Fecha de publicacion: Abril 10, 1930.
I
Cuando murió la señorita Emilia Grierson,
casi toda la ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa especie de
respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las mujeres, en su
mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro la casa en
la que nadie había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente,
que hacía de cocinero y jardinero a la vez.
La casa era una construcción cuadrada,
pesada, que había sido blanca en otro tiempo, decorada con cúpulas, volutas,
espirales y balcones en el pesado estilo del siglo XVII; asentada en la calle
principal de la ciudad en los tiempos en que se construyó, se había visto
invadida más tarde por garajes y fábricas de algodón, que habían llegado
incluso a borrar el recuerdo de los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo
había quedado la casa de la señorita Emilia, levantando su permanente y coqueta
decadencia sobre los vagones de algodón y bombas de gasolina, ofendiendo la
vista, entre las demás cosas que también la ofendían. Y ahora la señorita
Emilia había ido a reunirse con los representantes de aquellos ilustres hombres
que descansaban en el sombreado cementerio, entre las alineadas y anónimas
tumbas de los soldados de la Unión, que habían caído en la batalla de
Jefferson.
Mientras vivía, la señorita Emilia había
sido para la ciudad una tradición, un deber y un cuidado, una especie de
heredada tradición, que databa del día en que el coronel Sartoris el Mayor
-autor del edicto que ordenaba que ninguna mujer negra podría salir a la calle
sin delantal-, la eximió de sus impuestos, dispensa que había comenzado cuando
murió su padre y que más tarde fue otorgada a perpetuidad. Y no es que la
señorita Emilia fuera capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel Sartoris
inventó un cuento, diciendo que el padre de la señorita Emilia había hecho un
préstamo a la ciudad, y que la ciudad se valía de este medio para pagar la
deuda contraída. Sólo un hombre de la generación y del modo de ser del coronel
Sartoris hubiera sido capaz de inventar una excusa semejante, y sólo una mujer
como la señorita Emilia podría haber dado por buena esta historia.
Cuando la siguiente generación, con ideas
más modernas, maduró y llegó a ser directora de la ciudad, aquel arreglo
tropezó con algunas dificultades. Al comenzar el año enviaron a la señorita
Emilia por correo el recibo de la contribución, pero no obtuvieron respuesta.
Entonces le escribieron, citándola en el despacho del alguacil para un asunto
que le interesaba. Una semana más tarde el alcalde volvió a escribirle
ofreciéndole ir a visitarla, o enviarle su coche para que acudiera a la oficina
con comodidad, y recibió en respuesta una nota en papel de corte pasado de
moda, y tinta empalidecida, escrita con una floreada caligrafía, comunicándole
que no salía jamás de su casa. Así pues, la nota de la contribución fue
archivada sin más comentarios.
Convocaron, entonces, una junta de
regidores, y fue designada una delegación para que fuera a visitarla.
Allá fueron, en efecto, y llamaron a la
puerta, cuyo umbral nadie había traspasado desde que aquélla había dejado de
dar lecciones de pintura china, unos ocho o diez años antes. Fueron recibidos
por el viejo negro en un oscuro vestíbulo, del cual arrancaba una escalera que
subía en dirección a unas sombras aún más densas. Olía allí a polvo y a
cerrado, un olor pesado y húmedo. El vestíbulo estaba tapizado en cuero. Cuando
el negro descorrió las cortinas de una ventana, vieron que el cuero estaba
agrietado y cuando se sentaron, se levantó una nubecilla de polvo en torno a
sus muslos, que flotaba en ligeras motas, perceptibles en un rayo de sol que
entraba por la ventana. Sobre la chimenea había un retrato a lápiz, del padre
de la señorita Emilia, con un deslucido marco dorado.
Todos se pusieron en pie cuando la señorita
Emilia entró -una mujer pequeña, gruesa, vestida de negro, con una pesada
cadena en torno al cuello que le descendía hasta la cintura y que se perdía en
el cinturón-; debía de ser de pequeña estatura; quizá por eso, lo que en otra
mujer pudiera haber sido tan sólo gordura, en ella era obesidad. Parecía
abotagada, como un cuerpo que hubiera estado sumergido largo tiempo en agua
estancada. Sus ojos, perdidos en las abultadas arrugas de su faz, parecían dos
pequeñas piezas de carbón, prensadas entre masas de terrones, cuando pasaban
sus miradas de uno a otro de los visitantes, que le explicaban el motivo de su
visita.
