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Bienvenido a Cultus Sapientiae.

Este modesto Blog tiene como objetivo poder compartir obras, fragmentos, opiniones y manifestaciones culturales varias.
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Nuestro objetivo no es, de ninguna manera, la piratería ni mucho menos el quitar provecho pecuniario con este espacio. Sino que es alcanzar al máximo de personas posible para que de forma gratuita tengan acceso a nuestro acervo literario. Convertir en color aquellos que jamás experimentaron algo que fuese ajeno al gris.
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William Faulkner - Idilio en el desierto



 - Me llevaba cuatro días hacer la ruta. Salía de Blizzard el lunes y llegaba a donde Painter hacia la caída del sol y pasaba allí la noche. Para la noche siguiente ya estaba en Ten Sleep, y luego daba la vuelta y volvía por la meseta. La tercera noche la pasaba de acampada, y para el jueves por la noche estaba de vuelta en casa.
 - ¿No se sentía solo a veces? - dije.
 - Bueno, un tipo que lleva el correo del gobierno, propiedad gubernamental... Se oye hablar de esas viejas ratas del desierto que acaban completamente chiflados. Pero ¿has oído alguna vez que le haya pasado eso a un soldado? Hasta uno de West Point, un tipo de ciudad que no haya estado a más de un tiro de piedra de un centenar de personas en su vida; hasta él: déjalo salir de exploración solo durante seis meses. Porque ese tipo de West Point es como yo; no cabalga solo. Tiene a su lado al Tío Sam siempre que tenga ganas de hablar: Washington y las grandes ciudades llenas de gente, y todo lo que tiene sentido para un hombre, como lo que san Pedro y la Santa Iglesia de Roma significaban para aquellos viejos curas, cuando los obispos españoles solían atravesar la meseta en una mula, rodeados de espíritus celestiales con armas más potentes incluso que los viejos rifles Sharps, pues los pobres aborígenes alcanzados por esos tiros celestiales nunca llegaban a ver los disparos, y menos aún las armas. Así que yo llevo un rifle, y siempre hay ocasión de cazar un antílope, y una vez maté un carnero de las Rocosas sin bajarme siquiera del carruaje.
 - ¿Era grande? - dije.
 - Claro que sí. Iba yo bordeando un desnivel del cañón hacia la caída de la tarde. El sol estaba justo encima de la línea de la cima, y me daba en plena cara. Así que vi a los dos carneros justo debajo del contorno. Vi los cuernos y las colas contra el cielo, pero no les podía ver el cuerpo debido al atardecer. Veía unos cuantos cuernos, y distinguía un par de cuartos traseros, pero por culpa del sol no estaba seguro de si estaban delante de la cima o detrás de ella. Y no tenía tiempo para acercarme. Así que tiré de las riendas y me eché la culata al hombro y disparé el primer tiro a unos dos pies detrás de los cuernos y el segundo a unos tres pies delante de los cuartos traseros, y salté del carricoche y eché a correr.
 - ¿Cazó los dos? - dije.
 - No. Sólo uno. Pero tenía dos balas dentro: una detrás de la pata delantera y la otra justo debajo de la trasera.
 - Oh - dije.
 - Sí. Entre las dos balas había cinco pies.
 - Es una buena aventura - dije.
 - Era un buen carnero. Pero ¿de qué estaba hablando? Hablo tan poco que, cuando me pierdo, tengo que pararme y volver a encontrar el tema. Hablaba de lo de sentirse solo, ¿no es eso? Era difícil que pasara un invierno sin que recogiera al menos a un pasajero en el viaje de ida o en el de vuelta, aunque no fuera más que un peón de Painter, gente que llegaba a caballo a Blizzard con cuarenta dólares en el bolsillo, dejaba el caballo en Blizzard y se bajaba hasta Juárez y se gastaba hasta el último centavo para Navidad; luego volvía y a lo mejor se ofrecía a Painter como capataz de pastos, siempre que Painter fuera honrado y emprendedor y trabajara duro. Esa gente siempre volvía conmigo por Año Nuevo adonde Painter.
 - ¿Y qué pasaba con los caballos? - dije.
 - ¿Qué caballos?
 - Los que habían dejado en Blizzard.
