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Jorge Ferretis - Un viejo de plata







El ocaso fulge por la calle de los artesanos.
Entre carpinteros, electricistas, herreros y soldadores, perduran tres orfebres viejos. Uno se emborracha de sábado a lunes, pero nadie lo discute como maestro. De sus manos no ha salido ninguna pieza indigna. Otro es un octogenario que ve mejor que si usara impertinentes. Asegura que los legítimos plateros no necesitan antiparras, pues que la luz del manso metal se acumula en sus ojos.
Son tres anacrónicos, que parecen moldeados en personajes del desaparecido teatro de su juventud. El más fanático de su oficio es don Flavio. Si le preguntan cuál es su religión, contesta que la orfebrería. Ello no le impide ser católico, y por afición adicional, flautista. El día de San Eligió, patrón de los plateros, nunca falta en la misa mayor, con otros dos músicos del barrio. Previamente han ensayado, y ese día forman orquesta con el organista de la iglesia.
Quizá por anacrónicos, estos tres artífices no dejaron morir en sus manos la platería, como arte. Ahora, por añadidura, les resucita como ganancia fabulosa. Tienen que ampliar sus talleres y multiplicar a los aprendices de paga; pero tal resurrección de lucro los alarma. ¿No prostituirán otros el arte que ellos heredaron? Ellos no sólo admiten que no son hombres modernos, sino que cifran su orgullo en no pertenecer a este siglo de las claudicaciones. Don Flavio hace jurar a sus aprendices, antes de admitirlos, que nunca producirán artículos de baja ley.
—Amarás a la plata —les dice— no porque es poderosa, sino porque es bella.
Esta frase venía desde su bisabuelo. Don Flavio la grabó en pequeña placa, como epígrafe en el portón de su taller; pero a los tres días, el consejo, es decir, la placa, desapareció. No la robaron por lo bello de la frase, sino por lo que valía el metal. El viejo meneó la cabeza compasivamente, y con caracteres mayores volvió a grabar su lema, ya sobre la madera misma.

las orfebrerías tienen portones que se abren hacia la calle, y que sirven para colgar y exhibir algunas piezas. Como es hora de cerrar, están recogiéndolas, y prodigan destellos.
Los operarios despójanse de sus mandiles y los cuelgan, pues ya el campanario hizo gárgaras con el último repique del rosario.
En uno de los talleres, cuatro ayudantes están de pie, con sus gorras en las manos, y miran atentos el buril del más viejo. Este se ocupa desde hace días en labrar un ánfora que, en lugar de asas, lleva dos alas cortas e impulsivas. Aquel artífice tiene barba rubicana; cabello escaso pero hirsuto, y unos ojos glaucos y escrutadores. El más joven y despreocupado aventúrase a decir:
—Ya no hay luz, tío Flavio.
El viejo evita una crispatura de molestia, y pausadamente gruñe:
—Váyanse ustedes. Mi entrecejo agarró ya unos trazos que no voy a perder.
De los cuatro, el que lo sigue en edad razona:
—Pero   Flavio,   si  al  menos  luz  eléctrica  tuviéramos  aquí...
Don Flavio ve a sus interruptores, y en tono de apaciguado reproche, pregunta:
—¿Qué fue primero: la orfebrería o la luz eléctrica?
Busca en un bolsillo de su chaleco, y saca una gran cerilla. La raspa en la suela de su zapato hasta encenderla, e infunde llama en el panzudo mechero de latón que hay en su mesa.
Los otros callan. Conocen la inutilidad de insistir, y van desfilando hacia la calle. Al quedar solo, don Flavio descansa, libre de ojos ajenos; se reacomoda frente a su mesa, y vuelve a usar su buril con más deleite.