No los hizo sentar; se detuvo en la puerta
y escuchó tranquilamente, hasta que el que hablaba terminó su exposición.
Pudieron oír entonces el tictac del reloj que pendía de su cadena, oculto en el
cinturón.
Su voz fue seca y fría.
-Yo no pago contribuciones en Jefferson. El
coronel Sartoris me eximió. Pueden ustedes dirigirse al Ayuntamiento y allí les
informarán a su satisfacción.
-De allí venimos; somos autoridades del
Ayuntamiento, ¿no ha recibido usted un comunicado del alguacil, firmado por él?
-Sí, recibí un papel -contestó la señorita
Emilia-. Quizá él se considera alguacil. Yo no pago contribuciones en
Jefferson.
-Pero en los libros no aparecen datos que
indiquen una cosa semejante. Nosotros debemos...
-Vea al coronel Sartoris. Yo no pago
contribuciones en Jefferson.
-Pero, señorita Emilia...
-Vea al coronel Sartoris (el coronel
Sartoris había muerto hacía ya casi diez años.) Yo no pago contribuciones en
Jefferson. ¡Tobe! -exclamó llamando al negro-. Muestra la salida a estos
señores.
II
Así pues, la señorita Emilia venció a los
regidores que fueron a visitarla del mismo modo que treinta años antes había
vencido a los padres de los mismos regidores, en aquel asunto del olor. Esto
ocurrió dos años después de la muerte de su padre y poco después de que su
prometido -todos creímos que iba a casarse con ella- la hubiera abandonado.
Cuando murió su padre apenas si volvió a salir a la calle; después que su
prometido desapareció, casi dejó de vérsele en absoluto. Algunas señoras que
tuvieron el valor de ir a visitarla, no fueron recibidas; y la única muestra de
vida en aquella casa era el criado negro -un hombre joven a la sazón-, que
entraba y salía con la cesta del mercado al brazo.
“Como si un hombre -cualquier hombre- fuera
capaz de tener la cocina limpia”, comentaban las señoras, así que no les
extrañó cuando empezó a sentirse aquel olor; y esto constituyó otro motivo de
relación entre el bajo y prolífico pueblo y aquel otro mundo alto y poderoso de
los Grierson.
Una vecina de la señorita Emilia acudió a
dar una queja ante el alcalde y juez Stevens, anciano de ochenta años.
-¿Y qué quiere usted que yo haga? -dijo el
alcalde.
-¿Qué quiero que haga? Pues que le envíe
una orden para que lo remedie. ¿Es que no hay una ley?
-No creo que sea necesario -afirmó el juez
Stevens-. Será que el negro ha matado alguna culebra o alguna rata en el
jardín. Ya le hablaré acerca de ello.
Al día siguiente, recibió dos quejas más,
una de ellas partió de un hombre que le rogó cortésmente:
-Tenemos que hacer algo, señor juez; por
nada del mundo querría yo molestar a la señorita Emilia; pero hay que hacer
algo.
Por la noche, el tribunal de los regidores
-tres hombres que peinaban canas, y otro algo más joven- se encontró con un
hombre de la joven generación, al que hablaron del asunto.
-Es muy sencillo -afirmó éste-. Ordenen a
la señorita Emilia que limpie el jardín, denle algunos días para que lo lleve a
cabo y si no lo hace...
-Por favor, señor -exclamó el juez
Stevens-. ¿Va usted a acusar a la señorita Emilia de que huele mal?
Al día siguiente por la noche, después de
las doce, cuatro hombres cruzaron el césped de la finca de la señorita Emilia y
se deslizaron alrededor de la casa, como ladrones nocturnos, husmeando los
fundamentos del edificio, construidos con ladrillo, y las ventanas que daban al
sótano, mientras uno de ellos hacía un acompasado movimiento, como si estuviera
sembrando, metiendo y sacando la mano de un saco que pendía de su hombro.
