Pronto su
sombra se vio descabezada por la cortante línea de la cima de la colina;
empujada ante él como si fuera una serpiente, la vio gradualmente convertirse
en nada. Al final se quedó sin sombra alguna. Sus pesados e informes zapatos,
grises en el camino polvoriento; su mono de trabajo, gris por el polvo: el
polvo era como una bendición sobre él y sobre el día de trabajo que dejaba tras
él. No recordaba la caída del trigo muerto, y sus músculos habían olvidado las
estocadas y el levantamiento de horca y grano, y sus manos habían olvidado la
sensación de un mango gastado de madera, suave y dulce al tacto como seda; y
había olvidado el abrirse de un pajar y la suerte de danza inmortal de la paja
girando en el aire a la luz del sol.
Detrás quedaba
un día de faena; ante él, la burda comida y el torpe sueño en cualquier
ocasional casa de huéspedes. Y al día siguiente, otra vez el trabajo y otra vez
su siniestra sombra rotatoria señalando el paso de un nuevo día. Pronto, breve
y bruscamente, la colina llegó a su fin: la cima dejó de ser una línea
cortante. Allí estaba el valle en sombras, y la colina opuesta, en dos
dimensiones y dorada por el sol. Y en el interior del valle, la ciudad, entre
sombras de color lila. Entre sombras de color lila se hallaban los alimentos
que comería y el sueño que lo aguardaba; acaso una chica, como música fúnebre y
húmeda por el calor y vestida de algodón azul, se cruzaría en su camino
fatalmente; y también él, en aquella tierra lunar, sería uno más entre los
hombres jóvenes que con su sudor hacen saltar oro del trigo.
Pero allá
estaba la ciudad. Por encima de los muros grises había ramas de manzano un día
dulces y floridas y hoy todavía verdes; los establos y las casas eran colmenas
de donde habían huido las abejas de la luz del sol. Desde allí, el Palacio de
justicia era un sueño soñado por Tucídides: uno no llegaba a ver que las
pálidas columnas jónicas estaban accidentalmente manchadas de tabaco. Y del
taller del herrero llegaba un acompasado tañido de yunque y martillo, como una
llamada a vísperas.
Privado de
movimiento, su cuerpo sintió la sangre, que se apaciguaba por momentos, sintió
la tarde, que fluía y se iba como agua; sus ojos vieron la sombra de la aguja
de la iglesia, como un prodigio en medio de aquella tierra. Miró el polvo que
se derramaba de sus zapatos invertidos. Sus pies estaban veteados y mugrientos
por el polvo; apacigua- do, agradeció la humedad placentera y caliente de sus
zapatos.
El sol era la
boca roja y descendente de un horno; su sombra, que él creía perdida, se
agazapaba a sus pies como un perro que trata de esconderse. El sol estaba en
los árboles, goteando de hoja en hoja; el sol era como una pequeña llama de
plata que se moviera entre los árboles. Oh, era algo vivo, pensó al mirar una
luz dorada entre los pinos oscuros: una pequeña llama que, habiendo perdido de
algún modo su vela, anduviera buscándola.
Cómo supo a
aquella distancia que era una mujer o una chica, no habría podido decirlo, pero
lo sabía; y durante un tiempo miró con curiosidad vacía los movimientos sin
objeto de la figura. La figura se detuvo, recibió el último fulgor del rojo sol
en un plano delgado y dorado que, retornando el movimiento, desapareció.
En el curso de
un nítido instante hubo una. vieja y aguda belleza detrás de sus ojos. Luego,
sus un día limpios instintos, groseros después, lo hicieron ponerse bruscamente
en movimiento. Saltó una cerca ante la mirada contemplativa y fija del ganado y
corrió torpemente hacia los bosques a través de un campo de maíz recolectado.
Viejos y blandos surcos se deslizaban bajo sus zancadas, haciendo que sus
rodillas martilleantes entrechocaran, y quebradizos tallos de maíz
obstaculizaban su veloz marcha con sensual y estática indiferencia.
