En 1810, vivía
en Saint-Maló una joven de diecisiete años, cuyo verdadero nombre era Margarita
Breuilh. Era hija de Jacques Breuilh, el calafatero, que habiéndose quedado sin
trabajo en las canteras del puerto, por una circunstancia que ya diremos, se
hizo contrabandista.
Esta es la
primera página que yo publiqué, hace cuarenta años. La entrego a manera de
curiosidad y para demostrar que comencé creyendo algo que me perdió.
Margarita era
muy bella. Aquellos que la veían y no conocían su historia, se paraban para
mirarla andar a lo largo del agua. Siempre estaba vestida pobremente. Su
vestido de tela ordinaria ajustado a la cintura con la ayuda de un trozo de
cuerda, le caía tan bien como a otras muchachas la muselina o la seda; sus
largos cabellos rubios que caían, desordenados, sobre su espalda púdicamente
velada, tenían un cálido reflejo de oro bruñido. Ella iba, alegre y graciosa
rozando ligeramente con sus pies desnudos la arena mojada de la playa. Cuando
se sentía observada, sus grandes ojos azules, límpidos y dulces, no bajaban
ante la mirada del otro. Una sonrisa melancólica asomaba a sus labios. Y
enseguida se ponía a cantar con voz suave y triste a la vez, tan triste que el
que la escuchaba, lloraba.
Mi madre me dijo:
"yo lloré".
El estilo de
su canto era extraño. Sus palabras caían indiferentes. Era probablemente una de
esas canciones que entonaban las mujeres de los marineros mientras los esperan
junto a las orillas del mar que resuena, se eleva y se confunde con la línea
azul sombría del cielo de Bretaña. Es quizás un cántico desconocido, una
plegaria...
Pero de a
poco, su voz se extendía, las palabras llegaban claras, se comprendían. La
emoción apretaba el corazón del que las oía; el enternecimiento dejaba lugar al
horror. Y obligaba a alejarse con repugnación.
Esto cantaba
Margarita, que estaba loca:
Sangre,
sangre, hace falta mucha ¡sangre!
A torrentes beberemos de la máquina
Saciémonos al pie de la guillotina
¡Hace falta sangre, sangre, mucha sangre!
A torrentes beberemos de la máquina
Saciémonos al pie de la guillotina
¡Hace falta sangre, sangre, mucha sangre!
Y mientras
cantaba ese horrible estribillo que la pobre loca se había acostumbrado a
gritar durante el Terror, alrededor del tablado levantado junto a la
guillotina, la mirada azul de Margarita se elevaba dulce y pura hacia el cielo.
Su frente bella era de tal dulzura como la de los ángeles. Su voz melodiosa y
penetrante, plena de vibraciones y de encanto. El contraste entre su voz y la
canción apretaba el corazón y erizaba la piel.
Mientras era
de día ella corría por la playa. Las tempestades no la asustaban. Se la veía
incluso hasta en los momentos más fuertes de la tormenta, trepar, ágil como un
pájaro, a lo largo de los flancos escarpados del Fuerte del Emperador (El
Fuerte Real). Se colgaba de cualquier saliente de las rocas; el huracán la
mecía; la cresta espumante y furiosa de las olas, le lamía los blancos pies;
alrededor de ella las gaviotas se balanceaban suspendidas en sus largas alas, y
lanzaban sus gritos quejumbrosos y ásperos, a los que respondía la pobre joven
con su eterno refrán.
El mar subía.
Entonces ella ganaba la cumbre aguda de las rocas. Ahí se sentaba; la cabeza
apoyada en sus manos. El viento desordenaba su cabello, que le tapaba la cara.
Desde lejos parecía una estatua, erigida sobre un pedestal gigante.
Por la noche
no se reintegraba a la ciudad. ¿Dónde pasaba ella la noche? Nadie lo sabía. Es
necesario contar a esta altura la lúgubre historia de su nacimiento. En 1793,
después que Carpentier diezmó legalmente la población de Saint-Maló, Jacques
Breulih era un joven obrero portuario, fuerte y honesto. Abundaba el trabajo
después de la desocupación que trajo en sus comienzos el Terror. Breuilh se
ganaba fácilmente la vida. Tenía una mujer bella y buena que lo amaba. Era un
hombre feliz.
