En los
comedores Militares contaban cómo MacWyrglinchbeath, mecánico de aviación de
primera clase en un escuadrón de Nieuport, hoy disuelto, estuvo ausente tres
semanas sin permiso oficial alguno. Le había sido concedido un permiso de una
semana en Inglaterra mientras el escuadrón era equipado con aparatos de
fabricación británica, y fue visto por última vez en Boulogne, donde él y sus
compañeros se apearon del camión que les había transportado. Aquella noche
desapareció. Tres semanas después, la hasta entonces incontrovertida presencia
de un mecánico de aviación de primera clase no identificado fue detectada entre
el personal de un escuadrón de bombardeo ubicado cerca de Boulogne. En la
investigación subsiguiente el sargento artillero explicó cómo el hombre había
aparecido entre la tripulación una mañana en la playa, donde habían tomado
tierra después de una incursión aérea. El día anterior habían llegado
reemplazos, y el sargento explicó que había tomado al hombre por personal de
refresco; al parecer todo el mundo creyó que se trataba de uno de los mecánicos
nuevos. Explicó que el hombre mostró al instante una aptitud concienzuda, y que
manifestaba auténtico cariño hacia el aeroplano en cuya tripulación se
incorporó y que hablaba con una lenta y peculiar voz escocesa de la cantidad de
dinero que representaba aquella máquina y de lo pecaminoso que era el mandar
tanto dinero al aire de una sola vez.
- Pidió incluso
que lo pusiéramos a volar - testificó el sargento -. Se mostró tesoneramente
zalamero hasta que accedí; se ofrecía voluntario para todo tipo de tareas fuera
de servicio, hasta que lo subí al avión una o dos veces. Aunque lo tuve siempre
a mi lado, en las palancas.
No se descubrió
nada anómalo hasta el primer día de paga. Su nombre no figuraba en la lista del
oficial encargado de la paga; la insistencia del hombre - coraje sublime o
sublime desvergüenza - atrajo la atención del comandante del escuadrón hacia su
persona. Pero cuando se envió por él, había desaparecido.
Al día
siguiente, en Boulogne, un mecánico de aviación con un pase de siete días sin
utilizar, expedido hacía tres semanas por un escuadrón de reconocimiento hoy
disuelto, fue arrestado al tratar de cobrar tres semanas de paga - que él
afirmaba se le debían - en la oficina del propio capitán preboste en funciones.
Su nombre – dijo - era MacWyrglinchbeath.
Fue así como se
descubrió que MacWyrglinchbeath era un desertor simultáneo de dos unidades
militares. El hombre repitió la historia - por quinta vez en tres días había
sido sacado de su celda por un cabo y cuatro soldados armados de fusiles con
bayoneta calada -, en posición de firme y con la cabeza descubierta, ante una
mesa ocupada por un general, y ante el oficial de operaciones del escuadrón de
bombardeo y el sargento artillero.
- Había ido
hasta la playa para dormir, porque sabía que en la ciudad pedían dinero por las
camas. Y allí estaba cuando aterrizaron los bombarderos. Así que me fui con
ellos.
- Pero ¿por qué
no se fue a casa a disfrutar el permiso? - preguntó el general.
- No quería
gastar ese dinero en balde, señor. El general lo miró. El general tenía
pequeños ojos porcinos, y su cara parecía inflada con una bomba de bicicleta.
- ¿Quiere decir
que se pasó la semana de permiso y las otras dos sin permiso adscrito al
personal de otro escuadrón?
- Bien, señor -
dijo MacWyrglinchbeath -, no me hacía ninguna gracia, pero me obligaron a coger
esa semana de permiso. Yo no quería. Y en aquellas grandes máquinas podía
conseguir paga de vuelo.
El general lo
miró. Rígido, inmóvil, MacWyrglinchbeath vio cómo la cara roja del general se
hinchaba más y más.
- ¡Llévense de
aquí a este hombre! - dijo el general al fin.
- Media vuelta
- dijo el cabo.
- Tráiganme al
comandante de ese escuadrón - dijo el general -. ¡Al instante! ¡Lo voy a
expulsar del ejército! ¡Por los clavos de Cristo, lo voy a meter en la cárcel
para el resto de su vida!
- ¡Media
vuelta! - dijo el cabo, alzando la voz. MacWyrglinchbeath no se había movido.
- Señor - dijo.
El general, interrumpido, lo miró con la boca aún entreabierta. Tras el bigote,
parecía un verraco en un matorral -. Señor - dijo MacWyrglinchbeath -, ¿cobraré
la paga de esas tres semanas y esas siete horas y cuarenta minutos de vuelo?
Ffollansbye,
que había de ser el primero en recomendarle para un nombramiento, era quien más
sabía acerca de él.
- Imagínate –
decía - una cara parecida a una maldita nuez; de lo mismo dieciséis que
cincuenta y seis años; achaparrado, con brazos casi tan largos como los de un
mono, acarreando latas de gasolina por todo el aeródromo. Era de brazos tan
largos que tenía que encoger los hombros y doblar los codos un poco para que
las latas no arañasen el suelo. Cojeaba; me contó por qué. Fue poco después de
que bajaran de Sterling en el 14. Se alistó en infantería; no le habían dicho
que existían otros cuerpos.
»Así que empezó
a hacer indagaciones. ¿No te lo imaginas?, escuchando toda esa basura que les
contaban a los reclutas entonces: que si los soldados rasos no duraban ni dos
días después de llegar a Dover; le contaron, decía, que el enemigo mataba sólo
a los ingleses e irlandeses y naturales de la Baja Escocia, pues las tierras
altas de Escocia aún no les habían declarado la guerra, y cosas por el estilo.