aquella larga calle de los artesanos es muy irregular en sus lomos y en sus estrecheces. Las tres platerías hállame en una ampliación que casi es plazoleta. La calle se ha desempedrado en trechos, y además de hoyancos lodosos, tiene dos o tres charcas de verdosa quietud. De trecho en trecho, hay postes de madera, sin claras nociones de verticalidad; árboles que fueron muy rectos como árboles, pero que como postes hacen el ridículo. Parece que cada amputación los hubiera contorsionado ligeramente.
Horas después de que don Flavio queda solo, sigue burilando, feliz. Su aparato de petróleo lo aluza, como con rolliza mecha en caldo de sol.
En el barrio, las callejas están solas y oscuras. De largo en largo, aquellos postes apuntalan foquillos que arden amarillosamente. (Más alumbrarían si ardiesen los propios palos entecos.) Reflejos rubios bajan a bañarse en las charcas verdes como minúsculos efebos, que se escandalizan por el chapuzón de alguna rana.
Más noche, aun la ciruela de luz de aquellos árboles civiles se apaga.
Lejos, frente a otra gran explanada, han tenido que cerrar la iglesia, de donde sale todavía una mujer madura y basta. Cuando la gran puerta cruje a sus espaldas, ella masculla restos de oraciones. Avanza bajo un cielo enorme cuyas contingencias la preocupan menos que las de abajo. Lleva encima unos pecados que su cuarentona imaginación agranda; y el peso de un busto y unos cuadriles, que las sombras exageran también.
Ha bajado un gran sosiego, redentor de todas las fatigas.
La única luz que sigue ardiendo es la del taller. Sus chisporroteos tiemblan en la pelambre del viejo febril, y le dan resplandor. Sin que él se lo proponga, algunos de los trazos que salen de su buril están inspirados en guedejas de María Engracia, que es su hija.
En el labrado de su ánfora, no sólo cuida el primor de las líneas, sino la proporción de metal que quita de cada roseta, de las que tiene cuatro. Además de la forma total, don Flavio se afana en sacarle cuatro notas limpias. ¡Ya se las percibe! Y en cada roseta va grabando una sílaba: Do; Mi; La; Re; notas madres de toda melodía. Esto no lo ha confesado ni a los demás plateros, que sonreirían al saber que trata de injertar música en la orfebrería. No obstante, las cuatro notas siguen afinándose. A él no importan ahora las esquirlas de plata pura que se caen al suelo, y que se pueden perder.
Está seguro de que su ánfora la querrá comprar un extranjero estrafalario y rico, que paga bien todas sus piezas, aunque no sean originales. No era original lo último que le ordenó copiar: una bombilla eléctrica, redonda, sostenida por el Atlas milenario y barbudo. Y aquel Atlas, con una rodilla sobre el supuesto Caos, soportaba en sus lomos el planeta, como enorme joroba de luz.
El extranjero pagó bien la copia; pero su ánfora... No, esta no la venderá. Por instantes pone a un lado su buril, para probar los sonidos. Después, entre sus manos la contempla, igual que otros hombres saben contemplar cabezas de hijos. Y vuelve a su tarea con mayor afán.

A maría engracia, él la considera una niña, pero ya cumplió diecinueve años. Todos la llaman simplemente Gracia. Y aquella noche tampoco duerme. Su novio es Felipe, ayudante de don Flavio. Es un muchacho «con aspiraciones», y tiene, además, un bigotillo primario, que hace florecer besos con pistilos.
La casa es de ladrillo, en esquina, con tres ventanas. Engracia siempre ha ornado la suya con yedras abundosas, que lo pueden saber todo, porque todo lo callan.
Esta noche, Felipe la ha besado tanto que la muchacha siente desconocida sed. Una llamita parece alargársele desde la columna vertebral, y quitar a sus ojos la facultad de ver, y la noción de todo en derredor, para no dejar sino dos seres en el espacio. Dos clamores que necesitan naufragar en miel.
Sin embargo, todavía los hace hablar con leve jadeo un sobrecogimiento de sentido común. Engracia recuerda que su padre no está bien del corazón, y dice:
—No llega.  ¿Estará bien que vaya por él?
—Sí —contesta Felipe—.  Sólo tú lo arrancarás de su banco.
Ya está junto a ellos un deber, que parece vigilante. Para despedirse, la muchacha se vuelve murmullo:
—Hasta mañana, mi Felipe.
Se borra el vigilante deber. Se unen las bocas, donde aquella misma sed estaba solamente agazapada. Otro remolino de inconsciencia los aturde y los anuda. Es un vértigo de las cosas circundantes, que giran, como si un inmenso Paganini las azuzara en allegro. Aquel remolino, sólo un milagro lo pararía. El milagro de que la florida yedra encubridora dejase de ser yedra, para convertirse en una madre.

