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Fletcher Flora - No era amor, exactamente


Asomado a la ventana de alto marco, abierta a poniente, Marcus veía el valle del ancho río que se extendía muchas millas más allá del racimo que formaban los tejados multicolores de las casas suburbanas. En el valle veía, además del fragmento de plata reluciente del río, el dibujo remoto y fortuito de rojos y castaños mezclados con los verdes tenaces del otoño que formaban las granjas y los campos. Era un paisaje muy hermoso, atractivo y agradable a la vista, y él habría deseado poder contemplarlo a placer por el bien de su alma. Pero era imposible. A sus pies, en el suelo de la pequeña habitación donde se encontraba, una habitación con sólo tres paredes, había otro panorama que no era precisamente atractivo ni agradable. Era el cuerpo de una muchacha que estaba muerta, y ella tenía prioridad, aun en contra de su voluntad, sobre ríos y campos y granjas en aquel final de un año que aún no estaba muerto, que simplemente agonizaba.

Con un leve suspiro, apenas audible para el sargento Bob Fuller, oculto en la penumbra a sus espaldas, bajó la mirada y se dejó caer lentamente sobre una de las rodillas. La chica estaba tendida boca abajo, con la cabeza vuelta sobre el suelo verde oscuro que enmarcaba el perfil izquierdo de un rostro que la muerte había dejado con los ojos sin vida abiertos y los labios torcidos en una mueca de rabia, de dolor o de esfuerzo final. Sus pies apuntaban hacia el espacio abierto de la habitación donde se encontraba Fuller y su cuerpo estaba tendido formando ángulo con la mesa de metal sujeta a la pared por un extremo y por el otro apoyada sobre unas delgadas patas de acero. Los brazos abiertos hacia delante, los dedos de las pequeñas manos curvados como garras, como si, en el momento de morir, hubiera intentado asirse desesperadamente a la superficie lisa para evitar que, fueran quienes fueran aquellos ángeles tenebrosos que habían venido a buscarla, se la llevasen. Bien, los ángeles habían ganado y ella había perdido. Y él también, pensó Marcus. Le habían dejado con lo que quedaba de ella, lo cual no era mucho para vivir en un mundo con aquellas granjas de colores, tan hermosas, y al fin y al cabo, él era el único culpable de ser lo que era. Paseó los dedos por entre los cabellos cortos y lisos de la muchacha, y encontró el lugar pulposo en la coronilla, notando con molesto desagrado el tacto húmedo y pegajoso en los dedos. Se levantó suspirando otra vez. Junto a la mesa metálica, que en realidad no era más que una superficie para trabajar, había una silla recta también de metal, colocada cuidadosamente en su lugar, con todo el asiento entrado debajo de la superficie y el respaldo tocando el borde. Sobre el escritorio no había ningún libro, ningún papel, nada de nada.

—La golpearon por detrás con un objeto liso y pesado —dijo Marcus—. ¿Qué era?

El sargento Bobo Fuller se movió en la penumbra y dio un paso adelante. No le gustaba Marcus, que era más o menos consciente de esta antipatía, y sentía cierta perversa satisfacción hablándole sólo cuando el otro le dirigía la palabra y colaborando estrictamente cuando se le pedía o cuando así lo exigía la rutina. Marcus no compartía los sentimientos de Fuller e incluso le parecía divertida la situación. En realidad, encontraba que Fuller era bastante estimulante, como un desafío permanente que le obligaba a dar lo mejor de sí. De lo contrario, habría hecho lo que aparentemente Fuller deseaba que hiciese: pedir otro ayudante y dejar que Fuller colaborase con otra persona con la que se llevara mejor.

—No lo hemos encontrado —dijo Fuller—. Deben de haberlo escondido. O tal vez se lo hayan llevado. Por supuesto, seguiremos buscando.

—Seis niveles. Decenas de millares de libros en más de mil estantes. Pueden haberlo escondido detrás de cualquiera de estos libros. Tiene para rato, Fuller.

—Si está allí, lo encontraremos.

—Lo más probable es que no esté allí. De todas maneras, que tengan mucha suerte.

Marcus retrocedió un poco y paseó la mirada casi con indiferencia por la diminuta habitación, deteniendo la inspección brevemente, y sólo una vez, en el alto ventanal abierto y en el lejano paisaje multicolor que se extendía más allá.

—Abby Randal —dijo—. ¿Es así como me ha dicho que se llamaba?

—Eso es. Abby es un diminutivo de Abigail.

—Diría que lleva más o menos una hora muerta. ¿Está de acuerdo?

—Sí, aproximadamente una hora.

—Me gustaría saber dónde están los libros y los papeles.

—¿Qué le hace pensar que había libros y papeles aquí?

—Estas pequeñas habitaciones, o carrels[1] como las llaman, que hay al fondo de cada nivel de la biblioteca son para estudiar. Y para eso normalmente hacen falta libros y papeles. Me pregunto dónde estarán.

—Se me ocurre que en estas habitaciones se pueden hacer otras cosas además de estudiar, si uno quiere. Para lo que estoy pensando ahora mismo, no se necesita ningún libro.

—Es usted muy malpensado, Fuller. Y yo también. ¿Cree que fue una discusión entre amantes?

—Yo creo que no. Ya que me lo pregunta, una persona no le aplasta la cabeza a su amante. Por lo menos eso me parece a mí. Quiero decir que no es exactamente un acto de amor.

—Amantes in illo tempore, entonces. Una separación poco amistosa. A veces los celos despiertan la maldad, Fuller.

Ya estábamos otra vez con las pedanterías. ¿Qué diablos significaba «in illo tempore»?

Fuller no pensaba preguntarlo, y puesto que no era ningún tonto, podía deducirlo del contexto con bastante precisión. ¿Antiguos amantes? ¿Era eso lo que quería decir Marcus? Y si era así, ¿por qué no lo decía como todo el mundo?

—Es posible —replicó Fuller.

—Bien, será mejor que nos marchemos de aquí para que pueda entrar el equipo. Aunque no creo que descubran nada más de lo que nosotros sabemos, que no es mucho. Deben de estar a punto de llegar. Ha hecho un buen trabajo, Fuller. Todo está bajo control.