Alcanzó los
bosques después de saltar otra cerca, y se detuvo un instante y el oeste
transmutó alquímicamente el plomizo polvo que lo cubría, dorando las puntas de
su barba sin afeitar. Los árboles, los troncos de arces y hayas eran franjas
gemelas de oro rojo y de lavanda erguidas en la tierra, y las ramas extendidas
conferían al ocaso colores indecibles; eran como manos de avaro derramando a
regañadientes monedas doradas de crepúsculo. Los pinos eran mitad hierro, mitad
bronce; esculpidos en símbolo de quietud eterna, derramaban también oro sobre
la hierba rala, que lo hacía correr de árbol en árbol como fuego que se
extiende, para apagarse luego en la sombra de los pinos. Sobre una rama
oscilante, un pájaro lo miró brevemente, cantó y se alejó volando.
Ante la verde
catedral de árboles se quedó quieto unos instantes, vacío como una oveja,
percibiendo cómo el día moribundo se iba del mundo como agua de una bañera o de
un cuenco rajado; y oyó al día repetir lentas plegarias en la nave verde. Luego
volvió a moverse hacia adelante, lentamente, como si esperara que fuera a
surgir ante él un sacerdote para detenerlo y descifrar su alma.
Pero nada
sucedió. El día fue lentamente muriendo sin un ruido en torno a él, y la
gravedad lo condujo colina abajo entre apacibles sendas de árboles. Pronto lo
envolvió la sombra violeta de la colina. No había sol allí, aunque las copas de
los árboles seguían siendo como maleza bañada en oro, y los troncos de los
árboles de la cima eran como una verja listada más allá de la cual la tarde se
consumía lentamente. Y él se detuvo de nuevo, y sintió el miedo.
Recordó
fragmentos del día: los tragos de agua fresca de una jarra, mientras otro
esperaba su turno, el trigo rompiéndose ante la hoja de la segadora mientras
los caballos de tiro hacían fuerza contra la collera, los caballos que soñaban
con avena en un establo dulce por el amoníaco y el olor de los arneses
sudorosos, los mirlos que sesgaban el aire sobre el trigo como trozos de papel
quemado. Pensó en el haz de músculos bajo una camisa azul mojada por el sudor,
y en alguien a quien atender o con quien hablar. Siempre alguien, algún otro
miembro de su raza, de su género. El hombre puede falsificarlo todo salvo el
silencio. Y en aquel silencio conoció el miedo.
Porque había
algo que ni siquiera el deseo del cuerpo de una mujer tenía en cuenta. O que,
al utilizar tal instinto con el propósito de apartarlo de los caminos de la
seguridad, en donde otras gentes de su género comían y dormían, lo había
traicionado. «Si la encuentro, estoy a salvo», pensó, sin saber si lo que
quería era la cópula o compañía. Allí no había nada para él: las colinas, que
descendían en ambos lados, que se aproximaban, que sin embargo se hallaban
separadas por un pequeño arroyo. El agua discurría parda bajo alisos y sauces,
sin luz, y parecía inhóspito y oscura. Como la mano del mundo, como una línea
en la palma de la mano del mundo, una arruga insignificante. «¡Sin embargo
podía ahogarse en ella!», pensó con terror, mientras miraba revolotear sobre
ella a los mosquitos, mientras miraba los árboles calmos e indiferentes como
dioses y el remoto cielo, que era como un sedoso paño mortuorio que ocultara su
disolución repulsiva.
Había pensado
que los árboles eran una cantidad determinada de madera, pero aquéllos tan
silenciosos eran más que eso. La madera había servido para hacer casas que lo
protegían, la madera había alimentado el fuego que lo calentaba, le había dado
calor para cocinar su comida; la madera había servido para hacer barcos que
surcaban las aguas de la tierra. Pero no estos árboles. Estos lo miraban fija e
impersonalmente, tomándose una venganza lenta. El ocaso era un fuego que ningún
combustible había alimentado jamás; el agua emitía un murmullo en un oscuro y
siniestro sueño. Ninguna embarcación surcaría estas aguas. Y sobre todo ello se
cernía algún dios a cuyas compulsiones él debía responder mucho después aún de
que sus más cómodas creencias se hubieran gastado como una prenda de uso
diario.
Y ese dios ni
lo reconocía ni lo ignoraba: ese dios parecía no tener conciencia de su
entidad, salvo para considerarlo un intruso en un lugar donde nada tenía que
hacer. Se agachó, sintió la tierra áspera y cálida contra sus rodillas y sus
palmas; y, arrodillándose, esperó una brusca y horrenda aniquilación.
