El viejo Otis
Meadowfill era tan mezquino que hasta lograba ser solvente pese a lo exiguo de
sus ingresos. Tenía, sin necesidad de trabajar, la renta justa para mantenerse
a sí mismo y a la esclava gris de su mujer y a su hija única, y ni un solo
dólar más que alguien pudiera pedirle prestado u obtener de él como
contrapartida de una venta. En consecuencia, podía dedicarse plenamente a la
tarea de alcanzar y mantener en nuestra ciudad la más alta e indiscutida
reputación de antipatía.
La hija era una
chica tranquila y recatada a quien, incluso después de mirar dos veces,
seguíamos considerando simple y tímida, por la sencilla razón de que así
debería de haber sido la hija de tal familia. Y fue entonces cuando supimos que
al finalizar los estudios secundarios había sido ella quien dijo el discurso de
fin de curso de su clase, y que había obtenido las notas más altas - amén de
una beca de quinientos dólares - jamás alcanzadas en la escuela.
Sólo que ella
no aceptó la beca. Se trataba de la donación anual de uno de nuestros banqueros
en memoria de su único hijo, piloto del ejército, muerto en una de las primeras
batallas del Pacífico. Cuando Essie Meadowfill ganó tal beca, fue a ver
personalmente al banquero benefactor (era aquel mismo ratón tímido, con aspecto
apenas capaz de mirarnos a la cara para darnos los buenos días en la calle) y
le dijo que no necesitaba la beca, ya que había conseguido un empleo en la
compañía telefónica, pero que quería tomar prestados los quinientos dólares, o
sólo parte de ellos, y que los pagaría poco a poco de su sueldo en cuanto
comenzara a trabajar. Y explicó por qué. Nosotros (al fin y al cabo sus
vecinos) sabíamos que en su pequeña casa de madera de la linde de la ciudad no
tenían cuarto de baño. Pero fue entonces cuando supimos que en ella se bañaban
sólo en el sentido más rudimentario del término: que una vez a la semana, el
sábado por la noche, en invierno o en verano, la madre calentaba agua en el
hornillo y llenaba una tina de cinc puesta en el suelo y colocada en el centro
de la habitación, y allí, en la misma agua, se bañaban los tres uno tras otro:
primero el padre, luego la hija y por último la madre.
La primera
reacción del banquero fue no sólo de escándalo, sino también de ira. Iría él
mismo a ver al viejo Meadowfill. No, aún mejor: mandaría a la policía, a una
especie de delegación pública que pregonase la falta de elemental decencia del
viejo cascarrabias. Para no hablar de vergüenza. Pero América - y Mississippi y
Jefferson - era un país libre; un padre tenía derecho a agraviar a las mujeres
de su familia siempre que lo hiciera en privado y no alzara mano física contra
ellas. No había ni que mencionar la intimidad que la chica (según contó el
banquero, Essie se puso a llorar cuando llegó a aquel punto; probablemente las
primeras lágrimas que había derramado desde la niñez) debía de tener. Entonces
el banquero trató de que aceptase tanto la beca como el préstamo. Pero ella se
negó; existía en ella al menos la propia estima de solvencia que el viejo
réprobo le había transmitido. Aceptó sólo el préstamo, y obtuvo asimismo la
promesa de discreción del banquero. Y no es que él contara nunca lo de la tina
de agua de tercera mano; fue como si la simple instalación del baño con sus
cañerías hubiera absuelto del deber de mantener quieta la lengua a los vecinos
de una ciudad tan pequeña como Jefferson, donde ni los hábitos de baño podían
permanecer en secreto indefinidamente.
Así que la
chica obtuvo su baño y su empleo. Un buen empleo; podía ya en verdad llevar
bien alta la cabeza cada mañana - la chica tranquila a quien seguimos
considerando pusilánime y tímida hasta aquel día del año pasado en que el
recién licenciado sargento de marina de Corea iba a mostrarnos de pronto cuán
equivocado estábamos -, al caminar por la calle en dirección a la plaza y la
central telefónica, y cada tarde, al volver por la misma calle cargada de las
compras en almacenes y tiendas de alimentación. Atrás quedaba el tiempo en que
el viejo Meadowfill hacía él mismo todas las compras, regateando el precio de
alimentos de desecho en sórdidas tienduchas de calles secundarias que proveían
sobre todo a negros. Ahora era ella quien las hacía, no porque estuviera
ganando dinero sino porque, dado que trabajaba y que sin duda iba a conservar
su empleo el tiempo que deseara, el viejo Meadowfill se retiró y se hundió en
una silla de ruedas (de segunda mano, naturalmente). No es que tuviera dolencia
alguna; como se decía en la ciudad, era demasiado tacaño para que los gérmenes
lo habitaran y pudieran vivir, para no hablar de multiplicarse. No consultó a
médico alguno: simplemente esperó hasta la mañana que siguió al óbito, y fue y
compró la silla a la familia de la vieja señora paralítica que la había ocupado
durante años, y lo hizo antes incluso de que el entierro hubiera partido de la
casa, y empujó la silla calle abajo hasta su hogar, y, después de acomodarse en
ella, se retiró. Al principio no absolutamente; podíamos aún verle en su patio,
gruñendo y maldiciendo a los chiquillos que solían jugar haciendo incursiones
en los tristes y desatendidos árboles frutales que bordeaban su huerto, o
arrojando piedras (tenía un montón de ellas a mano) a todo perro perdido que
atravesara su tierra. Pero no volvió a salir ya nunca de su finca; y al poco
pareció retirarse permanentemente a la silla de ruedas, y se sentaba en ella,
como si fuera una mecedora frente a la ventana, y miraba el huerto que no
trabajaba ya, y los escuálidos frutales que, por tacañería o tal vez por simple
obstinación, no había cuidado ni fumigado jamás lo suficiente como para poder
recoger unos frutos dignos de venderse.
El trabajo de
Essie no era sólo un buen trabajo: cada día era mejor. Empezamos a preguntarnos
por qué la chica no dejaba aquella casa, llevándose incluso a su madre consigo
y liberándose ambas de aquel viejo infamante, hasta que caímos en la cuenta de
que era la madre la que no quería irse. Ante ello, tuvimos que admitir que,
moralmente, la actitud de la madre era correcta; a causa de la silla de ruedas,
no le quedaba otra alternativa. Sin embargo, tío Gavin decía que se trataba de
algo más. No es que su esposa lo amara todavía; era imposible que así fuera.
