Me gusta Rosario cuando llega el invierno. Cuando caen las primeras
nevadas y por el Paraná bajan los grandes bloques de hielo. De chico, yo subía
a la terraza de mi casa, me trepaba a un pilar y desde allí veía, entre algunos
edificios, pedazos del río y el rayón verde de la isla. Y también divisaba los
hielos, derivando aguas abajo de la misma forma en que lo hacían los camalotes
durante el verano. Quintina decía haber visto animales sobre aquellos témpanos.
Monos, pecaríes y hasta víboras, pero no se
le podía creer mucho porque ella era muy fantasiosa a pesar de su simpleza. Lo
cierto es que yo había visto una familia de paraguayos bajando en un camalote y
Eduardito contaba que una vez venía una lampalahua comiéndose un chancho arriba
de uno de esos hielos.
Lo que a mí me encantaba era mirar la llegada del hidroavión. Yo sabía
que llegaba a Rosario a eso de las cinco de la tarde y me escapaba hacia la
terraza.
Acuatizaba muy cerca de la zona donde yo
vivía (Catamarca y Corrientes, el
Edificio Dominicis) y entonces se lo podía
ver, próximo y brillante, metálico, como si ya viniera mojado. Era un aparato
panzón, hermoso, y se divisaba bajo las alas --y entre los dos inmensos
flotadores-- la fila de ventanitas. Incluso a veces llegaban a verse los
rostros levemente despavoridos de los pasajeros, aún no muy acostumbrados a
aquellas aventuras. El hidroavión descendía y yo no lo veía tocar el agua
porque ya me lo tapaban los edificios. Y eso que aterrizaba bastante antes de
la Estación Fluvial porque, en aquellos tiempos, toda la zona frente a la
estación estaba ocupada por la actividad increíble de las dársenas. Estoy
hablando, por supuesto, de antes de que los porteños nos robaran el puerto. Mi
viejo me llevaba muchas veces a visitar el puerto. No se permitía entrar.
Siempre había un marinero de guardia pero mi viejo le decía un par de cosas,
muy suelto, canchero, y el marinero nos facilitaba la entrada. De allí en más
crecía un bosque de mástiles y de torretas de los barcos y, dejando el auto (un
Fiat Balilla, negro), empezábamos a recorrer los depósitos y los galpones entre
la multitud de gente. Aquello era una sinfonía de razas y de colores. Había
marinos rubios y colorados, de pelo casi blanco algunos, muy atildados que
llegaban de los vapores de ultramar europeos. Había hindúes, con sus turbantes
y taparrabos. Chinos, malayos, que bajaban de sus praos procurando conseguir
perros para comer (decía Quintina que tía Lilia les había vendido el
"Batuque" cuando ya estaba viejo). Había árabes que siempre parecían
pelearse por su forma aparatosa de conversar. Y había negros, gigantescos
algunos, llegados desde Africa en galeones o esquifes que, en ocasiones,
procuraban escapar solicitando trabajo en la construcción del Monumento a la
Bandera (el primero, el que no se terminó). Todo eso le daba al lugar una
algarabía, una vitalidad y una atmósfera formidable. Los gritos, las órdenes,
el azote de las velas al desplegarse, los mil idiomas diferentes, las corridas
de los marineros franceses cruzando el boulevard costanero para cambiar divisas
en el Sunderland o en el Wembley. El rezongar de los animales, que también los
había. Estaban los enormes caballos de la Policía Montada con sus jinetes de
uniforme azul que los hacían caracolear entre los bultos y los cajones
descargados procurando evitar robos y fundamentalmente peleas, entre los
balleneros nórdicos y los atuneros de El Callao, que bajaban siempre
absolutamente borrachos con agua de alcanfor. Y había chivos, camélidos, jaulas
repletas de loros, guacamayos y monos amazónicos. Hasta una jirafa ví un día,
algo absorta, como espantada por todo aquel caótico mundo que la rodeaba. Y los
jueves (porque aquel día fue un jueves) se cruzaban desde la isla los charrúas
a vender sus pieles de nutria y de manatí. Llegaban con sus chalupas
gambeteando la multitud de falúas, bajeles, balsas y monitores hasta amarrar
bien enfrente del espigón de madera del Náutico, donde ya los esperaban grupos
de comerciantes, ávidos por adquirirles de todo, incluso artesanías. Antes, me
contaba mi viejo, los charrúas venían casi desde la zona de Victoria
(carpincheros, más que nada) pero habían sido muy corridos por los
"ajeros", vendedores de ajo, rosarinos que recorrían los esteros en
pequeños grupos trashumantes, muy agresivos y rencorosos desde que fueran
expulsados del Circo Criollo. Después, con los años, lamentablemente los
charrúas fueron cada vez más y más hostigados hasta que terminaron, unos pocos,
fundando un club de fútbol, en la zona de Tablada. Pero aquel jueves volví a
recuperar, por sobre todas las cosas, le impresión que me causaban los olores
de esos indios. Relucían sus pieles curtidas bajo el baño de sudor (venían
remando desde El Embudo) y resaltaban, nítidos, los tatuajes primitivos que
reproducían sábalos, manduvíes y viejas del agua sobre pechos y muslos. Había
uno de ellos, recuerdo, que me impresionó porque lucía en la espalda el esquema
completo del sistema nervioso de un surubí, lo que demostraba hasta qué punto
conocían aquellos salvajes la fauna del territorio. Pero el aroma era fuerte.