Era un elogio merecido, y Fuller podía haberlo considerado como tal, pero no lo hizo. Al contrario, se sintió ofendido. Había venido él solo al recibir la llamada, y cuando más tarde llegó Marcus, él ya había hecho todo lo necesario. En su opinión, aquel comentario era una especie de insulto sutil que daba a entender que debería haber hecho menos.

—Gracias —dijo—. Esperaré al equipo.

—Muy bien.

Marcus pasó por delante suyo y salió a un estrecho pasillo donde se encontraba la hilera de pequeñas habitaciones de estudio. Desde donde estaba, podía ver en toda su longitud uno de los muchos pasillos perpendiculares que corrían entre las estanterías de libros que llegaban hasta el techo bajo del nivel donde se encontraba. De hecho, en este momento estaba en el nivel C de la biblioteca de la universidad situada en el límite occidental de la ciudad donde él, el detective-teniente Joseph Marcus, se ganaba el pan y los méritos para una jubilación digna. El nivel C había quedado clausurado temporalmente. Excepto las luces que iluminaban el pasillo que ahora veía Marcus, todo lo demás estaba a oscuras.

—Vamos a ver si lo he comprendido bien —dijo Marcus—. El jefe de la biblioteca se llama Henry Busch. La muchacha que encontró el cadáver es Lena Hayes. El chico que estaba en la recepción aquella tarde es Lonnie Beckett. ¿Correcto?

—Correcto. Les he dicho que le esperen en el despacho de la biblioteca. Está en el próximo piso, dos niveles más arriba. Los encontrará allí.

—Voy ahora mismo. Prosiga, Fuller.

Proseguir, tal como lo entendió Fuller, en este momento no significaba más que seguir esperando en el mismo lugar donde estaba haciendo el trabajo de perro guardián, y aquello es exactamente lo que hizo, sólo que se desplazó hasta la ventana y desde allí contempló el valle con mirada agria, lo cual le impidió apreciar la belleza del paisaje en su justo valor. Marcus, mientras tanto, recorrió el pasillo iluminado, subió dos tramos de la escalera metálica y dobló a la derecha donde encontró la salida que le condujo a una amplia sala de techo elevado. Al otro lado de la sala se veía otra habitación llena de mesas largas con seis sillas en cada una de ellas y una gran cantidad de libros de consulta en las estanterías que cubrían las paredes. A su derecha había un recinto delimitado en dos de sus lados por un alto mostrador, donde se solicitaban los libros, y en los otros dos por una pared. Enfrente de donde se encontraba él, a media distancia entre el mostrador y una pared, había una pequeña valla de madera con una puerta. La puerta se cerraba automáticamente y el cerrojo era electrónico, de modo que sólo era posible entrar si la persona encargada del mostrador accedía a pulsar un botón determinado. Naturalmente, este sistema estaba instalado para evitar que entrasen personas que no eran socias de la biblioteca. Marcus no lo era, pero tenía unos privilegios especiales. Esperó en la puerta hasta que oyó el zumbido que indicaba que habían pulsado el botón, lo que le produjo un exagerado sentimiento de liberación como si escapase al verde prado que se extendía al otro lado de la valla.

En el despacho de la biblioteca le aguardaban las tres personas que le había indicado Fuller. Henry Busch era un hombre alto y delgado, con unas mechas grises sobre el pelo oscuro y fino que parecían teñidas, como ideadas cuidadosamente con el fin de causar impacto. Pero aquella cara delgada y ascética, la sombra alrededor de los ojos que miraban a través de unas gafas de cristales gruesos y montura pesada, no dejaban lugar a dudas. No era el tipo de hombre, decidió Marcus, que satisfacía su vanidad con algo tan estrafalario. Lonnie Beckett, curiosamente, parecía una copia rejuvenecida y algo retocada de Busch. Tenía más o menos la misma altura, el mismo peso, y la forma de la cabeza y las facciones muy parecidas. Pero a su cabellera oscura le faltaban las mechas, y a los ojos, las gafas. Lena Hayes era una preciosidad. Marcus, que nunca habría esperado encontrar una sorpresa tan grata en una biblioteca, quedó agradablemente sorprendido. El espeso cabello castaño, corto y bien cepillado, tenía el delicado brillo de la madera de nogal barnizada bajo la luz de una lámpara. Rellenaba su suéter de manera admirable, y la falda corta, según dictaba la moda, tenía un corte que sugería unos muslos delgados mientras dejaba al descubierto unas bonitas piernas. El corazón de soltero de Marcus, que era capaz de apreciar otras vistas además de los campos multicolores, empezó a latir con fuerza. Fuese lo que fuese lo que Lena estudiaba en la universidad, pensó, siempre podría ganarse la vida haciendo ecdisis de lujo. Y esta vez le permitiría a Fuller que mirase esta palabra en la enciclopedia.

—¿Señor Busch? —preguntó Marcus—. Soy el teniente Marcus. ¿O tengo que llamarle doctor?

—Da lo mismo, da lo mismo. Como usted prefiera. —Busch avanzó tendiéndole la mano—. Pase, teniente. Le estábamos esperando.

—Sé que está muy ocupado —dijo Marcus mientras le daba un apretón—. Intentaré no hacerle perder demasiado tiempo.

—No se preocupe. Estamos a su entera disposición. Le presento a la señorita Lena Hayes, y este joven es Lonnie Beckett.

Marcus inclinó la cabeza para saludar a los dos en el orden en que le habían sido presentados, resistiendo la tentación de demorarse en la primera y de pasar por alto al segundo.

—Tengo entendido que todos ustedes están más o menos relacionados con el terrible suceso que ha tenido lugar esta tarde en la biblioteca.

—No exactamente —precisó Busch—. Yo estoy aquí sólo porque soy el bibliotecario y, por consiguiente, el responsable de lo que ocurre en mi jurisdicción. Ha sido espantoso. Absolutamente increíble.

—Todo aquello que ocurre es creíble —dijo Marcus con tino—. De todas maneras, intentaremos resolver el caso con rapidez y ocasionando las mínimas molestias posibles.

—Eso espero, pero me temo que ninguno de nosotros pueda serle de gran ayuda. Pero es usted quien debe decidirlo, por supuesto. Supongo que desea hacernos algunas preguntas. Estamos dispuestos a colaborar en lo posible, se lo aseguro.

—Muchas gracias. Es lo máximo que puedo pedir. —Marcus ocupaba una silla que habían dispuesto para él, mientras que Busch seguía sentado en la suya de detrás del escritorio—. Para empezar, ¿alguno de ustedes conocía a la víctima?