El viento de
las doctrinas revolucionarias había pasado ya sobre Saint-Maló y como en todas
partes había trastocado muchas cabezas, Breuilh, sin saber por qué, tendía a
odiar mortalmente a los aristócratas, aunque había vivido de sus beneficencias
y sobre todo a los sacerdotes; a uno de ellos en especial debía su buena
suerte, a un buen eclesiástico que le había tendido una mano caritativa en su
juventud. No quería recordar en absoluto que el abate Saulnier, cura de
Saint-Sauveur, había sido como un padre para él. Era un sacerdote y los
sacerdotes eran considerados pérfidos, malvados, enemigos del pueblo. No
convenía a Breuilh ir en contra de este argumento sin réplica. Su mujer,
excelente ama de casa por un lado, era fanáticamente revolucionaria. Ella sabía
de memoria todo el catecismo republicano, y no dejaba, los días de ejecución,
de reservar anticipadamente su lugar al pie de la guillotina; allí tejía sin
que se le escapara un punto de la malla, mientras las cabezas rodaban. Estaba
muy próxima a ser madre, y la fecha del alumbramiento se acercaba. Breulih no
la dejaba sola nunca. Había dejado su trabajo para cuidar a su mujer y la
ciudadana se apoyaba en el brazo conyugal para estar siempre presente en la
plaza de las ejecuciones. Cuando la máquina terminaba sus faenas, la pareja,
bien pegadita, regresaba a su casa a soñar sobre el porvenir del niño que
llegaría en los próximos días.
- Si es varón
-decía Jacques- se llamará Bruto como el virtuoso ciudadano de Italia, que
atravesó con sus espada el cuerpo de un Cardenal romano...
- ¡De un Papa!
-interrumpía la ciudadana-. En Italia, has visto Jacques, los verdaderos
tiranos son los Papas.
Jacques
admiraba la erudición superior de su compañera.
- Si es una
niña... -continuaba ella, la llamaremos...
- Brutusa...
- ¡Vaya! ...
Elegiremos. Será muy bella, Jacques, muy bella... Y procuraremos que la nombren
por decreto diosa de la Libertad!
Los dos
esposos, ante tan brillante perspectiva, bailaban la carmañola (*) con
verdadero frenesí.
Un cierto
quito día del mes de Messidor del año 1793 se llevaría a cabo en la Comuna de
Saint-Maló una ejecución muy interesante. La víctima era M. Sauliner, viejo
cura de Saint-Sauveur. Todos conocían muy bien al sacerdote. Todos ansiaban ver
qué cara tendría sobre el patíbulo. La guillotina estaba ubicada en medio de la
plaza, enfrente del tribunal revolucionario, exactamente en el lugar donde
después se erigió una estatua al valeroso lugarteniente general de la Armada
Francesa, Duguay Troulin. La multitud revoltosa rodeaba el tarimado de la
guillotina. Nuesrra buena y perfecta ama de casa estaba en su puesto. En el
momento en que esa masa murmurante se abría para dejar paso a la carreta que
traía al reo, la ciudadana Breuilh fue presa de los dolores de parto. Un
heroico y casi omnipresente esfuerzo frenó sus gritos dentro de ella misma.
Esperaba; el señor Abate Saulnier subió los escalones del patíbulo. De pronto
un murmullo de enojo recorrió la asamblea. El verdugo no había llegado. La
ciudadana Breulih se enfureció por el contratiempo.
- ¡Qué
desgracia! -se lamentó ella.
- El verdugo
ha cruzado el agua -dijo alguien desde la multitud; se fue a Southampton porque
no quería poner mano sobre le abate Saulnier, que fue tan bueno con él en otro
tiempo.
- ¡Es que se
trata de eso! -replicó Jacques Breuilh, encogiéndose de hombros.
