I
Lo llamaremos
Frank - dijo su padre, el boxeador profesional que ni ganó jamás un combate ni
fue jamás vapuleado, con firme convicción -. Se acabó para ti el hacer la
calle, chiquilla. Nos casaremos, ¿eh?
Pero un día,
consternado, inclinó la cabeza redonda y luminosa sobre el niño gimoteante y
enrojecido.
- ¿Una niña? -
susurró con callado asombro -. ¡Diantre, una niña! ¡Qué me dices de esto! -
Pero él era un caballero y un buen tipo, así que besó a la madre en la mejilla
caliente -. Animo, damita. No te
preocupes. La próxima vez habrá más
suerte, ¿eh?
Ella no le
dijo, sin embargo, que no habría próxima vez; pero le sonrió débilmente bajo su
pelo despeinado; y él, en el corto período de tiempo en que le fue dado conocer
a su hija (se ahogaría galantemente tratando de salvar a una bañista gorda en
Ocean Grove Park), llegó incluso a reconciliarse con la idea de una niña.
Cuando le preguntaban el sexo de su hijo, no se sentía ya avergonzado al
admitirlo: mostraba incluso un orgullo desmesurado por aquella ligera criatura
de cabeza luminosa.
- Es igual que
yo, mi vivo retrato - decía orgullosamente a sus ocasionales conocidos.
Y su último
pensamiento coherente mientras luchaba contra la resaca, con el monumental y
batallador peso encima de él, fue para ella.
- Cristo, la
vieja zorra - jadeó, mientras miraba el cielo que giraba entre enormes olas
abiertas; y maldijo el tamaño de la bañista, el peso pródigo y blando que
estaba dando muerte a su dura juventud. Pero no soltó a la víctima para
salvarse a nado, ¡él no! El pensamiento de Frankie era más vívido que la
quemazón en pulmones y garganta. «Pobre niña, va a tenerlo duro ahora», pensó entre
verdes burbujas.
Frankie, por
tanto, era una chica de carácter. Al menos eso pensaba Johnny, su hombre.
Cualquiera habría pensado lo mismo al ver el empuje sensual de sus andares, el
angular movimiento de sierra de sus jóvenes y delgados brazos al coger del
brazo a Johnny y contonear la tosca sincronía de su cuerpo joven por la calle
el sábado por la noche. Los amigos de Johnny lo pensaban, en cualquier caso,
pues cuando él la llevaba al baile de su club Atlético ella los dejaba
boquiabiertos; mientras sonaba la música, la seguían tan de cerca que apenas le
dejaban sitio para bailar. Los dejó de una pieza ya desde aquella primera noche
en que, holgazaneando ellos en la esquina y riéndose y gastando bromas a las
chicas que pasaban, la vieron acercarse. «Toma», dijeron, y desafiaron a Johnny
a que la cortejara. Johnny, lleno de valor con su traje nuevo, aceptó de buena
gana.
- Hola,
chiquilla - dijo, dándose un toquecito airoso en el sombrero y poniéndose a su
lado.
Frankie le
dirigió una mirada penetrante y sombría.
- Sigue tu
camino, muchacho - le replicó ella sin detenerse.
- Vaya, mira...
- empezó a decir Johnny tranquilamente, mientras sus compañeros lanzaban
grandes risotadas a su espalda.
- Ahueca el
ala, gandul, ¿o quieres que te rompa la cara? - le ordenó Frankie. No, Frankie
no necesitaba llamar a un poli. Johnny conservó admirablemente la sangre fría.
- Pégame, niña.
Me gusta - le dijo, cogiéndole la mano. Frankie no lanzó la mano de esa forma
tan ineficaz propia de las damas: el brazo describió un arco cabal y la palma
delgada propinó una bofetada a Johnny en plena cara. Estaban frente a la
entrada de una antigua taberna; las puertas de batiente lanzaban sobre ellos
luces nebulosas de tabaco.
