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William Faulkner - Ahorro



 En los comedores Militares contaban cómo MacWyrglinchbeath, mecánico de aviación de primera clase en un escuadrón de Nieuport, hoy disuelto, estuvo ausente tres semanas sin permiso oficial alguno. Le había sido concedido un permiso de una semana en Inglaterra mientras el escuadrón era equipado con aparatos de fabricación británica, y fue visto por última vez en Boulogne, donde él y sus compañeros se apearon del camión que les había transportado. Aquella noche desapareció. Tres semanas después, la hasta entonces incontrovertida presencia de un mecánico de aviación de primera clase no identificado fue detectada entre el personal de un escuadrón de bombardeo ubicado cerca de Boulogne. En la investigación subsiguiente el sargento artillero explicó cómo el hombre había aparecido entre la tripulación una mañana en la playa, donde habían tomado tierra después de una incursión aérea. El día anterior habían llegado reemplazos, y el sargento explicó que había tomado al hombre por personal de refresco; al parecer todo el mundo creyó que se trataba de uno de los mecánicos nuevos. Explicó que el hombre mostró al instante una aptitud concienzuda, y que manifestaba auténtico cariño hacia el aeroplano en cuya tripulación se incorporó y que hablaba con una lenta y peculiar voz escocesa de la cantidad de dinero que representaba aquella máquina y de lo pecaminoso que era el mandar tanto dinero al aire de una sola vez.
 - Pidió incluso que lo pusiéramos a volar - testificó el sargento -. Se mostró tesoneramente zalamero hasta que accedí; se ofrecía voluntario para todo tipo de tareas fuera de servicio, hasta que lo subí al avión una o dos veces. Aunque lo tuve siempre a mi lado, en las palancas.
 No se descubrió nada anómalo hasta el primer día de paga. Su nombre no figuraba en la lista del oficial encargado de la paga; la insistencia del hombre - coraje sublime o sublime desvergüenza - atrajo la atención del comandante del escuadrón hacia su persona. Pero cuando se envió por él, había desaparecido.
 Al día siguiente, en Boulogne, un mecánico de aviación con un pase de siete días sin utilizar, expedido hacía tres semanas por un escuadrón de reconocimiento hoy disuelto, fue arrestado al tratar de cobrar tres semanas de paga - que él afirmaba se le debían - en la oficina del propio capitán preboste en funciones. Su nombre – dijo - era MacWyrglinchbeath.
 Fue así como se descubrió que MacWyrglinchbeath era un desertor simultáneo de dos unidades militares. El hombre repitió la historia - por quinta vez en tres días había sido sacado de su celda por un cabo y cuatro soldados armados de fusiles con bayoneta calada -, en posición de firme y con la cabeza descubierta, ante una mesa ocupada por un general, y ante el oficial de operaciones del escuadrón de bombardeo y el sargento artillero.
 - Había ido hasta la playa para dormir, porque sabía que en la ciudad pedían dinero por las camas. Y allí estaba cuando aterrizaron los bombarderos. Así que me fui con ellos.
 - Pero ¿por qué no se fue a casa a disfrutar el permiso? - preguntó el general.
 - No quería gastar ese dinero en balde, señor. El general lo miró. El general tenía pequeños ojos porcinos, y su cara parecía inflada con una bomba de bicicleta.
 - ¿Quiere decir que se pasó la semana de permiso y las otras dos sin permiso adscrito al personal de otro escuadrón?
 - Bien, señor - dijo MacWyrglinchbeath -, no me hacía ninguna gracia, pero me obligaron a coger esa semana de permiso. Yo no quería. Y en aquellas grandes máquinas podía conseguir paga de vuelo.
 El general lo miró. Rígido, inmóvil, MacWyrglinchbeath vio cómo la cara roja del general se hinchaba más y más.
 - ¡Llévense de aquí a este hombre! - dijo el general al fin.
 - Media vuelta - dijo el cabo.
 - Tráiganme al comandante de ese escuadrón - dijo el general -. ¡Al instante! ¡Lo voy a expulsar del ejército! ¡Por los clavos de Cristo, lo voy a meter en la cárcel para el resto de su vida!
 - ¡Media vuelta! - dijo el cabo, alzando la voz. MacWyrglinchbeath no se había movido.
 - Señor - dijo. El general, interrumpido, lo miró con la boca aún entreabierta. Tras el bigote, parecía un verraco en un matorral -. Señor - dijo MacWyrglinchbeath -, ¿cobraré la paga de esas tres semanas y esas siete horas y cuarenta minutos de vuelo?

 Ffollansbye, que había de ser el primero en recomendarle para un nombramiento, era quien más sabía acerca de él.
 - Imagínate – decía - una cara parecida a una maldita nuez; de lo mismo dieciséis que cincuenta y seis años; achaparrado, con brazos casi tan largos como los de un mono, acarreando latas de gasolina por todo el aeródromo. Era de brazos tan largos que tenía que encoger los hombros y doblar los codos un poco para que las latas no arañasen el suelo. Cojeaba; me contó por qué. Fue poco después de que bajaran de Sterling en el 14. Se alistó en infantería; no le habían dicho que existían otros cuerpos.