 - Ah. Para entonces esos caballos pertenecían ya a Matt Lewis. Matt Lewis lleva la cuadra de caballos de alquiler.
 - Oh - dije.
 - Sí. Matt dice que no sabe lo que hacer. Dice que todavía confía en que quizá suceda con el polo en el país lo que hace un tiempo con el Mahjong.1 Pero ahora dice que calcula que tendrá que abrir una fábrica de cola. Pero ¿de qué estaba hablando?
 - Habla tan raras veces – dije -. ¿No era acerca de sentirse solo?
 - Ah, sí. Y luego estaban los tísicos. Era un pasajero a la semana, y eran dos semanas.
 - ¿Venían por parejas?
 - No. Era el mismo. Lo subía una semana y lo dejaba allí, y a la semana siguiente lo bajaba a coger el tren del este. Supongo que el aire allá arriba en Sivgut resultaba un poco duro para los pulmones del este.
 - ¿Sivgut? - dije.
 - Sí. Siv. Como uno de esos sitios donde les atiborran de comida allá en el este, en Santone y en Washington. Siv.
-      Oh, Siv. Sí. Sivgut. ¿Qué es?

 1. Juego chino, similar al dominó, muy popular en los EE.UU. en la década de los años veinte. (N. del T.)
         
 - Una casa que construimos. Una buena casa. Siguen viniendo; se bajan en Blizzard, después de pasar por Phoenix, donde existe lo que allá en el este, en Santone o Washington, llamarían un rancho de alojamiento para tísicos. Pasaban por allí y seguían hasta Blizzard; puede que un tipo de cara cansada y vestido de domingo, con los ojos cerrados y la piel de color de lija, y una esposa gorda de uno de esos condados de maíz del este, contando lo mucho que habrían querido quedarse en Phoenix, pero que habían venido a Blizzard porque no pensaban que un par de pulmones gastados del este valieran lo que les pedían en Phoenix; o puede que fuera al revés: la esposa con cara color de arena, con un par de manchas rojas en las mejillas, como si los niños se hubieran pasado un domingo de lluvia jugando con unos trozos de papel rojo y un bote, de pegamento mientras ella dormía, y ella aún dormida, pero no tanto como para no explicar cuánto creían en Phoenix que valía mantener con vida unos pulmones de Iowa. Así que construimos Sivgut para ellos. Lo hizo la Cámara de Comercio de Blizzard; eran dos literas y la manutención de una semana, ya que tardo una semana en volver allá arriba y en bajarlos a Blizzard para coger el tren de Phoenix. Es un buen campamento. Lo llamamos Sivgut por la vista. En días claros se puede ver perfectamente México adentro. ¿Le conté lo del día en que estalló la última revolución allá en México? Bien, un día, fue un martes, alrededor de las diez de la mañana, llegué arriba y encontré al tísico afuera, allí delante, mirando hacia el sur con la mano sobre los ojos a modo de pantalla. «Es una nube de polvo», dijo. «Mire.» Yo miré. «Es curioso», dije. «No puede ser un rodeo porque habría oído hablar de ello. Y no puede ser una tormenta de arena porque es demasiado grande y está quieta en un lugar.»
 »Emprendí la vuelta y llegué a Blizzard el jueves. Entonces me enteré de que había estallado otra revolución en México. Había estallado, según me dijeron, el martes, poco antes de la caída del sol.
 - Me pareció oírle que había visto el polvo a las diez de la mañana -, dije.
 - Cierto. Pero las cosas suceden tan rápidamente en México que empezó a levantar el polvo la noche anterior, para quitarse de en medio...
 - No me cuente eso – dije -. Cuénteme cosas de Sivgut.
 - De acuerdo. Solía llegar a Sivgut el martes por la mañana. Al principio ella me esperaba en la puerta, o fuera, ante la cabaña, mirando hacia el sendero para verme llegar. Pero después había veces en que tenía que acercarme hasta la misma puerta y detener el tiro y decir «Hola», pero la casa seguía tan vacía como el día en que la construyeron.
 - Una mujer - dije. - Sí. Se quedó; aun después de que él se pusiera bien y se marchara. Ella se quedó.
 - Le gustaría la región.
 - Creo que no. No creo que a ninguno de ellos le gustara. ¿Le gustaría a usted un sitio adonde habría ido únicamente para curarse de una enfermedad de la que se avergonzaba ante sus amigos?
