles, pero que como postes hacen el ridículo. Parece que cada
amputación los hubiera contorsionado ligeramente.
Horas
después de que don Flavio queda solo, sigue burilando, feliz. Su aparato de
petróleo lo aluza, como con rolliza mecha en caldo de sol.
En el
barrio, las callejas están solas y oscuras. De largo en largo, aquellos postes
apuntalan foquillos que arden amarillosamente. (Más alumbrarían si ardiesen los
propios palos entecos.) Reflejos rubios bajan a bañarse en las charcas verdes
como minúsculos efebos, que se escandalizan por el chapuzón de alguna rana.
Más
noche, aun la ciruela de luz de aquellos árboles civiles se apaga.
Lejos,
frente a otra gran explanada, han tenido que cerrar la iglesia, de donde sale
todavía una mujer madura y basta. Cuando la gran puerta cruje a sus espaldas,
ella masculla restos de oraciones. Avanza bajo un cielo enorme cuyas
contingencias la preocupan menos que las de abajo. Lleva encima unos pecados
que su cuarentona imaginación agranda; y el peso de un busto y unos cuadriles,
que las sombras exageran también.
Ha bajado
un gran sosiego, redentor de todas las fatigas.
La única
luz que sigue ardiendo es la del taller. Sus chisporroteos tiemblan en la
pelambre del viejo febril, y le dan resplandor. Sin que él se lo proponga,
algunos de los trazos que salen de su buril están inspirados en guedejas de
María Engracia, que es su hija.
En el
labrado de su ánfora, no sólo cuida el primor de las líneas, sino la proporción
de metal que quita de cada roseta, de las que tiene cuatro. Además de la forma
total, don Flavio se afana en sacarle cuatro notas limpias. ¡Ya se las percibe!
Y en cada roseta va grabando una sílaba: Do; Mi; La; Re; notas madres de toda
melodía. Esto no lo ha confesado ni a los demás plateros, que sonreirían al
saber que trata de injertar música en la orfebrería. No obstante, las cuatro
notas siguen afinándose. A él no importan ahora las esquirlas de plata pura que
se caen al suelo, y que se pueden perder.
Está
seguro de que su ánfora la querrá comprar un extranjero estrafalario y rico,
que paga bien todas sus piezas, aunque no sean originales. No era original lo
último que le ordenó copiar: una bombilla eléctrica, redonda, sostenida por el
Atlas milenario y barbudo. Y aquel Atlas, con una rodilla sobre el supuesto
Caos, soportaba en sus lomos el planeta, como enorme joroba de luz.
El
extranjero pagó bien la copia; pero su ánfora... No, esta no la venderá. Por
instantes pone a un lado su buril, para probar los sonidos. Después, entre sus
manos la contempla, igual que otros hombres saben contemplar cabezas de hijos.
Y vuelve a su tarea con mayor afán.
A maría engracia, él la considera una
niña, pero ya cumplió diecinueve años. Todos la llaman simplemente Gracia. Y
aquella noche tampoco duerme. Su novio es Felipe, ayudante de don Flavio. Es un
muchacho «con aspiraciones», y tiene, además, un bigotillo primario, que hace
florecer besos con pistilos.
La casa
es de ladrillo, en esquina, con tres ventanas. Engracia siempre ha ornado la
suya con yedras abundosas, que lo pueden saber todo, porque todo lo callan.
Esta
noche, Felipe la ha besado tanto que la muchacha siente desconocida sed. Una
llamita parece alargársele desde la columna vertebral, y quitar a sus ojos la
facultad de ver, y la noción de todo en derredor, para no dejar sino dos seres
en el espacio. Dos clamores que necesitan naufragar en miel.
Sin
embargo, todavía los hace hablar con leve jadeo un sobrecogimiento de sentido
común. Engracia recuerda que su padre no está bien del corazón, y dice:
—No
llega. ¿Estará bien que vaya por él?