Ellos embadurnaban sus cuerpos con grasa de boga macho para adquirir un olor
familiar al de su presa predilecta ("bogueros" solían llamarlos
antiguamente los querandíes), o bien con la sustancia que sacaban de una
glándula suprarrenal que tienen las tarariras tras las agallas y que (según los
zoólogos) les trae buena suerte a dichos peces. Era un olor penetrante, que aún
hoy llevo instalado en las narices y que prevalecía sobre las mixturas a sorgo
híbrido, a canela, a coco, pimentón, almizcle, alcanfor, láudano, bosta de
caballo y goma quemada. Yo nunca me había acercado mucho a los charrúas, en
parte porque de inmediato se arremolinaban en torno a ellos docenas de
comerciantes procurando esquilmarlos y en parte porque mi padre tenía cierto
recelo hacia esas criaturas (se hablaba de que habían dado muerte en la isla a
fines de la centuria, a un abuelo de Candiotti, el famoso nadador de aguas
abiertas). Pero ese día estaba tío Enrique con nosotros, y tío Enrique era
policía. No policía de uniforme, si no detective, lo que lo hacía más
interesante. Era un par de días antes de Navidad, fecha que siempre me ponía
muy alegre y expectante, y yo con mi viejo y mi tío, nos estábamos encargando
de las compras para las fiestas. El tío incluso me había prometido que si había
llegado algún vapor desde el Kuomintang (Pekín) podría comprarme petardos y
fuegos de artificios, dado que en eso los chinos eran verdaderos maestros. Pero
el real motivo de nuestra visita al puerto era muy otro. Ya mi viejo había
apalabrado a los charrúas para que nos trajeran un chancho jabalí, cosa de
hacerlo al horno para la Nochebuena. Tío Enrique era un personaje casi
mitológico en mi casa, especialmente porque aparecía muy de vez en cuando.
Cuando venía, al llegar nomás, sacaba de abajo del saco un revólver gigantesco
y se lo entregaba a mi madre, casi oculto, para que lo tuviera alejado de los
chicos. Vestía siempre camisa blanca abierta, sin corbata, saco marrón y
bombachas grises. Botas también, porque andaba mucho por zonas rurales y solía
ocuparse de casos de abigeato. Manejaba un antiguo Ford --de los llamados
"a bigote"-- y en él ese día nos fuimos para el puerto a buscar el
chancho, programa que me encantaba compartir. Aquel jueves, sin embargo, tío
Enrique me sorprendió al llegar a casa, no solo porque no le entregó el
revólver a mi vieja, si no porque me preguntó algo.
-- ¿Tenés una lupa, Negrito? --me dijo--. Yo, sin decir nada, fuí a
buscar mi lupa, la de la escuela, de plástico, que se prolongaba en un reglita
de diez centímetros y, como tenía punta, podía hacer las veces de cortapapeles.
-- ¿Y la tuya, Enrique? --escuché que preguntaba mi viejo.
-- ¿La de la repartición? Sabés que pasa, Berto... la llevé a arreglar a
Lutz Ferrando. Se descalibran las lupas. Y
más con este clima puto de Rosario.
Húmedo. Pierden balance. Uno empieza a ver
cualquier cosa.
-- ¿No será que andás mal de la vista, Enrique?
-- Tu abuela, che ¿Encontraste o no encontraste esa porquería, m'hijito?
--me gritó.