 - Entiendo – dije -. El se curó antes. ¿Por qué no esperó hasta que su esposa se hubiera curado también?
 - Imagino que no tuvo tiempo para esperar. Imagino que pensó que había un montón de cosas que podía hacer allá en su tierra, siendo tan joven y sintiéndose como si acabara de salir de la cárcel después de mucho tiempo.
 - Razón de menos para dejar a su mujer enferma.
 - No sabía que ella estaba enferma. Que tenía el mal también.
 - ¿No lo sabía? - dije.
 - Piense en un enfermo, joven, además, sin lazos especiales, que tenga que irse a vivir durante dos años a un lugar donde no hay un semáforo en cuatrocientas millas, donde no hay nada más que tranquilidad y sol y esas malditas estrellas mirándole a la cara toda la santa noche. No se puede esperar que preste mucha atención a alguien que jamás hizo nada más que cocinar y cortar leña y traer agua en un cubo de hojalata de una fuente que está a tres cuartos de milla para lavarle como si fuera un niño. Así que cuando se puso bien... No creo que se le pueda culpar por no darse cuenta de que también ella tenía lo suyo, en especial cuando lo que tenía no era sino un puñado de microbios de ese tipo.
 - No sé a lo que llamará usted lazos, entonces – dije -. Porque si el matrimonio no es un lazo...
 - Está usted llegando al quid de la cuestión. El matrimonio es un lazo; sólo que depende algo de con quién se esté casado. ¿Sabe cuál es mi opinión particular, después de haberlos observado durante unos diez años, una vez a la semana, los martes, y de haber llevado y traído cartas y telegramas entre ellos y el ferrocarril de vez en cuando?
 - ¿Cuál es su opinión particular?
 - Es mi opinión particular, basada en pruebas y no en prejuicios; nunca fui un hombre dogmático. Que no estaban casados en absoluto.
 - ¿Qué es lo que usted considera pruebas?
 - Bien, una carta dirigida a mí de un individuo del este que afirmaba ser su esposo podría considerarse prueba. ¿Qué opina?
 - ¿Mató a ese carnero de un tiro o de dos? - dije yo.
 - Vaya, hombre - dijo el cartero de la comarca.

                                      II

 - El hombre se bajó del tren del oeste una mañana de hace unos diez años. No tenía aspecto de tísico, quizá porque no traía más que una bolsa de viaje. Cuando vienen, normalmente, suele ser ya demasiado tarde. Normalmente el médico les ha dicho que no les queda más que un mes, o tal vez seis, Sin embargo, a veces se bajan de ese tren que va al oeste con todo menos la cocina a cuestas. He comprobado que crearse complicaciones al dejar el mundo es posiblemente el hábito más difícil de romper. Poseer cosas. Conozco tipos ahora mismo que retrasarían un tren con destino al cielo para telefonear al cocinero diciéndole que les trajera a la carrera algo, hasta el momento jamás utilizado, que habían olvidado en casa. Han podido vivir años y años con ello en su casa terrenal, incluso sin saber el sitio donde está, pero que alguien trate de hacerlos salir para el cielo sin llevárselo consigo...
 »No tenía aspecto de tísico. No parecía tan preocupado. A ellos los miras, incluso cuando están sentados en el vagón de equipajes con los ojos cerrados mientras la esposa argumenta con cualquiera que tenga a mano que los pulmones de su marido no valen lo que la gente del oeste parece creer, y están preocupados. Y están allí mismo, donde se desarrolla la charla. Y no les importa quién sepa que son ellos las partes más interesadas. Como alguien a caballo que se traga un detonador de dinamita y una afilada roca al mismo tiempo.
 »Pero él... Se llamaba Darrel, Darrel Howes. Quizá House. Ella le llamaba Dorry. El se bajó del tren con su única bolsa y se quedó en el andén mirándolo con desprecio, mirando con desprecio el andén, las montañas, el espacio, mirando con desprecio al Mismo Señor Dios, que mira a los hombres de esta tierra como los hombres puedan mirar a un bicho o a una hormiga.
