Porque yo lo conocí a Cardaña. Y porque lo conocí a Cardaña puedo
afirmar que mucho se equivocan aquellos que juzgaron o juzgan al áspero centrohalf
peñarolense a través de la imagen recogida en los campos de juego.
Yo se que es difícil imaginar, suponer, adivinar, una personalidad
tierna y sensible escondida tras la carnadura hosca y prepotente del capitán de
los aurinegros. Yo entiendo que no es sencillo intuir el gesto amable o la
frase cordial en un hombre que hizo del encontronazo cruel, la pierna arriba o
el gesto acerbo, una marca personal e indeleble a lo largo de su prolongada
campaña. A lo sumo, admito, era factible entrever en el la grandeza, el coraje
y una hombría de bien reconocida incluso por aquellos que fueron sus víctimas,
encarnizados rivales o detractores.
Pero yo lo conocí a Cardaña y creo que fui uno de los pocos
privilegiados que pudo compartir su círculo áulico, cimentado en el respeto
mutuo y los afectos sobreentendidos. Y fue ese respeto, ese sobreentendido, el
que me permitió ser testigo de un hecho, de una anécdota, que echa por tierra
el equivocado concepto de considerar a Wilmar Everton Cardaña como un mero
cacique huraño, un ríspido patrón de la media cancha, temido y evitado por los
rivales. Cuántas veces el insulto hiriente, el epíteto injusto, el cántico
soez, cayó desde la gradería rival sobre la humanidad generosa de mi amigo! Sin
duda alguna, muchos de aquellos que ayer desgranaron los más pesados e
injuriosos improperios contra Wilmar Everton Cardaña se sentirán incómodos o
arrepentidos al finalizar de leer esta nota que revela la otra cara del ídolo
deportivo. Cuánta nobleza habitaba el pecho inconmensurable de Wilmar! Cuanto
valor cívico podía esconderse bajo el glorioso número cinco prendido a la
mirasol peñarolense, ya fuera sobre el césped del Estadio Centenario, en
cualquier campo de la vecina Buenos Aires, o en la grama misma de tantos y
tantos estadios brasileños donde los frágiles y siempre pusilánimes morenos le temían
como a una figura mitológica!
No por nada, mi amigo y colega Pablo Aladino Puseya, inolvidable
periodista, desaparecido ya, que supo firmar sus columnas en "El Tero
Alerta" de Rocha con el ingenioso seudónimo de "Banderín de
Corner", bautizó a Cardaña como "El Hombre". Así, a secas, con mayúsculas,
porque supo advertir en Cardaña al luchador indoblegable, al deportista cabal
de vergüenza invicta, más allá de la circunstancial controversia sobre un puntapié
a destiempo o una fractura expuesta. Tiempo después, algún pícaro modificó el
apelativo para extenderlo a "El Hombre de Roble", lo que, en si, parecía
configurar un elogio a la increíble solidez de sus piernas ligeramente chuecas,
pero que en verdad escamoteaba la verdadera intención del apodo, que aproximaba
a Cardaña a la infame condición de "tronco". Lo avieso de la maniobra
lo certifica el hecho de que esta deformación de su apodo fue adaptada
velozmente por los seguidores de Nacional. Y no quedó allí la cosa, porque después
de aquel desgraciado incidente con Fanego (el veloz punterito de Huracán Buceo
que se destrozara una clavícula contra el alambrado olímpico en un cruce
fortuito con Cardaña) parte de un periodismo no propiamente imparcial, paso a
llamarlo "El Hombre de Neanderthal". Quisiera que esta anécdota, que
puedo contar dado el particular contacto que tuve con el caudillo indiscutible
de Peñarol, eche algo de luz sobre la "leyenda negra" que sobre el se
derramara desaprensivamente. A mucho tiempo de los hechos, pienso que el mismo
Cardaña, refugiado hoy en la paz y el reposo de su hogar en Treinta y Tres, me
perdonara que refiera lo ocurrido en circunstancias de aquella histórica final
del 54, tema que el, por pudor y humildad, jamás quiso develar. Puede que el
relato aporte también nuevas referencias a los amigos tangueros, ya que lo
sucedido en torno a esa final inolvidable fue inmortalizado en un tango que,
precisamente, lleva por nombre "La número cinco". La anécdota
revelara que el título de la pieza se refiere a la casquivana pelota de fútbol,
y no al número que lucia la camiseta de Wilmar Everton Cardaña sobre sus
dorsales, ni al que identificaba (este fue un rumor poco serio y
malintencionado) a una damisela aspirante al trono de "Miss Paysandú"
y por quien, dicen, suspiraba el inspirado compositor de tangos.