Era simple fidelidad, virtud que con el mero hábito se había transformado en
vicio, pues según tío Gavin, todas las virtudes humanas se convierten en vicios
con el hábito - no sólo las virtudes de la lealtad y el honor y la devoción y
la continencia -, sino también los placeres otorgados por Dios del vino y la
comida y el sexo y la excitación adrenalínica del riesgo, en que se convierte el
juego por dinero.
- Además -
decía -, es mucho más sencillo que eso. No tienen necesidad alguna de mudarse.
Todo lo que tienen que hacer es contratarle un seguro de vida y luego
envenenarle. A nadie le importaría; ni siquiera a la compañía de seguros, una
vez que el inspector viniera y se enterara de las circunstancias.
En definitiva,
no hicieron ninguna de ambas cosas: ni envenenarle ni mudarse. El viejo
continuaba sus inútiles e infamantes días en la silla de ruedas, frente a la
ventana, mientras la gris y vencida esposa le servía y era verbalmente
hostigada y zaherida cuando el viejo se aburría de la vista, y la hija no sólo
ganaba el dinero que lo mantenía sino que cargaba hasta casa con la bolsa de la
compra. Y para qué hablar del cuarto de baño. El viejo empezó a usarlo
inmediatamente, en cuanto fue instalado, y a veces tomaba dos y tres baños al
día. Tras retirarse a la silla de ruedas, empero, volvió a la vieja costumbre
de un baño por semana, y los días restantes se limitaba a impulsarse y rodar
hasta el interior del cuarto de baño, y allí, completamente vestido y sentado
en su silla, contemplaba cómo el agua entraba en la bañera y salía por el
desagüe.
Entonces,
aproximadamente hace un año, cualquiera que fueran los mezquinos dioses que
preservaban y alimentaban tal existencia, el viejo llegó a recibir de ellos
hasta un estímulo para seguir viviendo. Al finalizar la guerra, el progreso
llegó también a Jefferson. El camino suburbial y apenas transitado que lindaba
con la tierra de Meadowfill se convirtió en punto de confluencia de una
carretera nacional, es decir, se convertiría propiamente en tal en cuanto la
compañía petrolífera consiguiera persuadir al vicio Meadowfill de que vendiera
el huerto, el cual, unido a una franja de la finca contigua, daría lugar al
emplazamiento de la proyectada estación de servicio. El viejo se negó a vender,
no por simple obstinación esta vez, sino porque legalmente no podía hacerlo.
Durante los primeros días del segundo Roosevelt, Meadowfill, como es natural,
se había contado entre los primeros en solicitar ayuda benéfica y había
comprobado con asombro ultrajado e incrédulo que un gobierno federal
burocrático y melindroso se negaba absolutamente a permitirle ser pobre y
propietario al mismo tiempo. Así que fue a ver a tío Gavin, y eligió a tío
Gavin entre todos los abogados de Jefferson por la sencilla razón de que él,
Meadowfill, sabía que en cuestión de cinco minutos tendría a tío Gavin tan
furioso que, muy probablemente, iba a negarse a cobrarle minuta alguna por redactar
una escritura según la cual el viejo transfería todas sus propiedades a la niña
(entonces menor legalmente). Meadowfill se equivocó únicamente en la estimación
del tiempo, pues tío Gavin tardó tan sólo dos minutos en alcanzar tal grado de
encendida furia que en un abrir y cerrar de ojos se encontró en el sótano de
los archivos públicos, donde, al copiar la escritura original de Meadowfill
para redactar la nueva, descubrió la cláusula condicional, según la cual, y en
relación con la franja extrema del huerto del viejo Meadowfill, se transmitía a
éste tan sólo tanta legitimidad del derecho sobre la misma cuanta acreditara el
vendedor que le vendía el huerto. Así que, por espacio de un instante, tío
Gavin pensó que el verdadero motivo de Meadowfill fuera quizá la idea ilusoria
de que la ley pudiera hacer bueno para una menor aquel derecho que el propio
Meadowfill jamás había podido demostrar. Pero al pensar en ello de nuevo cayó
en la cuenta de que, para Meadowfill, bien podría bastar como motivo uno o dos
sacos de harina gratis y una tajada de carne de la beneficencia federal. Así
que al menos tío Gavin no recibió mayor sorpresa (ahora caía en la cuenta) que
la del propio viejo Meadowfill cuando apareció la otra persona que reclamaba la
franja sin acreditación de propiedad.
Su nombre era
Snopes, si bien, en cierto modo, era otro Meadowfill, con la sola diferencia de
que de hecho era soltero. Es decir, venía solo cuando llegó del campo a la
ciudad, donde compró un trozo de lo que en tiempos, antes de la guerra, había
sido la hacienda de una de nuestras bellas casas coloniales, una pequeña y
apartada parcela, anexa a la franja en litigio de Meadowfill y que contenía por
tanto la franja adicional que la compañía petrolífera quería comprar, en la
cual se asentaba lo que había sido la cochera de la hacienda, que Snopes
convirtió en una casita de campo acabada y con cocina. También él solía comprar
en las mismas tiendas apartadas y sórdidas que Meadowfill había frecuentado, y
se hacía sus propias comidas; pronto empezó a comprar y vender ganado y cerdos
y mulas para arar de casta ínfima; pronto dio en prestar pequeñas sumas,
garantizadas por usurarios pagarés, a negros y granjeros humildes; pronto
empezó a comprar y vender pequeñas parcelas de terreno, solares de la ciudad y
granjas. Podía vérsele casi a todas horas estudiando detenidamente escrituras
inmobiliarias en el Palacio de justicia. De modo que cuando la guerra y el
resurgir económico y la prosperidad y más tarde la compañía petrolífera
llegaron a Jefferson, nadie se sorprendió realmente (y menos aún Meadowfill,
según tío Gavin) al enterarse de que la escritura de Snopes amparaba también
aquella franja dudosa del huerto del viejo Meadowfill.