 »Así que empezó a hacer indagaciones. ¿No te lo imaginas?, escuchando toda esa basura que les contaban a los reclutas entonces: que si los soldados rasos no duraban ni dos días después de llegar a Dover; le contaron, decía, que el enemigo mataba sólo a los ingleses e irlandeses y naturales de la Baja Escocia, pues las tierras altas de Escocia aún no les habían declarado la guerra, y cosas por el estilo. Bueno, pues él se lo tragó todo, y cuando se acostaba por la noche ponderaba tales informaciones. Al fin decidió ingresar en el cuerpo de Aviación; con la ayuda de papel y lápiz decidió que duraría más en dicho cuerpo, y que acabaría por tanto con más dinero ahorrado. Ya ves, en él jamás actuaba el valor o la cobardía; no creo que tuviera ni lo uno ni lo otro. Era simplemente como alguien que, perdido durante un tiempo en una selva, se dedica a recoger haces de leña aquí y allá ante la posibilidad de poder salir de allí algún día.
 »Solicitó el traslado, pero se lo denegaron. Debió de hacerlo con bastante insistencia, pues al final le explicaron que para pedir el traslado debían existir razones de más peso que la mera preferencia personal, y que motivaciones válidas serían bien la capacitación mecánica o bien una incapacidad que lo inhabilitara para el servicio en infantería.
 »Así que se puso a pensar en el asunto. Y al día siguiente esperó a que se vaciaran los barracones, atizó la estufa hasta ponerla al rojo vivo, se quitó la bota y la polaina y posó la planta del pie sobre la estufa.
 »De ahí le venía la cojera. Cuando le firmaron el traslado y apareció con su rango de mecánico de aviación de tercera clase, la gente pensé que se trataba de alguien con experiencia.
 »Aún lo veo, tieso y en posición de firme en la oficina de la escuadrilla; la orden encima de la mesa, y Whiteley y el sargento tratando de pronunciar su nombre.
 » - ¿Cuál es el nombre, sargento? - dice Whiteley.
 »El sargento mira la orden, se frota las manos contra los muslos.
 » - Mac... - dice, y se atasca de nuevo. Whiteley se inclina para echar él mismo una ojeada.
 » - Mac... - se atasca él también; luego -; Beath. Llámele MacBeath.
 » - Mi nombre es MacWyrglinchbeath - dice el recién llegado.
 » - Señor - le apunta el sargento.
 » - Señor - dice el recién llegado.
 » - Oh - dice Whiteley -. Magillinbeath. Escríbalo, sargento.
 »El sargento coge la pluma, escribe “Mac” con trazo floreado, se para, traza con la pluma unos círculos concéntricos en el aire, sobre el papel, mientras el recién llegado trata de echar un vistazo a la orden que Whiteley tiene en las manos.
 » - Rango: mecánico de aviación de tercera - dice Whiteley -. Escríbalo, sargento.
 » - Muy bien, señor - dice el sargento. Los floreos ganan en ampulosidad, como una amenaza sostenida de caballería; se inclina ya muy cerca del hombro de Whiteley, empieza a sudar.
 »Whiteley alza la vista hacia él, dice: “¿Eh?', con tono áspero. “¿Qué sucede?', dice.
 » - El nombre, señor - dice el sargento -. No logro...
 »Whiteley deja la orden encima de la mesa; ambos la miran.
 » - La gente del ala nunca supo escribir - dice Whiteley en tono irritado.
 » - No es eso, señor - dice el sargento -. Lo que pasa es que la gente no ha aprendido a deletrear. Dígame otra vez su nombre, muchacho.
 » - Me llamo MacWyrglinchbeath - dice el recién llegado.
 » - Ah, diablos - dice Whiteley -. Ponga MacBeath y páselo al cuerpo. Continúe.
 »Pero el recién llegado se mantiene en sus trece, cortés pero firme.
 » - Me llamo MacWyrglinchbeath - dice sin calor.
 »Whiteley lo mira. El sargento lo mira. Whiteley coge la pluma de manos del sargento, alarga al recién llegado la hoja de registro.
 » - Deletréelo. - El recién llegado lo hace mientras Whiteley escribe -. Pronúncielo otra vez, ¿quiere? - dice Whiteley. El recién llegado lo hace -. Magillinbeath - dice Whiteley -. Pruebe usted, sargento.
 »El sargento mira la palabra. Se frota la oreja.
 » - Mae... Wigglinbeech - dice. Luego, en tono callado -: Cielos.
 »Whiteley se recuesta en la silla.
 » - Bien – dice -. Ya está correcto. Continúe.
 » - ¿Ya está escrito MacWyrglinchbeath, señor? - dice el recién llegado -. Así no se confundirán al pagarme.
 »Eso fue antes de que hiciera su primer vuelo solo. Antes de que desertase, naturalmente. Acarreaba sus latas de gasolina de un lado para otro, un poco más lento que los demás, pero siempre en la brecha si uno podía acoplarse a su ritmo. Mandaba el dinero, menos lo que se fumaba (yo le he visto la cara con que miraba a los hombres que bebían cerveza en la cantina), a casa, al vecino que le cuidaba el caballo y la vaca.
 »Me contó también el trato que habían hecho. Cuando el vecino y él llegaron a un acuerdo se atravesaba una situación de emergencia; los dos creían que pronto pasaría y que él volvería a casa en tres meses. Y eso fue hace un año.
 » - Le acabaré debiendo un montón de dinero por darle el forraje a esas dos bestias me dijo. Luego dejó de sacudir la cabeza. Se quedó completamente inmóvil unos instantes; casi se podía ver su mente funcionando al ralentí -. Bueno - dijo al fin -. No hay duda de que, con los malos tiempos que corren, las bestias también habrán subido de precio.
 »En aquellos días, ¿sabes?, los hunos caían sobre el aeródromo y nos disparaban mientras corríamos a meternos en los agujeros que habían cavado a tal efecto, y los hunos, arriba, nos desafiaban a que saliéramos.