Yo ya llegaba con la lupa, que había quedado debajo de la mesa del
patio, donde la había instalado procurando incinerar un cascarudo con ayuda de
los rayos del sol. Tío Enrique se guardó la lupa sin decir ni gracias en un
bolsillo interno del saco. Tenía al cuello un pañuelo rojo, me acuerdo.
Rato después estábamos en su auto --capota de lona blanca, muy
maltrecha, ventanillas de mica-- rumbo al puerto. Me gustaba salir con mi
viejo. Y él, cuando podía, me llevaba. "La vida está en la calle"
repetía, justificando tal vez su escasa afición a quedarse en casa. Bajando por
Laprida, rumbo a la Aduana, aquello ya era un caos de gente, coches y
carromatos. No solo era el día de Navidad, si no que además, se hallaba surto
en el puerto el acorazado norteamericano Maine (que tiempo después hallara
trágico final en La Habana) escoltado por los avisos argentinos King y
Murature, que ya desde esa época insistían con sus visitas a la Capital de los
Cereales. A veinte, treinta, cuadras del puerto podía verse a los jóvenes
marinos yankis, con el vivo rojo y blanco ribeteando sus gorras, erráticos por
las calles, averiguando dónde quedaba el barrio de Pichincha, comprando
empanadas turcas, preguntando por el Parque Independencia con la intención de
ir a conocer la Isla de los Monos. Una multitud de curiosos, mujeres
alborotadas por la presencia de los embarcados extranjeros con sus vistosos
uniformes, desocupados, quinieleros y vendedores ambulantes, circulaba también
por la bajada de la calle Buenos Aires, dificultando el andar de nuestro coche
que prácticamente debía marchar a paso de hombre ante las puteadas torrenciales
de tío Enrique, que alardeaba de mal hablado. Primero compramos unas barras de
hielo que, envueltas en arpillera, metimos en el baúl. Sidra, también. Vino
blanco. Frutas, a los isleros que llegaban desde El Puntazo, el villorio
lacustre que se levantaba donde ahora están las Cuatro Bocas y que se llevó
entero la gran creciente del año 52.
Después ubicamos a nuestros charrúas y
cargamos el chancho jabalí --envuelto en papel de diario-- en el asiento de
atrás del auto, lo que me dejaba apenas un resquicio para sentarme. Resoplando
por el esfuerzo, tratando de disimular la agitación, tío Enrique se metió en el
coche y preguntó a mi viejo.
-- ¿Ya tenemos todo?
-- Tenemos que pasar por lo de Mecha.
-- ¿Por lo de Mecha y Celita?
-- Sí. Hacen el vitel tonné. El que hacen siempre.
Enrique miró a mi padre, frunciendo el ceño más de lo habitual.
-- ¿Y el turrón y esas cosas? --se interesó.
-- Las trae Elvira.
-- ¿Viene Elvira? ¿No estaba peleada con Eloy?
-- Vos sabés cómo son.
-- Puteríos de mujeres.
Enrique empezó trabajosamente a maniobrar el auto para sacarlo de aquel
marasmo de gente y carromatos. Había en la rada un vapor belga, recuerdo, que
venía cargado de guano, desde las islas guaneras del Perú, en el Pacífico. Ese
olor, mezclado con todas las otras esencias fuertes de frutas y pescado podrido,
hacían el aire levemente irrespirable. Personas grandes o los mismos marinos
orientales, circulaban con la nariz y la boca tapadas por un barbijo.
-- Lo que hace el sitio más peligroso --puntualizó tío Enrique,
recuperando su espíritu de policía--, jodido cuando la gente no anda a cara
descubierta. Es como en los corsos, que deberían prohibirse. Antes de ayer,
nomás, acá, un filipino tajeó a otro, por una cuestión de monedas. Y nadie pudo
verle la cara.
Se prendió a la bocina, un poco harto sin duda por la multitud.
-- Me va a venir bien pasar por lo de Mecha --dijo como para sí.
-- ¿Por qué? --preguntó mi viejo, que le gustaba charlarlo.
-- ¿Eso queda por Callao y Urquiza, no?
-- Sí.
-- Ando en un caso... --anunció en su estilo un poco misterioso Enrique.
-- ¿Un caso? --se asombró mi viejo-- ¿Mecha y Celita están metidas en un
caso?
-- ¡Qué van a estar metidas esas viejas chotas! --se rió el tío--. En lo
único que pueden estar metidas es en la búsqueda de algún negro que les saque
las telarañas... --se fue frenando en su ímpetu, tal vez consciente de mi
presencia--... de la cotorra.
