Lu Sin
RESTAURACIÓN DE LA
BÓVEDA CELESTE[1]
Lu Sin (1881-1936)
nació en el pueblo de Shaosín, donde hoy se le rinde culto como al más grande escritor
chino moderno. La publicación en vernáculo de su Diario de un loco, en
1918, fue la primera escalada en la revolución literaria que habría de producir
un año después el Movimiento del 4 de Mayo.
Fue también Lu Sin un
líder teórico, quizás el más importante, de la nueva literatura. En su Breve
historia de la ficción en China llevó a cabo un penetrante análisis de las
grandes novelas clásicas chinas, muchas de las cuales habían sido puestas en
discusión con el despliegue de la revolución literaria. A través de sus obras y
de su acción, fue siempre un gran combatiente de las nuevas ideas, contra la
literatura feudal, contra la política cultural represiva del Kuomintang, por la
popularización de la literatura y por los grandes cambios sociales.
Tres colecciones
recogen sus novelas cortas y sus cuentos: Grito de llamada, Vagabundeos y
Viejos cuentos contados de nuevo. Sus ensayos breves han sido recogidos
en una serie de volúmenes y abarcan toda la gama temática contemporánea;
constituyeron en China una nueva forma literaria que combinaba la poesía y la
polémica política.
I
Nü-wa[2]
se ha despertado sobresaltada. Acaba de tener un sueño espantoso, que no
recuerda con mayor exactitud; llena de pena, tiene el sentimiento de algo que
falta, pero también de algo que sobra. La excitante brisa lleva indolentemente
la energía de Nü—wa para repartirla en el universo.
Se frota los ojos.
En el cielo rosa flotan
banderolas de nubes verde roca; más allá parpadean las estrellas. En el
horizonte, entre las nubes sangrientas, resplandece el sol, semejante a un
globo de oro que gira en un flujo de lava; al frente, la luna fría y blanca
parece una masa de hierro. Pero Nü-wa no mira cuál de los astros sube ni cuál
desciende.
La tierra está vestida
de verde tierno; hasta los pinos y los abetos de hojas perennes tienen un
atavío fresco. Enormes flores rosa pálido o blanco azulado se funden en la
lejanía en una bruma coloreada.
— ¡Caramba! ¡Nunca he
estado tan ociosa!
En medio de sus
reflexiones, se levanta bruscamente: estira los redondos brazos, desbordantes
de fuerza, y bosteza hacia el cielo, que de inmediato cambia de tono,
coloreándose de un misterioso tinte rosa carne; ya no se distingue dónde se
encuentra Nü-wa.
Entre el cielo y la
tierra, igualmente rosa carne, ella avanza hacia el mar. Las curvas del cuerpo
se pierden en el océano luminoso teñido de rosa; sólo en el medio de su vientre
se matiza un reguero de blancura inmaculada. Las olas asombradas suben y bajan
a un ritmo regular, mientras la espuma la salpica. El reflejo brillante que se
mueve en el agua parece dispersarse en todas partes sin que ella note nada.
Maquinalmente dobla una rodilla, extiende el brazo, coge un puñado de barro y
lo modela: un pequeño ser que se le parece adquiere forma entre su dedos.
—¡Ah! ¡Ah!
Es ella quien acaba de
formarlo. Sin embargo, se pregunta si esa figurita no estaba enterrada en el
suelo, como las batatas, y no puede retener un grito de asombro.
Por lo demás, es un asombro
gozoso. Con ardor y alegría como no ha sentido jamás, prosigue su obra de
modelado, mezclando a ella su sudor...
— ¡Nga! ¡Nga!
Los pequeños seres se
ponen a gritar.
— ¡Oh!
Asustada, tiene la
impresión de que por todos sus poros se escapa no sabe qué. La tierra se cubre
de un vapor blanco como la leche. Nü-wa se ha recobrado; los pequeños seres se
callan también.
Algunos comienzan a
parlotear:
— ¡Akon! ¡Agon!
— ¡Ah, tesoros míos!
Sin quitarles los ojos
de encima, golpea dulcemente con sus dedos untados de barro los rostros blancos
y gordos.
— ¡Uva! ¡Ahahá!
Ríen.
Es la primera vez que
oye reír en el universo. Por primera vez también ella ríe hasta no poder cerrar
los labios.
Mientras los acaricia,
continúa modelando otros. Las pequeñas criaturas dan vueltas a su alrededor
alejándose y hablando volublemente. Ella deja de comprenderlos. A sus oídos no
llegan sino gritos confusos que la ensordecen.
Su prolongada alegría
se transforma en lasitud; ha agotado casi por completo su aliento y su
transpiración. La cabeza le da vueltas, sus ojos se oscurecen, sus mejillas
arden; el juego ya no la divierte y se impacienta. Sin embargo, sigue modelando
maquinalmente.
Por fin, con las
piernas y los ríñones doloridos, se pone de pie. Apoyada contra una montaña
bastante lisa, con el rostro levantado, mira. En el cielo flotan nubes blancas,
parecidas a escamas de peces. Abajo, el verde tierno se ha convertido en negro.