Bueno, pues él se lo tragó todo, y cuando se acostaba por la noche ponderaba
tales informaciones. Al fin decidió ingresar en el cuerpo de Aviación; con la
ayuda de papel y lápiz decidió que duraría más en dicho cuerpo, y que acabaría
por tanto con más dinero ahorrado. Ya ves, en él jamás actuaba el valor o la
cobardía; no creo que tuviera ni lo uno ni lo otro. Era simplemente como
alguien que, perdido durante un tiempo en una selva, se dedica a recoger haces
de leña aquí y allá ante la posibilidad de poder salir de allí algún día.
»Solicitó el
traslado, pero se lo denegaron. Debió de hacerlo con bastante insistencia, pues
al final le explicaron que para pedir el traslado debían existir razones de más
peso que la mera preferencia personal, y que motivaciones válidas serían bien
la capacitación mecánica o bien una incapacidad que lo inhabilitara para el
servicio en infantería.
»Así que se
puso a pensar en el asunto. Y al día siguiente esperó a que se vaciaran los
barracones, atizó la estufa hasta ponerla al rojo vivo, se quitó la bota y la
polaina y posó la planta del pie sobre la estufa.
»De ahí le
venía la cojera. Cuando le firmaron el traslado y apareció con su rango de
mecánico de aviación de tercera clase, la gente pensé que se trataba de alguien
con experiencia.
»Aún lo veo,
tieso y en posición de firme en la oficina de la escuadrilla; la orden encima
de la mesa, y Whiteley y el sargento tratando de pronunciar su nombre.
» - ¿Cuál es el
nombre, sargento? - dice Whiteley.
»El sargento
mira la orden, se frota las manos contra los muslos.
» - Mac... -
dice, y se atasca de nuevo. Whiteley se inclina para echar él mismo una ojeada.
» - Mac... - se
atasca él también; luego -; Beath. Llámele MacBeath.
» - Mi nombre
es MacWyrglinchbeath - dice el recién llegado.
» - Señor - le
apunta el sargento.
» - Señor -
dice el recién llegado.
» - Oh - dice Whiteley -. Magillinbeath. Escríbalo, sargento.
»El sargento coge la pluma, escribe “Mac” con trazo
floreado, se para, traza con la pluma unos círculos concéntricos en el aire,
sobre el papel, mientras el recién llegado trata de echar un vistazo a la orden
que Whiteley tiene en las manos.
» - Rango:
mecánico de aviación de tercera - dice Whiteley -. Escríbalo, sargento.
» - Muy bien,
señor - dice el sargento. Los floreos ganan en ampulosidad, como una amenaza
sostenida de caballería; se inclina ya muy cerca del hombro de Whiteley,
empieza a sudar.
»Whiteley alza
la vista hacia él, dice: “¿Eh?', con tono áspero. “¿Qué sucede?', dice.
» - El nombre,
señor - dice el sargento -. No logro...
»Whiteley deja
la orden encima de la mesa; ambos la miran.
» - La gente
del ala nunca supo escribir - dice Whiteley en tono irritado.
» - No es eso,
señor - dice el sargento -. Lo que pasa es que la gente no ha aprendido a
deletrear. Dígame otra vez su nombre, muchacho.
» - Me llamo
MacWyrglinchbeath - dice el recién llegado.
» - Ah, diablos
- dice Whiteley -. Ponga MacBeath y páselo al cuerpo. Continúe.
»Pero el recién
llegado se mantiene en sus trece, cortés pero firme.
» - Me llamo
MacWyrglinchbeath - dice sin calor.
»Whiteley lo
mira. El sargento lo mira. Whiteley coge la pluma de manos del sargento, alarga
al recién llegado la hoja de registro.
» - Deletréelo.
- El recién llegado lo hace mientras Whiteley escribe -. Pronúncielo otra vez,
¿quiere? - dice Whiteley. El recién llegado lo hace -. Magillinbeath - dice Whiteley -. Pruebe usted, sargento.
»El sargento
mira la palabra. Se frota la oreja.
» - Mae... Wigglinbeech - dice. Luego, en tono callado -: Cielos.
»Whiteley se
recuesta en la silla.
» - Bien – dice
-. Ya está correcto. Continúe.
» - ¿Ya está
escrito MacWyrglinchbeath, señor? - dice el recién llegado -. Así no se
confundirán al pagarme.
»Eso fue antes
de que hiciera su primer vuelo solo. Antes de que desertase, naturalmente.
Acarreaba sus latas de gasolina de un lado para otro, un poco más lento que los
demás, pero siempre en la brecha si uno podía acoplarse a su ritmo. Mandaba el
dinero, menos lo que se fumaba (yo le he visto la cara con que miraba a los
hombres que bebían cerveza en la cantina), a casa, al vecino que le cuidaba el
caballo y la vaca.
»Me contó
también el trato que habían hecho. Cuando el vecino y él llegaron a un acuerdo
se atravesaba una situación de emergencia; los dos creían que pronto pasaría y
que él volvería a casa en tres meses. Y eso fue hace un año.
» - Le acabaré
debiendo un montón de dinero por darle el forraje a esas dos bestias me dijo.
Luego dejó de sacudir la cabeza. Se quedó completamente inmóvil unos instantes;
casi se podía ver su mente funcionando al ralentí -. Bueno - dijo al fin -. No
hay duda de que, con los malos tiempos que corren, las bestias también habrán
subido de precio.
»En aquellos
días, ¿sabes?, los hunos caían sobre el aeródromo y nos disparaban mientras
corríamos a meternos en los agujeros que habían cavado a tal efecto, y los
hunos, arriba, nos desafiaban a que saliéramos.