—Por lo que a mí respecta —explicó Busch—, la conocía superficialmente. Sé que se había licenciado y que preparaba la tesis. Como es natural, acudía con frecuencia a consultar cosas a la biblioteca. Nunca me pidió ayuda de ningún tipo. Había hablado algunas veces con ella, habíamos charlado un poco, pero nada más.

—¿La ha visto hoy cuando ha venido a la biblioteca?

—No.

Marcus centró su atención en Lonnie Beckett.

—Tengo entendido que hoy estaba usted en el mostrador cuando ella entró en la biblioteca. Debe de haberle franqueado la entrada.

—Exacto.

—¿Ha hablado con ella?

—Sí. No la he visto llegar y ha tenido que pedirme que le abriera la puerta de la valla.

—¿Llevaba algo? Quiero decir si llevaba libros o papeles.

—Me parece que no. No, no. Estoy seguro. Solía llevar sus cosas en una cartera, pero hoy no. Y ahora que lo pienso, creo que ni siquiera llevaba bolso.

—Es extraño, ¿no le parece? Al fin y al cabo, los estudiantes van a la biblioteca a estudiar. Deben de necesitar algún material.

—No necesariamente. Puede que tan solo quisiera leer alguna cosa.

—Ya entiendo. Pero tal vez haya venido para encontrarse con alguien. En cualquier caso, a propósito o por casualidad, ha encontrado a alguien, y este alguien, quienquiera que fuera, la ha matado.

—Es evidente.

El comentario no tenía mala intención. Pretendía ser una constatación de una verdad pura y simple, pero a Marcus le pareció detectar cierta ironía en el tono de voz. No es que su comentario mereciera una respuesta mejor; la verdad pura y simple rara vez necesita ser comentada, sobre todo cuando viene avalada por un cadáver. Sin embargo, no estaba muy seguro de que le gustara Lonnie Beckett. Consideraba que los hombres que rondaban los veinticinco años debían mostrar una cierta delicadeza con las debilidades seniles de los que ya habían entrado en los cuarenta. Incluso los jóvenes —añadió con amargura para sus adentros—, que se pasaban de astutos y confiados. Consciente de que empezaba a sentir cierta predisposición contra él, se apresuró a decantar la balanza.

—Como muy bien dice —replicó—, es evidente. Me gustaría que tuviera la amabilidad de responder a mi primera pregunta, que el señor Busch ya ha contestado. ¿Conocía personalmente a Abby Randal?

—Sí. —Lonnie Beckett se inclinó hacia delante y se frotó las palmas de las manos contra las rodillas, como si estuvieran transpirando, y Marcus constató con satisfacción que, después de todo, no se sentía tan seguro de sí mismo como quería aparentar—. Creo que será mejor que explique ahora cuál fue nuestra relación. No me gustaría que se exagerase ni que hubiera malentendidos más adelante, si se llegaba a conocer.

—Me parece muy sensato —dijo Marcus—. Intentemos evitar los malentendidos en la medida de lo posible.

—Bien, la verdad es que he salido algunas veces con Abby este verano. Ambos estábamos aquí para el curso de verano. Nos conocimos y nos vimos algunas veces.

—¿Cuántas son «algunas veces»?

—Pues no lo sé. No llevaba un registro. Digamos que una docena.

—Vaya, un número muy redondo. ¿Qué hacían cuando se veían?

—No gran cosa. Fuimos a ver algunos espectáculos a la ciudad y a bailar un par de veces. Lo que solíamos hacer con más frecuencia era pasear por el campus y hablar sobre diversos temas. Era una muchacha lista y muy mordaz. Al principio me parecía interesante su compañía, pero luego perdí el interés.

—Supongo que es capaz de llegar a conocer bien a una persona sólo paseando y charlando con ella. ¿Qué clase de persona diría que era?

—Muy lista, ya lo he dicho. Y muy terca, en el buen sentido de la palabra. Era muy realista, sabía perfectamente lo que quería; y tengo la impresión de que no debía tener muchos escrúpulos sobre la manera como conseguirlo. Era de procedencia humilde, creo. Me dijo que sus padres habían muerto. Deduzco que había tenido que saltar muchos obstáculos y salvar muchas dificultades para hacer sus estudios y licenciarse en la universidad. Decía muchas palabrotas, pero no molestaba y uno apenas se daba cuenta. Creo que era una de sus defensas, que formaba parte de la imagen de dureza que había desarrollado para llegar a donde había llegado. Tal vez parezca que era una persona tosca, pero no es así en absoluto. Era muy culta y tenía un insospechado buen gusto y una gran sensibilidad para muchas cosas. Supongo que podríamos decir que era auténtica. Tal vez se hacía la dura cuando era necesario, pero no había nada de falso en ella.

—Creo que tengo la imagen. Una chica lista y terca, esencialmente honesta pero capaz de sacar el mayor partido de sus oportunidades.

—Sí, eso es.

—Pero eso no es todo. Además era muy bonita, incluso cuando estaba muerta. Me he dado cuenta allí abajo. En general, las chicas bonitas tienen más posibilidades que la mayoría.

—Supongo que se la podía considerar atractiva. Sin embargo, no era mi tipo.

Marcus tuvo el repentino convencimiento de que aquel comentario no iba dirigido sólo a él. De hecho, durante toda la conversación le había inquietado ligeramente la sensación de que él era el interlocutor principal sólo en apariencia. Lonnie Beckett le miraba fijamente mientras hablaba, pero en realidad estaba hablando con Lena Hayes. De hecho, estaba repitiendo una confesión. Marcus estaba seguro, y se dio cuenta por primera vez, al dirigir una rápida mirada de soslayo a Lena, de que ésta llevaba un pequeño brillante en el dedo anular. Sus manos, apoyadas sobre el regazo, se crispaban nerviosamente. Al echar una breve ojeada a su rostro, vio que reflejaba una sosegada expresión de desdén, como si las insignificantes infidelidades de verano tuvieran poca o ninguna importancia. Y es que en realidad no la tenían, pensó Marcus. A menos, claro, rectificó, que condujeran al asesinato.

—Contra gustos no hay nada escrito —dijo—. Señorita Hayes, ¿conocía bien a Abby Randal?

—Apenas un poco.