en el taller, don Flavio ha perdido la noción de los relojes. Burila con mano febril, mientras el gran mechero embarra en el muro su silueta desmelenada, con perfiles de místico y de brujo.
Dos veces el frío intentó asustarlo, cogiéndolo por los pies. Pero resulta simplón el frío. Don Flavio permite que le suban los calambres hasta las rodillas, como lombrices heladas. El sonríe, y restirando los nervios de sus extremidades inferiores, aprieta una contra la otra, lastimando al frío.
Con más deleite prueba luego los sonidos de su ánfora, en la que siguen limpiándose las notas. El siente cómo lo conforta su extraordinaria tarea. ¿Que el trabajo aniquila? Sólo a infelices que lo admiten como condena.
Una o dos horas después, otro calambrito alevoso se le ha subido, quién sabe por dónde, e intenta expropiarle un hombro. Don Flavio ha oído varias veces cuchichear a los médicos, para decir que está enfermo del corazón. Pero la gente ignora que un artífice nunca cae mientras está en trance de creación. Mueve su hombro, como si lo estregase contra el aire denso, y todo el individuo se vivifica. Hoy no lo interrumpirán los oscurecimientos que a veces le brotan de la nuca, y que le ahuman los ojos. En verdad es milagrera la plata cantadora que tiene entre sus manos.
Y así trabaja hasta que por fin, relumbrante de triunfo, puede dar los últimos toques a su obra. Permanece mucho tiempo admirándola. Vuelve a golpear sobre las cuatro rosetas, y escucha hasta que se diluye en el silencio la mínima vibración. Al levantarse de su banco, su sombra crece hasta la bóveda del techo.
Se despoja de su mandil; lo sacude, y en él arropa su ánfora, como a mujer defendida.
Agradecidamente apaga el chorro de sol de su mechero; estrega sus ojos con el dorso de la mano, y a tientas, con su envoltorio bajo el brazo, llega hasta el clavijero para descolgar su gorra. Sus pies saben sacarlo de su taller a oscuras, y echarlo a la calle. Camina sobre aquel suelo en que no vibran las pisadas, y piensa con disgusto en el comprador extranjero. No, los hijos no se venden.
Al llegar a su casa, y a pesar de la yedra, advierte que su hija, por descuido, ha dejado sin aldabón su ventana. ¿La despertará para que oiga sus cuatro notas?
En su casa sí hay servicio eléctrico. Va a la alcoba de Gracia y enciende el foco.
Despeinada y semidesnuda, ella salta de su lecho sin aproximársele. Padre e hija se contemplan, encandilados. El susto que a ella la tiene agarrotada parece ir volviendo de salitre su lengua, y su rostro, y sus manos inertes que no alcanzan a implorar.
La cama parece fotografía instantánea de un blanco recodo de río. El viejo aprieta rudamente los ojos para no ver las mantas encrespadas, en las que duele algo así como la imagen tibia de tres geranios.
Separa más los pies para afianzarse sobre el suelo, como para que no lo tire un torbellino. Ningún torbellino podrá más que él. Se aproxima a un mueble para dejar encima su envoltorio. Aquellas tres manchas de la sábana no le han de quemar y derretir los ojos, cual si los tuviese de plombagina. En lugar de rehuirlas, las ve con rudeza. Se apretará, cruzado de brazos, hasta que la ecuanimidad empiece a limpiar su rostro. Desde lo infinito, o quizá desde algún repliegue de su propia conciencia, le parece escuchar una voz muerta; la voz de la madre de su hija, que le dice:
—No la azotes. Gracia no tiene la culpa.
Don Flavio se aproxima como un autómata a la muchacha.
—Gracia, ¿por qué lo hiciste?
Silencio. Sus propias palabras le parecen vacías. Es la primera vez que no sabe lo que habla, y por ello pregunta más:
—¿Eres feliz?
Ella, a pesar del miedo que la escalofría, baja la cabeza y responde:
—Inmensamente, padre.
A don Flavio le da otro vuelco el corazón. Esperaba oír arrepentimientos, y siente espantoso aquel diálogo.
—¿Fue Felipe?
—Sí.
—¿Huyó?
—Salió por el portal.
Aunque muy encontrados impulsos lo sacuden, él no puede tocar a su hija. Es como si tuviese amarrados al pecho sus dos brazos.
Quién sabe cuántos minutos transcurrirían antes de que pudiera arrancar sus pies a los ladrillos, y salir. En el portal arde un foquillo titubeante. Y de la oscuridad del otro extremo, desgájase hacia él un hombre. Le parece confortante ver que no huyó.
No se tiembla no más por cobardía. Estos dos hombres están arrostrándose, con un invisible y mutuo estremecimiento. Felipe tiene algo en la mano, y se adelanta en el hablar.
—Ya sé lo que cuenta para usted el honor, don Flavio.
Es una daga lo que tiene en la diestra. La desnuda; avienta a un lado la funda de piel. Don Flavio se crece, mientras Felipe agrega sin altanería:
—El honor de Gracia yo lo pago.
Le entrega la daga por la empuñadura. El viejo, absorto, la toma. Mecánicamente la aprieta, y siente que hilillos invisibles le quisiesen alzar el brazo, como el de una marioneta. Pero don Flavio no quiere que algo invisible lo maneje así. Si ha de matarlo, no ha de ser con brazo de marioneta. Por otra parte, ráfagas de razón le dicen que es pueril aquel muchacho pidiéndole que lo asesine; y sobre todo si lo ama su hija. Por sus indecisiones, cien borrosos personajes de teatro antiguo parecen despreciar al viejo en la penumbra.
Sus ojos escarban en los del muchacho, en el fondo de los cuales sólo percibe dolor. Don Flavio siempre anheló ser impasible, pero no petrificarse. Son ahora su lengua y sus mandíbulas trabadas las que se vuelven de salitre. Siente tan difícil desenclavijarlas, como romper con ellas un guijarro.
El muchacho baja la cabeza, y en tono de plegaria repite:
—Ella no tuvo la culpa...
Don Flavio hace esfuerzos como para lanzar un aullido. ¡Benditos los padres que pueden aullar de pena! Pero él sólo entreabre su boca; y cuando recupera el habla, tampoco sabe lo que dice, y murmura roncamente:
—Tú tampoco, hijo...
Avienta al otro lado la daga. No le importa sentir cómo tiembla su mano, pues aunque temblorosa, la sube hasta el hombro del muchacho. Antes de hablar, a los dos los estremece un maravillado grito de Gracia. Aparición clamorosa, se desprende de la pared, donde su expectación la untaba. Con el rostro abrillantado en lágrimas y en júbilo, se arroja al cuello de su padre, estremecida por sollozos. En el viejo, tembloroso todavía, confuso, reaparece el instinto de azotarla; pero se ha vuelto estribillo la voz materna que la defiende. Y Flavio, como si volviese a ser dueño de sus actos, le acaricia la cabeza. Cuando Gracia logra hablar, entrecortadamente le pregunta:
—¿Verdad que nos perdona usted?
—La vida no necesita perdón —contesta don Flavio sin saber lo que habla—. Yo los bendigo.
Felipe, a pesar de su estatura, tiene los ojos húmedos en lloro de niño como de nueve años.
La hija respira como si estuviesen en una playa, ante un océano de felicidad. ¡Aquello significa matrimonio!
Don Flavio pide a ella que vaya y se acueste. El queda hablando un poco todavía con Felipe. Y cuando este, respetuoso, se despide y se marcha, no hay caballero que se le pueda igualar en ventura.
Gracia se arrebuja en su lecho, ansiosa de que amanezca.
Don Flavio apaga el foco del portal, pero sigue paseando, silencioso. Había sentido siempre a su Gracia como a una niña, por más que todo le gritaba que ya era una mujer. El tuvo la culpa por querer ignorar el tiempo; los tiempos. Y piensa: los que tenemos hijos no podemos darnos el lujo de ser anacrónicos.
De improviso, todavía lo crispa la noción de aquellos tres geranios de la sábana. Pero acaba diciéndose: los padres añejos prefieren ver otra sangre de sus hijas y las matan. A esos ogros paternos los hacen gruñir todos los hombres jóvenes, como si todos les oliesen a perro.
El, como si se tuviera que arrancar la epidermis, así se quiere despojar de su naturaleza latina, y hasta logra creer que está gozoso. Tiene que dar gracias a San Eligió, que acomodó a su hija en brazos de un hombre tan cabal. ¡Y platero también, San Eligió! Buen platero, digno de heredar su taller. ¿El vecindario? Su casa tiene una esquina, como un filo en que se partirán todas las habladurías. (Lo que los hombres tengan de supremos, ¿se lo habrá otorgado lo irremediable?)
Su silueta, cavilosa, sigue discurriendo por el portal.
En las alturas, raspa el silencio el ruido lejano de un avión, que se oye todas las madrugadas. Dicen que los aviones tienen hélices más grandes que hombres. Ahora no volará el que no quiera.