La compañía
petrolífera se negaba a comprar una sin la otra, y naturalmente exigían un solo
título incontestable sobre la franja en disputa, lo que equivalía a una cesión
por parte de Snopes. (Naturalmente, la compañía había acudido a Essie
Meadowfill en primer lugar, pues era ella la titular del derecho sobre el terreno
de Meadowfill, pero, como preveíamos, la chica había respondido: «Tendrán que
hablar con papá») Lo cual hubiera sido una mera formalidad, ya que la compañía
ofrecía al viejo Meadowfill el dinero suficiente como para disputar la
propiedad de la franja con Snopes y, con toda probabilidad, salir airoso; para
no mencionar el hecho de que Snopes, que habría obtenido un buen beneficio de
la venta de su franja, había vivido en la misma ciudad del viejo Meadowfill el
tiempo suficiente como para esperar poco más de un mísero diez por ciento, amén
de que las luces financieras de Snopes no se hubieran visto ofuscadas a la
vista de un porcentaje incluso más modesto; él, que el año pasado, en una
subasta, había comprado una mula reventada por dos dólares y vendido treinta
minutos después por dos dólares y diez centavos.
Sólo que el viejo Meadowfill no estaba dispuesto a
pagar un diez por ciento por tal cesión. Snopes era un hombre bastante alto,
bastante delgado como resultado de haber dado en comprar restos de alimentos y
de cocinárselos él mismo, con una cara y unos modales blandos y contumaces y
unos ojos absolutamente inescrutables, que decía (al agente comprador de la
compañía petrolífera):
- De acuerdo.
Cinco por ciento entonces.
Y luego:
- De acuerdo.
¿Y qué, es lo que él ofrece entonces?
Y el
calificarla de blanda y afable y acomodaticia no describiría bien su voz
cuando, a continuación, dijo:
- Bien, un buen
ciudadano no puede interferir el camino del progreso, aunque le cueste dinero.
Dígale al señor Meadowfill que tiene mi cesión gratis.
Esta vez el
viejo Meadowfill ni siquiera se molestó en decir que no. Se limitó a quedarse
allí sentado en su silla de ruedas, riéndose. Creíamos saber por qué: ya no iba
a vender el terreno en modo alguno, por la sencilla razón de que una compañía
de la competencia acababa de comprar la esquina opuesta; y, como en el léxico
de los negocios la respuesta inmediata a un negocio iniciado con éxito es abrir
otro exactamente igual lo más cerca posible y lo más pronto posible, tarde o
temprano la compañía primera tendría que pagar por el terreno de Meadowfill lo
que él pidiera. Pero pasó un año, y la estación de servicio rival estaba no
sólo terminada sino en funcionamiento. Y entonces comprendimos lo que debíamos
(incluso Snopes) haber sabido siempre: que el viejo Meadowfill no vendería
jamás aquel terreno, por la sencilla razón de que alguien, cualquiera que
fuera, saldría también beneficiado con la venta. Así que entonces, en cierto
modo, hasta sentimos simpatía por Snopes cuando le llegó el turno de actuar, lo
cual tuvo lugar poco antes de que a Essie Meadowfill le sucediera lo que habría
de demostrarnos que podía ser cualquier cosa menos tímida, y que, aunque recatada
podía seguir siendo tal vez el adjetivo que la definía, el otro no era tranquila
sino resuelta.
Una mañana, el
viejo Meadowfill, después de hacer rodar su silla de ruedas hasta la ventana
para pasar una larga y apacible mañana de contemplación placentera, no del
terreno que no quería vender sino del contiguo, que Snopes no podía vender por
culpa suya, vio un gran cerdo extraviado hozando entre los ruines melocotones
esparcidos por el suelo, bajo sus ruines y abandonados árboles; y aún no había
dejado de llamar a voz en grito a su mujer cuando el propio Snopes, después de
adentrarse en su huerto, se las arregló para deslizar el lazo de una cuerda
alrededor de una de las patas del cerdo, y medio conduciéndolo, medio a
empellones logró hacerlo volver a su terreno, mientras el viejo Meadowfill,
apoyado sobre la ventana abierta y sin llegar a levantarse del todo de la
silla, bramaba maldiciones contra ellos hasta que ambos desaparecieron de su
vista.
Y a la mañana
siguiente, se encontraba ya sentado a la ventana cuando vio con sus propios
ojos cómo el cerdo, desde el patio de Snopes, se acercaba a trote regular y
resuelto por el camino y se internaba en su huerto; aún seguía el viejo apoyado
contra la ventana abierta, bramando y maldiciendo, cuando la esposa gris salió
de la casa, ciñéndose un chal sobre la cabeza, y se apresuró camino abajo hacia
la casa de Snopes, donde durante un buen rato estuvo golpeando la puerta
principal, hasta que los bramidos del viejo Meadowfill, que no habían cesado ni
un momento, la obligaron a volver a casa. Para entonces la mayor parte del
vecindario se había congregado en el lugar, y presenciaron el desarrollo
ulterior de los hechos: el viejo seguía rugiendo indiscriminadas maldiciones e
instrucciones desde la ventana, mientras su esposa, sin ayuda alguna, trataba
de alejar al cerdo de los melocotones caídos y de sacarlo del terreno sin
cercado, y era casi mediodía cuando, inocente y asombrado y compungido,
apareció el propio Snopes (saliendo de donde la vecindad sospechaba que había
estado escondido) con su cuerda de lazo, y cogió al cerdo y se lo llevó del
huerto.
Y a la mañana
siguiente el viejo Meadowfill tenía el rifle - uno viejo y destartalado, de un
solo tiro y del calibre 22 -. Digamos que parecía de segunda mano sencillamente
porque se hallaba en manos de Meadowfill, aunque esta vez nadie podía imaginar
cuándo podía el viejo haber abandonado la silla de ruedas y la ventana (sin
mencionar el cerdo de Snopes) el tiempo suficiente para localizar al chiquillo
propietario del rifle y, tras regateos e intimidaciones, quitárselo de las manos.