No dijo que con eso ya tenía más que suficiente, pero consiguió dar la impresión de que lo decía. Había conseguido el efecto deseado, por lo menos a oídos de Marcus, sin la menor inflexión en el tono de voz, y de buena gana le dio unos cuantos puntos a su serenidad, ya que no a su sentido de la compasión.

—Sin embargo, usted ha descubierto el cadáver. Supongo que ha sido una impresión muy fuerte.

—Sí, no puede decirse que haya sido una experiencia agradable.

—¿Qué ha hecho cuando la ha encontrado?

—He ido inmediatamente al mostrador para hablar con Lonnie, y él ha ido a buscar al señor Busch.

—¿No ha gritado?

—No tengo la costumbre de gritar.

—Quería saber si había llamado la atención de alguien. Por eso se lo he preguntado.

—No, no. En absoluto. Estoy segura de que incluso ahora, muy poca gente sabe lo que ha ocurrido. No había nadie más en el nivel C en aquel momento, y el señor Busch se ha encargado enseguida de mantener alejados a los estudiantes y al personal. Por supuesto que muchos saben que ha ocurrido algo, pero no saben qué.

—Me parece que usted es una persona sensata, señorita Hayes. Estoy seguro de que la policía se lo agradecerá. Dígame, ¿por qué motivo ha ido a este nivel en concreto a aquella hora?

—No he ido a ningún nivel en concreto. Estaba recorriendo todos los niveles. Las luces de los pasillos se encienden y apagan desde un interruptor que hay en un extremo. En teoría, los estudiantes deben encenderlas cuando las necesitan y apagarlas cuando se van, pero raras veces lo hacen. Lo de apagarlas, quiero decir. Eso es lo que estaba haciendo yo en aquel momento. Cada día hago dos o tres rondas. Andamos mal de fondos y no se puede derrochar.

—Sí, parece que hay epidemia. Bien, si no lo he entendido mal, se ha topado con el cadáver de Abby Randal mientras hacía la ronda.

—Sí, he visto el cuerpo y he actuado tal como ya le he contado.

—Y ha procedido muy bien, debo admitirlo. —Marcus se dirigió de nuevo a Lonnie Beckett—. ¿Cuánto tiempo llevaba detrás del mostrador cuando se ha descubierto el cadáver?

—He venido a trabajar a mediodía. Haría unas dos horas.

—Algo así. ¿Puede decirme a quién ha dejado pasar durante estas dos horas?

—Pues no. —Lonnie meneó la cabeza, aparentemente horrorizado por la pregunta—. Me temo que es absolutamente imposible.

—¿Imposible? ¿Por qué? ¿Quiere decir que hay alguna regla que se lo impide?

—No, no, no es eso. Es que no puedo decirle nada con seguridad. Franqueo la entrada a los estudiantes de una manera muy rutinaria. Si los reconozco, aprieto el botón. Si no los reconozco, echo una ojeada a su carné y luego les dejo pasar. Siempre estoy muy ocupado y apenas me fijo en las personas que entran, y mucho menos me acuerdo de quiénes son. Podría darle una larga lista de los que vienen regularmente, pero no de los que han entrado esta tarde.

—Pero recuerda a Abby Randal, ¿no es así? Incluso ha recordado que no llevaba ni cartera ni bolso.

—Pero es por lo que ha sucedido. Si no le hubiera ocurrido nada, no podría afirmar con seguridad si había estado aquí o no. Tal vez haciendo un esfuerzo lograría estar más o menos seguro de algunas personas, pero sería incapaz de decir la cantidad de veces que han entrado y salido.

—¿Recuerda a qué hora ha llegado Abby Randal?

—No. Puedo decirlo por intuición, pero con un margen de error de una media hora.

—No resulta usted de gran ayuda.

—Lo lamento.

—Bien, si por casualidad recuerda algún detalle con seguridad, tome nota. —Marcus volvió bruscamente al punto de partida, que era Henry Busch—. ¿Tiene alguna otra entrada la biblioteca?

—Sí, claro. Por lo menos una en cada planta del edificio, además de una puerta exterior en la parte trasera que da a la avenida de entrada.

—¿Puede haber entrado alguien a través de estas puertas?

—Es posible, supongo, pero muy improbable. Existe la norma de mantenerlas cerradas siempre. Los únicos que las utilizan regularmente son los empleados de la biblioteca que tienen llave.

—Entonces, ¿cualquier empleado de la biblioteca podría haber entrado?

—Sí. —La pregunta provocó una expresión de fastidio en el rostro del bibliotecario, pues consideraba la implicación insostenible y atrevida a la vez—. Cualquiera, como ya he dicho, que tuviera una llave.

—¿Pueden abrirse las puertas sin llave desde el interior?

—Sí. Todas tienen un pestillo que cuando se baja, suelta el cerrojo.

—En este caso, por lo menos, todas son salidas potenciales. El asesino podría haber salido de la biblioteca por una de estas puertas.

—Es cierto.

—Vaya. El asunto se presenta lleno de complicaciones. —Marcus se levantó bruscamente dándose una palmada en el muslo, como perdiendo la paciencia por la dificultad y la sordidez que presentaba el caso—. Creo que será mejor que me vaya y les deje proseguir con su trabajo. Antes de marcharme, sin embargo, me gustaría saber cómo vivía Abby Randal. ¿Tienen directorio de los alumnos o algo parecido?

—El nuevo aún no se ha publicado —respondió Henry Busch y preguntó a Lonnie Beckett—: Tú salías con la señorita Randal el verano pasado. Tal vez puedas decirle su dirección al teniente.

—Entonces tenía una habitación alquilada en la calle Morgan, número 812 —dijo Lonnie—. Pero no puedo decirle si aún seguía viviendo allí.

Hablaba de nuevo para Lena Hayes. La negación de toda relación actual. Finalizado el intervalo del verano del que ahora, con el aire límpido y fresco del otoño, sólo resta la incredulidad y el arrepentimiento. Por favor, querida, ¿no podríamos olvidar y perdonar? Marcus no podía decirlo. Lo único que podía hacer era tomar nota de la dirección y despedirse.