- Pégame otra
vez - dijo Johnny, enrojecido y correcto, y Frankie volvió a golpearlo.
Un hombre salió
de la taberna con paso tambaleante.
- Vaya, la... –
dijo -. Zúrrale a ésa de lo lindo...
Enrojecida y
dolorida la una y blanca la otra, las caras de Johnny y Frankie quedaron
suspendidas en la sórdida calleja como dos jóvenes planetas, y él vio que
Frankie arrugaba la nariz. Va a llorar, pensó Johnny aterrado, y las palabras
del recién llegado le penetraron en la cabeza aún retumbante. Se volvió al
hombre.
- Oye, amigo,
¿a quién le estás hablando? ¿Qué es eso de hablar así delante de una dama? -
dijo, y plantó la cara frente a la cara alcohólica del hombre. El otro, con el
valor del alcohol, empezó:
- Vaya, tú... -
Johnny le golpeó, y el hombre fue a dar contra el empedrado entre maldiciones.
Johnny se volvió, pero Frankie había huido calle abajo, sollozando. La alcanzó.
- Venga, niña -
dijo. Ella no le hizo caso. Toma, qué suerte, y transpirando ligeramente la
condujo hasta el comienzo de un callejón oscuro. La rodeó con su brazo
desmañado -. Oye, venga, chiquilla, está bien, no llores. - Frankie se volvió
de pronto y se apretó apasionadamente contra su chaqueta. Diantre, qué suerte,
pensó él, acariciándole la espalda como a un perro -. Oye, no llores, ¿vale?
Nunca quise asustarte, hermanita. ¿Qué es lo que quieres que haga? - Miró en
torno, atrapado. Cielos, ¡qué aprieto! ¡Y si los chicos lo sorprendían ahora!
¡Cielos, vaya si se iban a reír de él! Cuando uno se encuentra en aprietos,
llama a un poli; pero Johnny, por razones lógicas, evitaba todo trato íntimo
con polis ... ; ni siquiera con el viejo Ryan, que había conocido a su padre,
de adulto y de chico. Diantre, ¿qué hacer? Pobre caballeroso y torpe Johnny.
Entonces tuvo una inspiración- : Eh, chiquilla, anímate. Quieres irte a casa,
¿no? Dime dónde vives y te llevaré hasta allí, ¿de acuerdo? - Frankie alzó la
cara empañada. Cuán grises eran sus ojos y su pelo claro bajo el barato
sombrerito. Johnny sintió cuán erguido y firme era su cuerpo -. ¿Qué es lo que
te preocupa, niña? Cuéntale al viejo Johnny tus problemas: él se ocupará de
ellos. Oye, yo nunca quise asustarte.
- No.... no se
trata de ti: es aquel borracho de antes.
- Oh, ¿él? -
casi gritó, aliviado -. ¿No viste cómo le rompí la cara a aquel tipejo? Vaya,
lo tumbé como... como... Oye, voy a volver y le parto el cuello, ¿eh?
- No, no -
replicó Frankie al punto -. Está bien. He sido una tonta por llorar como un
crío; no suelo hacerlo por lo general. – Suspiró -. Vaya, creo que será mejor
que me vaya.
- Oye, lo
siento. Yo... yo...
- Si no has
hecho nada. No eres el primero que trata de ligar conmigo. Pero yo suelo
mandarlos a paseo, en seguida. Vaya, ¿qué es eso de que desaparezcamos así en
plena calle?
- Bueno, si no
estás enfadada por lo que he hecho y por el lío en que te he metido, bueno,
mira, pues eso quiere decir que eres mi chica. Oye... déjame ser tu hombre,
¿vale? Seré bueno contigo, chiquilla.
Se miraron y un
viento suave sopló sobre las flores y entre los árboles, y la calle no fue ya
una calle ciega y mezquina y sucia. Sus labios se tocaron, y una mañana rubia
se hizo en las colinas, espléndidas en el alba limpia.