Porque (decía tío Gavin) uno no podía concebir que el viejo hubiera sido alguna
vez un muchacho apasionado y orgulloso de poseer tal símbolo de nuestra
valerosa y audaz tradición y herencia pionera, y que hubiera conservado el arma
durante todos estos largos y secretos años, en memoria (y asimismo reproche) de
aquel tiempo puro e inocente. Pero lo tenía, y también los cartuchos, no
sólidas balas, sino cargados con minúsculos perdigones incapaces por completo
de matar al cerdo, o de herirlo siquiera a tal distancia, y mucho menos de
alejarlo de los melocotones. De donde deducimos que no quería ahuyentar al
cerdo; que lo que sucedía era que en él también había prendido fatalmente ese
virulento germen de contienda con uno mismo que en otra gente de su edad se
manifiesta en el golf o en el croquet o en las loterías o en lo anagramas.
Solía
precipitarse sobre su silla de ruedas hacia la ventana en cuanto terminaba el
desayuno, y allí se apostaba, inmóvil, como quien tiende una emboscada, hasta
que aparecía el cerdo. Entonces (tenía que ponerse en pie para hacerlo) alzaba
lenta y silenciosamente la ventana, cuyas guías laterales había engrasado para
que no hicieran ruido, y apuntaba y disparaba; el cerdo daba un respingo y un
salto convulsivos, pero luego se olvidaba y se calmaba, para recibir acto
seguido un nuevo tiro, y al final hasta sus obtusos procesos mentales
relacionaban la punzada con el estampido y, tras el siguiente disparo, se
volvía a casa, y no regresaba hasta la mañana siguiente; y al final hasta a los
propios melocotones los relacionaba con la noción de hostilidad. El cerdo no
volvió en una semana, y empezó a correr entre el vecindario la hablilla de que
el viejo Meadowfill había contratado al chico que repartía los periódicos de
Memphis y Jackson (el viejo Meadowfill no compraba ni un periódico, pues no
estaba interesado en noticias que costaran un dólar al mes) para que hurgara en
los cubos de basura y pusiera cebos en su (de Meadowfill) huerto por la noche.
Nuestra
expectación rebasaba ahora el mero preguntarnos lo que Snopes podría estar
maquinando, pues lo lógico que se hubiera esperado de él, después del primer
disparo de Meadowfill, era que atase al cerdo. O incluso que vendiera al
animal, pues aún estaba a tiempo: o atarlo o venderlo, aunque probablemente
ningún comprador le daría el precio de mercado al ciento por ciento por un
cerdo que durante meses había estado sometido a diario bombardeo. Pero al fin
creímos haber dado con el propósito de Snopes: su esperanza de que algún día,
bien por error o equivocación o acaso simplemente llevado, arrastrado por su
vicio, como el borracho o el jugador lo es por el suyo, más allá de todo freno
moral o miedo a las consecuencias, él (Meadowfill) pusiera una pesada bala en
aquel rifle. Tras lo cual Snopes no sólo lo demandaría por matar al cerdo;
invocaría asimismo una antigua ordenanza municipal que prohibía disparar con
armas de fuego dentro de los límites de la ciudad, y, merced a aquella doble
amenaza, obligaría a Meadowfill a vender su huerto a la compañía petrolífera, y
consiguientemente permitiría que la suya (la de Snopes) pudiera venderse
también. Y entonces algo le sucedió a Essie Meadowfill.
El sargento de
marina. Nunca supimos dónde o cómo o cuándo se las arregló Essie para
conocerle. Essie jamás había viajado a ninguna parte, salvo ocasionalmente a
Memphis, pues todo el mundo en Jefferson, tarde o temprano, pasaba una tarde en
Memphis una vez al mes. Jamás había faltado un solo día a su trabajo desde que
entró en la compañía, salvo durante las vacaciones anuales, que por lo que
sabíamos las había pasado en casa soportando parte de la carga de la silla de
ruedas. Sin embargo, lo conoció. Con los paquetes de la compra diaria, esperó
en la estación hasta que el autobús de Memphis llegó y él descendió de él, y
nadie en la ciudad lo había visto antes, y él llevaba los paquetes cuando
caminaron por la calle, ella aquel día con una hora de retraso, pues la
regularidad de su paso diario por la calle hubiera servido para poner en hora
los relojes. Fue entonces cuando caímos en la cuenta de que a través de los
años tímida no había sido la palabra, porque se veía a simple vista que
ninguna chica podía haber florecido tanto, haberse convertido en tan turgente y
tierna y femenina en tan corto período de tiempo, desde la llegada de aquel
autobús de Memphis. Y nos alegramos de que tranquila tampoco fuera la
palabra que se ajustaba a ella. Porque iba a necesitar decisión, lo supiera o
no su sargento de marina: ambos entrando en la casa y yendo hasta la silla de
ruedas, a un palmo de aquella furia, comparada con la cual el maldecir a
chiquillos y arrojar piedras a los perros e incluso disparar cartuchos cargados
contra el cerdo de Snopes no eran sino meros reflejos histéricos del momento,
ya que aquel intruso amenazaba el sistema mismo de esclavitud a costa del cual
vivía, y diciendo:
- Papá, éste es
McKinley Smith. Vamos a casarnos.
Tal vez la
tenía: salió a la calle con él cinco minutos después, y allí, a la vista de
quien quisiera mirar, lo besó, quizá no era la primera vez que lo besaba, pero
probablemente era la primera vez que besaba a alguien sin preocuparle (más aún,
sin importarle) si era pecado o no. Tal vez la tenía él también: hijo de un colono
de Arkansas, que probablemente apenas había oído hablar de Mississippi hasta
que encontró a Essie Meadowfill un día, dondequiera que fuese, que, una vez que
cayó en la cuenta de que, por culpa de la silla de ruedas y de la madre, ella
no iba a cortar con su familia y casarse con él a pesar de todo, debería haber
renunciado y vuelto a su Arkansas.
O mejor, ambos
la tenían, por la sencilla razón de que tenían en común todo lo demás. Estaban
en verdad predestinados fatalmente, fueran o no también malhadados; no sólo
creían y deseaban las mismas cosas, sino que actuaban incluso del mismo modo.