Bajó otra vez a las salas de la biblioteca y encontró a Fuller. El médico forense ya había venido y se había ido, y estaban a punto de llevarse a Abby Randal en una camilla. Un par de técnicos se encargaban de las últimas diligencias de rutina, que probablemente no servirían para nada. Dejó a Fuller para que ultimara los detalles y descendió por entre las estanterías al nivel inferior, donde utilizó la puerta trasera y pasó por delante de la ambulancia de la policía que esperaba sobre la avenida de cemento.

Dio la vuelta alrededor de la biblioteca y subió los empinados escalones del declive en que se levantaba el edificio. Luego volvió al coche y salió despacio del campus para dirigirse a la calle Morgan, donde encontró en seguida el número 812. La casa era un edificio de dos plantas que en otros tiempos había estado pintado de blanco. Marcus atravesó el porche de la parte delantera y llegó a la puerta principal. La patrona, que vino a abrir un buen rato después de que Marcus tocara el timbre, era una mujer mayor con el aspecto triste y agotado de la persona que se extingue lenta e interminablemente con un susurro menguante de vida. Era una de las muchas viudas, pensó Marcus, que vivían cerca del campus y alquilaban habitaciones a los estudiantes para complementar la pensión que les daba la Seguridad Social.

Después de identificarse, Marcus le pidió permiso para examinar la habitación de Abby Randal, y, la patrona, después de reaccionar airadamente ante lo que ella consideraba una petición impropia, requirió con firmeza el motivo. Marcus no tuvo inconveniente en decirle lo que muy pronto sería de dominio público, ante lo cual ella quedó tan afectada que por un momento Marcus creyó que la Seguridad Social iba a perder uno de sus afiliados. Se recuperó lo justo, sin embargo, para acompañarlo al piso de arriba, y se quedó en la puerta, buscando apoyo en el marco, mientras él registraba la habitación y los efectos personales de su última ocupante.

Bien podría haberse ahorrado el esfuerzo. Dentro del armario colgaba un vestuario escaso, y en el suelo había un par de zapatos planos y otro de tacón. El estante estaba repleto de buenos libros, la mayoría de calidad y encuadernados en rústica, y en las paredes, en clara incompatibilidad con el fondo descolorido del papel pintado, dos copias aceptables de unos cuadros excelentes. No se podía negar que Abby Randal tenía buen gusto, pero le faltaban los medios para satisfacerlo. No había ni una sola carta. Aparentemente, no sólo era huérfana, como había dicho Lonnie Beckett, sino que tampoco tenía amigos. O tenía amigos que no escribían. O, si escribían, ella no guardaba las cartas. No había nada, resumiendo, que indicara quién era en realidad, o quién podía haber tenido un motivo para matarla. En el primer cajón de la cómoda, Marcus encontró veintitrés dólares, y se preguntó de dónde sacaría el dinero. Probablemente hacía algún trabajo, y habría que investigar esto también. Mientras tanto, ya tenía elementos para configurar un poco su personalidad. Una muchacha bonita. Una muchacha lista y terca. Una muchacha pobre que apreciaba las cosas de calidad.

—¿Quiénes eran sus amigos? —preguntó—. ¿Tenía muchos ?

—No demasiados. —La patrona jadeaba aún por la emoción o por las escaleras, o por ambas cosas—. Era muy amable con las otras tres chicas que viven aquí, pero yo no diría que fuesen amigas. El verano pasado salía con un joven, pero creo que todo había terminado. Me dijo que se llamaba Beckett. Lonnie Beckett. Esto es todo lo que sé, aparte del señor Carrol —añadió.

—¿Carrol? ¿Quién es?

—Richard Carrol, uno de sus profesores de la universidad. Es joven, creo que es adjunto. El verano pasado daba clases particulares de francés a la señorita Randal. Ella estaba preparando la tesis y necesitaba comprender esta lengua para leer material de consulta.

—Comprendo. Tal vez el señor Carrol pueda darme un poco más de información acerca de Abby Randal. ¿Sabe dónde puedo localizarle?

—No lo sé directamente, pero si tiene teléfono, debe aparecer en la guía telefónica de la ciudad.

—Bien, aquí no queda nada más que hacer. Vamos a echar un vistazo a esta guía.

Bajaron las escaleras y la patrona encendió la luz de la sala para que Marcus pudiera leer la minúscula letra de la guía. Buscó la C y recorrió con el dedo hasta llegar a Carrol, Richard.

—Wymore Hall —leyó en voz alta—. Esto está en el campus, ¿verdad?

—Casi. Está exactamente en el límite. Esta zona está reservada a los profesores de la universidad. Una vez está todo el profesorado acomodado, también aceptan estudiantes graduados que no han encontrado otro lugar para vivir.

—Ha sido usted una gran ayuda. —Marcus cerró la guía y se dirigió a la puerta—. Muchas gracias.

—He hecho lo que he podido. ¡Pobre señorita Randal! ¡Pobrecita!

Sí, pensó Marcus mientras conducía de nuevo hacia el campus. Pobrecita. Suponía que era una descripción apropiada de todo lo que había quedado de Abby Randal en las salas de la biblioteca. Empezaba a oscurecer y encendió los faros. Después de cruzar todo el campus, llegó a Wymore Hall. Era un largo edificio de ladrillo con dos plantas. En el interior, al otro lado del vestíbulo, había una pequeña sala de estar iluminada con una luz tenue y acogedora. En el vestíbulo, un hombre joven rellenaba unos impresos sentado tras una mesa. Marcus se presentó.

—Desearía hablar con el señor Carrol. Soy el detective-teniente Joseph Marcus.

El cargo causó un efecto mágico inmediato, como había imaginado. Le dijo que se acomodara en el saloncito, que el señor Carrol, que había llegado hacía poco, sería localizado inmediatamente. Marcus obedeció la indicación y a los cinco minutos apareció el señor Carrol. Era un hombre joven, con el pelo rubio claro y corto que dejaba al descubierto una cabeza bien formada y unos ojos azules y cándidos. Le apretó la mano con firmeza.

—¿Teniente Marcus? —dijo sin molestarse en ocultar un cierto recelo muy natural—. Soy Richard Carrol. ¿En qué puedo ayudarle?

—Estoy investigando acerca de la señorita Abby Randal —dijo Marcus—. Parece que nadie sabe casi nada acerca de ella y he creído que tal vez usted pudiera darme algunos detalles.

—Lo dudo. Yo tampoco sé mucho de ella.

—Usted le dio clases particulares de francés el verano pasado, ¿no es así?