II
Caminaron por
un parque franqueado por oscuras fábricas; ante ellos se extendían los muelles,
donde el agua lamía los pilotes; y vieron dos transbordadores, como dos áureos
cisnes atrapados sin escapatoria posible y para siempre en un estéril cielo de
galanteo.
- Escucha, niña
- dijo Johnny -. Antes de encontrarte era como si yo fuera uno de esos
transbordadores, y cruzara un río oscuro, o algo así, completamente solo;
cruzando y cruzando y nunca llegando a ninguna parte, y no sabiéndolo y
pensando en mí todo el tiempo. Ya sabes: lleno de un montón de nombres de
gentes y cosas que no se ocupan más que de sí mismas, y pensando siempre que yo
era el ombligo del mundo. Y mira, atiende:
“Cuando te vi
caminando por la calle fue como si esos dos transbordadores, al encontrarse, se
pararan en lugar de cruzarse, y se pusieran uno al lado del otro y se alejaran
juntos adonde no hubiera nadie, más que ellos. Escucha niña: antes de verte yo
era un tipo joven y duro (el viejo Ryan, el poli, lo dice), que no hacía nada y
que no valía nada y que no se preocupaba por nada excepto por el viejo Johnny;
pero cuando le partí la cara a aquel vagabundo lo hice por ti y no por mí, y
fue como si el viento hubiera barrido un montón de basura y porquerías de la
calle.»
“Y cuando puse
el brazo alrededor de ti y tú te agarraste a mí llorando, supe que eras para mí
y que yo ya no era el tipo duro que el viejo Ryan decía que era; y cuando me
besaste fue como una mañana en que unos cuantos del grupo volvíamos en el tren
a la ciudad; los pollis del tren nos pillaron y nos hicieron bajar, y entramos
en la ciudad a pie y vi el día rompiendo sobre el agua en el momento en que el
agua era como azul y oscura al mismo tiempo, y los barcos estaban quietos sobre
el agua y había mástiles negros a lo largo, y el cielo estaba como amarillo y
dorado y azul. Y llegó un viento sobre la superficie del agua, y empezó a hacer
pequeños y curiosos ruidos, como si alguien chupará algo. Fue como cuando estás
en un cuarto oscuro, o en algún sitió parecido, y de repente alguien enciende
las luces y eso es todo. Cuando vi tu pelo rubio y tus ojos grises fue como te
estoy diciendo; fue como si el viento me hubiera pasado a través del cuerpo y
hubiera pájaros cantando en alguna parte. Y entonces supe que me habías
atrapado.
- ¡Oh, Johnny! - exclamó Frankie.
Se abrazaron, sus bocas se encontraron bruscamente y
quedaron pegadas en la amigable y dulce oscuridad.
- ¡Niña!
III
- Oye - dijo la
madre de Frankie -, ¿quién es ese amigo que te has buscado? - Frankie, mirando
fijamente por encima del hombro de su madre, examinó cruelmente aquella cara en
el espejo. ¿Seré así cuando sea vieja?, se preguntó, y algo dentro de ella le
respondió sin apasionamiento. Las manos blancas y fláccidas de la mujer
hurgaron en el pelo teñido y, con creciente cólera, tiró salvajemente de él
hacia abajo -. Bien, ¿es que no puedes contestar, o es que piensas que no me
incumbe? ¿Qué es lo que hace?
- Es... es...
Trabaja en un garaje. Quiere llegar a ser piloto de carreras.
¿Por qué sentía
la necesidad de defender a Johnny ante su madre; a Johnny, que se valía
perfectamente por sí mismo y mandaba al diablo todo lo demás?
- ¿Trabaja en
un garaje? ¡Y a ti, que has visto lo dura que es la vida para las mujeres, ¿no
se te ocurre nada mejor que eso?! ¡Tú, joven y con un tipo que gusta a los
hombres, te echas en brazos de un maldito aprendiz de coches con el mono sucio!