Era evidente que él había decidido quedarse en Jefferson; y nosotros lo
habíamos aceptado. Y como desde hacía años nuestra región se había visto
inundada por ex soldados que seguían estudios aunque no estuvieran capacitados
para ello o incluso aunque no lo desearan realmente, era lógico que él
utilizara sus privilegios de ex soldado en nuestro instituto local, en donde a
costa del gobierno podría ver a Essie todos los días, a la espera de que una
postrera mezquindad matara al viejo Meadowfill. Pero él no sólo abandonó la
educación tan inmediata y definitivamente como lo había hecho Essie, sino que
pretendía sustituirla por lo mismo que Essie. Nos lo explicó: «He sido soldado
durante dos años. Lo único que aprendí fue lo siguiente: el único lugar del
mundo en donde uno puede estar a salvo es un agujero privado, y preferiblemente
con una tapa de hierro que pueda colocarse sobre la cabeza. Así que quiero
poseer mi propio agujero. Pero ya no soy un soldado, luego puedo elegir dónde
lo quiero, y hasta hacer que sea confortable. Me voy a construir una casa.»
Y así lo hizo.
Compró una pequeña parcela. Ella la eligió; no estaba lejos de donde había
vivido toda su vida. De hecho, en cuanto la casa empezó a ascender, el viejo
Meadowfill podía incluso (no le quedaba otro remedio, a menos que se volviera a
la cama) mirar su progreso día a día desde la ventana. Pero para entonces ya
sabíamos que ella no tenía intención de huir de él ni de abandonar a su madre.
Así que dimos a su actitud la significación correcta: una constante advertencia
y recordatorio al viejo: no debía atreverse a cometer la equivocación de
morirse. Acaso por la emoción que le procuraba su vendetta con el cerdo de Snopes
- podíamos haber añadido -, sólo que aquella contienda había dejado de existir;
no es que - comprendimos al fin - el viejo la hubiera abandonado al encontrar
una víctima más tierna y vulnerable con la que ensañarse, sino que (y esto es
lo que comprendimos al fin) era el propio cerdo quien se había rendido. O sea,
Snopes. El cerdo había realizado su última incursión en uno de aquellos días en
que Essie Meadowfill nos estaba sorprendiendo con el hecho de que al fin había
encontrado un novio, y desde entonces no había vuelto a aparecer por el huerto
del viejo. Snopes seguía siendo su dueño, Es decir, el vecindario sabía
(probablemente por el olor cuando había buen viento) que el animal seguía en su
patio trasero; parecía claro que Snopes se había dado al fin por vencido y
había reparado la valla, o (según creíamos) había desistido de dejar la puerta
entreabierta en los días que consideraba estratégicos. Aunque en realidad
habíamos olvidado a Snopes y su cerdo, pues estábamos ocupados en la
contemplación de la nueva contienda: una batalla de desgaste.
El – McKinley –
se estaba construyendo la casa él mismo; realizaba todo el trabajo duro y
pesado, con la ayuda de un carpintero profesional que le marcaba los tablones
que había de serrar. Nosotros observábamos; el furioso e impotente viejo, al
acecho tras la ventana en su silla de ruedas, ya sin el cerdo siquiera contra
el que desahogar su ira, mientras la casa ascendía día a día. Especulábamos
acerca de si conservaría o no a mano y cargado el rifle del 22, acerca de
cuánto tardaría - cuánto tiempo sería capaz de aguantar - en perder los
estribos y disparar uno de aquellos cartuchos de perdigones contra cualquiera
de ellos, McKinley, o incluso el carpintero. Pronto la víctima sería el
carpintero a menos que el viejo Meadowfill empezara a utilizar la luz de un
proyector. Porque un día (era ya primavera) supimos que McKinley tenía también
una mula y que había arrendado una pequeña parcela de terreno, aproximadamente
a una milla de la ciudad, donde cultivaba algodón. La casa estaba casi
terminada; faltaba tan sólo el trabajo de taller - puertas y marcos y ventanas
- que únicamente un carpintero profesional podía realizar. Así que McKinley
partía en su mula cada mañana al amanecer, y no volvía hasta el anochecer. Y ahora
comprendíamos cuánto debió de haberse enfurecido el viejo Meadowfill: existía
la posibilidad de que McKinley se hubiera descorazonado y rendido y hasta de
que hubiera vendido la casa inacabada, sacando de la venta al menos el modesto
beneficio derivado de la tasación de su propio trabajo, y hubiera abandonado
Jefferson. Pero no era posible que hubiera vendido el algodón no recolectado,
de modo que McKinley se quedaría por siempre en Jefferson para mofarse y reírse
de él, a quien sólo le quedaba su vida o la muerte de su rival como salida ante
el desastre.
Entonces volvió
el cerdo. Reapareció, simplemente; probablemente una mañana, después de hacer
rodar la silla de ruedas desde la mesa del desayuno a la ventana, el viejo
Meadowfill, que no pensaba encarar nada salvo un interminable día más de
iracunda e impotente recepción de agravios, vio allí al cerdo de nuevo, hozando
en busca de los espectros de los melocotones del pasado otoño como si nunca se
hubiera ausentado: no había mediado tiempo ni frustración ni angustia. Nosotros
- yo, porque es aquí donde entro en escena - queríamos pensar que era eso lo
que había sentido el viejo Meadowfill - el cerdo nunca había estado fuera, y
consiguientemente todo lo que desde entonces había acontecido para ultrajarle había
sido sólo un sueño; e incluso el disparo que haría a continuación iba a ser
parte del sueño, como ejecutado por un trueno. Y lo hizo inmediatamente; al
parecer estábamos en lo cierto y había tenido siempre a mano el rifle cargado;
algunos de los vecinos aseguraban haber oído su maligno escupir cuando aún
estaban en la cama.
Y (la noticia del disparo) llegó también al resto de
la ciudad cuando algunos de nosotros estábamos aún desayunando. Sin embargo,
como decía tío Gavin, él fue uno de los pocos que sintió realmente sus
repercusiones. Era casi mediodía; se disponía a cerrar la oficina y a irse a
casa a almorzar cuando oyó unos pasos que subían por la escalinata de afuera.