»Así que
podíamos ver los combates desde las ventanas de los comedores; en aquel tiempo
retirábamos los restos nosotros mismos. Un día se estrelló un avión a menos de
doscientas yardas. Cuando llegamos allí, estaban arrastrando afuera al piloto;
lo sacaron sin piernas. Quedó tendido de espaldas, mirando hacia el cielo con
esa expresión tan característica, hasta que alguien le cerró los ojos.
»Pero Mac, le
seguían llamando Mac Beath, miraba el aparato destrozado. Caminaba alrededor de
él, chascando la lengua.
» - Tch, tch - decía -. Esto es un derroche pecaminoso. Pecaminoso. Tch, tch, tch.
»Esto fue cuando era todavía mecánico de tercera.
Pronto llegó a ser de segunda, y entonces enviaba un poco más de dinero a su
vecino. Para entonces llevaba ya la contabilidad, con un cuaderno barato y un
lápiz, y un cabo de vela para las noches. La primera página hacía de libreta
bancaria; las demás eran como un barógrafo de la guerra, más estricto que una
historia.
»Luego pasó a
ser mecánico de primera. Empezó a trabajar en su libro mayor hasta muy entrada
la noche. Supongo que era debido a que, al ganar entonces al mes probablemente
más de lo que había ganado en toda su vida, el dinero le causaba más
preocupaciones; por fin acudió a mí para pedirme un formulario para acceder al
grado de suboficial. Se lo entregué. Una semana después hubo de comprar otra
vela. Me encontré con él.
» - Bien, Mic –
dije -. ¿Ha decidido ya ir para sargento?
»Me miró, sin
prisa, sin sorpresa.
» - Si, señor -
dijo. Como ves, aún no había oído hablar de lo que cobraban los de vuelo.
Ffollansbye
contó entonces su primer vuelo en solitario.
- Su nueva
escuadrilla era de cazas. Supongo que en cuanto vio que se trataba de
monoplazas se dio cuenta de que allí no conseguiría paga de vuelo. Solicitó el
traslado a bombarderos. Le fue denegado. Debió de ser en ese tiempo cuando
recibió una carta del vecino en la que le informaba que la vaca había parido.
Aún lo veo, leyendo la carta hasta la última palabra, dejando en suspenso todo
juicio y especulación e inquietud hasta dar por finalizada la lectura, y
sentándose luego, inútiles en este caso el papel y el lápiz, a sopesar la
delicada e imprevista situación y las imprevisibles ramificaciones de
propiedad, para decidir finalmente que las circunstancias se ocuparían de ello
a su tiempo.
»Un día
despertó: el impulso, la necesidad le debió de llegar en aquella carta como un
germen. No es que se hubiera preocupado nunca por las cosas de la guerra, pero
a partir de entonces empezó a mostrar interés por los aviones y por el manejo
de los mandos, y hablaba con los pilotos y les hacía preguntas sobre vuelo, y
por las noches, en su litera, tamizaba y catalogaba las respuestas. Se volvió
de tal manera, es decir, incansable, omnipresente, hacía tan diligente acto de
presencia siempre que aparecían oficiales de estado mayor por los alrededores,
que lo hicieron cabo. Supongo que si yo hubiera estado allí, habría creído que
eso era lo que perseguía desde un principio.
»Pero esa vez
apuntaba hacia las estrellas, en sentido más que alegórico, según se vio. Un
día, en mitad del almuerzo, sonó la alarma. Oficiales y soldados salieron
corriendo, con las servilletas en la mano, justo a tiempo para ver un caza que
avanzaba por el aeródromo, con las alas en ángulo de cuarenta y cinco grados y
arrastrando prácticamente el morro. Se abatió el ala más alta y se enderezó el
morro y el avión, con el vehículo de urgencias ululando a sus espaldas, salió
perpendicularmente hacia el cielo, subió tal vez un centenar de pies, quedó
colgado de la hélice por espacio de diez mil años, y de un golpe alzó la cola y
se perdió de vista, de nuevo con las alas en ángulo de cuarenta y cinco grados.
» - ¿Pero qué
... ? - dijo el mayor.
» -¡Es el mío!
- gritó el alférez -. ¡Es mi aparato!
» - ¿Quién ...
? - dijo el mayor.
»El vehículo de
urgencias vuelve emitiendo su gemido; a unas cien millas por hora, entonces,
aparece el caza, esta vez cabeza abajo. El piloto no lleva gafas ni casco; en
la fugaz visión que tienen de él, ven en su cara una expresión de preocupación
cautelosa y obstinada. Continúa avanzando, zozobra y el bamboleo le hace girar
en redondo. Ahora avanza directamente hacia el vehículo de urgencias; el
conductor salta de él y corre hacia el hangar más próximo mientras el caza
persiste en su persecución alevosa. En el momento en que el conductor, con la
cabeza entre los brazos, se arroja al interior del hangar, el avión enfila de
nuevo hacia el cielo, vuelve a quedar suspendido de la hélice y desaparece
luego de la vista, e inmediatamente después se oye un estruendo sordo.
»Sacaron a Mac
de los intrincados restos del aparato, intacto pero inconsciente. Al despertar
se encontraba de nuevo bajo arresto.
II
- Así – dijo
Ffollansbye -, por segunda vez, Mac casi causa apoplejía Pero esta vez no se
hallaba presente. Recluido en una prisión militar, calculaba la cuantía del
déficit que habría de figurar como asiento en la hoja de pagas de vuelo de su
libro mayor. Entretanto en el cuartel general y en Londres estudiaban los
acumulamentos relativos a su caso. Finalmente decidieron, por razones de
protección y a fin de anticiparse a la invención por su parte de más crímenes
sin precedentes en la jurisprudencia militar,
permitirle que hiciera las cosas a su modo.
