La flaca siempre estuvo buena, siempre. Yo la
miraba trotando adelante mío y decía “mamita, si te agarro”. Más la miraba y
mas me calentaba, me ponía al palo. Y eso que no me había dejado acercarme
demasiado. Porque es grandota la guacha, algo desmañada te diría. Pero, incluso
eso, ese mismo asunto de moverse así, un poco torpe, un poco zanguanga ¿viste?,
ese trotar un poco de costado, era lo que me tenía loco. ¡Treinta cuadras ya
había trotado detrás de ella! O más ¡Qué se yo! Quizás cuarenta, uno no le da
bola a esas cosas en esos momentos. Yo, te digo, nunca voy a entender a las
hembras.
Porque uno sabe que andan alzadas y hacen todo
para demostrarlo. Además despiden ese olor fuertón y andan locas por un poco de
sexo pero, después, hay que seguirlas como mil kilómetros para conseguir algo y
arriba te muerden, las desgraciadas. Y todos en patota, en montón, corriendo
como pelotudos detrás de ella que nos lleva a la rastra, adonde se le canta el
orto, como ciego a mear nos lleva. Siempre me ha avergonzado muchísimo eso. Y
eso que yo he sido medio travieso, especialmente antes que me mandaran a la
escuela. Pero siempre me dio por el forro esa cosa babosa, infame, de andar
hecho un imbécil detrás de una hembra, como una banda de desesperados, dando un
espectáculo lamentable. Porque aquello parecía el juego de “siguiendo al líder”
¿te acordás? La falca cruzaba un baldío y nosotros cruzábamos el baldío; la
flaca cruzaba un charco y nosotros nos metíamos en el charco; a ella se le
antojaba atravesar un basural y nosotros atravesábamos el basural. Y lo que es
peor, yo veía, con el poco resto de lucidez que me quedaba, que ella nos iba
llevando por la avenida Alberdi, a meterse como una boluda en medio de en medio
de las cuatro manos que vienen y van echando putas de un lado a otro y que mas
de una vez ¡qué digo una vez! ¡miles! Han hecho cagar a uno de nosotros.
Atarte, te confieso, la preocupación que me estaba alejando de la casa. Saber
que se pasaba la hora de comer y que iban a empezar a preocuparse por averiguar
a dónde carabao estaba yo. Incluso la responsabilidad. La custodia de esa casa
está a mi cargo. El abogado ha depositado la confianza en mí, para que yo me la
pase firme ahí detrás de la reja y no para que ande corriendo detrás de una
loca que ya mas de una vez me hizo lo mismo
y, al final, ni cinco de pelota. Porque esa es otra. Uno puede correr,
trotar, trepar, largar los bofes detrás de cualquier histérica para que después
la muy hija de puta no te de ni la hora. No iba a permitir otro desprecio. Iba
a ir hasta las últimas consecuencias aunque tuviera que seguirla hasta la
recalcada conche de la lora, como una vez, hace años, que detrás de una dálmata
fui a para a Capitán Bermúdez. Esta vez no iba a pasar lo mismo. Sentía las
patas… ¿sabés cómo tenía las patas? ¡Así tenía las patas! Parecían cuatro
hornallas. La boca pastosa por la calentura. ¡Y me picaba todo el cuerpo! Por
el sudor, ¿sabés cómo sudaba? Pero no iba a dar el brazo a torcer. Ella se
había parado solo dos veces, en dos esquinas justamente, en plena zona
comercial y nosotros nos habíamos arremolinado alrededor suyo como tiburones.
Porque a esa altura de le persecución ya éramos como veinte ¡que se yo!
Treinta. Siempre me pone mal esa multitud, esa falta de medida en la ambición,
esa actitud ramplona de unirse a la patota, a veces, por el solo hecho de
molestar o de joder un poco. Admito que la flaca le gustaba a cualquiera de la
misma manera que me gustaba a mí. Pero había algunos pelotudos que se unían al
grupo sin ninguna chance, como quien puede unirse a una murga, a una comparsa,
a una procesión, al reverendo pedo.