Entonces entró Snopes, con el dinero en la mano, y fue hasta el escritorio y dejó
sobre él el billete de cinco dólares, y dijo:
- Buenos días,
abogado. No lo entretendré. Sólo quiero un poco de consejo... por valor de unos
cinco dólares.
Y luego habló. Tío Gavin no había llegado a
tocar siquiera el billete; se limitó a mirar el dinero y luego a Snopes, a
quien en todo el tiempo que había vivido entre nosotros no se le conocía pago
alguno de cinco dólares sin saber de antemano que podía vender el objeto
adquirido en un plazo de veinticuatro horas y con un beneficio mínimo de
veinticinco centavos.
- Se trata de
ese cerdo mío al que el viejo caballero, el viejo señor Meadowfill, se complace
en disparar con esos pequeños perdigones.
- He oído hablar de ello - dijo tío Gavin -. De
acuerdo. ¿Qué es lo que quiere a cambio de sus cinco dólares? - Y se lo dijo:
Snopes estaba allí de pie, al otro lado del escritorio, ni reservado ni servil,
sino blando, deferente, inescrutable -. ¿Por decirle lo que usted ya sabe?
¿Que, en cuanto lo demande por herir a su cerdo, invocará en contra de usted la
ley que prohibe que el ganado ande suelto dentro de los límites de la ciudad? Y
eso contando con que pueda usted probar que han existido tales heridas. Y
contando con que pueda justificar ante el juez de paz por qué tardó tanto en
demandarlo. ¿Quiere que le diga lo que usted ya sabe desde el verano pasado,
cuando el viejo disparó al cerdo el primer tiro? O arregla la valla o se
deshace del cerdo.
- Cuesta
bastante dinero alimentar a un cerdo - dijo Snopes.
- Entonces cómaselo -
dijo tío Gavin.
- ¿Un cerdo entero
para una sola persona? - dijo Snopes.
- Entonces
véndalo - dijo tío Gavin.
- Ese viejo
caballero ha disparado tanto contra él que dudo que haya nadie que quiera
comprarlo - dijo Snopes.
- Entonces
regálelo - dijo tío Gavin. Y en cuanto lo dijo se calló, porque ya era
demasiado tarde.
Snopes, sin
inflexión alguna, dijo:
- Regalar el cerdo.
Y se volvía ya
cuando tío Gavin dijo:
- Un momento,
espere.
Y Snopes, aun
entonces, se detuvo tan sólo el tiempo suficiente para volverse y mirar el
billete que tío Gavin empujaba hacia él sobre el escritorio.
- Vengo en
busca de asesoramiento legal - dijo -, y debo pagar por él una minuta
legal.
Y se fue. Y tío
Gavin pensé entonces de prisa: no. ¿Por qué me habrá elegido a mí?,
porque era obvio: en razón de su mediación en la escritura de Essie, tío Gavin
era la única persona en Jefferson ajena a su familia con la que el viejo
Meadowfill hubiera tenido algo semejante a contacto humano en casi veinte años;
ni ¿Por qué tenía necesidad de notificar a un extraño, abogado o no, que
planeaba regalar el cerdo?; ni siquiera: ¿Por qué me llevó a decir yo
primero las palabras en cuestión, confiriéndoles así el carácter de consejo
legal por el que se ha pagado?, sino, ¿ Cómo, regalando el cerdo,
va a obligar al viejo Meadowfill a vender su terreno?
Tío Gavin
siempre decía que no estaba realmente interesado en la verdad, ni tan siquiera
en la justicia; que lo único que quería era saber, averiguar, si la respuesta
le concernía o no de algún modo; y que todos los medios encaminados a tal fin
eran válidos, siempre que no se dejaran testigos hostiles ni pruebas
incriminatorias. Pero yo no le creía; algunos de sus métodos eran no sólo
demasiado duros, sino que llevaban demasiado tiempo; y existen cosas que uno no
haría ni siquiera para averiguar algo. Pero él decía que estaba equivocado, que
la curiosidad es una de esas amantes cuyos esclavos no declinan sacrificio
alguno. Acaso ésta había de probar que ambos teníamos razón.
El problema
estribaba, decía, en que no sabía lo que buscaba; disponía de dos métodos para
tres frentes, y para descubrir algo que bien pudiera no reconocer a tiempo
cuando diera con ello. No podía utilizar las pesquisas verbales, pues la única
persona que sabía la respuesta ya le había dicho todo lo que quería que
supiese. Y no podía optar tampoco por la observación del segundo frente, pues
el cerdo, al igual que Snopes, podía moverse. Con lo que quedaba tan sólo el
inmóvil, la cantidad fija: el viejo Meadowfill.
De modo que a
la mañana siguiente, al despuntar el día, se apostó él también. al acecho
dentro del coche aparcado, en un punto desde el que podía ver la casa y el
huerto del viejo Meadowfill, y más allá la entrada principal de la casa de
Snopes, y más allá la pequeña casa nueva que McKinley Smith casi había
terminado. Durante las dos horas siguientes vio a McKinley partir sobre su mula
en dirección a su pequeño algodonal, y más tarde al propio Snopes, que salía de
casa y se alejaba hacia la plaza, a cumplir con su rutina de oportunismo
usurario; pronto sería hora de que Essie Meadowfill saliera para el trabajo. En
cuanto lo hizo, quedaron tan sólo él en su coche y Meadowfill en su ventana,
ambos (confiaba) invisibles el uno para el otro. Así que, de todos los
elementos, sólo el cerdo faltaba; suponiendo que fuera el cerdo lo que él
estaba esperando, lo cual ni siquiera sabía todavía, y menos aún lo que haría
en caso de que - o cuando - apareciera. De forma que pensó que quizá Snopes
había reconocido realmente haber llegado a un callejón sin salida, y había
renunciado y regalado el cerdo; y él, tío Gavin, no había hecho sino un
descubrimiento ilusorio.