 »- Nuestra estación no es gran cosa – dije -. Tendrá usted que darnos un poco más de tiempo. Hemos estado trabajando en la región unos doscientos años solamente, y aún no la tenemos terminada.
 »Me miró; era un tipo alto, con ropa que ni siquiera había viajado más al oeste de Santone antes de traerla allí. Era lo que quizá las revistas de cine llamarían un figurín.
 »- Por mí no se preocupe - dijo -. No tengo intención de mirar todo esto ni un minuto más de lo estrictamente necesario.
 »- Disponga de todo a su gusto – dije -. Seguro que en Washington le dirán que también le pertenece.
 »- Pues entonces pueden quedarse con mi parte muy pronto - dijo. Me miró -. Tienen ustedes una casa aquí. Un campamento.
 » Entonces entendí lo que quería decir, a qué había venido. Ni se me había ocurrido siquiera. Supongo que pensé que se trataba quizá de un viajante. Un viajante de perfumería, tal vez.
 »- Oh - dije -. Se refiere a Sivgut. Claro. ¿Quiere alojarse allí?
 »Eso era lo que quería; allí de pie, despectivo, con sus ropas del este, como un figurín de Hollywood. Y entonces supe que estaba casi muerto de miedo. Después de aquellos tres o cuatro días de tren, sin nadie con quien hablar salvo con sus propios fantasmas interiores, estaba casi muerto de miedo.
 »- Perfecto. Es un buen campamento – dije -. Estará bien allá arriba. Yo subo hoy mismo. Puede venir conmigo si quiere echar una ojeada. Lo traeré de vuelta el jueves por la noche.
 »No dijo nada. Parecía no interesarle lo más mínimo.
 »“Tendrás tiempo de sobra para escuchar a esos pequeños seres antes de morir, amigo mío - dije para mis adentros -. Y sin que haya nadie que te pueda evitar el escucharlos.” Pensé que era de eso de lo que se trataba. Que era sencillamente joven (algo había en él que revelaba, tan claramente como si él mismo lo dijera, que era hijo único y que su madre había enviudado antes incluso de que él empezara a tener recuerdos; en cualquier caso, podía verse que probablemente se había pasado la vida atendido por mujeres, mujeres a las que les parecía un completo figurín, y que ahora, cuando necesitaba realmente que le cuidaran, se avergonzaba de confesarles el motivo, y tenía miedo de sí mismo). No creo que supiera lo que quería hacer, o lo que haría a continuación; pensé que lo único que quería era que alguien le dijera que lo usual era hacer esto y luego esto otro, antes incluso de que llegara el momento de tener que decidir algo diferente. Pensé que estaba huyendo de sí mismo, que trataba de confundirse en alguna multitud o en algún medio extraño en donde pudiera perderse y no le fuera posible continuar. Ni siquiera cambié de parecer cuando me preguntó sobre la comida.
 »- Habrá algo en el campamento – dije -. Lo suficiente para una semana.
 »- Usted pasa por allí todas las semanas, ¿no es cierto? - dijo.
 »- Eso es. Todos los martes. Llego allí el martes por la mañana. Y el jueves por la noche estos animales del carricoche vuelven a estar en Blizzard comiendo avena.
 »Y estuvieron. Y estuve en Blizzard yo también, pero él se quedó arriba, en Sivgut. No se había quedado en la puerta viéndome partir. Estaba en el cañón, detrás del campamento, cortando leña, aunque sin conseguir gran cosa en su salida con el hacha. Me había dado diez dólares para que le comprara la comida semanal.
 »- No puede comerse diez dólares en una semana – dije -. A lo sumo serán cinco. Yo le compro la comida y me la paga cuando se la traiga.
 »Pero no quiso aceptar. Al marchar me llevé los cinco dólares.
 »No le compré la comida. Le pedí prestada una manta de piel de búfalo a Matt Lewis, porque el tiempo había cambiado aquella semana y sabía que los dos días del viaje de vuelta a la ciudad en el carruaje iban a ser para él muy fríos. Le alegró ver la piel de búfalo. Dijo que las noches se estaban poniendo bastante frías, y que se sentía contento de tener aquella manta. Así que dejé el correo a su cuidado y volví adonde Painter y discutí con Painter la cantidad de comida necesaria para que le durara hasta el martes siguiente. Y lo volví a dejar allí. Me dio otros cinco dólares.