Nadie
respondió. El abate Saunier había sido realmente muy caritativo en otros
tiempos con todos los desdichados. En este supremo momento, la piedad, como un
espectro golpeaba los corazones.
- ¿Hay algún
ciudadano de buena voluntad que reemplace al verdugo? -preguntó un funcionario
de la República.
Se hizo un
gran silencio.
- Jacques
-dijo por lo bajo la ciudadana Breuilh -yo quiero ...
No terminó la
frase, pero su mirada expresiva acariciaba el patíbulo.
Para un
corazón republicano, el deseo de una ciudadana es una orden suprema. Jacques,
en tres saltos subió los escalones del estrado.
- ¡Aquí estoy!
-gritó.
Su mujer
inició un grito de alegría que concluyó en un quejido delirante. La angustia la
aterrorizaba. Pero, a instancias de Jeanne d´Albret, reprimió sus gemidos y
entonó con voz firme su canción favorita:
Sangre,
sangre, hace falta mucha ¡sangre!
A torrentes
beberemos de la máquina
Saciémonos al
pie de la guillotina
¡Hace falta
sangre, sangre, mucha sangre!
Al escuchar
esta canción, la piedad de la multitud se desvaneció como por un encantamiento.
Una alegría general se transmitió codo a codo y un coro inmenso rugió la copla
sangrienta. Mientras tanto, Jacques Breuilh, a pesar de su falta de
experiencia, reemplazó al verdugo, eficazmente, es decir a satisfacción
general. El sacerdote lo bendijo mientras Jacques se afanaba en los
preparativos. La venerable cabeza del religioso rodó por los escalones del
patíbulo. Los funcionarios republicanos agradecieron al calafatero, en nombre
de la República. Jacques recibió las felicitaciones oficiales con modesto
orgullo. Tenía conciencia de haber cumplido con la patria. Cuando regresó junto
a su mujer, la ciudadana tenía en sus brazos una bellísima niña. Jacques la
abrazó con entusiasmo.
- Ha nacido en
un día de fiesta -dijo la madre-, el Ser Supremo le tiene reservado un destino
feliz.
Jacques aprobó
y repitió fuertemente las palabras de su esposa. Cuando la pareja estuvo de
regreso en la choza, examinó amorosamente el regalo que acababan de recibir del
Ser Supremo. La pequeña era encantadora. Algo los inquietó; alrededor de su
cuello pequeño una línea roja se enroscaba como un collarcito de coral.
- ¿Qué es
esto? -preguntó el ciudadano Breuilh.
Jaques estaba
pálido.
- El cuchillo
... -murmuró.
- ¡Bah! -dijo
la ciudadana intentando sonreir- es una señal.-
La pequeña
creció. A medida que crecía, el círculo sangriento de su cuello se iba
borrando, hasta que llegó a parecer un collar pálidamente rosado. La ciudadana
Breuilh era feliz, el amor maternal había reemplazado de a poco sus lúgubres
manías.
- Después de
todo -decía- la guillotina casi no dejó rastros. Margarita será la perla de
Saint-Maló y dentro de diez años nadie se acordará que nació al pie de la
guillotina.
- ¿Quién se
acordará? -repetía el dócil calafatero.
No todos se
olvidaron. El Terror había terminado hacía dos años. La guillotina perdió
popularidad. Todos comenzaron a alejarse del desdichado Jacques, a quién sus
camaradas llamaban ahora con un sobrenombre: el verdugo. Un solo consuelo le
quedaba: su hija, su lindísima Margarita que parecía un ángel cuando sonreía
desde su cuna. Pero Margarita no hablaba para nada. Su madre había pasado
largas horas repitiéndole una misma palabra, sin cesar y la niña permanecía
muda. Al anochecer su lengua se destrabó. La ciudadana Breuilh creyó oirla
hablar desde lejos. Llamó a su marido rápidamente: corrieron junto a la cuna.
La pobre madre no podía contener su alegría:
- Habla,
Margarita, habla, mi linda -decía.