—Sí
—contesta Felipe—. Sólo tú lo arrancarás
de su banco.
Ya está
junto a ellos un deber, que parece vigilante. Para despedirse, la muchacha se
vuelve murmullo:
—Hasta
mañana, mi Felipe.
Se borra
el vigilante deber. Se unen las bocas, donde aquella misma sed estaba solamente
agazapada. Otro remolino de inconsciencia los aturde y los anuda. Es un vértigo
de las cosas circundantes, que giran, como si un inmenso Paganini las azuzara
en allegro. Aquel remolino, sólo un milagro lo pararía. El milagro de
que la florida yedra encubridora dejase de ser yedra, para convertirse en una
madre.
en el taller, don Flavio ha perdido la noción de los relojes.
Burila con mano febril, mientras el gran mechero embarra en el muro su silueta
desmelenada, con perfiles de místico y de brujo.
Dos veces
el frío intentó asustarlo, cogiéndolo por los pies. Pero resulta simplón el
frío. Don Flavio permite que le suban los calambres hasta las rodillas, como
lombrices heladas. El sonríe, y restirando los nervios de sus extremidades
inferiores, aprieta una contra la otra, lastimando al frío.
Con más
deleite prueba luego los sonidos de su ánfora, en la que siguen limpiándose las
notas. El siente cómo lo conforta su extraordinaria tarea. ¿Que el trabajo
aniquila? Sólo a infelices que lo admiten como condena.
Una o dos
horas después, otro calambrito alevoso se le ha subido, quién sabe por dónde, e
intenta expropiarle un hombro. Don Flavio ha oído varias veces cuchichear a los
médicos, para decir que está enfermo del corazón. Pero la gente ignora que un
artífice nunca cae mientras está en trance de creación. Mueve su hombro, como
si lo estregase contra el aire denso, y todo el individuo se vivifica. Hoy no
lo interrumpirán los oscurecimientos que a veces le brotan de la nuca, y que le
ahuman los ojos. En verdad es milagrera la plata cantadora que tiene entre sus
manos.
Y así
trabaja hasta que por fin, relumbrante de triunfo, puede dar los últimos toques
a su obra. Permanece mucho tiempo admirándola. Vuelve a golpear sobre las
cuatro rosetas, y escucha hasta que se diluye en el silencio la mínima
vibración. Al levantarse de su banco, su sombra crece hasta la bóveda del
techo.
Se
despoja de su mandil; lo sacude, y en él arropa su ánfora, como a mujer defendida.
Agradecidamente
apaga el chorro de sol de su mechero; estrega sus ojos con el dorso de la mano,
y a tientas, con su envoltorio bajo el brazo, llega hasta el clavijero para
descolgar su gorra. Sus pies saben sacarlo de su taller a oscuras, y echarlo a
la calle. Camina sobre aquel suelo en que no vibran las pisadas, y piensa con
disgusto en el comprador extranjero. No, los hijos no se venden.
Al llegar
a su casa, y a pesar de la yedra, advierte que su hija, por descuido, ha dejado
sin aldabón su ventana. ¿La despertará para que oiga sus cuatro notas?
En su
casa sí hay servicio eléctrico. Va a la alcoba de Gracia y enciende el foco.
Despeinada
y semidesnuda, ella salta de su lecho sin aproximársele. Padre e hija se
contemplan, encandilados. El susto que a ella la tiene agarrotada parece ir
volviendo de salitre su lengua, y su rostro, y sus manos inertes que no
alcanzan a implorar.
La cama
parece fotografía instantánea de un blanco recodo de río. El viejo aprieta
rudamente los ojos para no ver las mantas encrespadas, en las que duele algo
así como la imagen tibia de tres geranios.