Mi viejo, su brazo izquierdo extendido por detrás de la espalda de
Enrique, se volvió hacia mí y me guiñó un ojo.
Enrique hizo un vaivén con la cabeza hacia
atrás, sin apartar los ojos de la calle.
-- Acá... el Negrito... --indagó.
-- No... --sonrió mi viejo-- el Negrito ya sabe todo-- volvió a guiñarme
un ojo.
-- ¿Ya sabe, no?
-- En la escuela... ¿viste? Los pibes de ahora...
Sentí en ellos la complicidad para conmigo y volvió a inundarme un
sentimiento de felicidad. Estaba compartiendo un programa de hombres.
-- ¿Qué caso? --la siguió mi viejo--. ¿Seguís con el asunto del robo del
puerto?
-- Me sacaron, Berto --sonó serio lo de Enrique--. Me sacaron. Y... era
claro. Yo ya tenía todas las conclusiones al alcance de mi mano. Son los
porteños, Berto ¿quién no lo sabe? Los porteños que nos están robando el
puerto.
Se quedó un momento en silencio, incluso pareció que no iba a hablar más
del asunto, protegiéndose en la reserva profesional.
-- El mes pasado descubrí un galpón --continuó, sin embargo--. Un
galpón, en Dársena 8, con un silo entero, desarmado, que se lo estaban por
llevar para Buenos Aires. Mirá vos. Un silo entero. Y las grúas, bueno... las
grúas están desapareciendo de a poco. Viste que tienen rieles, se desplazan
sobre rieles de barco en barco. Bueno. De noche, empalman esos rieles con los
de "El Porteño" y allá van las grúas, rumbo al puerto de Buenos
Aires. Yo las ví, Berto. Y ahí fue donde me sacaron, me pasaron a otro caso.
Esta vez, sí, tío Enrique se llamó a silencio. Seguimos un rato sin que
nadie hablara. Sólo Enrique silbaba entre dientes.
-- Che --preguntó de pronto-- ¿pacú no compramos?
-- No llega, Enrique. No sé por qué ya no baja desde Santa Fe. Dicen que
se asusta con el ruido del puente colgante.
-- La puta madre que los reparió. Están haciendo cagar todo con este asunto
de los adelantos técnicos y todas esas pelotudeces.
-- Te confieso que a mí mucho no me gusta. Muy grasoso.
-- Eso sí. Pesado. Después te tirás unos pedos que te queman la puerta
del ojete. Los pelos del culo se te chamuscan.
Era el mejor el tío Enrique. El mal hablado. El que había originado una
diversión entre mis primos y yo: jugar al tío Enrique. Nos escondíamos tras
alguna pared lejana y decíamos malas palabras. Pero el tema del pacú era
cierto, se estaba acabando. Aquel pescado casi circular, chato y oscuro, al que
llamaban por la virtud de su carne "el conejo de río", ya no llegaba
a nuestras aguas, poniendo fin a la costumbre navideña de servirlo en la fuente
central acompañado con moras calientes, mamón y batata. El tradicional
"Pacú de Navidad" que publicitaba en el diario la Casa Pompeo, tocaba
ya a su fin.
A la casa de Mecha y Celita se accedía por un largo pasillo luego de
pasar por un puerta estrecha de metal pintada de verde. Tras tocar un par de
timbrazos anunciando nuestra presencia caminamos por el pasillo con Enrique a
la cabeza, golpeando las manos, ruidoso, al estilo campo. Nos abrieron la
puerta un par de viejas, no mucho más viejas que Enrique, que hicieron el
consabido escándalo de fingido asombro y de reproches.
-- ¡Qué milagro que vengan por acá! --graznó Celita, toda de negro, por
supuesto--. Parece que al fin se acuerdan de las viejas.
-- ¡Qué bien te veo, Celia! --mintió ostensiblemente tío Enrique--
¡Siempre guapa, carajo!
-- Si no es para estas fechas, ni por teléfono la llaman a una. ¡Mecha,
vení, mirá quién vino!
Por la galería llena de plantas llegó Mercedes, rengueando.
-- Va a caer piedra, Celita --se anotó Mecha-- nos vienen a visitar.
-- Puede ser que cuando Dios nos lleve se acerquen para el velorio
--Celia era ácida.
-- Si ustedes dos nos van a enterrar a todos --dijo mi viejo, riendo.