Y a la mañana
siguiente sucedió lo mismo. Fue entonces cuando debería haber desistido. Salvo
que debería haber desistido hacía dos días. Porque ya era demasiado tarde, y no
es que él tuviera mucho en juego, pues ignoraba aún lo que estaba en juego,
pero había invertido demasiado, aunque no fuera más que los dos días de
levantarse antes del alba, de permanecer sentado en un coche aparcado por
espacio de dos horas sin una taza de café. Y entonces, a la tercera mañana, vio
al cerdo. McKinley y su mula habían partido a la hora acostumbrada; todo tan
regular y como de costumbre que él no cayó en la cuenta de que no había visto a
Snopes hasta que vio salir a Essie Meadowfill camino del trabajo; fue, explicó,
una sacudida, un sobresalto, como cuando uno se sorprende despertándose sin
saber siquiera que estaba dormido, y se bajaba ya del coche cuando vio al
cerdo. Es decir, era el cerdo y estaba haciendo exactamente lo que él esperaba
que hiciera: avanzar a aquel trote rápido y resuelto hacia el huerto del viejo
Meadowfill. Sólo que, al verlo por primera vez, el cerdo no se hallaba
exactamente en el lugar en que debería haber estado. Se dirigía hacia donde él esperaba
que se dirigiera, pero no venía exactamente de donde él esperaba que viniera.
Sin embargo, en aquel momento no prestó demasiada atención a este detalle, pues
se encontraba en esa oleada inicial de aún-no-despierta, tardía alarma, y se
apresuraba ya a cruzar la calle y el pequeño patio y a entrar en la casa y
llegar hasta la silla de ruedas antes de que el viejo Meadowfill viera al cerdo
y disparara y completara así el plan antes de que él, tío Gavin, estuviera lo
suficientemente cerca como para interpretar aquello, fuera lo que fuere, que
Snopes había planeado que interpretara o no: lo uno o lo otro.
Pero lo hizo.
No se habría detenido a llamar a la puerta aunque hubiera tenido tiempo para
ello, pues a aquella hora la señora Meadowfill estaría en la cocina fregando
los cacharros del desayuno. Pero hubo tiempo más que suficiente. Llegó a la
puerta y vio al viejo Meadowfill echado hacia adelante en su silla de ruedas,
tras la pantalla de rejilla de la ventana, con el pequeño rifle ya medio alzado
en una mano. Pero aún no se había puesto en pie para levantar la pantalla de la
ventana; permanecía sentado, mirando al cerdo a través de ella, y - según dijo
tío Gavin - su cara era terrible. Todos estábamos acostumbrados a ver en ella
mezquindad y ánimo de venganza e ira; eran algo habitual. Pero aquello era gozo
malévolo. Allí sentado, refocilándose, ni siquiera volvió la cabeza cuando tío
Gavin avanzó hacia la silla, sólo dijo:
- Acérquese.
Tiene un asiento de tribuna.
Y entonces tío
Gavin pudo oírle maldecir, no el rudo maldecir externo de la cólera o el
combate, sino un quieto murmullo interno de vileza que, aunque el viejo Meadowfill
hubiera conocido y usado alguna vez, sus cabellos grises deberían haber
olvidado.
Luego se
levantó de la silla de ruedas. En aquel preciso instante, tío Gavin advirtió el
pequeño bulto, aproximadamente del tamaño de un ladrillo envuelto en un trozo
de arpillera, atado al tronco de uno de los melocotoneros, a unos cuarenta pies
de la ventana. Pero no le prestó atención, y se limitó a decir: «Basta ya,
señor Meadowfill; basta ya», al tiempo que el viejo, ya de pie, dejaba el rifle
al lado de la ventana, agarraba los pomos de la parte inferior de la pantalla y
tiraba de ella hacia arriba; la pantalla ascendió entre sus guías engrasadas y
se oyó el débil, seco, maligno escupir del disparo; tío Gavin – contó - estaba
de hecho mirando hacia la pantalla cuando, repentinamente, la malla metálica se
deshilachó y se esfumó ante la miríada de diminutos, invisibles perdigones. Y,
si bien ello es imposible, dijo que le pareció realmente oírlos silbar por el
vientre y el pecho del viejo Meadowfill, que medio brincó, medio cayó de
espalda sobre la silla, la cual rodó hacia atrás al recibir el cuerpo, y dejó
al viejo tirado en el suelo, donde permaneció unos instantes con semblante de
incrédulo y creciente agravio: no dolor, sólo agravio, y en seguida trató de
alcanzar el rifle y empezó a incorporarse sobre las rodillas.
- ¡Me han
disparado! - dijo con aquella agraviada e incrédula voz.
- No cabe duda
- dijo tío Gavin -. Ha sido el cerdo. No trate de moverse.
- ¿El cerdo? ¡Maldición!
- dijo el viejo Meadowfill -. ¡Ha sido ese (puntos suspensivos) de McKinley
Smith!
Y fue entonces cuando me reclutó tío Gavin.
Cuando llegué, sin embargo, había devuelto ya al viejo Meadowfill a su silla de
ruedas; para entonces la señora Meadowfill debía de haber pasado ya a un
segundo plano, pero supongo que no me percaté de su existencia mucho más de lo
que antes se había percatado tío Gavin. El viejo Meadowfill aún no se había
calmado en absoluto, y seguía encolerizado y enloquecido como un avispón - no
estaba herido; sólo quemado, lleno de ampollas, sin apenas perdigones bajo la
piel -, bramando y maldiciendo y tratando aún de alcanzar el rifle, que tío
Gavin había alejado de él, pero al menos inmovilizado, bien por la fuerza moral
de tío Gavin o tal vez sólo porque tío Gavin estaba de pie. Luego le contó a
tío Gavin cómo Snopes, hacía dos días, le había dicho a Essie que había
regalado el cerdo a McKinley, a modo de regalo para la inauguración de la casa,
o tal vez hasta - confiaba Snopes - de regalo de bodas para un día no lejano.
Tío Gavin tenía también el arma: una muy pulcra y casera trampa mortífera;
también había sido en un tiempo un rifle barato, de un solo tiro y del calibre
22; con el cañón y la culata recortados, lo habían envuelto en el saco de
pienso y atado al tronco del melocotonero; un cordel negro prácticamente
invisible unía, a través de una serie de armellas, el marco de la pantalla de
tela metálica con el gatillo, y la boca del cañón apuntaba al centro de la
ventana, aproximadamente un pie por encima del alféizar. La señora Meadowfill
estaba allí de nuevo, así que podíamos marcharnos.