Sin razón, la alegría se ha marchado. Presa de angustia, tiende la mano
y de la cima de la montaña arranca al azar una planta de glicina, cargada de
enormes racimos morados y que sube hasta el cielo. La deposita en el suelo,
donde hay esparcidos pétalos medio blancos, medio violetas.
Con un ademán, agita la
glicina dentro del agua barrosa y deja caer trozos de lodo desmigajado, que se
transforman en otros tantos seres pequeñitos parecidos a los que ya ha
modelado. Pero la mayor parte de ellos tienen una fisonomía estúpida, el
aspecto aburrido, rostro de gamo, ojos de rata; ella no tiene tiempo de
ocuparse de semejantes detalles y, con deleite e impaciencia, como en un juego,
agita más y más rápido el tallo de glicina que se retuerce en el suelo dejando
un reguero de barro, como una serpiente coral alcanzada por un chorro de agua
hirviente. Los trozos de tierra caen de las hojas como chaparrón, y ya en el
aire toman la forma de pequeños seres plañideros que se dispersan arrastrándose
hacia todos lados.
Casi sin conocimiento,
retuerce la glicina más y más fuerte. Desde las piernas y la espalda, el dolor
sube hacia sus brazos. Se pone en cuclillas y apoya la cabeza contra la
montaña. Sus cabellos negros como laca se esparcen sobre la cima, recupera el
aliento, deja escapar un suspiro y cierra los ojos. La glicina cae de su mano
y, agotada, se tiende desmayadamente en tierra.
II
Un ruido terrible,
producido por el derrumbamiento del cielo y la tierra, despierta sobresaltada a
Nü-wa. Se desliza en línea recta hacia el sureste.[3]
Estira un pie para
sujetarse, sin lograrlo. De inmediato extiende un brazo y se coge de la cima de
la montaña, lo que detiene su caída.
Agua, arena y piedras
ruedan por encima de la cabeza y por detrás de la espalda. Se vuelve
ligeramente. El agua le penetra por la boca y las orejas. Inclina la cabeza y
ve que la superficie del suelo está agitada por una especie de temblor. El
temblor parece apaciguarse. Después de retroceder, se instala en un lugar
seguro y puede soltar presa, para limpiarse el agua que ha llenado sus sienes y
sus ojos, a fin de examinar lo que ocurre.
La situación es
confusa. Toda la tierra está llena de corrientes de agua que parecen cascadas.
Gigantescas olas agudas surgen de algunos sitios, probablemente del mar.
Alelada, espera.
Al fin la gran calma se
restablece. Las olas más elevadas ahora no sobrepasan la altura de los viejos
picachos; allá donde se halla tal vez el continente, surgen osamentas rocosas.
Mientras contempla el mar, ve varias montañas que, llevadas por el océano,
avanzan hacia ella girando en inmensos remolinos. Temerosa de que choquen
contra sus pies, Nü-wa tiende la mano para detenerlas y distingue, agazapados
en cavernas, a una cantidad de seres cuya existencia no sospechaba.
Atrae hacia sí las
montañas para observar a gusto. Junto a esos pequeños seres, la tierra está
manchada de vómitos semejantes a polvo de oro y jade, mezclados con agujas de
abetos y pinos y con carne de pescado, todo masticado junto. Lentamente
levantan la cabeza, uno tras otro. Los ojos de Nü-wa se dilatan; le cuesta
comprender que son los que ella modeló antes; de manera cómica, se han envuelto
los cuerpos y algunos tienen la parte inferior del rostro disimulada por una
barba blanca como la nieve, pegada por el agua del mar en forma semejante a las
hojas puntiagudas del álamo.
— ¡Oh! —exclama
asombrada y asustada, como al contacto de una oruga.
— ¡Diosa Suprema,
salvadnos!...— dice con la voz entrecortada uno de los seres con la parte
inferior del rostro cubierta de barba blanca con la cabeza en alto, mientras
vomita—: ¡Salvadnos!... Vuestros humildes súbditos... buscan la inmortalidad.
Nadie podía prever el derrumbe del cielo y la tierra... ¡Felizmente... os hemos
encontrado, Diosa Soberana!... Os rogamos que nos salvéis de la muerte... y nos
deis el remedio que... que procura la inmortalidad...
Baja y sube la cabeza
curiosamente, en un movimiento perpetuo.
— ¿Cómo? —pregunta ella
sin comprender.
Otros abren la boca y
del mismo modo vomitan al mismo tiempo que exclaman: "¡Diosa Soberana!
¡Diosa Soberana!"; luego se entregan a extrañas contorsiones hasta el
punto de que ella, irritada, lamenta el gesto que le provoca molestias incomprensibles.
Recorre los alrededores con la mirada: ve un grupo de tortugas gigantes que se
divierten en el mar. Exultante de alegría, deposita las montañas sobre sus
caparazones y ordena:
— Llevadme esto a un
sitio más tranquilo.