»Lo visitaron y
le dijeron que debía ir a Inglaterra para ingresar en la escuela de
aeronáutica.
» - Si voy, ¿me
harán pagar ese desdichado aparatito?
» - No - le
dijeron.
» - Muy bien -
dijo él -. Ya estoy listo para partir.
»Volvió a
Inglaterra; puso pie en el lado del Canal de donde era oriundo por primera vez
en más de dos años, y se negó, como de costumbre, a aceptar un permiso para ir
a casa. Tal vez se trataba del asunto de la legitimidad económica de la
ternera; tal vez había calculado el mínimo más minimizado de gasto inevitable
para el viaje; sabiendo, además, que fuera lo que fuese lo que descubriera al
llegar a casa no le sería posible permanecer allí el tiempo suficiente para
consolidar una estrategia en contra de ello. Pero tal vez no. Tal vez sólo
fuese la MacWyrglinchbeath.
Siete meses
después, ya piloto con el grado de sargento, manejaba un pesado y anticuado
Reconnaissance Experimental de un lado para otro sobre los cielos del Sommeorma
de bañera, localizaba el fuego artillero. Grande y de alas anchas, con un
pesado motor Beardmore de cuatro cilindros, el aparato bramaba sosegadamente a
espaldas y por encima de la cabeza de MacWyrglinchbeath, y constituía una
tentadora víctima potencial para todo aquello dotado de una ametralladora que
pudiera desplazarse a setenta millas por hora. Pero las horas de vuelo, sin
embargo, iban sumándose lentamente en el historial aeronáutico de MacWyrglinch.
Él y el
oficial, mientras entre vuelo y vuelo pasaban el rato al pie del viejo aparato,
mantenían una larga conversación intermitente. El oficial era un artillero por
instinto y un entusiasta de la radio por inclinación; sentía hacia la aviación
una indesmayable antipatía.
La pasión de
MacWyrglinchbeath por la acumulación de horas de vuelo constituyó un enigma
hasta el día en que, merced a un paciente sondeo, supo la historia del vecino y
de la creciente acumulación de chelines.
- ¿Así que vino
a la guerra a hacer dinero? - dijo.
- Claro - dijo
MacWyrglinchbeath -. No iba a andar perdiendo el tiempo.
El oficial
repitió ante sus compañeros la historia de MacWyrglinchbeath. Un día o dos
después otro piloto - un oficial - entró en el hangar y encontró a
MacWyrglinchbeath con la cabeza hundida en la barquilla de su aparato.
- Oiga,
sargento - dijo el oficial a las posaderas de MacWyrglinchbeath. MacWyrglinchbeath
se echó hacia atrás hasta hacerse visible por completo y mostró por encima del
hombro una cara llena de manchas.
- Sí, señor.
- ¿Puede bajar
un momento? - MacWyrglinchbeath descendió con una llave inglesa y un trozo de
borra sucia -. Me ha dicho Robinson que es usted una especie de financiero -
dijo el oficial.
MacWyrglinchbeath dejó la llave inglesa a un
lado y se limpió las manos con la borra.
- Bueno, yo no
diría eso.
- Vamos,
sargento, no lo niegue. El señor Robinson, hablando de usted... ¿Le apetece un
cigarrillo?
- ¿Por qué no?
- MacWyrglinchbeath se frotó las manos en los pantalones y cogió un cigarrillo
-. Yo fumo en pipa. - Aceptó fuego.
- Tengo un
pequeño negocio que le puede interesar - dijo el oficial -. Cada mes, en esta
fecha, usted me da a mí una libra; y yo, por cada día que vuelva a la base, le
doy a usted un chelín. ¿Qué le parece,?
MacWyrglinchbeath fumaba con parsimonia,
sosteniendo el cigarrillo como si fuera el detonador de una carga de dinamita.
- ¿Y los días
en que usted no vuele?
- Lo mismo.
También le deberé un chelín. MacWyrglinchbeath siguió fumando lentamente
durante un rato.
- ¿Volará usted
de observador en mi avión?
- ¿Se refiere a
quién pilotará mi máquina? No, no: si vuelo con usted no necesito ninguna clase
de seguro... ¿Qué le parece?
MacWyrglinchbeath, con el cigarrillo en la
mano sucia, reflexionaba.
- Tendré que
pensarlo - dijo al fin -. Se lo diré mañana por la mañana.
- De acuerdo.
Tómese la noche y piénselo.
El oficial
volvió al comedor.
- ¡Ya lo tengo!
Mordió el anzuelo.
- ¿Qué
pretende? - dijo el comandante -. ¿Se dedica a malgastar todo ese ingenio por
una libra que sólo ganará si pierde?
- Sólo pretendo
ver cómo suda el viejo Shylock. Aunque yo gane, le devolveré el dinero.
- ¿Cómo? - dijo
el comandante. El oficial lo miró, parpadeando lentamente -. ¿Es que existe
algún acuerdo de intercambio entre este mundo y el infierno?
- Mire - dijo
Robinson -, ¿por qué no deja en paz a Mac? Usted no conoce a esa gente, a esos
escoceses de las montañas. Se necesita entereza para vivir como viven, y no
digamos para venirse sin protestar a luchar por un rey a quien probablemente
siguen considerando un campesino alemán, y por una causa en la que, acabe como
acabe, ellos saldrán perdiendo. Y el hombre que se pasa tres años en este lío y
sigue siendo capaz de mirar hacia el futuro con cierta sensatez tiene toda mi
aprobación.
- ¡Muy bien
dicho! - gritó alguien.
- Oh, tomemos
un trago - dijo el oficial -. No voy a hacer daño a su escocés.