en otra casuca cercana, la mujer que salió de la iglesia es la única cuyo sueño se rompe hasta con el zumbar de un mosco. Máxime con el ruido de aquel motor aéreo, y con su caudal de erres que despilfarra en las lejanías. A la mujer la vuelven insomne unos pecados no cometidos aún, e ignora que es biológica propensión la de volverse más escrupulosas, cuanto menos codiciadas. El motor la molesta, y cree que en noches tan profundas, no estaría mal que los tales aparatos aéreos cayesen incendiados. Porque imagina que las hélices de aquellos armatostes irán por los cielos aporreando arcángeles. En cuanto a sus carnales incertidumbres, consisten en no saber si le será lícito coquetear más claramente a don Flavio. A pesar de que se visitan, ella lo encuentra demasiado decente.
A don Flavio no lo ha tentado ni lo tentará semejante musa. Y menos ahora. Engolosinado con la felicidad de su hija, sólo piensa en acrecentarla. El avión lo recrea, imaginando que sus dos enamorados pueden volar. ¿Por qué no? En cuanto amanezca, él puede buscar al comprador extranjero para ofrecerle su ánfora. ¡Que vuelen a su luna!
Suspira. Se siente un viejo nuevecito. ¿Sus males? Marmaja de un corazón que no golpeaba fuerte. Si hubiera hombres y mujeres de plata, serían más brillantes cuanto más usados, y valdrían más cuanto más antiguos. Pero él es ahora de cuño muy nuevo. Tan recién fabricado, como si el alba, por primera vez, lo estuviese desempacando de la penumbra del portal.



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