- El dinero no
lo es todo.
La madre, sin
hablar, miró fijamente a Frankie. Al cabo dijo:
- ¿El dinero no
lo es todo? ¿Te quedas ahí delante, mirándome, y me dices eso? ¿Tú, que has
visto qué vida tengo que llevar? ¿Dónde estarías tú hoy, si no fuese por lo que
yo gano? ¿Dónde estarían todas las ropas que has usado? ¿Es que tu novio el del
garaje puede comprarte vestidos? ¿Puede hacer por ti lo que yo he hecho? Dios
sabe que no quiero que sigas el camino que yo he tenido que seguir, pero si lo
llevas en la sangre y lo sigues, preferiré verte en la calle dispuesta a irte
con uno detrás de otro antes de verte atada a cualquier empleaducho de tres al
cuarto. Dios, qué dura vida nos ha tocado a las mujeres. - Se volvió hacia el
espejo y siguió arreglándose el pelo, mientras su sentido de la afrenta
encontraba consuelo en una locuaz autocompasión. Frankie contempló glacialmente
su imagen reflejada en el espejo -. Cuando tu padre murió sin dejar un
miserable centavo, ¿quién se paró a echarme una mano? ¿Alguna de esas damas
presuntuosas y podridas de dinero que andan siempre lamentándose de las
condiciones sociales? ¿Alguno de esos malditos curas de cara de hielo que no
paran de hablar del castigo a los pecados y de encarrilar al pobre pecador? ¡No
se notó que lo hicieran, no! Aprenderás, como yo he aprendido, que los hombres
no ayudan nunca desinteresadamente a las mujeres como yo; y que siempre que
tengas tratos con ellos habrás de cuidarte de ti misma, y que tendrás que
procurarte una buena fachada para conseguirlos y conservarlos. Hasta el día de
hoy ningún hombre ha ayudado jamás a una mujer por compasión. Y otra cosa:
conseguir a un hombre no es ni la mitad del trabajo. Cualquier mujer con un
poco de cabeza puede conseguir un hombre; el conservarlo es lo que me
diferencia a mí de todas esas pobres chicas que ves en las calles. Hay algo,
bueno o malo, que todas las mujeres hacen: tratan de quitárselo a una, lo
quieran o no para ellas.
«Puedes apostar
lo que quieras: nunca habrá nadie que te ayude una pizca más de lo que a mí me
han ayudado. Bien sabe Dios que yo no habría elegido esta vida jamás,
habiéndoselo prometido a tu padre como se lo prometí. Pero él tuvo que ahogarse
al intentar sacar del océano a una mujer desconocida. Las mujeres siempre
hicieron lo que quisieron con tu padre: él nunca tuvo la suficiente cabeza como
para dejarlas en paz o para sacar algo de sus desvelos. Pero no se trata de que
yo no pudiera confiar en él: jamás hubo sobre la tierra un hombre mejor que él.
¡Pero haber muerto de ese modo, y tan pronto...
Se volvió de
nuevo hacia su hija.
- Ven aquí,
cariño. Frankie se acercó a regañadientes y su madre la abrazó. El cuerpo de
Frankie, pese a ella y movido por el rechazo, se puso tenso; al punto la madre
rompió a llorar.
- ¡Mi propia
hija se vuelve contra mí! ¡Después de todo lo que he hecho y sufrido por ella,
ahora se vuelve contra mí! ¡Oh, Dios! «Oh, no seas tonta», tenía ya Frankie en
la punta de la lengua, pero en lugar de decirlo, la abrazó torpemente.
- Calla, mamá,
no te lo tomes así: sabes que no he tenido esa intención, sabes que no. Calla,
vas a estropearte el maquillaje que te has puesto con tanto cuidado.