Se inclinó
para escuchar. La niña guardó silencio durante unos minutos. Después fijando
sus grandes ojos azules sobre su madre que juntaba nerviosamente sus manos para
rogar cristianamente y agradecer a Dios... la niña empezó a cantar suavemente:
¡Hace falta
sangre, sangre, mucha sangre!...
La pobre madre
cayó de espaldas. Jacques se apuró a levantarla. En tanto la niña continuaba:
A torrentes
beberemos de la máquina
Saciémonos al
pie de la guillotina
- ¡Oh!
¡Cállate! -dijo la madre con voz agonizante.
La niña
siguió:
¡Sangre,
sangre, hace falta mucha sangre!
Jacques
aterrado, paseaba su mirada desde su hija hasta la mujer desvanecida. De pronto
esta se levantó. Sus ojos empañados miraban gélidamente; los rizos caían sobre
su pálida frente. Había envejecido diez años en un minuto. Al día siguiente
ella intentó una segunda prueba. La niña esbozando una sonrisa angelical,
empezó a cantar con su pequeña voz el refrán maldito. Nunca nadie le escuchó
pronunciar otras palabras que las de esa canción. La ciudadana Breuilh, frío el
corazón, llevó durante unos meses una existencia lánguida y murió un buen día
de pena, de honda tristeza. En el último momento de su agonía, ella escuchó la
voz de Margarita que cantaba:
¡Sangre,
sangre, hace falta mucha sangre!
Jacques
Breuilh lloró a su mujer. Se quedo solo y triste con su hija, imagen viva del
remordimiento. Cada vez que él volvía de su trabajo, Margarita lo recibía
cantando la estrofa fatal. A pesar de todo, él adoraba a su hija y todo el amor
que quedaba en su corazón era para ella.
A los diez
años resultó imposible retenerla en la casa. Su instinto vagabundo además la
empujaba a salir. Cuando empezaron las salidas, la ciudad toda se enteró del
funesto secreto. Se apartaban de ella con horror. Murmuraban sobre su triste
locura y la atribuían a los trágicos acontecimientos que acompañaban su
nacimiento. La empezaron a llamar: la hija del castigo. Real o falsa, esta idea
del castigo divino fue para Jacques una especie de muerte civil. Sus camaradas
lo repudiaron; el capataz de la cantera donde trabajaba, lo hizo echar. Así,
sin trabajo, se vio obligado a caer en el contrabando para dar de comer a
Margarita. Amaba a su pobre hija con un amor creciente. Era lo único que tenía
en el mundo.
Durante muchos
años, Jacques contrabandeó encajes y cuchillería de Inglaterra para poder
seguir viviendo en Saint-Maló. Como estaba muy necesitado, maniobraba con
excesiva prudencia y los que suponían o desconfiaban de él no encontraban un
detalle para acusarlo formalmente. Pero llegó el día en que fue sorprendido
cuando desembarcaba unos bultos, a noche cerrada, detrás de las rocas donde
está ubicada actualmente la tumba de Chateaubriand.
Los aduaneros
hicieron una descarga cerrada desde lo algo del gran Bé; el consiguió escapar,
pero lo habían reconocido. En adelante, ya no estaría seguro en Saint-Maló. Y
fue así que comenzó para Margarita esa vida extraña y misteriosa de la que
hablamos al comienzo de este relato. Durante el día ella vagaba por las playas
jugando con la espuma de las olas como al alción (**), recogiendo la pálida
flor de las algas o buscando en las cuevas de las rocas costeras esos delicados
y caprichosos arabescos que forman las algas. Los lugareños que la encontraban
en su camino, se alejaban de ella pero no la insultaban nunca, porque su
aspecto angelical hubiera despertado piedad y ternura aún en el duro corazón de
un tigre. Cuando un extranjero, atraído por la belleza de la niña, se acercaba
a ella, una infantil sonrisa asomaba a sus labios y empezaba a cantar el
horrible refrán. Por la noche, buscaba el amparo de su padre, que seguía
contrabandeando, pero nadie conocía su paradero.
