Los horribles terrestres
Carlos Sáiz Cidoncha
En Antología
de novelas de anticipación 17, Ediciones Acervo, 1972.
Los dos seres se identificaron una vez más
en el último control y al fin pudieron cruzar las puertas del «sancta
sanctorum», la inmensa sala donde, en millares de jaulas y habitáculos vivían
los especímenes vivos de un millar de mundos siderales.
–¡Te digo que nunca antes habíamos
encontrado nada igual! –continuó su apasionado alegato el capitán explorador–.
Cierto que nunca antes había llegado nuestra nave más allá de la Décima
Nebulosa, hasta ese sector espacial casi en el borde de la Galaxia...
–¿Cómo dices que llaman sus habitantes al
planeta? –interrumpió brevemente el periodista.
–Tierra. Al menos eso es lo que sacamos en
claro de la investigación telepática del capturado... una de las pocas cosas
que sacamos en claro. ¡Y por todos los soles que espero no volver a caer por
sus cercanías en lo que me resta de vida!
El periodista lanzó sobre la marcha una
distraída mirada a la colección de monstruosidades cautivas que flanqueaban por
ambos lados su camino.
–¿Tan dura fue la captura del ejemplar? –inquirió.
El capitán hizo un gesto displicente.
–¡Oh, no! Por esa parte no hubo nada
extraordinario. Ya sabes cuales son nuestros métodos, encaminados a ocultar en
lo posible nuestra intervención a las razas dominantes de los planetas en que
actuamos. Descendimos en plena zona nocturna y no nos costó mucho localizar a
un ejemplar aislado que caminaba lejos de todo otro semejante suyo. Caímos
sobre él y lo paralizamos con rayo «krhi» antes de que pudiera reaccionar.
Paralizado estuvo durante todo el camino, colocado además en hibernación, pues
hasta que se le hiciera el análisis telepático en el instituto Xenológico, ni
siquiera podíamos saber –hizo un gesto de asco– lo que comía.
–¿Y luego...?
–Luego, cuando se le devolvió la libertad de
movimientos... entonces fue cuando empezó todo. Imagínate, logró escaparse un
par de veces y casi mata a uno de los investigadores. ¡Sí! –agregó al advertir
el gesto de incredulidad de su interlocutor–. A pesar de que los habitáculos
standard son prácticamente invulnerables, logró escaparse y sólo tras el
análisis telepático descubrimos la forma de mantenerle encerrado. ¡Bicho del
diablo!
El periodista observó cómo el astronauta se
iba poniendo cada vez más nervioso.
–¿Seguro que era un ser de la raza
predominante? –preguntó–. ¿Un ser inteligente?
–¡Seguro! El análisis fue terminante al
respecto. Una inteligencia sensiblemente igual a la de nuestra raza, quizá
incluso algo superior. Los terrestres se visten, viven en ciudades y tripulan
vehículos de superficie, acuáticos y aéreos. Pero...
–¿Pero...?
–¡Todo lo demás! ¡Un metabolismo tan
distinto al nuestro que ha estado a punto de volver locos a nuestros mejores
biólogos! ¡Su repugnante forma de alimentarse! ¡Y sobre todo... lo que el
análisis telepático dio a entender!
–¿Qué fue ello?
–¡Odio! Un odio espantoso, inconcebible, no
por haber sido capturado, sino general, total, atávico, inseparable de todos
los miembros de su maldita raza, ya que está en las raíces de lo más profundo
de su ser racial. ¡Deseos de destrucción! Hasta un punto que nosotros no
podremos nunca comprender. Y en el fondo de todo ello...
El astronauta se agarró convulsivamente a
uno de los brazos de su acompañante.
–¡Maldad! Una maldad primigenia, inmunda,
insoportable –hizo una excitada pausa–. Mira, yo mismo he asimilado mentalmente
los informes del análisis y casi he sido aniquilado por ellos. Durante todo el
tiempo que permanecí dentro de la máquina telepática me pareció estar sumergido
en un horrible cenagal resbaladizo de cuya suciedad nunca más podría limpiar mi
espíritu. Son malvados en esencia, la raza terrestre es malvada en esencia, de
una forma diabólica desconocida hasta ahora en nuestro Universo...
Se estremeció violentamente al señalar un
habitáculo próximo.
–Allí está. Esa es su jaula.
El periodista atisbo lleno de curiosidad el
recinto mientras se iban acercando a él.
–Supongo que habréis reproducido en el
habitáculo todas las características de su planeta natal.
–Todas –murmuró el astronauta mientras
llegaban frente a la jaula–. Todas menos una...
–¿Y eso?
–Otra aberración en esa monstruosa raza
terrestre –dijo el capitán explorador en tanto que ambos se detenían ante la
jaula–. De todos los pueblos que habitan en el Universo, el terrestre es el
único para el que son mortales los rayos de su propia estrella.
Desde detrás de los fuertes barrotes de
plata, el aprisionado vampiro les dirigió una mirada de odio infinito.
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