—Sí, así es. Pero las clases de francés no son particularmente reveladoras. ¿Puedo preguntarle por qué está interesado en Abby?

—La han asesinado.

—¡Cielo santo! —Richard Carrol le miró boquiabierto con sus ojos azules que se velaron unos instantes por la impresión recibida—. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo?

—Tiene un buen sentido periodístico, señor Carrol. —Marcus se permitió una leve sonrisa exenta de humor—. En la biblioteca. Esta tarde. De un golpe en la cabeza.

—¡Qué espantosa noticia! Me gustaría ayudarle.

—Tal vez pueda, ya veremos. ¿Con qué frecuencia se veía con Abby Randal este verano?

—Dos tardes por semana durante unos tres meses.

—Es mucho tiempo. Tuvo que llegar a conocerla bastante.

—No crea. Era una alumna brillante y aprendía con rapidez, pero no creo que esto sea especialmente significativo.

—No, no demasiado. ¿Dónde daban las clases?

—Depende. Eran unas clases bastante informales. A veces utilizábamos una de las salitas de la biblioteca. A veces nos sentábamos en algún banco del campus. Otras combinábamos la clase con una cerveza en alguno de los cafés del campus.

—Comprendo. ¿Y nunca se confió a usted? ¿Ni siquiera cuando tomaban cerveza?

—Nunca. Teníamos una relación muy impersonal.

—¡Qué lastima! Tenía la esperanza de que la relación profesor-alumna hubiera llegado a ser un poco más personal. A veces ocurre, según tengo entendido.

—No fue éste nuestro caso. Siento defraudarle.

—No se preocupe. Estoy acostumbrado a las decepciones. Las tengo a menudo.

Sonó un bocinazo en el exterior y Richard Carrol, al oírlo, ladeó la cabeza. Para Marcus, no era más que un bocinazo de un automóvil cualquiera, pero para Carrol parecía tener una característica especial.

—Es mi novia —explicó—. Tenía que venir a recogerme a esta hora. Salimos a cenar. No sé si usted habrá oído hablar de ella. Su padre es una figura prominente. Miembro de la junta directiva de la universidad, entre otras cosas. Su nombre es Leonard Manning, el gran Manning.

Marcus quedó francamente impresionado. Ser miembro de la junta directiva de la universidad era una de las menudencias. Entre las cosas importantes estaban muchísimos millones de dólares y el hecho de tener al gobernador bien agarrado. Un policía normal y corriente tenía que quedar impresionado a la fuerza. Marcus pensó con amargura que Richard Carrol era bastante consciente de ello cuando había mencionado el nombre. Por supuesto que no se le podía culpar por intentar sacar el máximo provecho de una situación favorable. Una hija de Manning era un buen bocado para un profesor adjunto, y le acarrearía un salto astronómico de categoría en el momento de presentar la declaración de renta. Un muchacho afortunado, sí señor. Muy afortunado. Si las cosas le salían bien, no se vería obligado a trabajar treinta años para conseguir una pensión.

—He oído hablar de él —dijo Marcus—. Si ya está listo, le acompaño. Podemos ir andando tranquilamente hasta el coche.

—Lo siento muchísimo, pero tengo que salir volando. Lamento también no haber podido ayudarle más. Pero puede estar seguro de que pensaré en ello para ver si recuerdo cualquier cosa que me dijera Abby, y que pueda resultarle de utilidad.

—Gracias. Se lo agradecería mucho.

Salieron juntos y Marcus se dirigió a su propio coche. El coche de lujo que aguardaba a Richard Carrol tenía la luz interior encendida, y Marcus vio a la chica Manning sentada frente al volante y hurgando en su bolso en busca de algo. Aquella imagen le provocó un malvado sentimiento de satisfacción. La chica podía tener el brazo metido hasta el codo en el bolsillo sin fondo de su viejo, pensó, pero no podía moverse en un radio de mil quinientos kilómetros de Atlantic City sin que todo el mundo se enterase. Levantaba el ánimo saber que es posible tener tantas cosas sin poseerlas de verdad.

Reconfortado, Marcus se dirigió al centro de la ciudad. Una vez en la comisaría, anotó algunas cosas, escribió un informe y salió a comer algo. Después de cenar, y puesto que estaba fuera de servicio, entró en un bar acogedor y se tomó tres cervezas mientras miraba la «La ley de Burke» en televisión. Le gustaba la serie porque Amos Burke solucionaba los casos como si tal cosa. Marcus no se sentía ofendido por ello. Su envidia era sana y acorde con el ambiente agradable del bar y las cervezas. Una vez Amos hubo resuelto su caso, Marcus se fue con el suyo propio a casa, aún sin resolver, y se acostó con él.

A la mañana siguiente, en la comisaría, tuvo que pasar un par de horas en su despacho y luego media hora más dando instrucciones. Cuando volvía a su mesa dispuesto a coger el sombrero y salir corriendo, le atrapó el médico forense, un hombre bajito y delgado con la expresión dispéptica del que sufre un mal crónico no se sabe si de cinismo o de gases. Tenía un aspecto físico tan frágil que parecía que se lo fuera a llevar una corriente de aire, pero en realidad era tan resistente como un cable de amarrar embarcaciones. De momento, por si acaso, estaba firmemente anclado en la silla que Marcus tenía delante de su mesa.

—En general me limito a escribir un informe —dijo—. Pero esta vez he querido darme el gusto de decírtelo en persona.

—Pues disfruta tranquilo. ¿Decirme qué?

—El examen superficial de tu última víctima revela que tenía un estado físico muy conocido que a veces ocasiona algún problema, pero que raramente tiene consecuencias fatales. Era una chica fácil.

—¿Hablas en serio?

—Por supuesto que hablo en serio. Es muy fácil diagnosticarlo cuando viene argumentado por un avanzado estado de gestación.

—Por fin te comprendo, doctor. ¿De cuánto tiempo estaba embarazada?

—De unos tres meses.

—Raro. Muy raro. —Marcus cerró los ojos como si se dispusiera a echar una siestecita—. Me había formado una imagen de esta muchacha, y me la imaginaba demasiado lista y demasiado terca para quedar atrapada de esta manera.

—Tendrás que empezar de nuevo.

—Tal vez sí, o tal vez no. Puede que se me escapara algún aspecto.

—¿Como qué, por ejemplo?

—Como que fuera lo bastante lista y lo bastante terca como para que todo hubiera sido deliberado.