La madre se
volvió otra vez al espejo y empezó a darse ligeros golpecitos, como picotazos,
en la cara con un paño grasiento.
- ¡Dios, me
pongo hecha un adefesio cuando lloro! Pero eres tan... tan fría, Frances; no sé
qué hacer contigo. Te juro que deseo que tengas más oportunidades de las que yo
he tenido, y cuando veo que estás cometiendo los mismos errores que yo cometí,
es que... es que... Las lágrimas parecían de nuevo inminentes. Frankie se
inclinó y abrazó a su madre por la espalda.
- Venga, venga.
No voy a hacer nada de lo que tenga que arrepentirme. Te lo prometo. Vamos,
termina ahora de vestirte. Tienes una cita a las cuatro, ya lo sabes.
La madre alzó
de nuevo la cara hinchada e irritable, y volvió a rodear a Frankie con sus
brazos. Esta vez su hija no la rechazó.
- Quieres a
mamá, ¿verdad, cariño?
- Claro que sí,
mamá - dijo Frankie, y se besaron -. Venga, déjame peinarte.
La madre
suspiró.
- De acuerdo;
eres mucho más rápida que yo. Oh, Frankie, me gustaría que volvieras a ser una
niña.
- Se volvió de
nuevo al tocador con sus miedos, su problema inminente y sus obstinadas
incomprensiones femeninas. Los dedos de Frankie manipularon ágilmente en el
pelo de su madre, y sonó el teléfono.
Frankie
descolgó el auricular; una voz untuosa preguntó: «¿Quién es?», y ella pensó al
punto en cigarros negros.
- ¿Con quién
quiere hablar?
- Bien, bien –
jovialmente -. ¡Pero si es la pequeña Frances! Bueno, ¿cómo estamos, chiquilla?
Oye, ¿a que no adivinas lo que tengo en el bolsillo para una chiquilla rubia y
lista?
- ¿Con quién
quiere hablar, por favor? El tono de Frankie era glacial. Su madre, de pie
junto a ella, mostraba en los ojos el brillo del recelo.
- ¿Quién es? -
preguntó el otro.
Frankie tendió
el aparato en silencio y fue hasta una ventana que daba al hueco de la
ventilación, atestado de alambres y lleno de un sonido polvoriento de
gorriones. La voz de su madre le llegaba a retazos:
- ... sí...
sí... Bajaré en un momen... ¿Cómo? Sí... claro... Estaré allí abajo en un
momento, querido. Adiós.
Volvió
apresuradamente al espejo y volvió a darse golpecitos en la cara.
- Dios mío, ¿es
que nunca voy a aprender a no llorar antes de salir? ¡Vaya espantajo estoy
hecha! ¿Dónde están mi sombrero y mis guantes? - Frankie estaba a su lado con
ellos en las manos -. ¿Qué aspecto tengo, cariño? Me gustaría que pudieras
venir con nosotros; un viaje tan bonito.... pero aún... ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios,
hacerse vieja! Ya no me queda mucho tiempo de buen físico, cariño; por eso es
por lo que estoy tan preocupada contigo. ¡Dios, vaya facha tengo!
Frankie la
tranquilizó, la ayudó a acomodar sus diversos efectos personales.
- Estaré de
vuelta el lunes - dijo la madre desde la puerta -. Hay dinero en el primer
cajón, por si lo necesitas, ya sabes. Pórtate bien.
Besó a su hija
en la mejilla; luego, de pronto, la abrazó estrechamente.
- Venga, vete
ya, si no, acabarás llorando otra vez. - Frankie se libró del abrazo y empujó a
su madre fuera del cuarto -. Adiós, que te diviertas.
Una vez que su
madre se hubo ido, Frankie levantó las persianas y, acercándose al espejo,
contempló su imagen largamente; se estiró la piel de la cara, se pellizcó la
carne hasta que afloró el rojo vivo y saludable.