Abrieron la puerta de la bodega, y allí esparcieron cal, y también en las
construcciones anejas a la casa. Cuando hubieron terminado y emprendían el
regreso, detrás de una iluminada ventana que al llegar ellos estaba oscura,
vieron sentada a la señorita Emilia, rígida e inmóvil como un ídolo. Cruzaron
lentamente el prado y llegaron a los algarrobos que se alineaban a lo largo de
la calle. Una semana o dos más tarde, aquel olor había desaparecido.
Así fue cómo el pueblo empezó a sentir
verdadera compasión por ella. Todos en la ciudad recordaban que su anciana tía,
lady Wyatt, había acabado completamente loca, y creían que los Grierson se
tenían en más de lo que realmente eran. Ninguno de nuestros jóvenes casaderos
era bastante bueno para la señorita Emilia. Nos habíamos acostumbrado a
representarnos a ella y a su padre como un cuadro. Al fondo, la esbelta figura
de la señorita Emilia, vestida de blanco; en primer término, su padre, dándole
la espalda, con un látigo en la mano, y los dos, enmarcados por la puerta de
entrada a su mansión. Y así, cuando ella llegó a sus 30 años en estado de soltería,
no sólo nos sentíamos contentos por ello, sino que hasta experimentamos como un
sentimiento de venganza. A pesar de la tara de la locura en su familia, no
hubieran faltado a la señorita Emilia ocasiones de matrimonio, si hubiera
querido aprovecharlas..
Cuando murió su padre, se supo que a su
hija sólo le quedaba en propiedad la casa, y en cierto modo esto alegró a la
gente; al fin podían compadecer a la señorita Emilia. Ahora que se había
quedado sola y empobrecida, sin duda se humanizaría; ahora aprendería a conocer
los temblores y la desesperación de tener un céntimo de más o de menos.
Al día siguiente de la muerte de su padre,
las señoras fueron a la casa a visitar a la señorita Emilia y darle el pésame,
como es costumbre. Ella, vestida como siempre, y sin muestra ninguna de pena en
el rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que su padre no estaba muerto. En
esta actitud se mantuvo tres días, visitándola los ministros de la Iglesia y
tratando los doctores de persuadirla de que los dejara entrar para disponer del
cuerpo del difunto. Cuando ya estaban dispuestos a valerse de la fuerza y de la
ley, la señorita Emilia rompió en sollozos y entonces se apresuraron a enterrar
al padre.
No decimos que entonces estuviera loca.
Creímos que no tuvo más remedio que hacer esto. Recordando a todos los jóvenes
que su padre había desechado, y sabiendo que no le había quedado ninguna
fortuna, la gente pensaba que ahora no tendría más remedio que agarrarse a los
mismos que en otro tiempo había despreciado.
III
La señorita Emilia estuvo enferma mucho
tiempo. Cuando la volvimos a ver, llevaba el cabello corto, lo que la hacía
aparecer más joven que una muchacha, con una vaga semejanza con esos ángeles
que figuran en los vidrios de colores de las iglesias, de expresión a la vez
trágica y serena...
Por entonces justamente la ciudad acababa
de firmar los contratos para pavimentar las calles, y en el verano siguiente a
la muerte de su padre empezaron los trabajos. La compañía constructora vino con
negros, mulas y maquinaria, y al frente de todo ello, un capataz, Homer Barron,
un yanqui blanco de piel oscura, grueso, activo, con gruesa voz y ojos más
claros que su rostro. Los muchachillos de la ciudad solían seguirlo en grupos,
por el gusto de verlo renegar de los negros, y oír a éstos cantar, mientras
alzaban y dejaban caer el pico. Homer Barren conoció en seguida a todos los
vecinos de la ciudad. Dondequiera que, en un grupo de gente, se oyera reír a
carcajadas se podría asegurar, sin temor a equivocarse, que Homer Barron estaba
en el centro de la reunión. Al poco tiempo empezamos a verlo acompañando a la
señorita Emilia en las tardes del domingo, paseando en la calesa de ruedas
amarillas o en un par de caballos bayos de alquiler...