 »Así que podíamos ver los combates desde las ventanas de los comedores; en aquel tiempo retirábamos los restos nosotros mismos. Un día se estrelló un avión a menos de doscientas yardas. Cuando llegamos allí, estaban arrastrando afuera al piloto; lo sacaron sin piernas. Quedó tendido de espaldas, mirando hacia el cielo con esa expresión tan característica, hasta que alguien le cerró los ojos.
 »Pero Mac, le seguían llamando Mac Beath, miraba el aparato destrozado. Caminaba alrededor de él, chascando la lengua.
 » - Tch, tch - decía -. Esto es un derroche pecaminoso. Pecaminoso. Tch, tch, tch.
 »Esto fue cuando era todavía mecánico de tercera. Pronto llegó a ser de segunda, y entonces enviaba un poco más de dinero a su vecino. Para entonces llevaba ya la contabilidad, con un cuaderno barato y un lápiz, y un cabo de vela para las noches. La primera página hacía de libreta bancaria; las demás eran como un barógrafo de la guerra, más estricto que una historia.
 »Luego pasó a ser mecánico de primera. Empezó a trabajar en su libro mayor hasta muy entrada la noche. Supongo que era debido a que, al ganar entonces al mes probablemente más de lo que había ganado en toda su vida, el dinero le causaba más preocupaciones; por fin acudió a mí para pedirme un formulario para acceder al grado de suboficial. Se lo entregué. Una semana después hubo de comprar otra vela. Me encontré con él.
 » - Bien, Mic – dije -. ¿Ha decidido ya ir para sargento?
 »Me miró, sin prisa, sin sorpresa.
 » - Si, señor - dijo. Como ves, aún no había oído hablar de lo que cobraban los de vuelo.
 Ffollansbye contó entonces su primer vuelo en solitario.
 - Su nueva escuadrilla era de cazas. Supongo que en cuanto vio que se trataba de monoplazas se dio cuenta de que allí no conseguiría paga de vuelo. Solicitó el traslado a bombarderos. Le fue denegado. Debió de ser en ese tiempo cuando recibió una carta del vecino en la que le informaba que la vaca había parido. Aún lo veo, leyendo la carta hasta la última palabra, dejando en suspenso todo juicio y especulación e inquietud hasta dar por finalizada la lectura, y sentándose luego, inútiles en este caso el papel y el lápiz, a sopesar la delicada e imprevista situación y las imprevisibles ramificaciones de propiedad, para decidir finalmente que las circunstancias se ocuparían de ello a su tiempo.
 »Un día despertó: el impulso, la necesidad le debió de llegar en aquella carta como un germen. No es que se hubiera preocupado nunca por las cosas de la guerra, pero a partir de entonces empezó a mostrar interés por los aviones y por el manejo de los mandos, y hablaba con los pilotos y les hacía preguntas sobre vuelo, y por las noches, en su litera, tamizaba y catalogaba las respuestas. Se volvió de tal manera, es decir, incansable, omnipresente, hacía tan diligente acto de presencia siempre que aparecían oficiales de estado mayor por los alrededores, que lo hicieron cabo. Supongo que si yo hubiera estado allí, habría creído que eso era lo que perseguía desde un principio.
 »Pero esa vez apuntaba hacia las estrellas, en sentido más que alegórico, según se vio. Un día, en mitad del almuerzo, sonó la alarma. Oficiales y soldados salieron corriendo, con las servilletas en la mano, justo a tiempo para ver un caza que avanzaba por el aeródromo, con las alas en ángulo de cuarenta y cinco grados y arrastrando prácticamente el morro. Se abatió el ala más alta y se enderezó el morro y el avión, con el vehículo de urgencias ululando a sus espaldas, salió perpendicularmente hacia el cielo, subió tal vez un centenar de pies, quedó colgado de la hélice por espacio de diez mil años, y de un golpe alzó la cola y se perdió de vista, de nuevo con las alas en ángulo de cuarenta y cinco grados.
 » - ¿Pero qué ... ? - dijo el mayor.
 » -¡Es el mío! - gritó el alférez -. ¡Es mi aparato!
 » - ¿Quién ... ? - dijo el mayor.
 »El vehículo de urgencias vuelve emitiendo su gemido; a unas cien millas por hora, entonces, aparece el caza, esta vez cabeza abajo. El piloto no lleva gafas ni casco; en la fugaz visión que tienen de él, ven en su cara una expresión de preocupación cautelosa y obstinada. Continúa avanzando, zozobra y el bamboleo le hace girar en redondo. Ahora avanza directamente hacia el vehículo de urgencias; el conductor salta de él y corre hacia el hangar más próximo mientras el caza persiste en su persecución alevosa. En el momento en que el conductor, con la cabeza entre los brazos, se arroja al interior del hangar, el avión enfila de nuevo hacia el cielo, vuelve a quedar suspendido de la hélice y desaparece luego de la vista, e inmediatamente después se oye un estruendo sordo.
  »Sacaron a Mac de los intrincados restos del aparato, intacto pero inconsciente. Al despertar se encontraba de nuevo bajo arresto.

                                      II

 - Así – dijo Ffollansbye -, por segunda vez, Mac casi causa apoplejía Pero esta vez no se hallaba presente. Recluido en una prisión militar, calculaba la cuantía del déficit que habría de figurar como asiento en la hoja de pagas de vuelo de su libro mayor. Entretanto en el cuartel general y en Londres estudiaban los acumulamentos relativos a su caso. Finalmente decidieron, por razones de protección y a fin de anticiparse a la invención por su parte de más crímenes sin precedentes en la jurisprudencia militar,  permitirle que hiciera las cosas a su modo.