IV
Frankie, echada
en la cama, miraba el cielo lejano y oscuro que se extendía más allá de los
tejados. Centenares de chicas, en todo el mundo, estarían tendidas como ella,
pensando un rato en sus amantes, y luego en sus niños. Hubo un tiempo en que
Frankie solía echarse en la cama y pensar en Johnny, y a veces se sentía sola
lejos de él, pero ya apenas pensaba en él para nada. Oh, había amado a Johnny
de verdad; pero los chicos eran unos seres tan torpes y faltos de tacto, unos
seres que trataban de sincronizar los hechos crudos e ineludibles de la vida
con sus propias integridades personales. Y uno no puede hacer eso.
A decir verdad,
Johnny llegaba a veces a aburrirla; hablaba constantemente de algo que estaba
hecho y que no podía remediarse. Trataba de imbuir en ella, y en sí mismo, la
creencia de que él podía plantarse como un salteador de caminos y obligar al
destino a detenerse y a dejarse despojar. Diantre, a veces Johnny era peor que
una película.
Y la ira
desconcertada de su madre había sido terrible. Como si se me hubiera ocurrido
quemar un bono de la libertad, pensó Frankie.
- ¿Y a esto es
a lo que tú llamas hacer algo de lo que no habrás de arrepentirte? - le había
casi gritado -. ¿Y yo qué? ¿Qué voy a hacer cuando sea tan vieja que ya no
guste a los hombres? ¿Es así como pagas todo lo que te he dado, trayéndome otra
boca que alimentar?
Frankie trató
en vano de detener el torrente de ira de su madre: cuando llegara el momento,
sería ella, su hija, quien la cuidaría.
- ¿Cómo? ¿Es
que ese tipo puede hacerlo? ¿Es que puede pagarme todo el dinero que he gastado
en ti?
Pero al final
hasta la ira de su madre se diluyó en lágrimas, hasta las recriminaciones
empezaron a amainar en su diligente y lloroso entrar y salir con helados y
tostadas y las escasas cosas que Frankie se obligaba a comer.
- ¿Qué pensará
la gente? - gemía su madre, y Frankie replicaba con acritud que la gente no
tenía que pensar nada, y que por tanto no tendría que estar siempre adivinando,
lo cual era más de lo que su madre podía decir. De hecho, desde el momento
mismo en que se había enterado de su estado, su madre había actuado como si se
tratase de algo que Frankie pudiera o debiera remediar.
- Mamá es tan
horriblemente infantil, pero ha sido un encanto conmigo - suspiraba Frankie,
deslizando suavemente sus dedos por su vientre joven y tratando de imaginar que
sentía ya a su hijo, mientras miraba a través de la ventana el cielo lejano y
oscuro.
Se sentía
absolutamente vieja y muy enferma del estómago; y era como si deseara que su madre
no fuera tan estúpida. Como si deseara tener alguien a quien ella pudiera...,
que ella... ¿Sabes, cuando has andado y andado hasta que estás casi exhausta, y
sabes que podrías caminar más si fuera preciso, pero no sabes cómo hacerlo; y
entonces aparece alguien y te lleva un trecho y no trata de hablar contigo,
sino que se limita a llevarte adonde vas y al llegar te deja ir? Dios no; ella
no creía mucho en la oración. Cuando tenía cinco años había rezado para tener
una muñeca que abriera y cerrara los ojos, y no la había conseguido.
- Oh, diablos –
dijo -. ¡Si al menos no me sintiera tan horriblemente enferma! Eso es lo que me
pone los pelos de punta.
Pero al rato la
náusea pasaba, todo pasaba al cabo de un rato. Para el año que viene todo esto
estará olvidado, pensó. A menos que me meta en este lío otra vez. Hay algo que
no volveré a hacer. No volveré a tener ganas de tomar tostadas y té.