Nada sucedió, y
abrió los ojos. Por encima de la cumbre de la colina, entre los troncos de los
árboles, vio una única estrella. Fue como si allá a lo lejos hubiera visto un
hombre. Era algo familiar, algo demasiado remoto para preocuparse por lo que él
hiciera. Así que se levantó y, con la estrella a su espalda, empezó a caminar
en dirección a la ciudad. Allí estaba el arroyo que había de cruzar. La demora al
buscar un vado engendró de nuevo en él el miedo. Pero lo apartó mediante un
acto de voluntad, pensando en la comida y en su esperanza de encontrar una
mujer.
Apartó de sí
aquella sensación de inminente disgusto y cólera de un Ser a quien había
ofendido. Pero seguía en torno, suspendida sobre él como unas alas niveladas.
Su miedo primero había desaparecido, pero pronto se encontró a sí mismo
corriendo. Habría deseado convertir la carrera en paso, siquiera para probarse
la firmeza de su integridad integral, pero sus piernas se negaban a detener su
carrera. Allí, en el crepúsculo evasivo, había un tronco que hacía de puente en
el arroyo. ¡Camina sobre él! ¡Camina sobre él!, le dijo su sentido común. Pero
sus piernas le impelieron a tomarlo a la carrera.
La corteza
podrida se escurrió bajo sus pies y se desprendió y cayó sobre el oscuro y
susurrante arroyo. Fue como si él, aún en la orilla, hubiera resbalado y se
debatiera por, mantener el equilibrio mientras maldecía su cuerpo torpe. Vas a
morir, dijo a su cuerpo, y volvió a sentir en torno aquella inminente
Presencia, una vez que su concentración mental se vio vencida por la gravedad.
Durante un fragmento detenido de tiempo sintió, a través de la vista, sin
mediación del intelecto el agua oscura a la espera, el tronco engañoso, los
troncos de los árboles latiendo y respirando y las ramas como una invocación a
un dios oscuro y oculto; luego los árboles y el cielo exaltado de estrellas
describieron un arco ante sus ojos. En su caída estaba la muerte, y una risa
triste y burlona. Murió una y otra vez, pero su cuerpo se negaba a morir.
Entonces lo aprehendió el agua.
Entonces lo
aprehendió el agua. Pero era algo más que agua. El agua se deslizó oscuramente
entre su cuerpo y el mono de trabajo y la camisa, y él sintió que su pelo se
escapaba hacia atrás húmedamente. Pero sintió que un muslo sobresaltado se
escurría bajo su mano como una serpiente, sintió una pierna veloz entre oscuras
burbujas; y, hundiéndose ya, la punta de un pecho le raspó la espalda. En medio
de una conmoción de agua agitada vio la muerte como una mujer ahogada y
rutilante y a la espera, vio un cuerpo brillante y atormentado por el agua; y
sus pulmones vomitaron agua y tragaron aire húmedo.
Agua turbada
golpeaba contra su boca, tratando de entrar en ella, y la luz del día
aprisionada bajo el arroyo saltó de nuevo sobre la superficie en forma de
ondas. Relucientes planos de luz incidían y quebraban la superficie, y se
alejaban de él; y, pisoteando agua, sintiendo los zapatos empapados y el pesado
mono de trabajo, sintiendo pegado a la cara el pelo, vio cómo ella, chorreando,
ascendía oscilante por la orilla.
El avanzó
agitando el agua, persiguiéndola. Nunca parecía alcanzar la orilla opuesta. Sus
ropas, pesadamente empapadas, se pegaban a él como sirenas importunas, como
mujeres; vio el agua quebrada de su empeño coronada de estrellas. Al fin se vio
a la sombra de los sauces, y sintió bajo su mano la tierra húmeda y
resbaladiza. Aquí y allá, raíces y ramas. Se incorporó mientras el agua chorreando
de la ropa, mientras sentía que la ropa se volvía primero liviana y pesada
luego. Sus zapatos avanzaban aplastándose blandamente y su indumentaria anodina
y adherida a la piel obstaculizaba pesadamente su carrera. Podía ver cómo su
cuerpo, fantasmal en el crepúsculo sin luna, ascendía por la colina. Y él
corrió, maldiciendo, con el agua chorreándole del pelo, con el lamento húmedo
de ropas y zapatos, maldiciendo su suerte y su destino. Creyó desenvolverse
mejor sin los zapatos, y, mientras seguía mirando la apagada llama de la mujer
corriendo, se los quitó y prosiguió la marcha en pos de ella. La ropa mojada le
pesaba como plomo; jadeaba cuando alcanzó la cima de la colina. Y allí estaba
ella, en un campo de trigo, bajo la ascendente luna llena del equinoccio de
otoño, como un barco en un mar de plata.