 »Lo visitaron y le dijeron que debía ir a Inglaterra para ingresar en la escuela de aeronáutica.
 » - Si voy, ¿me harán pagar ese desdichado aparatito?
 » - No - le dijeron.
 » - Muy bien - dijo él -. Ya estoy listo para partir.
 »Volvió a Inglaterra; puso pie en el lado del Canal de donde era oriundo por primera vez en más de dos años, y se negó, como de costumbre, a aceptar un permiso para ir a casa. Tal vez se trataba del asunto de la legitimidad económica de la ternera; tal vez había calculado el mínimo más minimizado de gasto inevitable para el viaje; sabiendo, además, que fuera lo que fuese lo que descubriera al llegar a casa no le sería posible permanecer allí el tiempo suficiente para consolidar una estrategia en contra de ello. Pero tal vez no. Tal vez sólo fuese la MacWyrglinchbeath.
 Siete meses después, ya piloto con el grado de sargento, manejaba un pesado y anticuado Reconnaissance Experimental de un lado para otro sobre los cielos del Sommeorma de bañera, localizaba el fuego artillero. Grande y de alas anchas, con un pesado motor Beardmore de cuatro cilindros, el aparato bramaba sosegadamente a espaldas y por encima de la cabeza de MacWyrglinchbeath, y constituía una tentadora víctima potencial para todo aquello dotado de una ametralladora que pudiera desplazarse a setenta millas por hora. Pero las horas de vuelo, sin embargo, iban sumándose lentamente en el historial aeronáutico de MacWyrglinch.
 Él y el oficial, mientras entre vuelo y vuelo pasaban el rato al pie del viejo aparato, mantenían una larga conversación intermitente. El oficial era un artillero por instinto y un entusiasta de la radio por inclinación; sentía hacia la aviación una indesmayable antipatía.
 La pasión de MacWyrglinchbeath por la acumulación de horas de vuelo constituyó un enigma hasta el día en que, merced a un paciente sondeo, supo la historia del vecino y de la creciente acumulación de chelines.
 - ¿Así que vino a la guerra a hacer dinero? - dijo.
 - Claro - dijo MacWyrglinchbeath -. No iba a andar perdiendo el tiempo.
 El oficial repitió ante sus compañeros la historia de MacWyrglinchbeath. Un día o dos después otro piloto - un oficial - entró en el hangar y encontró a MacWyrglinchbeath con la cabeza hundida en la barquilla de su aparato.
 - Oiga, sargento - dijo el oficial a las posaderas de MacWyrglinchbeath. MacWyrglinchbeath se echó hacia atrás hasta hacerse visible por completo y mostró por encima del hombro una cara llena de manchas.
 - Sí, señor.
 - ¿Puede bajar un momento? - MacWyrglinchbeath descendió con una llave inglesa y un trozo de borra sucia -. Me ha dicho Robinson que es usted una especie de financiero - dijo el oficial.
 MacWyrglinchbeath dejó la llave inglesa a un lado y se limpió las manos con la borra.
 - Bueno, yo no diría eso.
 - Vamos, sargento, no lo niegue. El señor Robinson, hablando de usted... ¿Le apetece un cigarrillo?
 - ¿Por qué no? - MacWyrglinchbeath se frotó las manos en los pantalones y cogió un cigarrillo -. Yo fumo en pipa. - Aceptó fuego.
 - Tengo un pequeño negocio que le puede interesar - dijo el oficial -. Cada mes, en esta fecha, usted me da a mí una libra; y yo, por cada día que vuelva a la base, le doy a usted un chelín. ¿Qué le parece,?
 MacWyrglinchbeath fumaba con parsimonia, sosteniendo el cigarrillo como si fuera el detonador de una carga de dinamita.
 - ¿Y los días en que usted no vuele?
 - Lo mismo. También le deberé un chelín. MacWyrglinchbeath siguió fumando lentamente durante un rato.
 - ¿Volará usted de observador en mi avión?
 - ¿Se refiere a quién pilotará mi máquina? No, no: si vuelo con usted no necesito ninguna clase de seguro... ¿Qué le parece?
 MacWyrglinchbeath, con el cigarrillo en la mano sucia, reflexionaba.
 - Tendré que pensarlo - dijo al fin -. Se lo diré mañana por la mañana.
 - De acuerdo. Tómese la noche y piénselo.
 El oficial volvió al comedor.
 - ¡Ya lo tengo! Mordió el anzuelo.
 - ¿Qué pretende? - dijo el comandante -. ¿Se dedica a malgastar todo ese ingenio por una libra que sólo ganará si pierde?
 - Sólo pretendo ver cómo suda el viejo Shylock. Aunque yo gane, le devolveré el dinero.
 - ¿Cómo? - dijo el comandante. El oficial lo miró, parpadeando lentamente -. ¿Es que existe algún acuerdo de intercambio entre este mundo y el infierno?
 - Mire - dijo Robinson -, ¿por qué no deja en paz a Mac? Usted no conoce a esa gente, a esos escoceses de las montañas. Se necesita entereza para vivir como viven, y no digamos para venirse sin protestar a luchar por un rey a quien probablemente siguen considerando un campesino alemán, y por una causa en la que, acabe como acabe, ellos saldrán perdiendo. Y el hombre que se pasa tres años en este lío y sigue siendo capaz de mirar hacia el futuro con cierta sensatez tiene toda mi aprobación.
 - ¡Muy bien dicho! - gritó alguien.
 - Oh, tomemos un trago - dijo el oficial -. No voy a hacer daño a su escocés.