Había un pekinés, por ejemplo, no te miento,
que no medía mas de quince centímetros d altura, que no le llegaba a la flaca
ni al garrón, y venía tercero o cuarto, ladrando de vez en cuando, alborotando
como si fuera un astro de cine, metiéndose entre las patas de los demás, al
pedo, al grandísimo pedo, por hacer número, porque lo importante es competir o
porque se creía que era una carrera, el pelotudo.
O porque se pensaba que era una joda y no una
ceremonia de preservación de la especie. Había otro cuzco de color naranja,
ordinario como papel de cuete, cura de vaya a saber cuántos bastardos
desconocidos, al que le faltaba un ojo para colmo, y que pretendía avanzar a la
flaca cuadra de por medios y treparse en las ancas. Decía que la flaca le
encajó un par de tarascones en el cogote y el idiota se mandó a mudar por allá
atrás y se quedó en el molde. Pero no aflojó ¿podés creer? A las dos cuadras ya
lo tenía de nuevo al lado mío, jadeando, empecinado, dale y dale el tuerto
hacia las cuatro manos de la Avenida, candidato fijo al despanzurre, a quien lo
agarra una Scania Babis y lo deja planchado en el pavimento. Y además, en
escándalo. Éramos ya una piara de vándalos enceguecidos, irracionales, trotando
como zombies entre la gente. Por suerte la flaca tuvo el buen tino en no para
en frente de la iglesia ni en frente de un colegio, cuando salen los pibes. Yo
pensaba dentro de mi calentura, en Marquitos y Maite, que estarían preguntando
por mí en la casa, buscándome para darme de comer. Yo jamás les daría ese tipo
de espectáculos por mi voluntad. Creo que desistiría de serviría a una hembra
como la flaca aún viniendo ella a tentarme en el jardín de al casa, mirá lo que
te digo. Por no mostrar frente a ellos lo indecoroso del sexo. Pera algo me
mandaron a la escuela, supongo. Pero en aquella jauría valía todo. Era como si
el mundo exterior hubiese desaparecido para nosotros.
La gente nos miraba pasar con cierto dejo de
temor y asco, o se corría contra la pared por miedo a que los atropelláramos
¡cómo sería en embale que llevábamos! Ya, mas de una vez, al cruzar alguna
calle, yo había escuchado frenadas, bocinazos, el chirrido de las gomas sobre
el asfalto, pero no me había dado vuelta ni para mirar. La verdad es que no
quería mirar a nadie. Ni a la gente. Es que sufría pensando en que pudiera
verme algún amigo en ese trance, babeándome detrás de aquella perra. Que me
viera algún amigo del abogado, o de doña Lucía. El arquitecto Constantini, por
ejemplo, que diseñó el salón de juegos para los chicos y la pileta, que siempre
que va a casa elogia lo cuidado y terso de mi pelaje. Que me viera así,
mezclado entre esta banda de descastados mordiéndome con los demás, atravesando
charcos podridos, pisando mierda. Que me viera el primo de Mauricio, sin ir mas
lejos, el que le llevó al abogado a la Duquesa para cruzarla conmigo.
Dos noches enteras me dejaron con esa
histérica encerrado en el patiecito del fondo para ver si pasaba algo. Pero yo
sabía que me estaba espiando, Florencia, Máxima y la hija de Máxima, ahí
cuchicheando, meta chusmear, cagándose de risa de mí. Con esa falta de
privacidad, con tanto público, nadie puede tener una relación satisfactoria.
Pero hubiera sido terrible que ele primo de Mauricio me viera por la calle y le
contara al abogado: “Vi a su perro corriendo tras una hembra en celo por la
calle Agrelo. Iba acompañado de una grupo de otros quince miserables”. Aunque
no creo que le hubiera sido muy fácil reconocerme. Ya te hablé de la mugre que
me cubría, del agua sucia que se nos había hecho barro entre las verijas, y las
patas, todo, era un asco eso. O los ojos de loco, la expresión, digamos,
demencial, porque en un momento me miré reflejado en una vidriera y me asusté
de mi cara de extravío, de enajenación. Las pupilas dilatadas, la lengua
colgándome afuera con una longitud que yo nunca hubiera imaginado que pudiera
llegar a tener. Y allí estaba regalando mi ventaja. Yo sabía que la flaca era
difícil, pero viva. Ella podía elegir, no mendigaba. Ella era consciente que
tenía atrás un montón de pelotudos sin dignidad ni orgullo que obedecían al
mínimo de sus caprichos. Podía echar una mirada y decir “Aquél dálmata, sí. El
cuzco, no. Ese terrier también. El rengo, no”.