 »- Estoy mejorando un poco con el hacha - me dijo  Esta vez no se olvide de mi comida.
 »Y no me olvidé. Se la subí cada martes por espacio de dos años. Hasta que se fue. Lo veía todos los martes, en especial aquel primer invierno que casi lo mata; lo solía encontrar echado en el catre, tosiendo y escupiendo sangre, y le cocinaba un puchero de judías y le cortaba la leña que necesitaría hasta el martes siguiente, y al final llevé el telegrama hasta el ferrocarril y lo envié en su nombre. Iba dirigido a la señora tal y tal, de Nueva York; pensé que tal vez su madre había vuelto a casarse, y no tenía sentido. Decía simplemente: “Tengo dos semanas más, menos tiempo que para el adiós.” Y no había firmado. Así que firmé yo, Lucas Crump, Cartero Rural, y lo mandé. También pagué de mi bolsillo. Ella llegó al cabo de cinco días, y se marchó al cabo de diez años.
 - Acaba de decir dos años hace un minuto - dije.
 - Eso fue él. El sólo estuvo dos años. Imagino que a lo mejor aquel primer invierno mató sus microbios, lo mismo que a los gorgojos del algodón allá en el este, en Texas. De cualquier forma empezó a reponerse y a cortar él mismo la leña, así que cuando yo llegaba a las diez ella me decía que él había salido al amanecer. Y un día, en la primavera siguiente a la primavera en que ella llegó, lo vi en Blizzard. Había venido a la ciudad a pie, cuarenta millas, y había ganado unas treinta libras y parecía fuerte como un poney de las praderas. No pude estar con él más que un minuto, porque tenía prisa, No tuve idea de la prisa que tenía hasta que lo vi montar en el tren del este en el momento de la salida. Pensé que seguía huyendo de sí mismo.
 - Y cuando supo que la mujer seguía arriba, en Sivgut, ¿qué pensó?
 - Entonces supe que estaba huyendo de sí mismo - dijo el cartero.


                                      III

 - ¿Y la mujer? Ha dicho que se quedó diez años.
 - Eso es. Hace muy poco que se marchó.
 - ¿Quiere decir que, después de marcharse él, se quedó otros ocho años?
 - Se quedó esperando su vuelta. El nunca le dijo que no iba a volver Además, ella tenía ya los microbios. Quizá fueran los mismos, que se habían mudado a unos nuevos pastos.
 - ¿Y él no lo sabía? ¿Vivía con ella en la misma casa y no sabía que se había contagiado?
 -¿Cómo saberlo? ¿Usted cree que un tipo que tiene un fulminante de dinamita dentro tiene tiempo para preocuparse de si su vecino se ha tragado otro o no? Y, además, ella había abandonado a su marido y a sus dos hijos al recibir el telegrama. Así que creo que tenía la esperanza de que él iba a volver. Aquel invierno primero, cuando pensamos que iba a morir, yo solía hablar con ella. Ella era infinitamente más mañosa que él con el hacha, y a veces, cuando yo llegaba, ya no quedaba nada por hacer. Así que hablábamos. Ella era unos diez años mayor que él, y me contó cosas de su marido, que era unos diez años mayor que ella, y de sus hijos. Su marido era uno de esos arquitectos: ella me contó cómo Dorry volvió de una escuela de Arquitectura y Arte en París y entró a trabajar en el estudio de su marido. Y me imagino que él resultaría un bocado apetecible para una mujer de treinta y cinco años o quizá más, con un marido y una casa que funcionaban a la perfección sin que ella tuviera que inmiscuirse, y Dorry con sólo veinticinco años y recién llegado de los bulevares de París y con aspecto de dandy de Hollywood por añadidura. Así que calculo que no tuvo que pasar mucho tiempo para que acabaran los dos excitados de verdad, hasta el punto de pensar que no podrían vivir hasta haberle dicho a su marido y patrón que el amor era imperioso o impirioso o como se diga, y haberse ido a vivir a un cañón en medio de un escenario con fondo de armónicas y acordeones de los comparsas.