—No son más que suposiciones. Éste es el problema que tenéis los policías. Alguien os facilita un hecho científico y vosotros lo utilizáis como el abracadabra de un cuento infantil. De todas maneras, si lo que dices es cierto, tampoco resultó ser tan lista. La estratagema le resultó fatal.

—Ahora eres tú quien hace suposiciones. ¿Cómo sabes que éste fue el motivo del asesinato?

—¡Vamos, Marcus! Cuando encuentres otro mejor, me avisas.

—Bien, esto no es una suposición. Es la verdad más grande que he oído en mi vida. —Marcus se levantó bruscamente y cogió el sombrero—. Me voy volando, doctor. Gracias por el brillante diagnóstico. No sabía que tuvieras tantas facultades.

Salió sin más al vestíbulo, mientras el anciano médico se tenía que tragar la áspera réplica que iba a dirigirle, y veinte minutos más tarde subía las escaleras de entrada a la biblioteca de la universidad. Una vez en el interior, siguió subiendo hasta el nivel donde se encontraba el mostrador de recepción. Lonnie Beckett, que ocupaba su puesto, le saludó con cortesía pero sin el más mínimo entusiasmo.

—Buenos días, teniente —dijo secamente—. ¿Está buscando a alguien?

—Esperaba encontrar a la señorita Hayes aquí. Hay algo que quiero que me aclare.

—Lena está en clase. —Lonnie consultó el reloj que llevaba en la muñeca derecha—. Saldrá dentro de unos seis minutos.

—¿Dónde es la clase?

—En Grover Hall. Es el edificio de piedra que está justo a la vuelta al final de esta avenida. Pero tal vez yo pueda decirle lo que quiere saber.

—Me extrañaría. Pero hay otra cosa. Ayer por la tarde, usted me dijo que Abby era una chica lista y terca, pero eso no es todo. ¿Por qué no me dijo que también era capaz de una generosidad exagerada?

—No comprendo lo que quiere decir. ¿Generosa con qué? Ya le dije que era pobre. No tenía gran cosa con la que ser generosa.

—Todas las muchachas tienen algo. Como diría mi amigo Fuller, no es amor, exactamente, pero a veces pasa por serlo.

Lonnie estaba pálido y desmejorado. Empezaba a temblarle el labio superior y se lo mordió durante unos segundos para disimular. Marcus le observaba con una especie de curiosidad clínica, como si su interés fuese puramente académico.

—No lo creo —dijo Lonnie por fin—. Abby no era así en absoluto.

—¿No? Bien, quizá no. Tal vez descubriera algún otro método para quedar embarazada. No me interprete mal. Respeto su intención de proteger la reputación de una muchacha. Por cierto, ayer advertí que la señorita Hayes llevaba un anillo de prometida. Se me ocurrió que tal vez se lo hubiera regalado usted.

—Sí. Se lo regalé yo.

—Felicidades. Esperemos que ella quiera conservarlo.

Marcus dio media vuelta, bajó las escaleras, abandonó el edificio y se dirigió a Grover Hall. Había un banco de piedra junto al paseo y se sentó bajo un sol pálido que no calentaba el ambiente. Encendió un cigarrillo y se dispuso a esperar, mientras se subía el cuello de la chaqueta. Debería haberse puesto el abrigo. El campus estaba prácticamente desierto en aquel momento, cautivos los estudiantes en medio millar de clases, pero unos momentos más tarde ya pululaban por todas partes, aprovechando un breve intervalo en su cautividad. Marcus los observaba con atención intentando localizar a Lena, pero no tardó en comprender, con gran desconsuelo, que sería como un milagro descubrirla entre aquella muchedumbre que se dispersaba rápidamente en todas direcciones. La suerte estaba con él, sin embargo, y allí estaba ella, acercándose rápidamente y obedeciendo, sin duda, a un programa de clases muy apretado. Aguardó a que llegara a su altura y se levantó a la vez que se tocaba el sombrero con la mano.

—Hola, señorita Hayes —dijo.

—¡Oh, teniente Marcus! —Se detuvo frente a él, aunque impaciente por reanudar su camino—. Tendrá que perdonarme, pero en este momento no tengo tiempo. Tengo otra clase.

—Comprendo. Si no le molesta, andaré un trecho con usted.

—¿Es que lo que quiere de mí no puede esperar? Estaré libre dentro de una hora.

—Intentaré que no llegue tarde. ¿Le llevo los libros?

—No, gracias.

Reanudó la marcha y Marcus se puso a andar a su lado. Deseaba ardientemente que le hubiera permitido llevarle los libros. Hacía mucho, mucho tiempo que no había ofrecido este servicio a una chica tan encantadora.

—Ayer me dijo que estaba apagando las luces de los pasillos cuando descubrió el cuerpo de Abby Randal —dijo—. ¿Dónde están situados los interruptores? En qué extremo del pasillo, quiero decir.

—Hay interruptores en ambos extremos.

—¿Y cuáles estaba utilizando?

—Los que están más cerca de la escalera, naturalmente. ¿Por qué iba a andar hasta el otro extremo y luego volver a las escaleras para ir al siguiente nivel?

—Pues esto es exactamente lo que hizo, señorita Hayes; por lo menos una vez. De lo contrario no hubiera visto el cuerpo de la señorita Abby en el suelo de aquella pequeña habitación del final del pasillo. ¿Me equivoco?

—Claro que no. Fui hasta allí por una razón del todo justificada. Cuando llegué al extremo del pasillo que termina justo enfrente de la habitación, las luces estaban apagadas, tal como debían estar. Pero advertí que había un libro en el suelo cerca del extremo donde me encontraba yo. Encendí las luces para poder colocar el libro en su sitio y entonces advertí que había muchos libros más a lo largo del suelo del pasillo. Parecía como si alguien lo hubiera hecho a propósito para fastidiar. De manera que fui avanzando por el pasillo para devolver los libros a su sitio y así es como llegué al otro extremo y encontré el cadáver.

—Dígame, señorita Hayes. ¿De qué estante procedían los libros?

—Del inferior, del que está tocando al suelo.

—¿Todos?

—Sí.

—No pensó que resultaba extraño?

—No. Simplemente me pareció diabólico. Cuesta más colocar los libros de los estantes inferiores. Tienes que ponerte en cuclillas y si no vas con cuidado, te haces una carrera en las medias.