Separa
más los pies para afianzarse sobre el suelo, como para que no lo tire un
torbellino. Ningún torbellino podrá más que él. Se aproxima a un mueble para
dejar encima su envoltorio. Aquellas tres manchas de la sábana no le han de
quemar y derretir los ojos, cual si los tuviese de plombagina. En lugar de
rehuirlas, las ve con rudeza. Se apretará, cruzado de brazos, hasta que la
ecuanimidad empiece a limpiar su rostro. Desde lo infinito, o quizá desde algún
repliegue de su propia conciencia, le parece escuchar una voz muerta; la voz de
la madre de su hija, que le dice:
—No la
azotes. Gracia no tiene la culpa.
Don
Flavio se aproxima como un autómata a la muchacha.
—Gracia,
¿por qué lo hiciste?
Silencio.
Sus propias palabras le parecen vacías. Es la primera vez que no sabe lo que
habla, y por ello pregunta más:
—¿Eres
feliz?
Ella, a
pesar del miedo que la escalofría, baja la cabeza y responde:
—Inmensamente,
padre.
A don
Flavio le da otro vuelco el corazón. Esperaba oír arrepentimientos, y siente
espantoso aquel diálogo.
—¿Fue
Felipe?
—Sí.
—¿Huyó?
—Salió
por el portal.
Aunque
muy encontrados impulsos lo sacuden, él no puede tocar a su hija. Es como si
tuviese amarrados al pecho sus dos brazos.
Quién
sabe cuántos minutos transcurrirían antes de que pudiera arrancar sus pies a
los ladrillos, y salir. En el portal arde un foquillo titubeante. Y de la
oscuridad del otro extremo, desgájase hacia él un hombre. Le parece confortante
ver que no huyó.
No se
tiembla no más por cobardía. Estos dos hombres están arrostrándose, con un
invisible y mutuo estremecimiento. Felipe tiene algo en la mano, y se adelanta
en el hablar.
—Ya sé lo
que cuenta para usted el honor, don Flavio.
Es una
daga lo que tiene en la diestra. La desnuda; avienta a un lado la funda de
piel. Don Flavio se crece, mientras Felipe agrega sin altanería:
—El honor
de Gracia yo lo pago.
Le
entrega la daga por la empuñadura. El viejo, absorto, la toma. Mecánicamente la
aprieta, y siente que hilillos invisibles le quisiesen alzar el brazo, como el
de una marioneta. Pero don Flavio no quiere que algo invisible lo maneje así.
Si ha de matarlo, no ha de ser con brazo de marioneta. Por otra parte, ráfagas
de razón le dicen que es pueril aquel muchacho pidiéndole que lo asesine; y
sobre todo si lo ama su hija. Por sus indecisiones, cien borrosos personajes de
teatro antiguo parecen despreciar al viejo en la penumbra.
Sus ojos
escarban en los del muchacho, en el fondo de los cuales sólo percibe dolor. Don
Flavio siempre anheló ser impasible, pero no petrificarse. Son ahora su lengua
y sus mandíbulas trabadas las que se vuelven de salitre. Siente tan difícil
desenclavijarlas, como romper con ellas un guijarro.
El
muchacho baja la cabeza, y en tono de plegaria repite:
—Ella no
tuvo la culpa...
Don
Flavio hace esfuerzos como para lanzar un aullido. ¡Benditos los padres que
pueden aullar de pena! Pero él sólo entreabre su boca; y cuando recupera el
habla, tampoco sabe lo que dice, y murmura roncamente:
—Tú
tampoco, hijo...
Avienta
al otro lado la daga. No le importa sentir cómo tiembla su mano, pues aunque
temblorosa, la sube hasta el hombro del muchacho. Antes de hablar, a los dos
los estremece un maravillado grito de Gracia. Aparición clamorosa, se desprende
de la pared, donde su expectación la untaba. Con el rostro abrillantado en
lágrimas y en júbilo, se arroja al cuello de su padre, estremecida por
sollozos. En el viejo, tembloroso todavía, confuso, reaparece el instinto de
azotarla; pero se ha vuelto estribillo la voz materna que la defiende. Y
Flavio, como si volviese a ser dueño de sus actos, le acaricia la cabeza.