 »Eso habría estado bien. Habrían podido soportar la irrealidad. Era la realidad la que jamás tuvieron el coraje de negar. Él lo intentó, sin embargo. Ella me contó que no supo que estaba enfermo ni adónde se había marchado hasta que recibió el telegrama. Me contó que lo único que había hecho era mandarle una nota diciendo que se marchaba para no volver. Luego recibió el telegrama.
 »- Y no podía hacer otra cosa - dijo, con una camisa de franela de hombre y una chaqueta de pana. Estaba muy desmejorada, y aparentaba cinco años más. Pero no creo que él se diera cuenta -. No podía hacer otra cosa – dijo -, porque su madre había muerto el año anterior.
 »- Ah - dije yo -. No había pensado en ello. Así que como su madre no podía venir, y como él nunca tuvo ni abuela ni esposa ni hermana ni sirvienta, tuvo que venir usted. - Pero ella no me escuchaba.
 »Ella nunca atendía a nada salvo a él en la cama y al puchero en el hornillo.
 »- Ha aprendido a cocinar muy bien - le dije.
 »- ¿Cocinar? ¿Por qué no?
 »Creo que no se enteraba de lo que comía, si es que comía, porque yo nunca la vi hacerlo. De cuando en cuando le hacía reparar en que había dado con un método propio para que no se le pegara la comida o para que no supiera como el cuero de una cincha vieja. Aunque imagino que las mujeres no tienen tiempo para preocuparse mucho por el sabor de la comida. Pero algunas veces, durante el invierno malo, subía y la hacía salir de la cocina y le cocinaba al enfermo lo que necesitaba.
 »Luego, aquel día de la primavera siguiente, lo vi en la estación cogiendo el tren. Después de aquello, ni ella ni yo volvimos a mencionarlo en absoluto. Al día siguiente subí a verla. Pero no lo mencionamos; nunca le conté que le había visto coger el tren. Saqué la comida de la semana y dije:
 »- Puede que mañana pase por aquí al volver. - No la miré al hablar -. No tengo nada más allá de Ten Sleep, así que puede que, de vuelta hacia Blizzard, pase por aquí.
 »- Creo que con lo que tengo me bastará hasta el próximo martes - dijo ella.
 »- Muy bien – dije -. Entonces la veré el martes.
 - Así que se quedó - dije.
 - Sí. Tenía ya los microbios. No me lo dijo durante un tiempo. A veces no la veía en dos meses. O bien la oía allá abajo, en el cañón, con el hacha, o bien me hablaba desde dentro de la casa, sin salir a la puerta, y yo dejaba los víveres en el banco y esperaba un rato. Pero ella no salía, y yo me iba. Cuando volví a verla, parecía haber envejecido veinte años. Y cuando se fue hace unos días, treinta y cinco.
 - Renunció a él y se marchó, ¿no es eso?
 - Telegrafié a su marido. Fue aproximadamente seis meses después de que Dorry se fuera. El marido llegó aquí al cabo de cinco días, lo mismo que tardó ella. Era un tipo agradable, algo viejo. Pero no venía con ánimo de crear problemas.
 »- Le estoy agradecido - fue lo primero que dijo.
 »- ¿Por qué? - dije.
 »- Le estoy agradecido – dijo -. ¿Qué cree que es lo primero que debo hacer?
 »Lo discutimos. Decidimos que sería mejor que él esperase en la ciudad hasta que yo volviera. Subí. No le dije a ella que su marido estaba allí. Nunca llegué a tanto; aquélla fue la primera vez que me explayé y hablé como si existiera algo tal como el mañana. Pero nunca fui tan lejos como para decirle que su marido estaba allí. Volví a la ciudad y le conté al marido lo de la entrevista.
 »- Tal vez el año que viene - le dije -. Inténtelo entonces.
 »Ella seguía pensando que Dorry iba a volver. Como si fuera a aparecer en el próximo tren. Así que el marido se volvió a casa y yo metí el dinero en un sobre y conseguí que Many Hughes, en Correos, me ayudara a perpetrar el crimen, o como se llame la ofensa contra el gobierno al hacer estas cosas, con la máquina matasellos, para que pareciera todo normal, y le llevé la carta.
 »- Es certificada – dije -. Debe de haber una mina de oro dentro.
 »Y ella la cogió, con el matasellos y el número y todo falsos, y la abrió y buscó la nota de Dorry. Lo llamaba Dorry, ¿se lo dije? La única cosa de la que parecía desconfiar era lo único auténtico.