- Si no se hubiera puesto de pie antes de
tocar la pantalla, el disparo le habría dado en plena cara - dije.
- ¿Crees que al que puso la trampa le
importaba? - dijo tío Gavin -. ¿Que sólo lo asustara y lo enfureciera hasta el
punto de lanzarse contra Smith con ese pequeño rifle - ahora tenía una sólida
bala dentro, y el cartucho era uno grande, de rifle largo; así es como el viejo
Meadowfill pretendía cazar la próxima pieza -, obligando así a Smith a que le
matara; o que el tiro lo dejara ciego o lo matara allí mismo, sobre la silla de
ruedas, resolviendo así todo el problema?
- ¿Resolviéndolo? - dije.
- Era un equilibrio - dijo él -. Una especie
de delicado y atenuado e insoportable equilibrio de agravios; tan delicado que
el peso más liviano, por trivial que fuera, no sólo lo trastornaría sino que
haría zozobrar, alteraría totalmente todas las calidades implicadas en él; todo
lo reprimido dejaría de ser reprimido, todo lo no vendido dejaría de ser no
vendido
- Sí – dije -. Era muy inteligente.
- Peor que eso - dijo tío Gavin -. Era
maligno. La gente pensaría; nadie salvo un veterano del Pacífico sería capaz de
inventar una trampa con un arma de fuego, por mucho que el veterano lo negara.
- Sigue siendo inteligente – dije -. Hasta
Smith estaría de acuerdo.
- Sí - dijo tío Gavin -. Por eso te telefoneé.
También tú has sido soldado. Puede que necesite un intérprete para hablar con
él.
- Sólo fui mayor – dije -. Nunca tuve el rango
suficiente para decirle nada a un sargento, y no digamos a un sargento de
marina.
Pero no fuimos [a buscar] a Smith el primero;
además, debía estar en su algodonal. Y, si yo hubiera sido Snopes, tampoco en
su casa habría habido nadie. Pero sí había. Abrió él mismo la puerta; llevaba
un delantal y una sartén, y en la sartén había incluso un huevo frito. Pero, en
cualquier caso, planear esto de antemano no debía de haber costado gran
esfuerzo a alguien que había planeado aquella trampa basada en el movimiento
alternativo. Tampoco en su cara había nada.
- Caballeros – dijo -. Pasen.
- No, gracias - dijo tío Gavin -. No
tardaremos tanto. Esto es suyo, según creo.
Había una mesa; tío Gavin dejó el saco de
pienso encima de ella y lo sacudió de forma repentina, y el rifle mutilado se
deslizó por la mesa hasta pararse.
Y seguía sin haber nada en absoluto en la cara
o en la voz de Snopes.
- Esto es algo que ustedes los abogados llaman
discutible, ¿no es cierto?
- Oh, sí - dijo tío Gavin -. También todo el
mundo sabe hoy de huellas dactilares, al igual que sabe de vuelos espaciales y
de trampas con armas de fuego.
- Sí - dijo Snopes -. ¿Me lo está dando o me
lo está vendiendo?
- Se lo estoy vendiendo - dijo tío Gavin -.
Por la escritura, a favor de Essie Meadowfill, de esa franja del terreno de
usted que la compañía petrolífera quiere comprar, Y una cesión de la franja del
terreno de Meadowfill que la escritura de usted ampara. Ella le pagará lo que
pagó usted por la franja, más un diez por ciento de lo que la compañía
petrolífera le pague por ella.
Ahora, en
verdad, Snopes no se movió; se quedó allí inmóvil, con el huevo frito frío en
la sartén.
- Muy bien -
dijo tío Gavin -. En tal caso, tendré que ver si McKinley quiere comprarlo.
Era
inteligente, había que concederle eso: lo suficientemente inteligente como para
saber con exactitud hasta dónde podía ir.
- ¿Sólo el diez
por ciento? - dijo.
- Usted inventó
esa cifra - dijo tío Gavin.
Y lo
suficientemente inteligente como para saber cuándo debía abandonar.
Dejo con
cuidado la sartén en el suelo y envolvió el rifle mutilado en el saco de
pienso.
- Imagino que
tendrá tiempo para pasar hoy por su oficina, ¿no es eso? - dijo.
Y esta vez fue
tío Gavin quien se quedó atónito por espacio de un instante. Pero se limitó a
decir:
- Voy allí
ahora.
También
podíamos haber encontrado a Smith en su casa al anochecer. Pero fue tío Gavin
quien no quiso esperar. No era todavía mediodía cuando, desde la cerca que
había al lado de la carretera, vimos a Smith y a la mula acercarse por una
larga y negra senda de tierra volteada que era como la estela inmovilizada de
la vertedera del arado. Luego permaneció en pie, del otro lado de la cerca,
desnudo de cintura para arriba a excepción del peto del mono, con botas de
combate; y entonces recordé lo que tío
Gavin había dicho aquella mañana acerca de que todo lo que estaba
reprimido dejaría de estar reprimido. Tío Gavin le tendió a Smith la escritura.
- Tome - dijo.
Smith la leyó.
- Es de Essie -
dijo.
- Entonces
cásese con ella - dijo tío Gavin -. Podrán vender ese terreno y comprarse una
granja. ¿No es lo que los dos desean? ¿No se ha traído una camisa o un jersey?
Póngase lo que sea y venga a la ciudad en mi coche; Chick llevará la mula.
- No - dijo
Smith. Al volverse hacia la mula, se metió la escritura, o mejor, la hundió
atropelladamente en su bolsillo -. La llevaré yo. Pasaré por casa primero. No
voy a casarme con nadie sin afeitarme y sin corbata.
Y hubo algo
más, mientras esperábamos a que el pastor baptista se lavara las tiranos y se
pusiera la chaqueta; la señora Meadowfill llevaba sombrero, el primero que le
habíamos visto en toda la vida; tenía todo el aspecto de ser el primer sombrero
confeccionado por el hombre.
- Pero papá...
- dijo la que pronto iba a ser Essie Smith.
- Oh - dijo tío
Gavin -. Te refieres a esa silla de ruedas. Ahora es mía. Fue el pago de la
minuta legal. Te la voy a dar a ti como regalo de bodas.
Fin.
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