-- Vos también estás muy bien --Enrique le dió un beso a Mercedes--. No
me extrañaría que tengas algún bombero correntino que te caliente los pies.
Mecha se escandalizó, o fingió hacerlo, pero de inmediato la actitud de
ambas cambió al descubrirme. Tuve que soportar los habituales apretujones, los
aromas a polvo para la cara, a perfume dulzón, una reminiscencia a orines.
Celia se volvió hacia la cocina. La casa era en un centro de manzana, amplia,
con un gran jardín bastante descuidado, con árboles frutales, quinotos,
damascos, y una fuente ornamental chiquita, revestida con pedacitos de azulejos
blancos y azules. Mientras Mercedes nos contó su última operación, un alto
apenas en su paciente espera a que el señor se la llevase consigo. Pronto
volvió Celia con una gran bandeja cubierta prolijamente con papel manteca. Se
la dió a mi viejo y mi viejo la llevó hasta el auto, por el largo pasillo.
-- Decime, Mecha... --Enrique frunció los labios como degustando algo y
entrecerró los ojos-- ¿tiempo atrás vos no me dijiste que habías encontrado
algo en el jardín?
-- Ah, sí. El túnel. Pero hace mucho.
-- Cuando te llamé por lo de Victorio.
-- Cuando me llamaste por lo de Victorio, pobrecito.
-- Porque si no es por una desgracia a nosotras no nos llama nadie,
Enrique, es como si no existiéramos para la
familia --terció vindicatoria Mecha.
-- ¿Cómo fué eso? --no le dió bola Enrique.
-- Le dijimos a don Campos que nos enterrara el tero --siguió Celia--.
¿Te acordás de don Campos? El señor que nos mantiene esto más o menos en orden
--señaló el jardín.
-- Porque nosotras ya no podemos hacer nada --volvió a la carga Mecha--.
Yo estoy loca con lo de mi cadera.
-- ¿Y te acordás que teníamos un tero? --dijo Celia. Enrique aprobó con
la cabeza.
-- Te lo traje yo.
-- Nos lo trajiste vos. Muy guardián. Hasta a los gatos los sacaba
cortitos
--informó Mecha.
-- Bueno, se nos murió. Y le dijimos a don Campos que lo enterrara. En
este mismo jardín también hay enterrados un par de perros. No sé si te acordás
del Capitán. Y un gallo, el Heráclito, que se murió de moquillo.
-- Me acuerdo.
-- Bueno. Y cuando don Campos va a enterrar el tero, hace un pozo y se
encuentra con algo duro. Sigue cavando y no va y encuentra la bóveda de un
túnel. La rompió y entró al túnel y todo.
-- Con los años que tiene, fijate vos, Enrique. Si vieras que ágil, este
hombre --añadió Mecha.
-- Y era nomás un túnel --siguió Celia--. Vaya a saber dónde iba. Yo le
dije inmediatamente que lo tapara. No fuera a ser que se entere la
Municipalidad y por ahí lo quieren declarar lugar histórico y te expropian el
jardín.
-- Además --Celia no aflojaba--, no te permiten construir nada, Enrique.
Vos querés sembrar coliflores y por ahí te
lo prohiben.
-- O hacer de nuevo el gallinero, sin ir más lejos.
-- ¿Y lo taparon, nomás? --preguntó Enrique.
-- Por arriba, apenas --Celia señaló hacia el fondo y se encaminó hacia
allí--. Le pusimos unas chapas para taparlo. Porque quedó el pozo. No vaya a
ser que pase alguno, se caiga y se quiebre una pierna.
-- Yo, por ejemplo --se condolió Mecha--. Que casi no veo. No veo,
Enrique.
-- ¿Vamos a verlo? --propuso Enrique.
-- Le habíamos dicho a don Campos que lo tapara con tierra --explicó
Celia mientras caminábamos sobre un césped bastante alto--. Pero el pobre no sé
qué peste se agarró y hace como dos meses que no aparece.
Llegamos atrás de un mandarino, casi junto a la medianera y vimos las
chapas sobre el piso. Y tierra removida. Enrique, con la decisión propia de su
oficio, apartó las chapas y quedó a la vista el pozo, la bóveda rota de
ladrillos y la oscuridad.
-- Vení, Berto --ordenó Enrique--, acompañame.
Mi viejo dudó un instante.
-- ¿Tenés algo que hacer? --insistió Enrique.
-- No. Nada.
-- Vamos, entonces. Vení, Negrito.
