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Horacio Quiroga - Flor de imperio

 

            Antonio Fatal se casó en 1881, y de su matrimonio tuvo dos hijos: Divina (el nombre de la madre) y Rubén, la primera de los cuales murió en temprana edad, arrebatada por el río. Rubén lloró largamente la desaparición de su hermana. ¿Quién le acompañaría a buscar las primeras flo­res de primavera, para las que era tan fresca la cabeza de Divina? ¿Quién como ella, se acordaría de encerrar con el mal tiempo a los pequeños pa­vorreales que no podían soportar la lluvia? ¿Quién se sentaría a su frente en la mesa, y dónde estaba, ¡ay!, la voz que contaría de igual modo que él las cosas que habían visto juntos? Muy largo fue ese año para Rubén. El dolor le había cogido sin precedente alguno, a no ser el causado por la muerte de una prima suya que no conocía y cuyo desventurado fin, sin embargo, le hizo llorar algunas noches. Pero ahora era la mitad de su exis­tencia lo que le faltaba. ¿Abandonarse al dolor? Rubén se abandonó, no obstante, como una criatura, y el esfuerzo de sus padres para arrancarle a esa pasión dolorosa fue tan infructuoso como el que ellos mismos se im­pusieron para su propio consuelo. Mas el tiempo, el sagrado tiempo de las esperanzas nevó suavemente sobre aquellos corazones lacerados, y al cru­do dolor del primer año sucedió ese lánguido afán de ponernos tristes, que es la dulzura posible de ciertas desolaciones.

            Calmóse. Pero su sensibilidad ya crecida se desordenó con el recio choque, y los retrocesos melancólicos, las nostalgias de cosas perdidas su­puestas bien dichosas, las congojas sin saber por qué -más ímprobas que el trabajo infructuoso- fueron no escasas en su trémula existencia. Conti­nuó viviendo débilmente, irresoluto de mañana, de tarde y de noche, abriendo su corazón a todas las agonías de las cosas que en su gran pecho de trastornado narraban vidas esenciales.

            Solía pasear de tarde, solo. Los crepúsculos de ese año fueron más es­plendentes que los del verano anterior. El horizonte tuvo nuevos tonos, no­bles granates y azules ultramarinos de las remotas islas oceánicas. Rubén, de pie en la vasta llanura, miraba largamente esos incomparables esfuerzos de luz. Un día se echó a llorar. Y así todas estas potencias de vida le ami­lanaban como ojos demasiado insistentes, reaccionando en lágrimas, lentas caídas de brazos, con su sencillo traje negro.

            Hermoso y gentil como era, sus rasgos se afinaron. El bozo que co­menzaba a aparecer se detuvo en ligera sombra. Permaneció blanco, deli­cado, fraternal, como si el hombre que en él había hubiera fracasado de gol­pe a la muerte de Divina. Sus manos pálidas olían a éter.

En su cuarto tenía, frente a la cama, un retrato de Divina. Todas las noches, ya acostado, quedaba una hora en contemplación de la nunca bien llorada hermana y amiga. Y tanto su alma se llenaba de mujer, que al fin lloraba -sacudiendo locamente la cabeza- lloraba por ella, lloraba por todos, lloraba por él.

            Halló una muñeca de Divina, y con ella en los brazos pasó largos días en su cuarto, perdidos los ojos en el retrato adorado.

            Sus formas se llenaban: cobró disgusto a los hombres. Fue su alegría mayor en esa época el advenimiento a casa de una amiga en mucho tiem­po no vista, con quien jugó de pequeño en el cuarto derruido de una grande y vieja casa al sol, que ya apenas recordaba.            Dispuso mil coqueterías. Cuando Luisa llegó, enjugóse presto los ojos y se abrazaron para siempre. Desde entonces fue su vida más tranquila y su pasión más llevadera. Juntos, en las noches de aquel febrero meridional, pasearon despacio sollo­zando no bien definidos dolores. Con las manos alzadas al cielo, pedían cal­ma para los corazones lacerados, y paz, mucha paz en el recuerdo de Divi­na. Los naranjos oscuros susurraban trémulas esperanzas; el suave rocío arrastraba sus lágrimas y los transidos amigos -las manos juntas- cruza­ban a pasos tranquilos los campos llenos de luna.

            Una noche, más poética que todas, Rubén cayó de rodillas ante Luisa, y el resto de mujer que en él había disolvióse en llanto sobre las queridas manos consoladoras. Pasearon en adelante cogidos de la cintu­ra, como prometidos que eran de verdad. Pero en él las auras femeninas habían dominado mucho tiempo para dejar paso firme al hombre; el va­rón, apenas renacido, se dejaba ir a ensueños de idilios truncados, pa­ñuelos desgarrados en los dientes, dichas mortuorias de inconsolables Julietas. Todo su amor de hombre naufragaba en el deseo de ser llorado como una no manchada novia. Recrudecían sus ternuras con Luisa; son­rosado, flexible, reclinábase sobre el pecho de ella, cerrando los ojos, sonreía a su amor, al cielo, a las cosas, a todo lo que lloraría su irrepa­rable desaparición.

            Y una noche llenó de flores su cuarto, quemó blancas alhucemas y se tendió en la cama. Sonrió largamente a su retrato. Lo abandonó para tomar a pequeños sorbos una copa de agua helada. Se cubrió hasta el mentón con la sábana, agotó en sus labios un ancho frasco de morfina, cruzó sus brazos bajo la cabeza, y el suave y sonrosado doncel, flor decadente del idilio, fijó los ojos en el techo, sonriendo.

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