Tiempo
después, bajo el Imperio, la represión del contrabando fue severísima y las
pensa que se administraban eran como en las épocas de guerra. La Aduana estaba
establecida en numerosos destacamentos a lo largo de La Mancha. Día y noche los
gendarmes vigilaban ociosos. A veces se encontraba el cadáver de un inglés
sobre la playa, al día siguiente era el de un gendarme aduanero. Era un ajuste
de cuentas, una compensación y los días seguían su curso.
Jacques no se
hacía a la mar. Su trabajo era el más peligroso de todos: era descargador.
Cuando una bujía pirata se encendía en la costa, con la señal convenida,
saltaba sobre su barca cumpliendo las veces de piloto se acercaba al barco de
los contrabandistas, cargaba los bultos en el suyo y los traía a tierra;
seguidamente recibía una módica suma como todo beneficio. Hasta ahora él había
conseguido mantenerse oculto y se había salvado de toda acción judicial. Su
refugio, mejor dicho sus refugios eran hábilmente elegidos a tal punto que los
aduaneros se desesperaban en la vigilancia. Y Margarita mientras tanto corría
todos los días por las playas. Hasta que cierto día un guardacostas más astuto
que sus colegas la siguió desde lejos a la caída de la noche. Fue una tarea
difícil.
La jovencita,
después de haber seguido por el borde de la playa que se extendía como un tapiz
regularmente sesgado, pasó el Fuerte Real hasta Rotheneuf y se metió en un
laberinto de rocas angulosas y quebradas que defienden a manera de inmensa
empalizada el orgulloso acantilado de la Varde. Una vez que llegó al roquerío,
Margarita no aminoró su marcha. Saltaba de punta en punta entre las rocas,
esbelta y graciosa como un antílope de los Alpes. Ningún obstáculo la detenía.
Sus pequeños pies rozaban ligeramente la mata aceitosa de las algas. El
aduanero en cambio sudaba sangre y agua. Pobre desdichado. Las suelas con
tachas de hierro de sus borceguíes se enganchaban en las desgarradas rocas; resbalaba
sobre las algas, tropezaba en los pequeños pantanos. A veces caía pesadamente
en profundos pozos poblados de Jibias y cangrejos, en los cuales el olor a
podrido era irritante. Pero no se daba por vencido y no se descorazonaba: le
esperaba una fuerte recompensa al final de estos esfuerzos.
Margarita iba
delante siempre. No había un punto de luna en el cielo, pero a la luz lejana de
las estrellas se veía una forma blanca sobre el fondo oscuro de las rocas. El
viento traía en ráfagas al oído atento del aduanero algunas notas de la canción
de la muchacha. De pronto ella desapareció y su voz dejó de oirse. El aduanero
se detuvo, indeciso. Estaba sobre el más alto de los grupos de rocas que
circundan el acantilado de la Varde. A cien pies debajo de él el mar rompía
contra la base del acantilado. Avanzó otra vez. El sendero, justo allí, en el
lugar donde había perdido de vista a Margarita, era plano y liso y terminaba en
una fisura que se abría como una enorme boca sobre el mar y que de ninguna
manera podía franquear. Naturalmente la mirada del aduanero requisó hasta el
fondo de ese agujero. Descubrió un débil resplandor que se reflejaba en las
paredes húmedas de la grieta.
- Ahí está el
nido -murmuró, mientras se restregaba las manos.
Y desandando
enseguida el camino se apresuró hasta ganar la posta de Rotheneuf, donde pidió
refuerzos. Una hora después cinco hombres se detenían al borde de la fisura.
Bajaron en silencio. En el fondo del pozo vieron una pequeña cabaña, tan
escondida que si no hubieran sabido a priori de su existencia les hubiera
costado realmente descubrirla. Adentro la luz ya estaba apagada. Los aduaneros
llamaron fuertemente con el eslabón.
Volvieron a
llamar golpeando con fuerza. Entraron. Sobre un montón de algas secas,
Margarita estaba totalmente vestida. Dormía. Su rostro calmo y dulce era la
viva imagen del candor. Estaba sola en la cabaña ...