Cuando Gracia logra hablar, entrecortadamente le pregunta:
—¿Verdad
que nos perdona usted?
—La vida
no necesita perdón —contesta don Flavio sin saber lo que habla—. Yo los
bendigo.
Felipe, a
pesar de su estatura, tiene los ojos húmedos en lloro de niño como de nueve
años.
La hija
respira como si estuviesen en una playa, ante un océano de felicidad. ¡Aquello
significa matrimonio!
Don
Flavio pide a ella que vaya y se acueste. El queda hablando un poco todavía con
Felipe. Y cuando este, respetuoso, se despide y se marcha, no hay caballero que
se le pueda igualar en ventura.
Gracia se
arrebuja en su lecho, ansiosa de que amanezca.
Don Flavio
apaga el foco del portal, pero sigue paseando, silencioso. Había sentido
siempre a su Gracia como a una niña, por más que todo le gritaba que ya era una
mujer. El tuvo la culpa por querer ignorar el tiempo; los tiempos. Y piensa:
los que tenemos hijos no podemos darnos el lujo de ser anacrónicos.
De
improviso, todavía lo crispa la noción de aquellos tres geranios de la sábana.
Pero acaba diciéndose: los padres añejos prefieren ver otra sangre de sus hijas
y las matan. A esos ogros paternos los hacen gruñir todos los hombres jóvenes,
como si todos les oliesen a perro.
El, como
si se tuviera que arrancar la epidermis, así se quiere despojar de su
naturaleza latina, y hasta logra creer que está gozoso. Tiene que dar gracias a
San Eligió, que acomodó a su hija en brazos de un hombre tan cabal. ¡Y platero
también, San Eligió! Buen platero, digno de heredar su taller. ¿El vecindario?
Su casa tiene una esquina, como un filo en que se partirán todas las
habladurías. (Lo que los hombres tengan de supremos, ¿se lo habrá otorgado lo
irremediable?)
Su
silueta, cavilosa, sigue discurriendo por el portal.
En las
alturas, raspa el silencio el ruido lejano de un avión, que se oye todas las
madrugadas. Dicen que los aviones tienen hélices más grandes que hombres. Ahora
no volará el que no quiera.
en otra casuca
cercana, la mujer que salió de la iglesia es la única cuyo sueño se rompe hasta
con el zumbar de un mosco. Máxime con el ruido de aquel motor aéreo, y con su
caudal de erres que despilfarra en las lejanías. A la mujer la vuelven insomne
unos pecados no cometidos aún, e ignora que es biológica propensión la de
volverse más escrupulosas, cuanto menos codiciadas. El motor la molesta, y cree
que en noches tan profundas, no estaría mal que los tales aparatos aéreos cayesen
incendiados. Porque imagina que las hélices de aquellos armatostes irán por los
cielos aporreando arcángeles. En cuanto a sus carnales incertidumbres,
consisten en no saber si le será lícito coquetear más claramente a don Flavio.
A pesar de que se visitan, ella lo encuentra demasiado decente.
A don
Flavio no lo ha tentado ni lo tentará semejante musa. Y menos ahora.
Engolosinado con la felicidad de su hija, sólo piensa en acrecentarla. El avión
lo recrea, imaginando que sus dos enamorados pueden volar. ¿Por qué no? En
cuanto amanezca, él puede buscar al comprador extranjero para ofrecerle su
ánfora. ¡Que vuelen a su luna!
Suspira.
Se siente un viejo nuevecito. ¿Sus males? Marmaja de un corazón que no golpeaba
fuerte. Si hubiera hombres y mujeres de plata, serían más brillantes cuanto más
usados, y valdrían más cuanto más antiguos. Pero él es ahora de cuño muy nuevo.
Tan recién fabricado, como si el alba, por primera vez, lo estuviese
desempacando de la penumbra del portal.
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