Al principio todos nos sentimos alegres de
que la señorita Emilia tuviera un interés en la vida, aunque todas las señoras
decían: “Una Grierson no podía pensar seriamente en unirse a un hombre del
Norte, y capataz por añadidura.” Había otros, y éstos eran los más viejos, que
afirmaban que ninguna pena, por grande que fuera, podría hacer olvidar a una
verdadera señora aquello de noblesse oblige -claro que sin decir noblesse
oblige- y exclamaban:
“¡Pobre Emilia! ¡Ya podían venir sus
parientes a acompañarla!”, pues la señorita Emilia tenía familiares en Alabama,
aunque ya hacía muchos años que su padre se había enemistado con ellos, a causa
de la vieja lady Wyatt, aquella que se volvió loca, y desde entonces se había
roto toda relación entre ellos, de tal modo que ni siquiera habían venido al
funeral.
Pero lo mismo que la gente empezó a
exclamar: “¡Pobre Emilia!”, ahora empezó a cuchichear: “Pero ¿tú crees que se
trata de...?” “¡Pues claro que sí! ¿Qué va a ser, si no?”, y para hablar de
ello, ponían sus manos cerca de la boca. Y cuando los domingos por la tarde,
desde detrás de las ventanas entornadas para evitar la entrada excesiva del
sol, oían el vivo y ligero clop, clop, clop, de los bayos en que la pareja iba
de paseo, podía oírse a las señoras exclamar una vez más, entre un rumor de
sedas y satenes: “¡Pobre Emilia!”
Por lo demás, la señorita Emilia seguía
llevando la cabeza alta, aunque todos creíamos que había motivos para que la
llevara humillada. Parecía como si, más que nunca, reclamara el reconocimiento
de su dignidad como última representante de los Grierson; como si tuviera
necesidad de este contacto con lo terreno para reafirmarse a sí misma en su
impenetrabilidad. Del mismo modo se comportó cuando adquirió el arsénico, el
veneno para las ratas; esto ocurrió un año más tarde de cuando se empezó a
decir: “¡Pobre Emilia!”, y mientras sus dos primas vinieron a visitarla.
-Necesito un veneno -dijo al droguero.
Tenía entonces algo más de los 30 años y era aún una mujer esbelta, aunque algo
más delgada de lo usual, con ojos fríos y altaneros brillando en un rostro del
cual la carne parecía haber sido estirada en las sienes y en las cuencas de los
ojos; como debe parecer el rostro del que se halla al pie de una farola.
-Necesito un veneno -dijo.
-¿Cuál quiere, señorita Emilia? ¿Es para
las ratas? Yo le recom...
-Quiero el más fuerte que tenga
-interrumpió-. No importa la clase.
El droguero le enumeró varios.
-Pueden matar hasta un elefante. Pero ¿qué
es lo que usted desea. . .?
-Quiero arsénico. ¿Es bueno?
-¿Que si es bueno el arsénico? Sí, señora.
Pero ¿qué es lo que desea...?
-Quiero arsénico.
El droguero la miró de abajo arriba. Ella
le sostuvo la mirada de arriba abajo, rígida, con la faz tensa.
-¡Sí, claro -respondió el hombre-; si así
lo desea! Pero la ley ordena que hay que decir para qué se va a emplear.
La señorita Emilia continuaba mirándolo,
ahora con la cabeza levantada, fijando sus ojos en los ojos del droguero, hasta
que éste desvió su mirada, fue a buscar el arsénico y se lo empaquetó. El
muchacho negro se hizo cargo del paquete. E1 droguero se metió en la trastienda
y no volvió a salir. Cuando la señorita Emilia abrió el paquete en su casa, vio
que en la caja, bajo una calavera y unos huesos, estaba escrito: “Para las
ratas”.
IV
Al día siguiente, todos nos preguntábamos:
“¿Se irá a suicidar?” y pensábamos que era lo mejor que podía hacer. Cuando
empezamos a verla con Homer Barron, pensamos: “Se casará con él”. Más tarde
dijimos: “Quizás ella le convenga aún”, pues Homer, que frecuentaba el trato de
los hombres y se sabía que bebía bastante, había dicho en el Club Elks que él
no era un hombre de los que se casan. Y repetimos una vez más: “¡Pobre Emilia!”
desde atrás de las vidrieras, cuando aquella tarde de domingo los vimos pasar
en la calesa, la señorita Emilia con la cabeza erguida y Homer Barron con su
sombrero de copa, un cigarro entre los dientes y las riendas y el látigo en las
manos cubiertas con guantes amarillos....