 A la mañana siguiente MacWyrglinchbeath pagó la libra, lenta y cuidadosamente aunque sin desgana. El oficial la aceptó con la, misma circunspección.
 - Empezaremos hoy - dijo MacWyrglinchbeath.
 - Perfecto - dijo el oficial -. Dentro de media hora.
 Tres días después, tras una breve conversación con Robinson, el comandante llamó aparte al cliente de MacWyrglinchbeath.
 - Mire, tiene que cancelar esa estúpida apuesta. Está usted trastornando a todo el escuadrón. Robinson dice que, mientras usted está a la vista, no le es posible hacer que MacBeath se mantenga en su sector el tiempo suficiente para descubrir las baterías al ver cómo hacen fuego.
 - No es culpa mía, señor. No pretendía comprar un perro guardián. No tenía la intención, al menos. Sólo le tomaba el pelo a Mac.
 - Bien, vaya a verlo mañana y pídale que le dispense del trato. Como sigamos así, se nos va a desbaratar la unidad entera.
 A la mañana siguiente el cliente en cuestión habló con MacWyrglinchbeath. A la tarde, Robinson habló con MacWyrglinchbeath. A la noche, después de la cena, el comandante mandó llamar a MacWyrglinchbeath. Pero MacWyrglinchbeath, aunque cortés y desapasionado, se mantuvo firme como el granito.
 El comandante tamborileó unos instantes sobre la mesa con los dedos.
 - Muy bien, sargento - dijo al fin -. Pero le ordeno que cumpla usted con su turno de servicio. Como vuelvan a dar parte de que se aparta usted de su escuadrilla, lo bajo a tierra. Puede retirarse. MacWyrglinchbeath saludó. - Muy bien, señor. A partir de entonces cumplió con sus turnos de servicio. Como vuelvan a dar parte de que se aparta usted de la cuadrilla, lo bajo a tierra. Puede retirarse.
 MacWyrglinchbeath saludó.
 - Muy bien, señor.
 A partir de entonces cumplió con sus turnos de servicio. De un lado para otro, una y otra vez, por encima de los débiles estampidos de los proyectiles, de los coágulos de lento humo. De cuando en cuando escrutaba el cielo a sus espaldas y a lo alto, pero sus ojos volvían
De un lado para otro, una y otra vez, por encima de los débiles estampidos de los proyectiles, de los coágulos de lento humo. De cuando en cuando escrutaba el cielo a sus espaldas y a lo alto, pero sus ojos volvían siempre hacia el norte, donde el otro Reconnaissance Experimental no era sino una monótona mota en la lejanía.
 Y así día tras día, mientras el señor Robinson, con sus binoculares, se asomaba al borde de ataque de la barquilla como alguien que mira por el borde de una bañera al caérsele el jabón fuera. Pero el cliente de MacWyrglinchbeath regresaba día tras día, y día a día aumentaban los chelines, hasta que un buen día los chelines superaron a la libra, y a partir de entonces siguió creciendo el beneficio. Pasó el mes y MacWyrglinchbeath pagó la segunda libra. El beneficio se esfumó, pues, y su mirada se hizo un poco más grave e intensa al otear el norte de tanto en tanto.
 El señor Robinson, asomado al borde de la barquilla, iba mirando hacia abajo cuando el pesado motor a sus espaldas inició un crescendo atronador y el horizonte giró de un golpe ciento ochenta grados. El señor Robinson se irguió bruscamente y miró hacia atrás, haciendo girar a un tiempo la ametralladora. El cielo estaba despejado, y sin embargo volaban a la velocidad máxima estable del aparato. MacWyrglinchbeath miraba fijamente hacia adelante y Robinson se volvió y, guiado por las ráfagas antiaéreas, vio cómo el otro Reconnaissance Experimental se inclinaba y se precipitaba hacia abajo como un caballo viejo de patas rígidas. Los proyectiles estallaron y se abrieron sobre él, a cierta altura, y al fin Robinson divisó el Fokker, que permanecía pegado al ángulo ciego del aparato de su compañero. Hizo girar su ametralladora hacia adelante y liberó el mecanismo con una corta ráfaga.
 Los dos Reconnaissance Experimental se acercaban el uno al otro en ángulo recto; el primero zigzagueando justo encima del alemán pegado a su cola: los tres aparatos perdiendo altura. La primera y última noticia de la presencia del segundo avión británico le llegó al alemán en una ráfaga de la ametralladora de Robinson. El alemán ascendió casi verticalmente, entró en pérdida y estalló en llamas. MacWyrglinchbeath, al dar un violento bandazo para esquivar al alemán, vio cómo Robinson caía hacia adelante sobre el borde de la barquilla, y al mismo tiempo, a su lado, vio el humo de las balas trazadoras que surcaban un costado del fuselaje. Dio un viraje; el segundo avión alemán pasó sin vacilación y cayó violentamente sobre la cola del primer avión británico. De nuevo las balas silbaron en torno a MacWyrglinchbeath; ahora, sin embargo, venían de abajo, donde la infantería británica hacía fuego contra el alemán.