A la mañana
siguiente MacWyrglinchbeath pagó la libra, lenta y cuidadosamente aunque sin
desgana. El oficial la aceptó con la, misma circunspección.
- Empezaremos
hoy - dijo MacWyrglinchbeath.
- Perfecto -
dijo el oficial -. Dentro de media hora.
Tres días después,
tras una breve conversación con Robinson, el comandante llamó aparte al cliente
de MacWyrglinchbeath.
- Mire, tiene
que cancelar esa estúpida apuesta. Está usted trastornando a todo el escuadrón.
Robinson dice que, mientras usted está a la vista, no le es posible hacer que
MacBeath se mantenga en su sector el tiempo suficiente para descubrir las
baterías al ver cómo hacen fuego.
- No es culpa
mía, señor. No pretendía comprar un perro guardián. No tenía la intención, al
menos. Sólo le tomaba el pelo a Mac.
- Bien, vaya a
verlo mañana y pídale que le dispense del trato. Como sigamos así, se nos va a
desbaratar la unidad entera.
A la mañana
siguiente el cliente en cuestión habló con MacWyrglinchbeath. A la tarde,
Robinson habló con MacWyrglinchbeath. A la noche, después de la cena, el
comandante mandó llamar a MacWyrglinchbeath. Pero MacWyrglinchbeath, aunque
cortés y desapasionado, se mantuvo firme como el granito.
El comandante
tamborileó unos instantes sobre la mesa con los dedos.
- Muy bien,
sargento - dijo al fin -. Pero le ordeno que cumpla usted con su turno de
servicio. Como vuelvan a dar parte de que se aparta usted de su escuadrilla, lo
bajo a tierra. Puede retirarse. MacWyrglinchbeath saludó. - Muy bien, señor. A
partir de entonces cumplió con sus turnos de servicio. Como vuelvan a dar parte
de que se aparta usted de la cuadrilla, lo bajo a tierra. Puede retirarse.
MacWyrglinchbeath saludó.
- Muy bien,
señor.
A partir de
entonces cumplió con sus turnos de servicio. De un lado para otro, una y otra
vez, por encima de los débiles estampidos de los proyectiles, de los coágulos
de lento humo. De cuando en cuando escrutaba el cielo a sus espaldas y a lo
alto, pero sus ojos volvían
De un lado para otro, una y otra vez, por encima de
los débiles estampidos de los proyectiles, de los coágulos de lento humo. De
cuando en cuando escrutaba el cielo a sus espaldas y a lo alto, pero sus ojos
volvían siempre hacia el norte, donde el otro Reconnaissance Experimental no
era sino una monótona mota en la lejanía.
Y así día tras
día, mientras el señor Robinson, con sus binoculares, se asomaba al borde de
ataque de la barquilla como alguien que mira por el borde de una bañera al
caérsele el jabón fuera. Pero el cliente de MacWyrglinchbeath regresaba día
tras día, y día a día aumentaban los chelines, hasta que un buen día los
chelines superaron a la libra, y a partir de entonces siguió creciendo el
beneficio. Pasó el mes y MacWyrglinchbeath pagó la segunda libra. El beneficio
se esfumó, pues, y su mirada se hizo un poco más grave e intensa al otear el
norte de tanto en tanto.
El señor
Robinson, asomado al borde de la barquilla, iba mirando hacia abajo cuando el
pesado motor a sus espaldas inició un crescendo atronador y el horizonte giró
de un golpe ciento ochenta grados. El señor Robinson se irguió bruscamente y
miró hacia atrás, haciendo girar a un tiempo la ametralladora. El cielo estaba
despejado, y sin embargo volaban a la velocidad máxima estable del aparato.
MacWyrglinchbeath miraba fijamente hacia adelante y Robinson se volvió y,
guiado por las ráfagas antiaéreas, vio cómo el otro Reconnaissance Experimental
se inclinaba y se precipitaba hacia abajo como un caballo viejo de patas
rígidas. Los proyectiles estallaron y se abrieron sobre él, a cierta altura, y
al fin Robinson divisó el Fokker, que permanecía pegado al ángulo ciego del
aparato de su compañero. Hizo girar su ametralladora hacia adelante y liberó el
mecanismo con una corta ráfaga.
Los dos
Reconnaissance Experimental se acercaban el uno al otro en ángulo recto; el
primero zigzagueando justo encima del alemán pegado a su cola: los tres
aparatos perdiendo altura. La primera y última noticia de la presencia del
segundo avión británico le llegó al alemán en una ráfaga de la ametralladora de
Robinson. El alemán ascendió casi verticalmente, entró en pérdida y estalló en
llamas. MacWyrglinchbeath, al dar un violento bandazo para esquivar al alemán,
vio cómo Robinson caía hacia adelante sobre el borde de la barquilla, y al
mismo tiempo, a su lado, vio el humo de las balas trazadoras que surcaban un
costado del fuselaje. Dio un viraje; el segundo avión alemán pasó sin
vacilación y cayó violentamente sobre la cola del primer avión británico. De
nuevo las balas silbaron en torno a MacWyrglinchbeath; ahora, sin embargo,
venían de abajo, donde la infantería británica hacía fuego contra el alemán.