 »- No hay nota - dijo.
 »- Puede ser que tuviera prisa – dije -. Debe de estar muy ocupado para haber ganado todo ese dinero en seis meses.
 »A partir de entonces, solía llevarle una de estas cartas simuladas dos o tres veces al año. Yo le escribía al marido una vez a la semana para decirle cómo se encontraba su esposa, y dos o tres veces al año, cuando veía que ella iba a quedarse sin un centavo, cogía el dinero y le llevaba una de esas cartas, y ella abría el sobre y casi echaba el dinero a un lado para buscar la nota, y luego me miraba como si pensara que Manny o yo habíamos abierto el sobre para sacar la nota. Quizá creía que lo hacíamos.
 »No lograba hacer que comiera como es debido. Al final, hace como un año, cayó en cama, en el mismo catre y con las mismas mantas. Telegrafié a su marido, y él envió un tren especial con uno de esos especialistas del este que no le miran a uno si carece de certificado de buen linaje, y le dijimos a la mujer que era el inspector de Sanidad del condado, que hacía su ronda anual, y que los honorarios eran de un dólar; le pagó, pues, y aceptó el cambio del billete de cinco dólares que le había entregado, y el médico me miraba y yo le dije:
 »- Vamos, dígaselo.
 »- Le queda un año de vida - dijo.
 »- ¿Un año? - dijo ella.
 »- Eso es – dije yo -. Un año es mucho tiempo. En cinco días se puede llegar aquí desde cualquier parte.
 »- Así es - dijo ella -. ¿Cree usted que debería tratar de escribirle? Podría insertar el texto en los periódicos.
 »- Yo no lo haría – dije -. Está muy ocupado. Si no estuviese ocupado de verdad, ¿podría acaso ganar todo el dinero que está ganando?
 »- Tiene razón - dijo ella.
 »Así que el médico volvió a Nueva York en el tren especial e informó al marido de la situación. Inmediatamente después recibí un telegrama suyo; quería haber mandado de nuevo al especialista del este, aquel médico de altos vuelos. Pero imaginaba, según decía el telegrama, que no iba a dar buen resultado, así que le dije a mi sustituto que podía hacer un buen trabajo; durante un año ganaría una vez y media mi paga. No le iba a hacer ningún daño si le hacía creer que, además de trabajar para el gobierno, trabajaría para uno de esos grandes sindicatos del este. Y cogí el petate y acampé al raso en el cañón, debajo de la cabaña. Empleamos a una mujer injun para que la atendiera. La mujer injun no hablaba lo bastante de ninguna lengua como para explicar gran cosa a la enferma; sólo que un hombre rico la había enviado para cuidarla. Y así lo hizo. Y yo acampado en el cañón al aire libre, diciéndole que estaba de vacaciones cazando carneros. Mis vacaciones duraron ocho meses. Le llevó, pues, mucho tiempo.
 »Al cabo bajé a la ciudad y telegrafié al marido. Me contestó telegráficamente que la enviara a Los Angeles en el tren del miércoles; que él viajaría en avión e iría a esperar el tren en Los Angeles. Así que bajamos con ella el miércoles. Ella estaba sobre una camilla cuando el tren entró en la estación y se detuvo y desengancharon la máquina para conducirla hasta el depósito de agua. Yacía sobre la camilla, a la espera de que la subieran al vagón de equipajes; la mujer injun y yo le habíamos dicho que el hombre rico había enviado por ella. Y entonces aparecieron ellos.
 - ¿Ellos? - dije.
 - Dorry y su esposa. Olvidé contarlo. Las noticias pasan por Blizzard unas cuatro veces antes de quedarse. Pongamos que la noticia tiene lugar en Pittsburg. De acuerdo. La dan por radio y pasa sobre nosotros para llegar a Los Angeles o a Frisco. De acuerdo. Ponen los periódicos de Los Angeles y de Frisco en el avión, y la noticia pasa sobre nosotros hacia el este ahora, hacia Phoenix. Allí ponen los periódicos en el rápido y la noticia vuelve a pasar sobre nosotros en dirección oeste, a sesenta millas por hora y a las dos de la madrugada. Y los periódicos vuelven de nuevo hacia el este en el tren de cercanías, y al fin podemos leerlos. Matt Lewis me enseñó el periódico, la noticia de la boda, el martes.