—Debía de estar bastante enfadada.

—Para serle sincera, estaba furiosa. Pero luego encontré el cuerpo y se me fue de la cabeza.

—Lo imagino. ¿Es éste su edificio?

—Sí, tendré que darme prisa, si no quiero llegar tarde. ¿Quería preguntarme algo más?

—No, eso es todo.

—No veo que importancia puede tener.

—La tiene y mucha. Gracias, señorita Hayes.

La vio alejarse de prisa hacia el edificio, lleno de fantasmas de cursos pasados, y con un suspiro dio media vuelta y se dirigió al coche. Se quedó un buen rato sentado al volante, tratando de cobrar ánimos para llevar a cabo lo que quedaba por hacer. Por fin decidió volver a comisaría e intentar que Fuller lo hiciera en su lugar. A él probablemente no le molestaría, especialmente si con ello le daba la oportunidad de sentir que hacía algo importante. Mientras tanto él, Marcus, se prepararía para la parte más deprimente de su trabajo, la que consistía en acusar a la gente de cosas que nunca deberían haber hecho. Así pues, regresó a la comisaría y dejó el encargo de que Fuller se presentara ante él tan pronto como apareciera por allí. Había transcurrido casi una hora cuando lo hizo.

—Si quiere saber si hemos encontrado el arma —dijo Fuller—, tengo que decirle que no.

—Yo no me preocuparía mucho. Probablemente utilizaron un trozo de tubería de plomo o algo que se podía llevar dentro de una cartera o debajo del abrigo. ¿Estaría dispuesto a hacerme un favor?

—Haré lo que sea —respondió Fuller con cautela—. Forma parte de mi trabajo.

—Usted siempre cumple con su trabajo, Fuller.

—Gracias. ¿Cuál es el favor?

—Ir a la universidad y traer al asesino de Abby Randal. Pero no hay prisa. Cuando le vaya bien.

El rostro de Fuller fue tomando la rigidez de la piedra. Deliberadamente, como actuando con gran cautela, se sentó en la silla que había frente al escritorio y se cubrió las rodillas con las palmas de sus manos enormes. Habló con extraordinario comedimiento y la mirada fija en la pared que Marcus tenía a sus espaldas.

—Así, como si tal cosa. Tráigame al asesino de Abby Randal, Fuller. Cuando le vaya bien, Fuller. —Bajó los ojos para mirarse las manos y dobló los dedos—. ¿Tendría algún inconveniente en decirme cómo ha sabido tan de repente quién es el asesino?

—Es muy sencillo, Fuller. Lo sé porque me lo dijo Abby Randal.

—Ah, esto lo explica todo. Se trataba simplemente de hablar con un fantasma. La verdad es que yo nunca he tenido este privilegio. ¿Cómo es que a usted siempre le suceden las cosas más interesantes?

—No se trata de ningún fantasma, Fuller. Me lo dijo antes de morir.

—Pues no sé por qué, pero tenía la impresión de que no la había visto nunca antes.

—Y así es, Fuller. Pero dejó un mensaje.

—Parece que soy un sargento bastante estúpido. No sé leer muy bien. Probablemente no hubiera recibido el mensaje si lo hubiera escrito con sangre, y no había ni una gota, o en el polvo del suelo, y tampoco había ni rastro.

—Lo escribió en los libros, Fuller. Desde el principio creímos que la habían asesinado en aquella pequeña habitación donde la encontramos, pero no fue así. Ella fue allí a morir. Tuve una ligera sospecha al principio, pues la silla estaba perfectamente colocada bajo la mesa, como recordará. Estaba claro que no había tenido tiempo de utilizar la habitación, pero ello no excluía la posibilidad de que la hubieran golpeado en el momento de entrar. Por lo menos, es lo que sugería la postura del cuerpo. Pero esta mañana he comprendido que la atacaron al otro extremo del pasillo. El asesino debió de golpearla varias veces para asegurarse de que estaba muerta, pero tuvo miedo de que lo vieran y huyó. Fue un error, porque Abby Randal no murió. Por lo menos, inmediatamente. Era terca. Era lista. Incluso agonizante, presa de miedo y de dolor, pensó en la manera de dejarnos el nombre del asesino. Se arrastró por el pasillo a la vez que iba sacando libros del estante más bajo para marcar el camino y hacernos comprender que había una razón para lo que estaba haciendo. Aquella pequeña habitación del fondo era el lugar adonde ella quería ir. Entró arrastrándose y murió. ¿Por qué? ¿Por qué, Fuller?

—Supongo —dijo Fuller con una mezcla de sarcasmo y de desesperación— que quería morir en la intimidad.

—No. Se arrastró hasta allí porque era la única forma de dar el nombre del asesino. ¿Sabe cómo les llaman a estas pequeñas habitaciones de estudio, Fuller? Las llaman carrels. Hay un muchacho en la facultad que se llama Richard Carrol. El verano pasado dio clases de francés a Abby Randal, y tenía algo muy importante que perder, algo llamado Manning, si se convertía en papá prematuro en colaboración con la mamá equivocada. Dijo que sus clases eran informales, y seguro que lo eran. Le apuesto lo que quiera, Fuller, a que la última tuvo lugar ayer por la tarde en la biblioteca.

—¿No tiene más pruebas que éstas? Tal vez sea cierto, pero le llevará mucho tiempo demostrarlo.

—Tiene razón. El fiscal de distrito no lo considerará suficiente para acusarlo. Pero ya encontraremos alguna prueba más. No es difícil encontrar pruebas indiciarias cuando se sabe dónde hay que buscar. De todas maneras, no las necesitamos. Anoche hablé con Carrol y sé qué tipo de persona es. Se resquebrajará como una cáscara de huevo con un poco de presión. ¿Pero cómo demonios vamos a obtener una confesión si usted no lo trae aquí?

Fuller se puso de pie. Meneó la cabeza como si quisiera despejarse.

—Si lo logra, habrá sido un buen trabajo —dijo—. Tengo que reconocerlo.

—No hay motivos para sentirse orgulloso —replicó Marcus—. Abby Randal lo hizo todo. Yo no he hecho más que pasar después a recoger los honores.



[1] Literalmente, «cairel» es una mesa de trabajo individual con estantes para libros que suele haber en las bibliotecas. (N. de la t.)

 

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