Fue entonces cuando las señoras empezaron a
decir que aquello constituía una desgracia para la ciudad y un mal ejemplo para
la juventud. Los hombres no quisieron tomar parte en aquel asunto, pero al fin
las damas convencieron al ministro de los bautistas -la señorita Emilia
pertenecía a la Iglesia Episcopal- de que fuera a visitarla. Nunca se supo lo que
ocurrió en aquella entrevista; pero en adelante el clérigo no quiso volver a
oír nada acerca de una nueva visita. El domingo que siguió a la visita del
ministro, la pareja cabalgó de nuevo por las calles, y al día siguiente la
esposa del ministro escribió a los parientes que la señorita Emilia tenía en
Alabama....
De este modo, tuvo a sus parientes bajo su
techo y todos nos pusimos a observar lo que pudiera ocurrir. Al principio no
ocurrió nada, y empezamos a creer que al fin iban a casarse. Supimos que la
señorita Emilia había estado en casa del joyero y había encargado un juego de
tocador para hombre, en plata, con las iniciales H.B. Dos días más tarde nos
enteramos de que había encargado un equipo completo de trajes de hombre,
incluyendo la camisa de noche, y nos dijimos: “Van a casarse” y nos sentíamos
realmente contentos. Y nos alegrábamos más aún, porque las dos parientas que la
señorita Emilia tenía en casa eran todavía más Grierson de lo que la señorita
Emilia había sido....
Así pues, no nos sorprendimos mucho cuando
Homer Barron se fue, pues la pavimentación de las calles ya se había terminado
hacía tiempo. Nos sentimos, en verdad, algo desilusionados de que no hubiera
habido una notificación pública; pero creímos que iba a arreglar sus asuntos, o
que quizá trataba de facilitarle a ella el que pudiera verse libre de sus
primas. (Por este tiempo, hubo una verdadera intriga y todos fuimos aliados de
la señorita Emilia para ayudarla a desembarazarse de sus primas). En efecto,
pasada una semana, se fueron y, como esperábamos, tres días después volvió
Homer Barron. Un vecino vio al negro abrirle la puerta de la cocina, en un
oscuro atardecer....
Y ésta fue la última vez que vimos a Homer
Barron. También dejamos de ver a la señorita Emilia por algún tiempo. El negro
salía y entraba con la cesta de ir al mercado; pero la puerta de la entrada
principal permanecía cerrada. De vez en cuando podíamos verla en la ventana,
como aquella noche en que algunos hombres esparcieron la cal; pero casi por
espacio de seis meses no fue vista por las calles. Todos comprendimos entonces
que esto era de esperar, como si aquella condición de su padre, que había
arruinado la vida de su mujer durante tanto tiempo, hubiera sido demasiado
virulenta y furiosa para morir con él....
Cuando vimos de nuevo a la señorita Emilia
había engordado y su cabello empezaba a ponerse gris. En pocos años este gris
se fue acentuando, hasta adquirir el matiz del plomo. Cuando murió, a los 74
años, tenía aún el cabello de un intenso gris plomizo, y tan vigoroso como el
de un hombre joven....
Todos estos años la puerta principal
permaneció cerrada, excepto por espacio de unos seis o siete, cuando ella
andaba por los 40, en los cuales dio lecciones de pintura china. Había
dispuesto un estudio en una de las habitaciones del piso bajo, al cual iban las
hijas y nietas de los contemporáneos del coronel Sartoris, con la misma
regularidad y aproximadamente con el mismo espíritu con que iban a la iglesia
los domingos, con una pieza de ciento veinticinco para la colecta.
Entretanto, se le había dispensado de pagar
las contribuciones.
Cuando la generación siguiente se ocupó de
los destinos de la ciudad, las discípulas de pintura, al crecer, dejaron de
asistir a las clases, y ya no enviaron a sus hijas con sus cajas de pintura y
sus pinceles, a que la señorita Emilia les enseñara a pintar según las manidas
imágenes representadas en las revistas para señoras. La puerta de la casa se
cerró de nuevo y así permaneció en adelante. Cuando la ciudad tuvo servicio postal,
la señorita Emilia fue la única que se negó a permitirles que colocasen encima
de su puerta los números metálicos, y que colgasen de la misma un buzón. No
quería ni oír hablar de ello.
