Nadie se fija en el barman
Carlos Sáiz Cidoncha
En Lo
mejor de la ciencia ficción española, selección de Domingo Santos, Super
Ficción 75, Editorial Martínez Roca, 1982.
Pues sí, querido amigo, nadie se fija en el
barman. Me explicaré mejor. En ocasiones el cliente charla amistosamente con el
barman, tal como usted ahora lo está haciendo conmigo. Incluso le relata sus
preocupaciones y sus dificultades, seguro de encontrar en él amistad y
comprensión. Cierto.
Pero cuando dos o más clientes se enzarzan en una discusión que creen
interesante, el hecho de que el barman que les atiende y llena periódicamente
sus vasos sea una persona viviente y pensante resulta incomprensible para
ellos. El barman no es sino un mueble, un dispensador automático de bebidas
alcohólicas, sin alma ni personalidad. Eso hace que, en ocasiones, el barman
escuche conversaciones y confidencias que no están específicamente destinadas a
sus oídos. Y puede ser que ello le ocasione más de una preocupación.
Mi preocupación actual es que no puedo
acordarme del argumento de una película de ciencia ficción. Precisamente de la
película más grandiosa y taquillera de los últimos tiempos.
¡No, gracias! No me refiero a esa película. Hablaba de otra aún más
famosa, más visionada por el público, más dispensadora de millones de dólares
para la productora. Me refiero a «Los Héroes del Espacio», protagonizada por
Roger Moore y Ursula Andress.
¿Cómo dice? ¿Que en su vida ha oído hablar
de semejante filme? ¿Que es usted aficionado a la ciencia ficción y que, de
haberse proyectado, lo habría visto o al menos hubiera oído hablar de él?
Pues tiene usted razón. Pero sin duda ha
oído hablar de él y es muy probable que lo haya visto. No, no puedo relatarle
el argumento, puesto que lo he olvidado.
Quizá será mejor que empiece por el
principio, por aquella noche en que, cercana la hora de cerrar, tan sólo un
cliente se apoyaba en la barra del bar en el que sirvo, tal como usted se apoya
ahora mismo.
El tal cliente, viejo conocido mío, no era
otro que Jerónimo el Marciano. No era ciertamente marciano, a pesar del apodo,
como tampoco indio, a pesar de su nombre. Era sencillamente un muchacho alegre
y amistoso, tan aficionado al alcohol como a la ciencia ficción, la última de
cuyas aficiones explica el mote con que se le conocía.
Como yo también siento cierto interés por el
género, en más de una ocasión ha mantenido conmigo largas conversaciones sobre
el particular, entre copa y copa. Pero en aquel momento no parecía tener muchas
ganas de charla, sino que más bien estaba entregado a la meditación, ayudado
por la cantidad de esencia alcohólica que había trasegado. De modo que, como su
vaso estaba lleno, me arriesgué a abandonar momentáneamente la barra para
investigar por qué la maldita máquina tragaperras había estado fallando toda la
tarde. No tuve suerte con el artefacto. Apenas le había sacudido un poco cuando
se escuchó un chasquido procedente de sus tripas y llegó a mi nariz un raro
olor que me recordó mis tiempos de estudiante, concretamente el laboratorio de
química. Me apresuré a desenchufar el trasto, pues los incendios no son
precisamente mi diversión favorita. Persistió no obstante aquel olor cuya
naturaleza no conseguía identificar, de modo que aguardé un rato por si surgía
humo o llama por algún sitio. Pero como nada de eso ocurría, decidí regresar a
la barra y esperar allí los acontecimientos.
Fue entonces cuando me di cuenta de que
tenía un nuevo cliente, aunque no hubiera advertido el momento en que penetró
en mis dominios. Se trataba de un hombrecillo vestido de negro, moreno como un
beduino, que ya había entablado conversación con Jerónimo el Marciano.
–¡Un whisky para mi amigo! –pidió éste
apenas me vio tras la barra.
Obedecí en silencio y, en el acto, como
antes le dije, los dos bebedores se olvidaron de mí, charlando como si se
hallaran solos en el bar. No me importó, ya estoy acostumbrado a que nadie se
fije en el barman.
–Así pues, señor Jerónimo –pensé que pocos
eran los que le llamaban señor a
mi amigo–, le repito mi pregunta: si se le garantizase la concesión de un
deseo, ¿cuál expondría?
–¿Que cuál deseo... expondría? –vaciló
Jerónimo el Marciano–. Eso dependería de las circunstancias, naturalmente.
–¿Las circunstancias? –pareció extrañarse el
otro.
–El precio. ¿Qué precio se me pediría a
cambio de ese deseo? Quizás..., quizás... ¿el alma?
Escuché un ruido singular, mezcla de zumbido
y de graznido. Era que el hombrecillo se reía.
–¡Oh, no debe preocuparse por eso, señor
Jerónimo! La cosa ha variado mucho desde los tiempos de..., eh..., de Fausto.
Fue precisamente entonces cuando reconocí al
fin el olor químico que tanto me había confundido. Era el olor de azufre, del
azufre quemado. Y no procedía de la máquina tragaperras, sino del cliente que
conversaba con Jerónimo el Marciano.
Pude sin duda haber salido corriendo, haber
gritado llamando a la policía, a un cura o a un exorcista de esos que
últimamente han ganado tanta fama. Pero sin embargo permanecí quieto, tan
impasible como en otras ocasiones al parecer similares. Estaba tan acostumbrado
a representar el papel de convidado de piedra ante las conversaciones de los
clientes que no se me ocurrió pasar a la acción. Simplemente, seguí escuchando.