¿Dónde estaba
el contrabandista? Los empleados de la aduana llamaron a Margarita que se
despertó sonriendo. A la vista de esos hombres armados sus grandes ojos azules
no bajaron la mirada. Abrió la boca y murmuró dulcemente:
¡Sangre,
sangre, hace falta mucha sangre!
- ¡Sí! -dijo
uno de los aduaneros exagerando- ¡eso hace falta y cuando llegue la brigada
tendremos sangre!
Una nube
empañó la blanca frente de la joven. Puede ser que por un momento el instinto
del amor filial haya disipado las tinieblas de su inteligencia. Fue un
relámpago. Después de unos segundos de silencio continuó:
A torrentes
beberemos de la máquina
Saciémonos al
pie de la guillotina ...
- ¡Escuchen!
-gritó uno de los aduaneros.
Todos hicieron
silencio. Margarita misma interrumpió su canto. Se escuchó sobre el mar, más
allá de las rocas un ruido sordo y regular. Era un barco que avanzaba con
remos.
- ¡Aquí está!
-dijeron los aduaneros aprestando sus armas-, ¡ya lo tenemos!
Margarita
llevó lentamente la mano a su frente. De un salto pasó entre los gendarmes y se
inclinó sobre el borde de la rampa.
- ¡Quédate
quieta! -dijo por lo bajo, amenazante, uno de los guardias-, ¡o te mato!.
La pobre niña
no podía desobedecer. No sabía hablar. Pero en un momento que los gendarmes se
descuidaron, asió con fuerza la cuerda que servía de escalera a su padre y se
dejó caer al fondo del hondo pozo, entre las rocas. Los aduaneros se consultaron
entre ellos; luego el jefe da un golpe sobre la cuerda, que de vieja se rompe
al instante. Una voz débil llegaba desde lo más profundo del precipicio.
¡Sangre,
sangre, hace falta mucha sangre!...
- ¡Pobre niña!
-murmuraron los aduaneros.
La barca
continuaba avanzando. Margarita, que se había arrojado desde una altura enorme
sobre la playa, no le pudo advertir a su padre. Jacques fue tomado prisionero
después de un combate encarnizado. Al día siguiente no fue posible encontrar el
cuerpo de Margarita a pesar que se rastreó toda la playa. Como Jacques se había
resistido a mano armada fue condenado a muerte. El día de la ejecución, el
patíbulo fue levantado por la Comuna en la misma plaza donde Jacques,
diecisiete años atrás, había reemplazado al verdugo. Todos se acordaban de esta
circunstancia y no hubo ni un solo gesto de piedad entre los espectadores.
Jacques subió, con la cabeza baja, los escalones del patíbulo.
En ese
momento, una mujer pálida, con la ropa hecha jirones, el cuerpo cubierto de lastimaduras,
se abrió paso entre la muchedumbre y cayó moribunda al pie de la guillotina.
- ¡Hija mía!
-grito Jacques, extendiendo sus brazos como para protegerla.
Margarita se
levantó a medias. Miró el aparato fatal y sonriendo, murmuró:
¡Hace falta
sangre, sangre, mucha sangre,
Saciémonos al
pie de la guillotina!
Después cayó
para no levantarse más. Jacques dio un grito angustiante y ofreció su cabeza al
verdugo. El gentío se retiró, silencioso y en hondo recogimiento. Si la falta
fue grave, el castigo fue terrible y más de uno había sentido piedad por esa
triste familia sobre la cual había caído duramente el dedo de Dios. Y ahora que
mucho tiempo pasó, se puede decir que las catástrofes de ese tipo no se olvidan
fácilmente y en mi juventud he encontrado muchas veces en Saint-Maló o en
Saint-Sauveur, numerosos testigos que contaban como yo lo acabo de hacer, la
lamentable historia de la hija del castigo.
Notas:
(*) Carmagnole: Canto revolucionario francés de la época del Terror.
(**) Alción: Ave fabulosa que sólo descendía sobre el mar en calma.
(*) Carmagnole: Canto revolucionario francés de la época del Terror.
(**) Alción: Ave fabulosa que sólo descendía sobre el mar en calma.
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