Aquella mañana del 3 de noviembre de 1954 llegué al hotel Olinto Gallo,
donde se alojaba habitualmente el plantel de Peñarol, palpitando encontrarme
con un clima de nervios y tensión, acorde con la magnitud del gran encontronazo
final con el clásico enemigo de todos los tiempos: Nacional. Había una
efervescencia formidable en Montevideo y los tamborines de la murga "Los
que pelan la chaucha" no habían dejado de atronar el barrio de La Tumba en
toda la noche. Sin embargo, me hallé con un grupo de muchachos --jugadores,
técnicos y dirigentes-- departiendo mansamente luego del desayuno, al parecer
olvidados de la proximidad de la
justa. Pero esa primera impresión fue efímera. Algún gesto falso,
ciertas torpezas en los movimientos,
un par de respuestas destempladas o el
rechinar penetrante de algunas dentaduras, denotaban el crispamiento interior, el desgarro insoportable de la
espera.
Pregunté por Cardaña y me contestaron que el recio capitán se había retirado a su habitación luego de
merendar. Subí a su pieza, con la familiaridad
que me confería su actitud amistosa hacia mí, y me invitó a pasar con un gruñido. Wilmar Everton
Cardaña era hombre de pocas palabras, muy pocas, como todo hombre criado en el
campo, entre vacas y animales poco propensos al diálogo. Creo que hasta ese día
--y ya llevábamos mas de dos años de amistad--, solo le había contabilizado
nueve palabras, monosilábicas en su mayoría. Y vale la pena consignar que más
de la mitad de ellas las había gastado en una sola frase, previa a otro
partido importante, cuando levantándose
imprevistamente de una tertulia, anunció:
"Permiso, voy a ir al baño". Era así, directo, franco, hombre
de llamar al pan, pan, y al vino,
vino, y no podían esperarse de el frases grandilocuentes o inflamados
discursos. De más esta decir que era la tortura de los periodistas radiales
quienes, más de una vez, debieron quitarle los auriculares sin haber obtenido
de el ni un dato, ni un nombre, ni una fecha. Encontré a un Cardaña taciturno y
cariacontecido, cosa que atribuí a la responsabilidad del partido de la tarde.
En aquella época no habían proliferado las líneas de ropa deportivas; por lo
tanto, en las concentraciones, los players usaban sus propios atuendos a veces
de gustos caprichosos o discutibles. Cardaña llevaba puesto un saco marrón,
colocado al revés, o sea, con la pechera sobre la espalda, lo que lo hacia parecer
sujeto por un chaleco de fuerza.
--Es por el pecho-- me dijo, señalándose el cuello. Yo sabía que sufría
de severas anginas de pecho. El cigarrillo --aquellos cigarritos negros
"Barbudas", de la época, que solía lucir detrás de la oreja durante
los partidos-- le había instalado una tos seca en el pulmón derecho y una tos
convulsa en el izquierdo. Parecía mentira que un hombre que fumaba como el,
casi siete etiquetas por día, pudiese tener ese despliegue incesante y
depredador en el campo de juego. Cuantos jugadores de hoy en día, con los tan
mentados y publicitados sistemas de entrenamiento, dietas especiales y cuidados
dignos de una odalisca quisieran poseer aquella inagotable capacidad física que
acreditaba Cardaña, aun considerando sus excesos y descuidos! Cuantos de los
señoritos de hoy en día, atentos siempre a sus peinados y manicuras, se
hubieran atrevido a mostrarse a la prensa en saco de calle vuelto del revés,
camiseta musculosa debajo y pantalón pijama, sin temor a ser el hazmerreir o al
escarnio!