Jerónimo el Marciano podía haber descubierto
lo mismo que yo respecto a la identidad de su interlocutor, pero no dio
muestras de ello.
Con el alcohol que llevaba en el cuerpo, a
mi amigo todo le parecía bien, y cualquier vecino era amistoso.
–Pues algún precio habrá que pagar –discurrió
lógicamente–. Nadie da algo por nada.
El moreno hombrecillo suspiró, como recordando
tiempos pasados.
–Se trata de un convenio simbólico –explicó–.
Ha pasado ya mucho tiempo desde la Revolución y, después de todo, Él es infinitamente bueno. No podría
mantener el castigo para siempre. Así pues, parece cercano el día del «todo
está olvidado, muchacho». Y sin embargo, parece también que es necesario un
símbolo...
Jerónimo el Marciano asintió con gravedad,
como si estuviera de acuerdo.
–A Él le gustan mucho los símbolos –suspiró de nuevo el hombrecillo–.
De modo que me veo obligado a conceder un deseo al primero..., este..., al
primer humano que encuentre, sin pedir nada a cambio, para variar. Y es el
caso, señor Jerónimo, que el primer humano que he encontrado en mi salida es
Usted.
Jerónimo el Marciano pareció preocupado.
–¿Un deseo? –preguntó–. ¿Quiere decir
«cualquier deseo»?
–Cualquier deseo –confirmó el otro–. Para
esta tarea me asisten todos los poderes... de Él. Crédito ilimitado.
Su interlocutor se quedó pensativo. ¡Crédito
ilimitado! Desde luego que yo en su lugar lo hubiera pensado dos veces antes de
decidirme. Pero mi amigo pensó en algo que a mí nunca se me hubiera pasado por
la mente, y quizás a él tampoco, de haber estado menos cargado de alcohol.
–Pues... quizá desearía que me ocurriera a
mí todo lo que le pasa a Roger Moore en «Los Héroes del Espacio».
Puedo recordar que no encontré mal en
principio la elección del deseo. No, no era nada absurdo desear que le
ocurriera a uno lo que en el filme le sucedía al actor.
Pero el hombrecillo pareció dudar.
–¿Quizá...? –preguntó.
–Sí, la película más taquillera de los
últimos años –explicó mi amigo–. Trabaja también Ursula Andress y trata de una
invasión a la Tierra por parte de...
–La conozco, la conozco –dijo–. También allá
abajo somos aficionados a
la ciencia ficción. Lo que le preguntaba era el porqué de ese «quizá» y ese
«desearía». ¿Es ese su deseo, sí o no?
Ahora el que vaciló fue Jerónimo.
–Pues, a decir verdad..., sería algo
artificial que de pronto empezaran a ocurrir cosas que todo el mundo conoce,
exactamente como en una película que todos han visto. Y yo mismo, en fin..., me
sentiría molesto y no disfrutaría de unos hechos cuyo..., cuyo desarrollo
conocería de antemano. Me parecería como si estuviera programado.
El hombrecillo suspiró con paciencia una vez
más.
–Le repito que mis poderes para conceder
deseos provienen directamente de Él, en calidad de préstamo. Que todos los problemas sean como esos
dos que le preocupan.
Se enfrentó solemnemente con mi amigo, y
creí advertir una cierta aura en torno a su cuerpo.
–Señor Jerónimo, su deseo será satisfecho. Y
el mundo entero olvidará en este instante todo lo relacionado con esa
película..., como si nunca hubiera existido.
Jerónimo el Marciano pareció pensar en algo
y después sus ojos se desorbitaron de asombro.
–¡Oiga...! –empezó.
–En lo que respecta a su segunda objeción,
usted olvidará también en este instante toda nuestra conversación anterior.
Se produjo una especie de destello que me
hizo parpadear y, cuando abrí de nuevo los ojos, el hombrecillo ya no estaba.
También había desaparecido todo rastro del olor sulfúrico que tanto me había
preocupado.
Quedaba solo ante mí el buen Jerónimo,
vacilante ante su copa vacía.
–¡Eh, amigo! –me llamó, reparando al fin en
mi presencia–. ¡Otro whisky, por favor!
Así están pues las cosas. De todos los
habitantes de nuestro mundo, tal vez de nuestro Universo, sólo yo puedo
recordar la existencia de una película que fue la más taquillera y famosa del
siglo. Y tan sólo por los pocos detalles mencionados en una conversación que a
mí no se me ordenó olvidar.
Sé el nombre, y cuáles fueron sus
protagonistas, y que su argumento trataba de la invasión de la Tierra por
alguien. Sé también que Roger Moore se lo pasaba estupendamente en ella.
Pero en todas las grandes películas del
espacio el protagonista se lo pasa estupendamente, mientras que los demás... En
fin, en «Star Wars», por ejemplo, los malos se cargan el planeta Alderaan con
todos sus habitantes; en «La Guerra de los Mundos», los de Marte destripan un
par de ciudades, además de escabechar un regimiento entero de infantería y
carros de combate... Y no quiero pensar, no quiero pensar, en los filmes japoneses. Seguro que
Jerónimo el Marciano se va a divertir dentro de poco, pero no estoy tan seguro
en lo que respecta al resto de los terrícolas.
Estoy preocupado, sí señor. Desearía que el
hombrecillo de marras me hubiera hecho olvidar también la conversación, pero en
realidad creo que ni siquiera llegó a darse cuenta de que yo estaba allí y les
oía.
Nadie se fija en el barman.
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