Y sabía elegir, no era boluda. Podía entonces
diferenciar un perro bien cuidado, de otro muy choto. Podía darse cuenta de
aquel que estaba bien cuidado, rollizo, fuerte, sano, del otro que no valía un
carajo, el, perro de la calle, imbécil, subalimentado, que no sabe obedecer ni
una voz de mando, que no ha ido a la escuela, que no sabe que “sit” es “sit” ni
que “down” es “down” y que no puede ni trotar dos pasos acomodándose al ritmo
de caminar del amo. Por otro lado, ella ya me conocía de vista, no hay que
olvidar que el año pasado hice la misma peregrinación tras la flaca sin ningún
éxito. Y ella sabía que yo tengo mi buena alzada y que podía servirla sin hacer
el más grande escándalo ni el ridículo que representa pirobar en plena calle. Ya
lo había demostrado con el Negrito, un cuzco infecto de color indefinido, no
más alto que una gallina, vecino de mi casa, que intentó trepársele en la
primera parada que hizo la flaca cerca de la pinturería de Don Aldo. Aquella
imagen de ese perrito ínfimo, viejo para colmo, abrazado a una pata trasera de
la Flaca, realizando movimientos pélvicos espasmódicos, la lengua de un rojo,
digamos, obsceno, colgándole como una tripa fuera de la boca, era peripatética.
Mi competidor era otro. Un símil manto negro que venía tercero, seguramente
producto de cien polvos diferentes, con algún gen de dogo argentino por ahí
dando vueltas, a juzgar por los ojos colorados de infradotado que tenía, pero
despierto, vivo, perspicaz. Un típico espécimen de la calle, que no se ha
embrutecido aún del todo con la dieta de basura diferenciada y que tenía olfato
intuitivo del perro hecho a la intemperie, piola para eludir patadas y saber
adónde uno puede meterse en un lío y adónde no. Ese era el rival a vencer.
Tenía buen tamaño y se lo veía fibroso y ágil. Trotaba de muy buen ritmo y su
respiración no parecía agitada. Se le veía buen morro y mostraba ese algo
canallesco y perverso que suelen adorar las hembras el los perros atorrantes. Y
la flaca lo había visto. En cada una de sus sentadas de descanso, ella se hacía
la desentendida pero miraba. Pienso que sus escalas eran mas de control que de
descanso. Entrecerraba los ojos, preparaba los dientes para mantenernos a raya,
y de paso cañazo repasaba el plantel que venía detrás suyo. Yo no sé. Habría
hecho una apuesta, tal vez. Tal vez le
había apostado a una amiga del barrio que reuniría una cifra de más de dos
dígitos siguiéndola. Se sentiría, digo yo, una diva de la TV. O un líder de la
política. Una hembra predestinada. Yo casi no descartaba que, en algún momento,
se detuviera, se trepara a un montículo y nos saliera con un discurso sobre los
derechos del animal, algún fragmento de Indira Gandhi, alguno eslogan del
feminismo, alguna cita de la Madre Teresa de Calcuta, algo de eso. Sin embargo,
te digo, salvo el símil manto negro, el resto no era mensurable. Cuarto o
quinto venía el bóxer de los Zamorano. Lo vi recién como a las veinte cuadras y
se hizo bien el boludo, como estuviéramos allí por otra cosa, buscando el
diario o haciendo aerobic. El hizo un movimiento así con la cabeza, como un
saludo, pero la fue de desentendido para no demostrar interés, como diciendo:
¿Adónde van todos che?”. Sexto o séptimo venía el engendro de la familia
Mendoza Barrios, al que conozco porque es también de Kennel. Un sorete mínimo,
buen perro, que suele mear en los mismos lugares donde yo lo hago en la plaza
cuando nos sacan a pasear… Esa conducta obsecuente y copiona me revienta.