 Los tres aparatos, al pasar vertiginosamente sobre las líneas de contacto y las alzadas caras rosadas de la batería antiaérea se hallaban a menos de un centenar de pies del suelo. El alemán hizo caso omiso de MacWyrglinchbeath. Permaneció sobre la cola del primer avión británico, que seguía zigzagueando con lentos y aparatosos bandazos; MacWyrglinchbeath, inclinando aún más el morro del aparato y desabrochándose el cinturón, se situó directamente sobre el alemán y ligeramente a su espalda. Al parecer el alemán seguía sin advertir en absoluto su presencia, y MacWyrglinchbeath puso una pierna sobre la barquilla y salió de su puesto, situado bajo el motor, y accionó la palanca hacia adelante. El alemán desapareció por completo abajo, en el extremo de la barquilla, sobre la que yacía el cuerpo muerto de Robinson; inmediatamente después, MacWyrglinchbeath sintió la violenta y prolongada sacudida. Desconectó el interruptor y se encaramó desde la barquilla sobre el ala inferior, en donde no sería posible que el motor le cayera encima. «Seis chelines», dijo mientras la súbita tierra se inclinaba y precipitaba sobre él vertiginosamente.


                                      IIII

 Se bajó del Bristol con movimientos rígidos y avanzó cojeando por la pista hacia su barraca. Su cojera era ahora muy pronunciada, como unos terribles andares de cangrejo, pues en los días fríos y húmedos de octubre sus caderas rotas, aun después de catorce meses, se volvían rígidas.
 Las escuadrillas habían vuelto ya a la base; las ventanas del comedor de oficiales centelleaban alegremente en el crepúsculo; avanzó cojeando, pensando en el té, en un trago, en una velada apacible en su barraca, tras la puerta cerrada. Se protegía de los jóvenes diablos del comedor de oficiales. Ahora aceptaban a niños. Los pilotos de antes, hombres maduros, estaban muertos o habían sido ascendidos y destinados a remotas oficinas del Ala, y sus puestos eran ocupados ahora por chiquillos que ni siquiera habían terminado los estudios secundarios, que carecían de sentido de la responsabilidad y desconocían lo que era el silencio. Llegó a su barraca y abrió la puerta.
 Se detuvo, con la mano en la puerta abierta; luego la cerró y entró en el humilde cubículo. Su ordenanza había encendido el fuego en la minúscula estufa; la habitación estaba caldeada. Dejó a un lado el casco y las gafas y se desató y quitó las botas de vuelo. Sólo entonces se acercó al camastro y se quedó allí de pie, mirando quietamente el objeto que al entrar había captado su atención. Era su guerrera de paseo. La habían planchado, pero eso no era todo. Las charreteras del Royal Flying Corps y los galones habían sido descosidos de hombros y mangas, y en cada hombrera se había fijado una estrella de alférez, y en el pecho, sobre la cinta que acreditaba su Medalla por Servicio Distinguido, estaba la insignia de las Alas. Junto a la guerrera vio su maltrecho cinturón; había sido lustrado, y sujeta a él con hebillas podía verse una bandolera nueva Y reluciente. Seguía mirando con gravedad todo aquello cuando la puerta se abrió de pronto para dar paso a una irrupción atronadora.
 - ¡Vaya, viejo cara triste! - gritó una joven voz -. Ahora tendrá que invitar a un trago, ¿eh, chicos?

 Desde las ventanas del comedor lo vieron cruzar el aeródromo en la penumbra.
 - Esperad - se dijeron unos a otros -. Esperad a que tenga tiempo para vestirse.
 Se alzó otra voz:
 - Dios, ¿no os gustaría ver la cara del viejo cuando abra la puerta?
 - ¿Viejo? - dijo un jefe de escuadrilla que leía el periódico sentado al lado de una lámpara -. No es viejo en absoluto. Dudo mucho que haya cumplido los treinta.
 - ¡Santo Dios! ¡Treinta! Dios, al morir me faltarán diez para ver los treinta.
 - ¿Y a quién le importa? ¿Quién quiere vivir eternamente?
 - Cierra el pico. Cierra el pico.
 - Ave, Caesar! Morituri..!
 - ¡Que cierres el pico! ¡No seas repelente!
 - ¡Dios, es verdad! ¡Qué gusto más pésimo!
 - ¡Treinta! ¡Santo Dios!
 - Parece que tiene cien, con esa cara de nuez.
 - Dejadle en paz. Es un tipo decente. Lástima que no se lo hayan concedido antes.
 - Sí. Ha sido ya laureado con la Orden de Servicios Distinguidos, y con la Cruz Militar dos veces seguidas.
 - También tiene un historial penal bastante decente. Desertó una vez, ya sabéis.
 - ¡No digas tonterías!
 - Es cierto. Y la primera vez que despegó los pies de tierra fue cuando se largó solo en un caza. Nadie le había enseñado; era mecánico de aviación entonces. Fue una especie de solo de vuelo por su cuenta.
 - Eh, ¿sabéis eso que cuentan, que ahorra toda la paga para la paz? La manda toda a casa. Lleva años haciendo lo mismo.
 - Bien, ¿y por qué no? - dijo el jefe de escuadrilla -. Si alguno de vosotros, cachorros, supierais tan sólo... - Ahogaron su voz a gritos -. ¡Fuera de aquí todo el mundo! - dijo el jefe de escuadrilla por encima de la algarada -. ¿Por qué no vais y lo traéis aquí?
 Salieron atropelladamente del comedor; el ruido se perdió en la oscuridad del exterior. Los tres jefes de escuadrilla seguían sentados charlando tranquilamente.
 - A mí también me alegra. Lo malo es que deberían haberlo hecho hace años. Ffollansbye lo recomendó una vez. Juraría que algún asno obstinado en no sentar precedente lo echó por tierra.
 - Es una lástima que Ffollansbye no haya vivido para verlo.
 - Una maldita lástima.