En la misma habitación de Cardaña estaba Nelson Amadeus Farragudo, aquel
implacable marcador de punta, el del gol agónico al Wanderers en el 49, de
sombrero de fieltro sobre los ojos, tomando mate. Le decían "El
Buitre" Farragudo, no solo por la nauseabunda peladura de su cuello, sino
porque, cual la conocida ave carroñera, era quien caía sobre los restos de las
víctimas de Cardaña, cuando este recibía a los delanteros rivales por el medio
de la cancha. Por la mustia actitud de Farragudo --mitigaba el sonido del mate cubriéndose
la cabeza con una toalla-- comprendí que algo no andaba bien en mi amigo, su
compañero de pieza, el legendario centrehalf peñarolense.
Por si no lo he dicho, Wilson Everton Cardaña tenía una cara de rasgos
grandes, muy marcados. Las cejas, negras y pobladas, se juntaban sobre el
puente de la nariz. Los ojos, sin ser bellos, eran saltones y parecían querer
fugarse por debajo de unos párpados gruesos, de piel porosa como la de los
citrus. La nariz era prominente, larga, carnosa, de aletas amplias. La boca se
abultaba bajo el bigote generoso y se alargaba hacia los costados, pareciendo
que las comisuras profundas podían alcanzar los peludos lóbulos de las orejas, también
enormes. Entre estos lóbulos y la boca, sin embargo, se interponían dos hondonadas
como tajos, arrancando desde los pómulos protuberantes para bajar y delimitar
con claridad el mentón avanzado y desafiante. Daba la impresión de que uno podía
tomar esa porción inferior de la cara, por aquellos surcos que partían de las
mejillas, y quitarla de allí, como si fuese un aditamento plástico removible. Había
en ese rostro algo perturbador y obsceno pero, al mismo tiempo, sobrecogedor.
Era como contemplar un fiordo inmemorial, un precipicio de roca desnuda, el
magma primigenio. Era asomarse al inicio de la naturaleza. Y ese rostro, aquel día,
estaba transfigurado.
Consciente Cardaña de que yo había percibido ese clima extraño y
dislocado, fue hasta una cómoda y sacó algo de uno de los cajones. Pronto se me
acercó con la facilidad que le daba nuestra confianza mutua, y me extendió una
hoja de papel azul.
--Es una carta-- me aclaró.
Leí la carta y, en ella, con una letra despareja, salpicada de errores ortográficos,
decía: "Soy casi un niño y, desde hace mucho tiempo, me hallo encerrado en
una oscura sala del Hospital Muñoz. Padezco de un mal reversible y, por eso
mismo, no estaré el domingo en el estadio para alentar al glorioso Peñarol. Si
no es mucho pedir, me haría muy feliz tener en mis manos la pelota con que se juegue
el encuentro, firmada por todo el plantel mirasol. Si es necesario pagar, adjúnteme
la factura, que oblare gustoso con dinero que he ahorrado privándome de la medicación.
Suyo, José Petunio Invenianto, cama 747."
Confieso que terminé de leer aquella carta con los ojos nublados por el
llanto. Cuantos purretes de hoy en día, deslumbrados por el artificio de la tecnología
y la banalidad de la computación, serián capaces de solicitar a su ídolo
deportivo el humilde y significativo obsequio de una pelota? Cuantos niños de
la actualidad, engañados por la urgencia de una sociedad que no sabe de la
pausa para la charla amable o la reflexión, tendrían la delicada paciencia de
solicitar la pelota para "después" del partido y no para
"antes" del mismo, con todos los inconvenientes que esa voracidad podría
provocar en la popular justa? Pero mi sorpresa fue inmensa y total cuando alcé
los ojos. Allí, delante mío, Wilson Everton Cardaña, "El Hombre", "El
Capitán Invicto", "El Hacha" Cardaña estaba llorando. Aquel que
hiciera callar de un solo chistido a 150.000 brasileños aterrados en el estadio
Pacaembu, cuando la final de la Copa Roca! Aquel que se bajó los pantaloncitos
y el calzoncillo punzo para mostrar sus testículos velludos, uruguayos y
celestes a la Reina Isabel en el mismísimo estadio de Wembley! Aquel que ya a
los ocho años quebrara en tres partes el tabique nasal a su profesora de música
en la escuelita sanducense... estaba llorando! Esta cartita escrita sobre el
burdo papel azul por aquel botija preso en la fría sala del Hospital Muñoz había
hecho el milagro de ablandar el corazón, en apariencia fiero, del granítico
centrehalf de Peñarol y la selección uruguaya.