Los tres
aparatos, al pasar vertiginosamente sobre las líneas de contacto y las alzadas
caras rosadas de la batería antiaérea se hallaban a menos de un centenar de
pies del suelo. El alemán hizo caso omiso de MacWyrglinchbeath. Permaneció
sobre la cola del primer avión británico, que seguía zigzagueando con lentos y
aparatosos bandazos; MacWyrglinchbeath, inclinando aún más el morro del aparato
y desabrochándose el cinturón, se situó directamente sobre el alemán y
ligeramente a su espalda. Al parecer el alemán seguía sin advertir en absoluto
su presencia, y MacWyrglinchbeath puso una pierna sobre la barquilla y salió de
su puesto, situado bajo el motor, y accionó la palanca hacia adelante. El
alemán desapareció por completo abajo, en el extremo de la barquilla, sobre la
que yacía el cuerpo muerto de Robinson; inmediatamente después,
MacWyrglinchbeath sintió la violenta y prolongada sacudida. Desconectó el
interruptor y se encaramó desde la barquilla sobre el ala inferior, en donde no
sería posible que el motor le cayera encima. «Seis chelines», dijo mientras la
súbita tierra se inclinaba y precipitaba sobre él vertiginosamente.
IIII
Se bajó del
Bristol con movimientos rígidos y avanzó cojeando por la pista hacia su
barraca. Su cojera era ahora muy pronunciada, como unos terribles andares de
cangrejo, pues en los días fríos y húmedos de octubre sus caderas rotas, aun
después de catorce meses, se volvían rígidas.
Las escuadrillas
habían vuelto ya a la base; las ventanas del comedor de oficiales centelleaban
alegremente en el crepúsculo; avanzó cojeando, pensando en el té, en un trago,
en una velada apacible en su barraca, tras la puerta cerrada. Se protegía de
los jóvenes diablos del comedor de oficiales. Ahora aceptaban a niños. Los
pilotos de antes, hombres maduros, estaban muertos o habían sido ascendidos y
destinados a remotas oficinas del Ala, y sus puestos eran ocupados ahora por
chiquillos que ni siquiera habían terminado los estudios secundarios, que
carecían de sentido de la responsabilidad y desconocían lo que era el silencio.
Llegó a su barraca y abrió la puerta.
Se detuvo, con
la mano en la puerta abierta; luego la cerró y entró en el humilde cubículo. Su
ordenanza había encendido el fuego en la minúscula estufa; la habitación estaba
caldeada. Dejó a un lado el casco y las gafas y se desató y quitó las botas de
vuelo. Sólo entonces se acercó al camastro y se quedó allí de pie, mirando
quietamente el objeto que al entrar había captado su atención. Era su guerrera
de paseo. La habían planchado, pero eso no era todo. Las charreteras del Royal
Flying Corps y los galones habían sido descosidos de hombros y mangas, y en
cada hombrera se había fijado una estrella de alférez, y en el pecho, sobre la
cinta que acreditaba su Medalla por Servicio Distinguido, estaba la insignia de
las Alas. Junto a la guerrera vio su maltrecho cinturón; había sido lustrado, y
sujeta a él con hebillas podía verse una bandolera nueva Y reluciente. Seguía
mirando con gravedad todo aquello cuando la puerta se abrió de pronto para dar
paso a una irrupción atronadora.
- ¡Vaya, viejo
cara triste! - gritó una joven voz -. Ahora tendrá que invitar a un trago, ¿eh,
chicos?
Desde las
ventanas del comedor lo vieron cruzar el aeródromo en la penumbra.
- Esperad - se
dijeron unos a otros -. Esperad a que tenga tiempo para vestirse.
Se alzó otra
voz:
- Dios, ¿no os
gustaría ver la cara del viejo cuando abra la puerta?
- ¿Viejo? -
dijo un jefe de escuadrilla que leía el periódico sentado al lado de una
lámpara -. No es viejo en absoluto. Dudo mucho que haya cumplido los treinta.
- ¡Santo Dios!
¡Treinta! Dios, al morir me faltarán diez para ver los treinta.
- ¿Y a quién le
importa? ¿Quién quiere vivir eternamente?
- Cierra el
pico. Cierra el pico.
- Ave, Caesar! Morituri..!
- ¡Que cierres el pico! ¡No seas repelente!
- ¡Dios, es
verdad! ¡Qué gusto más pésimo!
- ¡Treinta!
¡Santo Dios!
- Parece que
tiene cien, con esa cara de nuez.
- Dejadle en
paz. Es un tipo decente. Lástima que no se lo hayan concedido antes.
- Sí. Ha sido
ya laureado con la Orden de Servicios Distinguidos, y con la Cruz Militar dos
veces seguidas.
- También tiene
un historial penal bastante decente. Desertó una vez, ya sabéis.
- ¡No digas
tonterías!
- Es cierto. Y
la primera vez que despegó los pies de tierra fue cuando se largó solo en un
caza. Nadie le había enseñado; era mecánico de aviación entonces. Fue una
especie de solo de vuelo por su cuenta.
- Eh, ¿sabéis
eso que cuentan, que ahorra toda la paga para la paz? La manda toda a casa.
Lleva años haciendo lo mismo.
- Bien, ¿y por
qué no? - dijo el jefe de escuadrilla -. Si alguno de vosotros, cachorros,
supierais tan sólo... - Ahogaron su voz a gritos -. ¡Fuera de aquí todo el
mundo! - dijo el jefe de escuadrilla por encima de la algarada -. ¿Por qué no
vais y lo traéis aquí?
Salieron
atropelladamente del comedor; el ruido se perdió en la oscuridad del exterior.
Los tres jefes de escuadrilla seguían sentados charlando tranquilamente.
- A mí también
me alegra. Lo malo es que deberían haberlo hecho hace años. Ffollansbye lo
recomendó una vez. Juraría que algún asno obstinado en no sentar precedente lo
echó por tierra.
- Es una
lástima que Ffollansbye no haya vivido para verlo.
- Una maldita
lástima.