Nos descolgamos dentro del pozo guiados por la luz de una linterna que
sacó Enrique de quién sabe dónde. Era un túnel casi cilíndrico, de ladrillos,
muy oscuro, donde el aire estaba fresco y olía terriblemente a humedad.
-- ¡Cierren nomás, Celita! --gritó Enrique hacia arriba--. ¡Cierren que
nosotros salimos por el otro lado!
Ni esperó a recibir alguna respuesta. Muy decidido empezó a caminar por
el túnel, iluminándose con la linterna, con nosotros atrás, como si estuviera
en la calle Córdoba.
-- Ojo abajo --me alertó mi viejo, dándose vuelta--. Sacáte las manos de
los bolsillos. El hombre que anda en la calle no puede ir con las manos en los
bolsillos. Siempre una por lo menos afuera. Por si uno se cae, se tropieza.
Ponés la mano y te protegés la cara, no te
cagás de un golpe. Hay que saber caer. Hay que estar siempre atento.
-- Está lleno de estos túneles, Berto --llegó la voz de tío Enrique
desde adelante, su silueta recortada por el haz de luz de la linterna--. No se puede
creer la cantidad que hay. Toda la base de la ciudad está perforada por un
laberinto de túneles que viene del puerto. Algún día se va a derrumbar todo, te
garanto.
-- Había sentido hablar. Pero no creía que era tanto --dijo mi viejo.
-- El contrabando, ¿sabés? Han hecho túneles para todos lados. Algunos
salen en Funes, fijate lo que te digo. Y éste, estoy casi seguro, es el que
empalma con el que viene desde el Palacio de Justicia.
-- ¿Y adónde va? --dijo mi viejo, posiblemente algo inquieto.
-- A Pichincha, querido, ¿adónde va a ir? Te imaginás que los jueces no
pueden mostrarse muy públicamente yendo al quilombo. Hay otro túnel, incluso,
que termina debajo del escenario del teatro Colón, el de Corrientes y Urquiza.
Lo usó el gran Caruso, cuando llegó en
balsa desde Paraná, para rajarle a la gente.
Habremos caminado unos veinte minutos. Aparecieron luego unas pequeñas
luces en el techo del túnel y finalmente, en uno de sus costados, una puerta
pequeña metálica, herrumbrada. Enrique se apoyó en ella, trató de abrirla y
luego, ante la impotencia de hacerlo, golpeó un par de veces.
-- Ya vas a ver --lo tranquilizó a mi viejo, mientras esperábamos. Por
fin nos abrió la puerta una señora gorda, cincuentona, muy pintada.
-- Qué haces, Norma, cómo te va --dijo Enrique mientras pasábamos.
-- Subcomisario, qué sorpresa --se sonrió forzadamente la mujer mientras
se ponía una mano en el pecho--. Los escuché de casualidad, porque bajé a
buscar una botella de agua de Javel. Si no, no los escuchaba. No es horario
habitual para que venga gente.
Estábamos en un sótano escasamente iluminado. Por una banderola
minúscula entraba la luz del mediodía.
-- ¿Está la Polaca? --preguntó Enrique mientras subíamos por una escalera
de cemento.
-- Está durmiendo. Terminó tarde anoche.
-- ¿Por qué no le decís que se despierte? Quisiera hablar un par de
cosas con ella.
Norma se volvió para mirarlo.
-- ¿Es por lo del abogado?
Enrique no contestó. Habíamos llegado arriba y estábamos en un vestíbulo
amplio, bastante bien puesto, con sillones. Enrique se derrumbó en uno de
ellos.
Yo me apoyé en el posabrazos de otro. Mi
viejo imitó al tío.
-- Andá a buscarla. Haceme la caridad, Normita --repitió Enrique. La
mujer desapareció por una puerta. Había olor a guiso. Enrique se tocó la punta
de una bota, con esfuerzo.
-- La puta que lo parió con esta humedad de mierda --dijo--. Cuando se
pone así, tengo un sobrehueso que vos no sabés lo que me jode, Berto. Tendría
que operarme.
-- Y operate --aconsejó mi viejo, con el tono de voz bajo clásico de
quien está en una casa que no conoce.
-- Tu abuela me voy a operar. A mí no me agarran esos matarifes.
Apareció la polaca, precedida por el cacheteo acompasado de sus
pantuflas sobre el mosaico. Era notorio que se había puesto encima un vestidito
liviano a las disparadas y todavía se seguía arreglando con las manos el pelo
casi rojo.