 - Sí. Pero nadie se enteró por Mac. Ffollansbye lo recomendó y luego se lo contó. Y el viejo Mac no dijo ni media palabra; siguió con sus asuntos. Y luego, cuando Ffollansbye tuvo que decirle que lo habían echado atrás, él se limitó a soltar una especie de gruñido y a darle las gracias, y siguió, como si nada hubiera sucedido.
 - Qué maldita lástima.
 - Sí. Parece que alegra pertenecer a una escuadrilla en la que hay un tipo como ése. Hace lo que tiene que hacer y te deja en paz.
 Sentados en el acogedor ambiente caldeado, charlaban tranquilamente de MacWyrglinchbeath. Se oyeron pasos apresurados más allá de la puerta que al abrirse descubrió las caras llenas de desconcierto de dos de los jóvenes que habían salido en busca de MacWyrglinchbeath.
 - ¿Bien? - dijo alguien -. ¿Dónde está la víctima?
 Pero los jóvenes, desde el umbral, hacían señas al jefe más antiguo, a cuya escuadrilla pertenecía MacWyrglinchbeath.
 - Venga aquí, capitán - dijeron. El jefe los miró. No se levantó.
 - ¿Qué sucede?
 Pero ellos se limitaron a mostrarse misteriosos y apremiantes; por fin, una vez afuera el jefe, accedieron a explicarse. - El viejo idiota no lo acepta - dijeron en tono susurrante -. ¿Puede creerlo? ¿Puede?
 - Veremos – dijo el jefe de escuadrilla. Del otro lado de la puerta de MacWyrglinchbeath llegaron voces indistintas de recriminación.
 El jefe (le escuadrilla entró en la barraca y se abrió paso entre los jóvenes que rodearon el catre. Sobre él, intocados, estaban el cinturón y la guerrera; y a un lado, sentado en la única silla, MacWyrglinchbeath.
 - Fuera ahora mismo - dijo el jefe de escuadrilla, conduciendo a los jóvenes hacia la puerta -. Fuera de aquí todos.
 Empujó al último afuera y cerró la puerta y volvió y se puso con las piernas abiertas frente a la estufa.
 - ¿Qué son todos esos vítores, Mac?
 - Bueno, capitán - dijo despacio MacWyrglinchbeath -. Esos chiquillos no tienen mala intención. Yo no... - Alzó la vist a-. Han desfigurado ustedes mi guerrera de paseo, y esos chiquillos piensan que me tengo que poner los galones y la bandolera e ir al comedor de oficiales.
 Volvió a quedarse meditabundo ante la guerrera.
 - De acuerdo - dijo el jefe de escuadrilla -. Es una pena que no lo hicieran hace un año. Venga, póngaselo y venga. La cena está a punto de servirse.
 Pero MacWyrglinchbeath no se movió. Despaciosa y pensativamente, alargó la mano y tocó la delicada curva de las alas bordadas sobre la sedosa cinta multicolor.
 - Esos chiquillos no lo hacen con mala idea, estoy seguro - dijo.
 - Estúpidos cachorros. Pero todos estamos muy contentos. Debería haber visto al mayor cuando pasó por aquí esta mañana. Parecía un niño en Nochebuena. Los muchachos se morían de impaciencia hasta que lograron sacar a escondidas la guerrera.
 - Sí - dijo MacWyrglinchbeath -. Tienen buena intención. No lo dudo. Pero esto hay que pensarlo.
 Seguía sentado, tocando lenta y suavemente las alas con su mano tosca, rugosa y picada por los cuatro años de grasa. El jefe de escuadrilla contempló la escena con sentimientos - según creyó - de comprensión. Luego se puso en movimiento.
 - Tiene mucha razón. Tómese la noche para pensar. Pero será mejor que se deje ver en el desayuno, o esos diablos volverán a importunarle.
 - Sí - dijo MacWyrglinchbeath -. Tengo que pensarlo.
 Había caído ya la noche. El jefe de escuadrilla avanzó hacia el comedor a grandes y bruscas zancadas, maldiciendo. Abrió la puerta y, maldiciendo aún, entró en el recinto. Los demás lo interrogaron al instante.
 - ¿Va a venir?
 El jefe de escuadrilla maldijo una y otra vez: al Ala, a la Unidad, al estado mayor, a la guerra, al Parlamento.
 - ¿Creéis que vendrá? ¿Qué haríais vosotros, si os hubieran dejado pudriros durante cuatro malditos años y al final os hicieran teniente de segunda como si os estuvieran concediendo la Orden de la jarretera Mac tiene orgullo, y tiene toda la razón.
 MacWyrglinchbeath, después de cenar, fue a ver al sargento del comedor de oficiales y habló con él. Luego fue a ver al ordenanza del comandante del escuadrón y habló con él. Luego volvió a su barraca se sentó en el catre - seguía con su cabo de vela, pese a que disponía ya de luz; su segundo lapicero estaba ya bastante gastado - e hizo sus cálculos. Calculó aproximadamente el precio del uniforme nuevo y los accesorios, y añadió cierta suma para la lavandería. Luego calculó el gasto medio mensual en el economato militar. Sumó las partidas y restó el total de la paga de alférez. Comparó el resultado con el neto de aquel mes, y se quedó allí sentado largo rato sobre el exánime aunque irrevocable testimonio de las cifras. Y luego ató su libro mayor con el cordón grasiento y se fue a la cama.
 A la mañana siguiente buscó al jefe de escuadrilla.
 - Esos chiquillos tienen buena intención, no tengo duda - dijo con apenas un levísimo tono de disculpa -. Y el mayor. Se lo agradezco a todos ustedes. Pero no puede ser, capitán. Usted lo comprenderá.