- Sí. Pero
nadie se enteró por Mac. Ffollansbye lo recomendó y luego se lo contó. Y el
viejo Mac no dijo ni media palabra; siguió con sus asuntos. Y luego, cuando
Ffollansbye tuvo que decirle que lo habían echado atrás, él se limitó a soltar
una especie de gruñido y a darle las gracias, y siguió, como si nada hubiera
sucedido.
- Qué maldita
lástima.
- Sí. Parece
que alegra pertenecer a una escuadrilla en la que hay un tipo como ése. Hace lo
que tiene que hacer y te deja en paz.
Sentados en el
acogedor ambiente caldeado, charlaban tranquilamente de MacWyrglinchbeath. Se
oyeron pasos apresurados más allá de la puerta que al abrirse descubrió las caras
llenas de desconcierto de dos de los jóvenes que habían salido en busca de
MacWyrglinchbeath.
- ¿Bien? - dijo
alguien -. ¿Dónde está la víctima?
Pero los
jóvenes, desde el umbral, hacían señas al jefe más antiguo, a cuya escuadrilla
pertenecía MacWyrglinchbeath.
- Venga aquí,
capitán - dijeron. El jefe los miró. No se levantó.
- ¿Qué sucede?
Pero ellos se
limitaron a mostrarse misteriosos y apremiantes; por fin, una vez afuera el
jefe, accedieron a explicarse. - El viejo idiota no lo acepta - dijeron en tono
susurrante -. ¿Puede creerlo? ¿Puede?
- Veremos –
dijo el jefe de escuadrilla. Del otro lado de la puerta de MacWyrglinchbeath
llegaron voces indistintas de recriminación.
El jefe (le
escuadrilla entró en la barraca y se abrió paso entre los jóvenes que rodearon
el catre. Sobre él, intocados, estaban el cinturón y la guerrera; y a un lado,
sentado en la única silla, MacWyrglinchbeath.
- Fuera ahora
mismo - dijo el jefe de escuadrilla, conduciendo a los jóvenes hacia la puerta
-. Fuera de aquí todos.
Empujó al
último afuera y cerró la puerta y volvió y se puso con las piernas abiertas frente
a la estufa.
- ¿Qué son
todos esos vítores, Mac?
- Bueno,
capitán - dijo despacio MacWyrglinchbeath -. Esos chiquillos no tienen mala
intención. Yo no... - Alzó la vist a-. Han desfigurado ustedes mi guerrera de
paseo, y esos chiquillos piensan que me tengo que poner los galones y la
bandolera e ir al comedor de oficiales.
Volvió a
quedarse meditabundo ante la guerrera.
- De acuerdo -
dijo el jefe de escuadrilla -. Es una pena que no lo hicieran hace un año.
Venga, póngaselo y venga. La cena está a punto de servirse.
Pero
MacWyrglinchbeath no se movió. Despaciosa y pensativamente, alargó la mano y
tocó la delicada curva de las alas bordadas sobre la sedosa cinta multicolor.
- Esos
chiquillos no lo hacen con mala idea, estoy seguro - dijo.
- Estúpidos
cachorros. Pero todos estamos muy contentos. Debería haber visto al mayor
cuando pasó por aquí esta mañana. Parecía un niño en Nochebuena. Los muchachos
se morían de impaciencia hasta que lograron sacar a escondidas la guerrera.
- Sí - dijo
MacWyrglinchbeath -. Tienen buena intención. No lo dudo. Pero esto hay que
pensarlo.
Seguía sentado,
tocando lenta y suavemente las alas con su mano tosca, rugosa y picada por los
cuatro años de grasa. El jefe de escuadrilla contempló la escena con
sentimientos - según creyó - de comprensión. Luego se puso en movimiento.
- Tiene mucha
razón. Tómese la noche para pensar. Pero será mejor que se deje ver en el
desayuno, o esos diablos volverán a importunarle.
- Sí - dijo
MacWyrglinchbeath -. Tengo que pensarlo.
Había caído ya
la noche. El jefe de escuadrilla avanzó hacia el comedor a grandes y bruscas
zancadas, maldiciendo. Abrió la puerta y, maldiciendo aún, entró en el recinto.
Los demás lo interrogaron al instante.
- ¿Va a venir?
El jefe de
escuadrilla maldijo una y otra vez: al Ala, a la Unidad, al estado mayor, a la
guerra, al Parlamento.
- ¿Creéis que
vendrá? ¿Qué haríais vosotros, si os hubieran dejado pudriros durante cuatro
malditos años y al final os hicieran teniente de segunda como si os estuvieran
concediendo la Orden de la jarretera Mac tiene orgullo, y tiene toda la razón.
MacWyrglinchbeath, después de cenar, fue a ver
al sargento del comedor de oficiales y habló con él. Luego fue a ver al
ordenanza del comandante del escuadrón y habló con él. Luego volvió a su
barraca se sentó en el catre - seguía con su cabo de vela, pese a que disponía
ya de luz; su segundo lapicero estaba ya bastante gastado - e hizo sus
cálculos. Calculó aproximadamente el precio del uniforme nuevo y los
accesorios, y añadió cierta suma para la lavandería. Luego calculó el gasto
medio mensual en el economato militar. Sumó las partidas y restó el total de la
paga de alférez. Comparó el resultado con el neto de aquel mes, y se quedó allí
sentado largo rato sobre el exánime aunque irrevocable testimonio de las
cifras. Y luego ató su libro mayor con el cordón grasiento y se fue a la cama.
A la mañana
siguiente buscó al jefe de escuadrilla.
- Esos
chiquillos tienen buena intención, no tengo duda - dijo con apenas un levísimo
tono de disculpa -. Y el mayor. Se lo agradezco a todos ustedes. Pero no puede
ser, capitán. Usted lo comprenderá.