Echó a correr
tras ella. El surco de su marcha hacía saltar plata en el trigo, bajo la
insensible luna; plata que se alejaba de él en ondas y se apagaba y volvía a
ser el oro intocado y sin brillo del grano erguido. Ella estaba ya lejos, y la
perturbación de su paso por el trigo se esfumaba siempre antes de que él
llegara. Más allá de la onda que el paso de la mujer levantaba en arco a ambos
lados, él vio cómo su cuerpo se internaba en una franja boscosa, como la llama
de una cerilla; luego ya no la vio más.
Sin dejar de
correr, cruzó el trigo dormido sobre la tierra lunar, y se adentró entre los
árboles, fatigado ya. Pero ella había desaparecido, y él, en una oleada
recurrente de desesperación, se echó a tierra boca abajo. «¡Pero yo la toqué!»,
pensó sumido en una auténtica agonía de decepción, sintiendo la tierra a través
de sus ropas húmedas, sintiendo las pequeñas ramas bajo los brazos y la cara.
La luna seguís
ascendiendo, la luna navegaba como un barco cargado y grueso ante un alisio
azur, mirándole con rotunda complacencia. Y él se retorció pensando en el
cuerpo de ella bajo su cuerpo, en el oscuro bosque, en el ocaso y en el camino
polvoriento, que deseó no haber dejado. ¡Pero yo la toqué!, se repitió,
tratando de levantar sobre tal certeza una consumación incontrovertible. Sí, su
muslo veloz y asustado y la punta de su seno; pero el recordar que ella había
huido de él impulsivamente le resultaba más insufrible que nunca. No te hubiera
hecho ningún daño, gimió, no te hubiera hecho daño en absoluto.
Sus músculos
laxos, vaciados, sintieron un rumor de trabajo pasado y de trabajo futuro,
compulsiones de horca y grano. La luna lo apaciguaba, examinando detenidamente
su pelo húmedo, experimentando con sombras; y él, al pensar en el día
siguiente, se levantó. Aquella perturbadora Presencia se había alejado, y la
oscuridad y las sombras ya sólo se mofaban de él. La luz de la luna se deslizó
a lo largo de una cerca de alambre, y él supo que allí estaba el camino.
Sintió cómo a
su paso se agitaba el polvo, vio el maíz de plata en los campos, los árboles
oscuros como tinta derramada. Pensó en cómo había sido ella cual movedizo
mercurio, en cómo había huido de él cual moneda echada al aire; pero pronto se
hicieron visibles las luces de la ciudad; el reloj del Palacio de justicia y
una luminosidad sugerente de calles; era, pese a su pequeñez, como una tierra
encantada. Pronto quedó en el olvido la mujer, y él pensó sólo en un cuerpo
relajado en una cama triste, y en el despertar y en el hambre y en el trabajo.
El largo y
monótono camino se extendía ante él bajo la luna. Ahora su sombra iba a su
espalda, como un perro tras su amo, y más allá de ella quedaba un día de sudor
y de trabajo. Y ante él esperaba el sueño y la ocasional comida y otra vez el
trabajo; y acaso una chica, cual fúnebre música, vestida de calicó frente al
calor. Al día siguiente su sombra siniestra volvería a describir un círculo en
torno a él, pero el día siguiente quedaba aún muy lejos.
La luna
navegaba cada vez más alto: pronto se deslizaría por la colina del cielo,
recuperando con creces la plata que hubo prestado a árbol y trigo y colina y
ondulada y monótona tierra fecunda. Abajo, un establo tomó un perfil de plata
de la luna, un silo se convirtió en un sueño soñado en Grecia, los manzanos
lanzaron plata como fontanas gesticulantes. La ciudad, planos de luz de luna;
las luces del Palacio de justicia, fútiles ante la luna.
Tras él,
trabajo; ante él, trabajo; en torno, todas las viejas desesperanzas del aliento
y del tiempo. Las estrellas eran como flores hechas añicos que flotaban en agua
oscura y que engullían el oeste; el polvo seguía pegado a sus pies aún húmedos,
y descendió lentamente por la colina.
Fin
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