 - Sí - dijo el jefe de escuadrilla -. Lo entiendo. Sí. - Maldijo una vez más y en alta voz toda la estructura de la guerra -. Locos estúpidos, con sus malditas charreteras y galones. No es extraño que no puedan ganar una guerra en cuatro años. Tiene usted razón, Mac. Claro que no sirve para nada a estas alturas. Y lo siento, viejo amigo.
 Apretó con fuerza la desmayada y curtida mano de MacWyrglinchbeath.
 - Le estoy agradecido - dijo MacWyrglinchbeath -. Se lo agradezco mucho.
 Esto fue en octubre de 1918.

 Para las dos no había ya ningún mecánico en el lugar. El aparato del comandante del escuadrón se hallaba sobre la pista; el mayor, sentado en la cabina, roncaba. El jefe de escuadrilla más antiguo y un comandante de ala y un oficial de artillería conducían a toda velocidad y de un lado para otro el coche del escuadrón mientras un cuarto hombre que pilotaba un SE5 jugaba a perseguirlos. Al parecer trataba de posar su tren de aterrizaje sobre la carrocería del vehículo; a cada fracaso del piloto los ocupantes del coche rugían, mientras el oficial de artillería agitaba una botella; cada vez que el jefe de escuadrilla lo burlaba mediante maniobras, los ocupantes volvían a rugir y se pasaban de uno a otro la botella.
 El comedor estaba atestado de sillas volcadas y de botellas y otros objetos lo suficientemente pequeños como para convertirse en algo arrojadizo. Bajo la mesa yacían dos hombres para quienes tres horas de paz habían sido más duras que tantos años de guerra; por encima y sobre y a través de ellos arreciaba el incesante tumulto. Finalmente alguien se subió a la mesa y se mantuvo tambaleante en ella y se puso a gritar hasta hacerse oír por sus compañeros.
 - ¡Escuchad! ¿Dónde está el viejo Mac?
 - ¡Mac! - gritaron todos -. ¿Dónde está el viejo Mac? ¡No podemos montar la juerga sin el viejo Mac!
 Salieron precipitadamente del recinto. El mayor, en la cabina del piloto, roncaba; el coche del escuadrón realizaba otro viraje de último segundo mientras la hélice del SE5 arrancaba la gorra de la cabeza del oficial de artillería. Los jóvenes corrieron hasta la barraca de MacWyrglinchbeath y abrieron bruscamente la puerta. MacWyrglinchbeath estaba sentado en el catre, con su libro mayor en las rodillas y el lápiz suspendido sobre la hoja. Estaba haciendo el inventario.

 Con el martillo que había escondido bajo el brocal del pozo hacía cuatro años, sacó con cuidado los clavos de los marcos de puerta y ventanas y se los guardó en el bolsillo y abrió la casa. Metió el martillo y los clavos en su caja, y de otra caja sacó la falda escocesa y la sacudió para desdoblarla. Los pliegues, rígidos, se resistían a ceder, y habían sido habitados de polillas, y MacWyrglinchbeath chascó la lengua con gravedad.
 Luego se quitó la guerrera y los pantalones y las polainas y se puso la falda escocesa. Con los haces de leña que había almacenado hacía cuatro años encendió un exiguo fuego en el hogar y cocinó y comió su cena. Luego fumó una pipa, limpió cuidadosamente la cazoleta, sofocó el fuego y se fue a dormir.
 A la mañana siguiente caminó tres millas por la cañada hasta la casa del vecino. El vecino, desde el terreno inclinado que daba a su puerta, lo saludó con absoluta falta de sorpresa:
 - Bueno, vaya. Pensé que estarías en camino. Oí que acabó la guerra.
 - Sí - dijo MacWyrglinchbeath.
 Y, juntos al lado del vallado de maleza y roca, permanecieron en pie mirando al pequeño y peludo caballo y a las dos vacas que, al parecer sin esfuerzo, mantenían el equilibrio en la pendiente de cuarenta y cinco grados de la parcela del establo.
 - Te llevarás esas dos bestias - dijo el vecino.
 - Querrás decir esas tres bestias - dijo MacWyrglinchbeath. No se miraban. Miraban al caballo y a las vacas.
 - Si no te importa, me dejaste sólo dos.
 Miraban a los animales.
 - Sí - dijo MacWyrglinchbeath.
 Al poco se volvieron y entraron en la casita. El vecino levantó una piedra de blanquear e hizo el recuento de los giros de MacWyrglinchbeath hasta el último penique. El total coincidía exactamente con el libro mayor de este.
 - Te estoy agradecido - dijo MacWyrglinchbeath.
 - Tampoco habrás sacado nada de esa guerra, ¿me equivoco? - dijo el vecino.
 - No. No era esa clase de guerra - dijo MacWyrglinchbeath.
 - Sí - dijo el vecino -. Ningún escocés de las montañas ganó nada nunca en las guerras de los ingleses.
 MacWyrglinchbeath volvió a su casa. Al día siguiente caminó hasta la población que celebraba mercado, situada a doce millas de distancia. Se informó allí del precio en curso del ganado vacuno de dos años; consultó también un abogado y se encerró con él por espacio de una hora. Luego volvió a casa, y con lápiz y papel y la pulgada de vela  calculó despacio, comprobó las cifras y se quedó meditabundo sobre el resultado. Luego apagó la vela y se fue a la cama.
 A la mañana siguiente caminó cañada bajo. El vecino, en el umbral inclinado, lo saludó con absoluta falta de sorpresa.
 - Bien, ¿qué? ¿Has venido a llevarte esas dos bestias?
 - Sí - dijo MacWyrglinchbeath.



                                      FIN.

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