 »- ¿Crees que se trata del mismo Darrel House? - dijo.
 »- ¿La novia es rica? - dije.
 »- Es de Pittsburg - dijo Matt.
 »- Entonces es él - dije.
 »Así que la gente se apeó de los vagones para estirar las piernas, como suele hacer. Ya conoce esos trenes Pullman. La gente ha convivido durante cuatro días. Se conocen unos a otros como si fueran de la familia: el millonario, la reina de la pantalla, la novia y el novio probablemente con arroz en el pelo todavía. Él con aspecto aún de no tener ni un día más de treinta años, con su reciente esposa pegada a él con la cara baja, y las cabezas de los demás pasajeros volviéndose cuando pasaban, las cabezas de los viejos, que recordaban su luna de miel, y las cabezas de los solteros, que pensaban quizá un puñado de los mejores pensamientos que tuvieron en toda su vida acerca de este mundo, y la novia pensando un poco también, tal vez, encogiéndose contra su marido y pegándose a él y pensando lo bastante como para imaginarse paseándose por el andén desnuda, cuando lo más probable es que no accediera al privilegio ni por once dólares ni por quince. La pareja se acercó, como el resto de los pasajeros que se acercaban y pasaban junto a la camilla y la miraban y hacían ademán como de pararse, como el dueño de una casa al encontrar en la esquina un perro muerto o un trozo de madera con forma extraña, y seguían adelante.
 - ¿También ellos pasaron de largo?
 - Eso es. Se acercaron y la miraron; la novia como encogiéndose contra él y agarrándolo, con los ojos muy abiertos, y Dorry mirando a la mujer de la camilla y pasando de largo, y ella (ya no podía mover sino los ojos) volviendo la mirada para seguirles, pues había visto también el arroz sobre su pelo. Imagino que hasta ese momento quizá había estado pensando que él bajaría del tren y vendría a su encuentro. Pensó que él tendría el mismo aspecto que cuando lo vio por última vez, y pensó que ella tendría el mismo aspecto que cuando él la vio por vez primera. Y así, cuando le vio y vio a la novia y advirtió el arroz, lo único que pudo hacer fue mover los ojos. O tal vez no lo reconoció en absoluto. No lo sé.
 - Pero él – dije -, ¿él qué dijo?
 - Nada. No creo que me reconociera. Había mucha gente, y no llegamos a estar frente a frente. No creo siquiera que me viera.
 - Quiero decir cuando la vio a ella.
 - No la reconoció. Porque no esperaba verla allí. Imagine que ve a su propio hermano en un lugar donde no espera verlo, donde ni en sus más locos sueños imaginó jamás que pudiera estar: no lo reconocería. Y no digamos si acontece que ha envejecido cuarenta años en diez inviernos. Uno debe desconfiar de la gente para reconocerla dondequiera que la vea. Y él no desconfiaba de ella. Ese fue el problema de esa mujer. Pero no duró mucho.
 - ¿Qué es lo que no duró mucho?
 - Su problema. Cuando la bajaron del tren de Los Angeles, estaba muerta. Entonces el problema pasó al marido. Y a nosotros. Estuvo en el depósito de cadáveres dos días, pues cuando el marido fue allí y la miró, no podía creer que fuera ella. Tuvimos que telegrafiarle cuatro veces para que se rindiera a la evidencia. Matt Lewis y yo pagamos los telegramas. Él estaba muy ocupado y olvidó pagarlos, imagino.
 - Todavía ha debido de quedarle algo del dinero que el marido le mandaba para engañarla - dije.
 El cartero rural estaba mascando.
 - Ella estaba viva cuando él mandaba el dinero – dijo -. Era diferente.
 Escupió con cuidado. Se pasó la manga por la boca.
 - ¿Tiene usted algo de sangre india? - dije.
 - ¿Sangre india?
 - Habla usted tan poco. Tan raras veces.
 - Oh, sí. Tengo algo de sangre india. Mi nombre era Toro Sentado.
 - ¿Era?
 - Sí. Me mataron un día hace algún tiempo. ¿No lo leyó en los periódicos?
                                      FIN.

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