Era grandota y muy blanca. No podía decirse
que fuera linda. Impresionaba, más bien. No esbozó ni una sonrisa al saludar.
-- ¿Qué hacés, Susana? --Enrique, en un impensado gesto caballeresco, se
puso de pie y mi viejo lo acompañó--. Se me hace que recién te levantás.
-- Así es --la que se sentó ahora fue Susana, sin mucho estilo, casi
zanguanga--. Estuve cantando hasta tarde anoche, casi las cinco.
Enrique se volvió a sentar.
-- ¿Siempre acá? --señaló con el pulgar--. ¿En el Panamerican?
-- Siempre ahí --Susana había sacado un cigarrillo con velocidad de
prestidigitador y agitó la cabeza un par de veces más acomodando el cabello--.
Me hablaron de otras partes. Me quisieron
llevar a Buenos Aires. Desde Asunción también. Pero prefiero quedarme. Estoy
cansada.
-- También, acordate, no podés salir del país.
-- ¿Por lo del abogado?
Enrique asintió con la cabeza. Susana exhaló por la nariz.
-- Se va a solucionar pronto --dijo.
-- De eso quería hablarte.
-- ¿De eso? --Susana se quedó mirando a Enrique--. Vamos a mi pieza
--invitó. Otra vez todos de pie.
-- Vengan --dijo Susana. Mi viejo se retrajo un tanto, negó con la
cabeza.
-- Nosotros esperamos acá, Enrique --dijo.
-- No, vení. Vení Negrito, --me incluyó-- es cosa de un minuto.
Seguimos
a la polaca y a Enrique. Pasamos por un patio largo y estrecho.
Subimos a un altillo. Susana tenía una
habitación grande, arreglada minuciosamente con muchos mantelitos bordados y
muñecas de porcelana. Ella se tiró en la cama, tío Enrique se sentó en la única
silla. Mi viejo y yo nos apoyamos en una alacena. Enrique no perdió tiempo.
-- ¿Sabés que al abogado lo mató un tal Genovese?
-- Leí. Leí en el diario --dijo Susana.
-- ¿Lo conocías? ¿Conocías a ese Genovese?
Susana, casi recostada en la almohada alta, negó con la cabeza.
-- No. No lo conocía.
-- ¿No lo habías visto nunca con el abogado?
-- No. No lo había visto --pensó un momento, pellizcándose el labio
inferior--. O creo que no lo había visto. Se imagina que después de tantos
años, cuatro años... Eugenio me presentó a tanta gente que... es difícil
acordarse de todos.
-- Me imagino.
-- Es como si me acordara de todos los que pasan por el Panamerican. O
de todos los que vienen a saludarme al camarín.
-- Este es un morocho, alto, de Venado Tuerto, un comisionista de bolsa,
de bigotes, buen pelotari.
Susana se encogió de hombros.
-- Por ahí lo conocí, no recuerdo.
-- ¿El abogado nunca lo trajo acá?
-- ¿Acá? No. Acá incluso veníamos muy poco con Eugenio. Usted sabe que
Norma es muy celosa en esas cosas, con el prestigio de la pensión. Con Eugenio
me permitía, porque sentía una gran admiración por él. Un hombre de leyes,
decía. Y aparte porque Eugenio podía llegar a ayudarla en algún momento. Usted
sabe que siempre hay problemas con los impuestos. Pero ya que Eugenio viniera
con otro... muy difícil.
-- Sin embargo... --tío Enrique hizo una pausa, algo teatral-- supe que
antes de anoche vino alguien a visitarte. Y era un hombre.
Susana se sobresaltó. Luego afirmó con la cabeza.
-- Mi hermano --dijo--. Vino mi hermano desde Las Varillas. Cuando supo
lo de Eugenio vino a verme para saber cómo estaba --hizo un silencio--. Yo
había ido un par de veces con Eugenio a mi casa, a visitar a mis padres. Lo
querían mucho.
Tío Enrique miraba hacia abajo. Había sacado de un bolsillo un pedazo de
papel y lo hacía girar entre sus dedos. Advertí que era uno de esos formularios
donde se registran las huellas dactilares. Lo volvió a guardar en un bolsillo.
-- Tengo que hacer una comprobación, Susana --dijo de pronto, cortante,
poniéndose de pie. Susana lo miró, seria.
-- Por favor, parate --ordenó tío Enrique-- y ponete acá delante, debajo
de la luz.