No abundaré en detalles ni cederé a la tentación periodística de
recordar los avatares de aquel partido memorable que terminó con el resultado
por todos conocido. Callé la historia por mi presenciada en la habitación de
Cardaña, por pudor y por prudencia, consciente de que no saldría de mis labios
ese relato, como así tampoco de los del "Buitre" Farragudo, austero
en su vocabulario como en su manejo del balón.
El lunes, al día siguiente del encuentro, acudí al Hospital Marcelo
Muñoz, a ser testigo del final de la historia. Esperaba hallar allí tan solo a
Cardaña pero cuan grande sería mi sorpresa al ver a las puertas de nosocomio el
plantel integro de Peñarol, algunos aun con la camiseta puesta bajo el saco,
deseosos de cumplir con el pedido postal! Y lo increíble, lo conmovedor, es que
no se habían reunido allí por un acuerdo previo o concertado. Uno a uno, por su
propia cuenta, con la misma coordinación que ponían en el campo de juego para
implementar la ley del off-side o presionar a un juez de línea, habían llegado
hasta el Muñoz para acompañar al capitán en la entrega del preciado regalo! ¿Cuántos
planteles de la actualidad, ahítos de dinero y fama fácil, serian capaces de
repetir aquella escena, aquella convocatoria, llevada a cabo por hombres
simples y cabales, deportista que no conocían los devaneos en torno a contratos
fabulosos ni los desplantes exigentes por unas cuantas monedas de oro, antes de
comenzar algún encuentro?
Y entonces fue el sinceramiento. Ante esa presencia masiva y espontánea,
frente a tanta humanidad enternecida, Wilson Everton Cardaña no aguantó más y
lloró como una criatura. Lo seguí yo y luego el plantel. Lloramos abrazados sin
avergonzarnos de los facultativos que nos miraban
con cierta curiosidad o de los transeúntes
que acertaban a pasar por el
lugar. Algún periodista, mal periodista,
arriesgo luegó la mezquina
versión que el plantel de Peñarol lloraba
aun el lunes la ignominia de la
abultada derrota, soslayando el hecho
irrefutable de que se trataba tan
solo de un acto de amor y desprendimiento.
Cuantos periodistas de hoy en
día, mercenarios que ponen su pluma al
servicio de quien mas paga, habrían hecho exactamente lo mismo que aquel
sicario de la prensa amarilla!
Desahogados en parte, pero aun trémulos por lo tocante de la escena,
pudimos seguir rumbo a la sala 2, media
hora mas tarde. Adelante, Cardaña, con la número cinco entre sus manos enormes.
Atrás, yo y el plantel, encolumnados en un remedo de la tantas veces repetida
entrada a la cancha.
Y quiero ser cauteloso al narrar lo que sucedió después, ya que tuvo
ciertos rasgos sorpresivos e inesperados.
Como así también advertir al
lector que mi fidelidad al relato me obliga
al uso de palabras que no son
de mi predilección, a pesar de ser moneda
corriente en la vía pública.