- Sí - dijo el
jefe de escuadrilla -. Lo entiendo. Sí. - Maldijo una vez más y en alta voz
toda la estructura de la guerra -. Locos estúpidos, con sus malditas
charreteras y galones. No es extraño que no puedan ganar una guerra en cuatro
años. Tiene usted razón, Mac. Claro que no sirve para nada a estas alturas. Y
lo siento, viejo amigo.
Apretó con
fuerza la desmayada y curtida mano de MacWyrglinchbeath.
- Le estoy
agradecido - dijo MacWyrglinchbeath -. Se lo agradezco mucho.
Esto fue en
octubre de 1918.
Para las dos no
había ya ningún mecánico en el lugar. El aparato del comandante del escuadrón
se hallaba sobre la pista; el mayor, sentado en la cabina, roncaba. El jefe de
escuadrilla más antiguo y un comandante de ala y un oficial de artillería
conducían a toda velocidad y de un lado para otro el coche del escuadrón
mientras un cuarto hombre que pilotaba un SE5 jugaba a perseguirlos. Al parecer
trataba de posar su tren de aterrizaje sobre la carrocería del vehículo; a cada
fracaso del piloto los ocupantes del coche rugían, mientras el oficial de
artillería agitaba una botella; cada vez que el jefe de escuadrilla lo burlaba
mediante maniobras, los ocupantes volvían a rugir y se pasaban de uno a otro la
botella.
El comedor
estaba atestado de sillas volcadas y de botellas y otros objetos lo suficientemente
pequeños como para convertirse en algo arrojadizo. Bajo la mesa yacían dos
hombres para quienes tres horas de paz habían sido más duras que tantos años de
guerra; por encima y sobre y a través de ellos arreciaba el incesante tumulto.
Finalmente alguien se subió a la mesa y se mantuvo tambaleante en ella y se
puso a gritar hasta hacerse oír por sus compañeros.
- ¡Escuchad!
¿Dónde está el viejo Mac?
- ¡Mac! -
gritaron todos -. ¿Dónde está el viejo Mac? ¡No podemos montar la juerga sin el
viejo Mac!
Salieron
precipitadamente del recinto. El mayor, en la cabina del piloto, roncaba; el
coche del escuadrón realizaba otro viraje de último segundo mientras la hélice
del SE5 arrancaba la gorra de la cabeza del oficial de artillería. Los jóvenes
corrieron hasta la barraca de MacWyrglinchbeath y abrieron bruscamente la
puerta. MacWyrglinchbeath estaba sentado en el catre, con su libro mayor en las
rodillas y el lápiz suspendido sobre la hoja. Estaba haciendo el inventario.
Con el martillo
que había escondido bajo el brocal del pozo hacía cuatro años, sacó con cuidado
los clavos de los marcos de puerta y ventanas y se los guardó en el bolsillo y
abrió la casa. Metió el martillo y los clavos en su caja, y de otra caja sacó
la falda escocesa y la sacudió para desdoblarla. Los pliegues, rígidos, se
resistían a ceder, y habían sido habitados de polillas, y MacWyrglinchbeath
chascó la lengua con gravedad.
Luego se quitó
la guerrera y los pantalones y las polainas y se puso la falda escocesa. Con
los haces de leña que había almacenado hacía cuatro años encendió un exiguo
fuego en el hogar y cocinó y comió su cena. Luego fumó una pipa, limpió
cuidadosamente la cazoleta, sofocó el fuego y se fue a dormir.
A la mañana
siguiente caminó tres millas por la cañada hasta la casa del vecino. El vecino,
desde el terreno inclinado que daba a su puerta, lo saludó con absoluta falta
de sorpresa:
- Bueno, vaya.
Pensé que estarías en camino. Oí que acabó la guerra.
- Sí - dijo
MacWyrglinchbeath.
Y, juntos al
lado del vallado de maleza y roca, permanecieron en pie mirando al pequeño y
peludo caballo y a las dos vacas que, al parecer sin esfuerzo, mantenían el
equilibrio en la pendiente de cuarenta y cinco grados de la parcela del
establo.
- Te llevarás
esas dos bestias - dijo el vecino.
- Querrás decir
esas tres bestias - dijo MacWyrglinchbeath. No se miraban. Miraban al caballo y
a las vacas.
- Si no te
importa, me dejaste sólo dos.
Miraban a los
animales.
- Sí - dijo
MacWyrglinchbeath.
Al poco se
volvieron y entraron en la casita. El vecino levantó una piedra de blanquear e
hizo el recuento de los giros de MacWyrglinchbeath hasta el último penique. El
total coincidía exactamente con el libro mayor de este.
- Te estoy
agradecido - dijo MacWyrglinchbeath.
- Tampoco habrás
sacado nada de esa guerra, ¿me equivoco? - dijo el vecino.
- No. No era
esa clase de guerra - dijo MacWyrglinchbeath.
- Sí - dijo el
vecino -. Ningún escocés de las montañas ganó nada nunca en las guerras de los
ingleses.
MacWyrglinchbeath volvió a su casa. Al día
siguiente caminó hasta la población que celebraba mercado, situada a doce
millas de distancia. Se informó allí del precio en curso del ganado vacuno de
dos años; consultó también un abogado y se encerró con él por espacio de una
hora. Luego volvió a casa, y con lápiz y papel y la pulgada de vela calculó despacio, comprobó las cifras y se
quedó meditabundo sobre el resultado. Luego apagó la vela y se fue a la cama.
A la mañana
siguiente caminó cañada bajo. El vecino, en el umbral inclinado, lo saludó con
absoluta falta de sorpresa.
- Bien, ¿qué?
¿Has venido a llevarte esas dos bestias?
- Sí - dijo
MacWyrglinchbeath.
FIN.
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