Frankie, en la
cama, pensaba en todas las chicas del mundo que estarían tendidas con sus niños
en la oscuridad. Como el centro del mundo, pensó; se preguntaba cuántos centros
tendría el mundo.. si el mundo sería algo redondo con vidas de gente, como
motas, sobre él; o si la vida de cada persona sería el centro de un mundo, y
uno no podría ver el mundo de los demás, sólo el propio. ¡Cuán curioso debería
parecerle a quienquiera que lo hubiera creado! A menos que él también fuera el
centro de un mundo y no pudiera ver ningún otro, sólo el suyo. O que fuera una
mota en el mundo de otro ser.
Pero era más
consolador pensar que era ella misma el centro del mundo. Que el mundo tenía el
centro en su vientre. ¡Y así haré que siga siendo!, se dijo a sí misma, con
vehemencia. No necesito a Johnny ni a mamá, no necesito la ayuda de ninguno de
los dos.
- Oh, Dios. Oh,
Dios - gemía su madre -. ¿Qué va a ser de nosotras ahora? ¿Cómo voy a poder
llevar la cabeza levantada y tratar a mis amigos con una hija embarazada en
casa? ¿Qué voy a decirles?
- ¿Por qué
tienes que decirles nada? - repetía, cansada, Frankie. - ¿Y quién va a cuidarte?
¿Quién va a darte un hogar? ¿Crees que algún hombre aceptaría también a tu
mocoso?
Frankie se
quedó un instante mirando fijamente a su madre.
- ¿Sigues
pensando que espero que algún pez gordo se vuelva loco por mí? ¿Sigues
pensándolo, conociéndome como me deberías conocer?
- Bien, ¿qué es
lo que vas a hacer? ¿Crees que el casarte con ese tipo nos servirá de algo a ti
y a mí? ¿Qué es lo que tiene?
Frankie volvió
hacia la pared su cara enferma. - Te lo vuelvo a repetir: no necesito que
ningún hombre cuide de mí.
- Entonces,
santo Dios - dijo su madre con llorosa exasperación -, ¿qué es lo que vas a
hacer? ¿Por qué lo hiciste?
Frankie se
volvió hacia su madre.
- Vieja tonta,
no lo hice para que Johnny se casara conmigo ni para sacar nada de él. No necesito
que Johnny ni que nadie me mantenga, ni lo necesitaré nunca. Y si tú pudieras
decir lo mismo, no te pasarías el día llorando y compadeciéndote por todo lo
que has permitido que la vida te haga.
Y, al reafirmar
su integridad personal, fue - como Johnny dijo un día - como si hubiera estado
en una habitación oscura y alguien hubiera encendido las luces. La vida parecía
tan sencilla e ineludible que ella se preguntaba ahora por qué había dejado que
en ocasiones las cosas la agobiaran. Y, extrañamente, pensó en el padre que
apenas recordaba; en cómo levantaba la cabeza redonda y amarilla y la mecía en
sus fuertes brazos mientras reía a carcajadas. Y volvió a ella una visión
infantil de su padre, victorioso aunque sin vida, entre las olas verdes.
En la cama de
al lado, los sollozos de su madre fueron disolviéndose en el silencio y la
oscuridad y la pausada respiración del sueño, y Frankie siguió tendida en la
amable oscuridad, acariciándose con suavidad el vientre joven, mirando afuera,
hacia un mundo oscuro, como tantos centenares de otras chicas que pensarían en
sus amantes y en sus niños. Se sentía tan impersonal como la tierra misma; era
una franja de terreno sembrado y fecundo, bajo la luna y el viento y las
estrellas de las cuatro estaciones, bajo tiempos grises y soleados desde antes
incluso de que el tiempo fuera computado; y que ahora dormía durante el oscuro
invierno a la espera de su propia primavera, con todo el dolor y la pasión de
sus ineluctables fines, hacia una belleza que no habría de rebasar los límites
de la tierra.
Fin.
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