Susana obedeció, levemente demudada. Caminó
hasta Enrique y se detuvo a solo veinte centímetros de él, bajo el haz de luz
de la lámpara que colgaba del techo. Enrique comenzó a estudiarle la piel de la
frente, entrecerrando los ojos, silbando entre dientes, las manos en los
bolsillos, balanceándose apenas hacia atrás y hacia adelante. Estudió las
mejillas de Susana, la piel blanca y tirante a los costados de la nariz. De
pronto, Enrique sacó mi lupa, la limpió con la falda de su saco y comenzó a
escrutar el rostro de Susana a través del lente de aumento. Fruncía los labios
y canturreaba. Detuvo un instante la inspección sobre el largo cuello de la
mujer.
-- Por aquí anduvo gente --musitó.
-- ¿Co... cómo? --vaciló Susana, la mirada en alto, en algún punto del
empapelado floreado.
-- Se notan claramente las huellas dactilares --dijo Enrique.
-- Serán mías. Estuve algo afónica. Me cuido para cantar.
Enrique dobló un poco las rodillas y depositó su atención sobre la zona
de las clavículas. Chistó dos o tres veces, como quien azuza a un caballo,
negando.
-- No son huellas tuyas, querida. Es huella de hombre. Se acumulan en
esta parte. Y bajan.
Susana tragó saliva.
-- Hará cosa de dos días --murmuró tío Enrique--. Un hombre solo. Dedo
de yema ancha. Las huellas se pierden hacia abajo...
Los hombros de la polaca se sacudieron. Meneó la cabeza. Parecía que se
desarmaba.
-- No puede ser --lloriqueó--, no puede ser.
-- Y fijáte vos... --Enrique, sin dejar de sostener la lupa con su mano
derecha, sacó el papel con el que había estado jugando minutos antes y lo elevó
en el aire, a la luz, con la izquierda--. Son las mismas huellas que me dieron
en la Jefatura, de Genovese.
-- ¡No! --estalló Susana, dando un paso hacia atrás--. ¡No es verdad!
Usted miente.
-- ¿Querés verlas? --Enrique le estiró el papel. Susana negó con la
cabeza--. Son idénticas. Y seguro que encuentro, más abajo, si me dejás seguir
mirando.
-- ¡Yo me bañé!¡Me froté bien --lloró, ahora sí, desenfrenada, Susana.
-- Las huellas de un hombre sobre la piel --asesoró doctoral tío
Enrique, guardando lupa y papel en un bolsillo y dando unos pasos junto a la
cama-- pueden durar de veinte a treintaicinco días. Y si es un hombre de cutis
graso, casi cuarenta.
Susana lloraba quedamente, de pie, ocultando su cara entre sus manos.
-- Le dije que se pusiera guantes --musitaba--. Le dije que se pusiera
guantes.
-- ¿Fue Genovese el que vino el martes, no es así? --preguntó tío
Enrique.
Susana no dijo nada. Mantenía las puntas de
sus diez dedos sobre la boca y miraba hacia la nada, los ojos llorosos. Asintió
levemente con la cabeza. Tío
Enrique nos miró a mi viejo y a mí.
-- Vamos yendo --nos dijo. Luego se volvió hacia Susana-- después nos
vemos --saludó.
Bajamos las escaleras y cruzamos el patio en silencio. El olor a guiso
recrudecía y desde la cocina aparecío Norma, presurosa, limpiándose las manos
con un repasador, masticando algo. La saludamos y nos fuimos. Afuera el sol
daba vertical y hacía calor.
-- ¿A cuánto estamos de lo de Mecha y Celita? --preguntó Enrique.
-- Serán ocho, diez cuadras --estimó mi viejo.
-- Vamos caminando. ¡Qué vamos a tomar tranvía!
-- Oíme, Enrique... --dijo mi viejo, lanzado a caminar--. Vos bien sabés
que las huellas digitales no se detectan en la piel.
Enrique hizo un visaje,
-- Pero ella no lo sabía, Berto. A veces el asunto no es saber más cosas
que los demás. A veces el asunto es encontrar alguien que sepa menos que uno.
-- Lo que ya es decir --aseveró mi viejo.
-- Puta. Lo que ya es decir.
-- Sacáte las manos de los bolsillos --mi viejo se volvió para
reconvenirme--. El hombre que anda por la calle no debe andar nunca con las dos
manos en los bolsillos. Siempre una, por lo menos, afuera. Se cae, se tropieza,
y siempre tiene una mano libre para apoyarse.
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