Día tras día, año tras año, veíamos al
negro ir y venir al mercado, cada vez más canoso y encorvado. Cada año, en el
mes de diciembre, le enviábamos a la señorita Emilia el recibo de la
contribución, que nos era devuelto, una semana más tarde, en el mismo sobre,
sin abrir. Alguna vez la veíamos en una de las habitaciones del piso bajo
-evidentemente había cerrado el piso alto de la casa- semejante al torso de un
ídolo en su nicho, dándose cuenta, o no dándose cuenta, de nuestra presencia;
eso nadie podía decirlo. Y de este modo la señorita Emilia pasó de una a otra
generación, respetada, inasequible, impenetrable, tranquila y perversa.
Y así murió. Cayo enferma en aquella casa,
envuelta en polvo y sombras, teniendo para cuidar de ella solamente a aquel
negro torpón. Ni siquiera supimos que estaba enferma, pues hacía ya tiempo que
habíamos renunciado a obtener alguna información del negro. Probablemente este
hombre no hablaba nunca, ni aun con su ama, pues su voz era ruda y áspera, como
si la tuviera en desuso.
Murió en una habitación del piso bajo, en
una sólida cama de nogal, con cortinas, con la cabeza apoyada en una almohada
amarilla, empalidecida por el paso del tiempo y la falta de sol.
V
El negro recibió en la puerta principal a
las primeras señoras que llegaron a la casa, las dejó entrar curioseándolo todo
y hablando en voz baja, y desapareció. Atravesó la casa, salió por la puerta
trasera y no se volvió a ver más. Las dos primas de la señorita Emilia llegaron
inmediatamente, dispusieron el funeral para el día siguiente, y allá fue la
ciudad entera a contemplar a la señorita Emilia yaciendo bajo montones de
flores, y con el retrato a lápiz de su padre colocado sobre el ataúd,
acompañada por las dos damas sibilantes y macabras. En el balcón estaban los
hombres, y algunos de ellos, los más viejos, vestidos con su cepillado uniforme
de confederados; hablaban de ella como si hubiera sido contemporánea suya, como
si la hubieran cortejado y hubieran bailado con ella, confundiendo el tiempo en
su matemática progresión, como suelen hacerlo las personas ancianas, para quienes
el pasado no es un camino que se aleja, sino una vasta pradera a la que el
invierno no hace variar, y separado de los tiempos actuales por la estrecha
unión de los últimos diez años.
Sabíamos ya todos que en el piso superior
había una habitación que nadie había visto en los últimos cuarenta años y cuya
puerta tenía que ser forzada. No obstante esperaron, para abrirla, a que la
señorita Emilia descansara en su tumba.
Al echar abajo la puerta, la habitación se
llenó de una gran cantidad de polvo, que pareció invadirlo todo. En esta
habitación, preparada y adornada como para una boda, por doquiera parecía
sentirse como una tenue y acre atmósfera de tumba: sobre las cortinas, de un
marchito color de rosa; sobre las pantallas, también rosadas, situadas sobre la
mesa-tocador; sobre la araña de cristal; sobre los objetos de tocador para
hombre, en plata tan oxidada que apenas se distinguía el monograma con que
estaban marcados. Entre estos objetos aparecía un cuello y una corbata, como si
se hubieran acabado de quitar y así, abandonados sobre el tocador,
resplandecían con una pálida blancura en medio del polvo que lo llenaba todo.
En una silla estaba un traje de hombre, cuidadosamente doblado; al pie de la
silla, los calcetines y los zapatos.
El hombre yacía en la cama..
Por un largo tiempo nos detuvimos a la
puerta, mirando asombrados aquella apariencia misteriosa y descarnada. El
cuerpo había quedado en la actitud de abrazar; pero ahora el largo sueño que
dura más que el amor, que vence al gesto del amor, lo había aniquilado. Lo que
quedaba de él, pudriéndose bajo lo que había sido camisa de dormir, se había
convertido en algo inseparable de la cama en que yacía. Sobre él, y sobre la
almohada que estaba a su lado, se extendía la misma capa de denso y tenaz polvo.
Entonces nos dimos cuenta de que aquella
segunda almohada ofrecía la depresión dejada por otra cabeza. Uno de los que
allí estábamos levantó algo que había sobre ella e inclinándonos hacia delante,
mientras se metía en nuestras narices aquel débil e invisible polvo seco y
acre, vimos una larga hebra de cabello gris.
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