Aunque no pueda decir que lo odie. Lo desprecio, apenas. Por atrás, alejado del
lote, pude ver también al caniche de los Ochoa. El Rulo, que casi se muere de
moquillo el año pasado. Nos peina el mismo peinador y es insufrible. Anda a los
saltos entre la patota, convencido, seguramente, el pelotudo, de que era una
caza del zorro. Los demás no contaban. Había una sarta de roñosos, con sarna
algunos, llenos de moscas y mataduras. Otros que parece mentira que creyeran
que podían tocarle un pelo tan siquiera a esa diosa de la flaca. Pero un nunca
sabe, te garanto. El gusto de las hembras es inexplicable. El año pasado, ella
terminó revolcándose con un misturado mugriento, impresentable, de una raza
absolutamente indefinida, que no la largó como por media hora. Y ella tan
pancha. Un asco. Un reverendo asco.
Pero yo no estaba dispuesto a aflojar, esta
vuelta ya llevaba como cincuenta cuadras y no paraba. Habían aparecido
edificios nuevos, olores desconocidos, veredas extrañas y la flaca parecía no
detenerse. Yo escuchaba, dentro de mi barullo mental, el zumbido amenazador y
cada vez mas cercano del tráfico de la avenida. Pero no estaba dispuesto a
renunciar, como otras veces. Es más, esa combinación de sexo y peligro me
enervaba, jamás, de otras forma, me hubiera juntado con esa pandilla de
pordioseros que corrían, jadeaban y ladraban en torno mío. Or un momento pensé,
mirá qué cosa, si aquello no sería una trampa de la perrera. Mirá la persecuta.
Dudé si la flaca, es flaca esquiva e inalcanzable no estaría trabajando para
esos hijos de puta y nos estaría llevando a todos a una encerrona. Había allí
ya casi una veintena de vagos repugnables que serían un bocado más que
apetitoso para los guardias del lazo. Y admito que no me hubiera disgustado
verlos a todos rumbo a la cámara de gas. Por mi parte podía correr el riesgo.
El concejal Rivera Collovini, amigo del abogado, ya había rescatado de la
muerte al gran danés de los García Jurado cuando esa bestia se escapó de la
casa. Bien podía hacer lo mismo por mí, llegado el caso. Máxime que yo no
estaba dispuesto a ceder. Ganaría por obcecación. Por preponderancia del
trabajo, como dijera Arlt. Por emperrado justamente. Mi único temor era que no
pareciera el siberiano del negocio de ventas de kayaks. Las perras morían por
los ojos azules. Pero al siberiano lo cuidaban como a una joya y lo tenían siempre
atado de un tilo, en el jardincito del negocio. En un momento perdí la cuenta
de cuántos éramos. Y no miraba hacia atrás, pero el rumor de pasos sobre el
asfalto, por el vaho caliente y fétido del aliento que nos cubría como una nube
atómica, calculo que no seríamos menos de cuarenta. ¡Hasta recuerdo un gato! No
dentro del grupo, por supuesto, un testigo. Una visión fugaz, que nos miró
pasar, sentado, sin inmutarse, desde el umbral de una puerta, cerca del cruce
Alberdi. Nadie le dio bola, ni lo miró siquiera. ¡Una jauría que en otras
circunstancias lo hubiera destrozado en una fracción de segundos si lo
descubría! Solo un terrier chiquito, de esos peludos, se detuvo un momento
frente a él como para atacarlo. Era pura parada, yo lo sabía. Jamás se hubiera
atrevido a hacerlo por sí solo, sin nuestra ayuda. Pero se paró un instante
como diciendo “¡Hey, acá hay un gato!”. Y nos miraba a nosotros que nos
alejábamos, y el gato como esperando refuerzos. Ninguno le dio pelota. Había
que ser un fundamentalista muy recalcitrante para abandonar el seguimiento de
la flaca por un gato. Pero no me extrañó esa actitud del terrier. Se decía que
era puto (marica). Ya alguna vez lo había visto yo en actitudes muy sospechosa
con un dálmata en la plaza Alberdi y, al parecer, el dálmata le estaba dando
cuerda. Además, cuando íbamos detrás de la flaca, un par de veces ella se
detuvo, un galgo del montón, de esos que no reconocen una liebre de una perdiz,
se lo quiso montar al terrier y éste lo dejaba.