Fue casi simultáneo entrar en la sala 2 e
individualizar al pequeño
que había solicitado el obsequio. Tendría
doce, trece años y, cubierto por
un camisón blanco de tela basta, se hallaba
de pie sobre su cama,
expectante, mirando hacia la puerta como si
nos hubiese adivinado. Tal vez
el revuelo de enfermeras y doctores lo
alerto, quizás la intuición
infantil, o tal vez el hecho de que,
nosotros, nos acercábamos cruzando
los largos y umbrosos pasillos cantando la
Marcha del Deporte. Pareció no
dar crédito a lo que veían sus ojos, las
pupilas se le empañaron y comenzó
a temblar como atacado por la fiebre.
Impresionado, Cardaña se acercó a el
y le entrego la pelota firmada por todos.
El pibe la miró, nos miró a
nosotros, volvió a mirar la pelota, nos volvió
a mirar a nosotros y
finalmente gritó:
--Hijos de puta! Como pueden perder con eso chotos de Nacional?
Confieso que nos quedamos estupefactos, helados por lo sorpresivo de
la agresión.
--Como carajo puede ser que esos putos nos hagan cuatro goles?--
siguió gritando el imberbe, ya
absolutamente desaforado, roja la cara, las
venas del cuello tensas, como a punto de
estallar--. Hijos de mil putas!
Troncos de mierda! Metansé la pelota en el
culo!
Y, acto seguido, arrojó el balón al
rostro de Cardaña, estrellándolo
contra su nariz. Vi palidecer al capitán y temí
lo peor.
--Vendidos!-- seguía, para colmo, el botija-- Se vendieron como unos
miserables! Cuanta guiíta les pusieron para
ir para atrás, guachos de
mierda?
Vi a Cardaña dar un paso hacia el muchacho y supe que no podría
contenerlo.
--Cagones!--vociferó el chico, empinándose hasta caer, casi, de la
cama--. Maricones! Vayan a trabajar,
ladrones!
Advertí, en el último instante, el brillo asesino de tigre en los ojos
de Cardaña, el mismo que había apreciado
tantas veces en las inmediaciones del área, y supe que atacaba. Se lanzó con
los dos pies hacia adelante en la temida "patada voladora" y alcanzó
al muchacho en pleno tórax, de la misma forma que puso fin a la carrera de
Alberto Ignacio Murinigo, el prometedor numero nueve del River Plate. Cayeron
los dos del otro lado de la cama y, sobre ellos, se abalanzo una docena de
enfermeros que se habían acercado atraídos por los gritos del botija.
Salimos destrozados del Muñoz. Los muchachos de Peñarol, heridos hasta
lo más recóndito por la injusticia de los agravios recibidos. Yo, por lo
estremecedor de la escena presenciada.
Al día siguiente, un médico de
guardia me informó que el chico tenia
cuatro costillas fisuradas, lo que obligaría
a prolongar su interacción
seis meses más. También me dijo que el
botija padecía de una calvicie
irreversible, y que había solicitado permanecer
internado a los efectos de
no concurrir a una escuela técnica que
detestaba. Que era un buen chico,
en verdad muy hincha de Peñarol y que,
meses atrás, se había hecho regalar
un planeador firmado por un diestro del
volovelismo que había batido un
record sudamericano.
Muy pocos conocen esta anécdota, ya que una conjura de silencio se
cernió en torno a ella. Yo me abrigué en el
secreto profesional para no
revelarla. El plantel de Peñarol calló el
suceso por un natural prurito
del deportista derrotado y en cuanto al
agresivo muchacho, tengo
información de que aun sigue en el mismo
hospital, aunque ahora con el
cargo de "jefe de enfermeras".
Wilmar Everton Cardaña siguió jugando,
desparramando coraje y sangre charrua en
cuanto campo de juego le toco en suerte asolar. Siguió acrecentando su fama de
guapeza y virilidad sin
limites. Siguió mostrando, en suma, una
sola de sus dos caras o facetas:
la del enérgico, potreó y filoso centrehalf
de los de aquellos tiempos.
Apenas un puñado de sus más íntimos guarda, como un tesoro, el secreto de
aquellas lágrimas que supo derramar ante el conmovedor y sencillo pedido de un
niño.
(dedicada
al compañero Álvaro Tuzman, hincha de Peñarol.)
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