Al final, después de amagarle un par de veces
al gato, se vino cagando con nosotros. Y el gato ni se inmutó. Hay que
reconocerle eso a los gatos. Los huevos que tienen. Y algo más. Son mas
discretos para la relación sexual. Nada de correr en tropilla detrás de una
hembra. Nada de andar dando un espectáculo violento de coger en las esquinas,
ante la mirada horrorizada de las viejas o el fingir que no te han visto de los
hombres. Ellos hacen lo suyo de noche y en los tejados. Lejos de la vista
humana. Se cagan a arañazos, eso sí, y vuelven hechos flecos con sus patrones,
pero mantienen un decoro. Me han dicho –y las he visto también- que las gatas
gritan como marranas cuando se las cogen, pero esas son cosas de la pasión.
También dicen que los gatos tienen el pito en
forma de flecha. Que lo meten y después no lo pueden sacar, y de allí los
gritos. Pero nunca lo escuché decir eso a ningún veterinario. Admito que los
gatos son un error de la naturaleza, pero de allí a tener pito en forma de
flecha ya me parece una exageración. Gritan las gatas porque les gusta y en eso
no son demasiado recatadas. Uno poco puede afirmar que ha estado lejos del
escándalo. Me acuerdo hace años atrás con una doberman, que quedamos abotonados
mas de una hora frente a un colegio de monjas. Eso es feo, lo admito. Es una
experiencia jodida que no deseo ni al peor de mis enemigos.
Eso de tener que esperar tanto tiempo, cada
uno mirando hacia latitudes diferentes, dando a entender que no ocurre nada
extraño, escuchado, cagado de vergüenza, las preguntas improcedentes de los
pibes a sus padres, o temiendo que se acerque alguna vecina caritativa o
airada, con un balde de agua o, lo que es peor, un palo de escoba para terminar
con ese escándalo.
Quien ha pasado por eso, ya ha pasado por
todo. Pero yo no estaba dispuesto a ceder. Cuando vi que llegábamos a la
Escuela República de México, me di cuenta que la flaca enfilaba directamente
para la Avenida y no parecía dispuesta a detenerse. Se olía gasolina en el
aire, y el humo de los escapes. Sin duda quería someternos a una última pruebe
de valor y destreza. Quería saber hasta dónde estaban dispuestos a arriesgar el
cuero por ella y procuraba hacer una selección rigurosa que en nada podía
envidiar a las que hacen para seleccionar astronautas. Era el momento de
actuar. Era el momento de demostrar personalidad y tomar la iniciativa. Apuré
el trote y puse mi hocico a la altura de su anca derecha. Con sólo inclinar la
cabeza podía morderla. Sentí el perfume enloquecedor de su cuerpo. Reconozco
que perdí la razón. Ella estaba allí, al alcance de mi tacto, como si fuera de
control, en un temblequeo nervioso producto del movimiento del andar y el
desenfrenado frenesí del deseo. Supe que podía ser mía. Giró la cabeza y me
miró, me miró a los ojos. Y no vi nada más. Ni vi ni escuché ni sentí nada más.
Sólo que hubo una terrible explosión y todo se me puso negro. Dicen que volé
más de quince metros. Esa es la cagada de los trolebuses, son silenciosos. Uno
no los escucha venir. Los que los defienden dicen que no hacen ruido y no solucionan.
Por mí que se vayan todos a la reputa madre que los remil parió. Ni sé quién me
trajo de vuelta a casa. No me puedo mover. Tengo un vendaje que pica una
barbaridad y que me agarra las dos patas de atrás y hasta la cintura. Cada tres
horas viene el veterinario y me pone una inyección que me duele mas que la
mierda. Para colmo el abogado se la pasa preguntando, muy caliente, para qué me
habían mandado a la escuela. Casi no tengo ganas de comer y, como decía
Hernández, por doler me duele hasta el aliento. Escucho decir a la señora que
será mejor insistir con la dálmata. Pero que, al menos ya ha pasado el peligro
de sacrificarme.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.