Las tortugas gigantes
parecen asentir con un movimiento de cabeza y se alejan; pero Nü-wa ha hecho un
ademán demasiado brusco: de una montaña cae un pequeño ser con la cara adornada
de barba blanca. ¡Helo ahí, separado de los otros! Y como no sabe nadar, se
prosterna a la orilla del agua, golpeándose el rostro. Un impulso de piedad
cruza el corazón de la diosa, pero no se retrasa: no tiene tiempo que dedicar a
semejantes bagatelas.
Suspira; el corazón se
le aligera. A su alrededor, el nivel del agua ha bajado notablemente. Por todas
partes surgen vastos terrenos cubiertos de limo o de piedras en cuyas
hendiduras se hacina una multitud de pequeños seres, unos inmóviles, otros
moviéndose todavía. Se fija en uno de ellos que la mira estúpidamente con ojos
blancos. El cuerpo entero está cubierto de placas de hierro; en su rostro se
pintan la desesperación y el miedo.
— ¿Qué te ha ocurrido?
—le pregunta en tono indiferente.
— ¡Caramba! La
desgracia nos ha caído del Cielo —responde con voz triste y lamentable—.
Violando el derecho, Chuan Sü se ha rebelado contra nuestro rey; nuestro rey ha
querido combatirlo de acuerdo con las leyes del Cielo. La batalla tuvo lugar en
el campo; y como el Cielo no nos otorgó su protección, nuestro ejército tuvo
que retirarse...
— ¿Cómo?
Nü-wa no ha oído jamás
nada de tal cosa y su sorpresa se deja ver.
— Nuestro ejército ha
tenido que retirarse; nuestro rey ha estrellado la cabeza contra el Monte
Hendido, ha quebrado la columna de la bóveda celeste y roto los cables de la
tierra. ¡Ha muerto! ¡Caramba! ¡Esta es la verdad que...!
— ¡Basta! ¡Basta! ¡No
comprendo lo que me cuentas!
Al volverse, ve a otro
pequeño ser, cubierto también de placas de hierro, pero con rostro orgulloso y
alegre.
— ¿Qué ha pasado?
Ella sabe ahora que
esas minúsculas criaturas pueden mostrar cien rostros diferentes, por eso
quisiera conseguir una respuesta comprensible.
— El espíritu humano
rompe con la antigüedad. En realidad, Kang Jui tiene un corazón de cerdo; ha
tratado de usurpar el trono celestial; nuestro rey mandó una expedición contra
él, conforme con los deseos del Cielo. La batalla tuvo lugar en el campo. Como
el Cielo nos diera su protección, nuestras tropas se han mostrado invencibles y
han desterrado a Kang Jui al Monte Hendido.
— ¿Cómo?
Probablemente Nü-wa no
ha comprendido una palabra.
— El espíritu humano
rompe con la antigüedad...
— ¡Basta! ¡Basta!
¡Siempre la misma historia!
Está furiosa. Sus
mejillas enrojecen hasta las orejas. Se vuelve a otro lado y descubre con
dificultad a un tercer ser, que no lleva placas de hierro. Su cuerpo desnudo
está cubierto de heridas que todavía sangran. Se cubre con rapidez los ríñones
con un paño desgarrado que acaba de sacar a un compañero ahora inerte. Sus
rasgos muestran calma.
Ella se imagina que
éste no pertenece a la misma raza que los otros y que acaso él podrá
informarla.
— ¿Qué ha pasado?
—pregunta.
— ¿Qué ha pasado?
—repite él levantando ligeramente la cabeza.
— ¿Qué es este
accidente que acaba de producirse?...
— ¿El accidente que
acaba de producirse?
Ella arriesga una
suposición:
— ¿Es la guerra?
— ¿La guerra?
A su vez, él va
repitiendo las preguntas.
Nü-wa aspira una
bocanada de aire frío. Con la frente en alto, contempla el cielo que presenta
una fisura larga, muy profunda y ancha. Ella se levanta y lo golpea con las
uñas: la resonancia no es pura; es más o menos como la de un tazón
resquebrajado. Con las cejas fruncidas, escruta hacia las cuatro direcciones.
Después de reflexionar, se estruja los cabellos para dejar escurrir el agua,
los divide en dos mechones que se echa sobre los hombros y llena de energía se
dedica a arrancar cañas: ha decidido "reparar antes que nada la bóveda
celeste".
Desde entonces, de día
y de noche, amontona las cañas; a medida que el hacinamiento aumenta, ella se
debilita, porque las condiciones no son las mismas que otras veces. Arriba está
el cielo oblicuo y hendido; abajo, la tierra llena de lodo y grietas. Ya no hay
nada que le regocije los ojos y el corazón.
Cuando el montón de
cañas llega a la hendidura, va en busca de piedras azules. 'Quiere emplear
únicamente piedras azul cielo del mismo tono que el firmamento, pero no hay
bastantes en la tierra. Como no quiere usar las grandes montañas, a veces va a
las regiones pobladas en busca de los fragmentos que le convienen. Es objeto de
burlas y maldiciones. Algunos pequeños seres le quitan lo que ha recogido;
otros llegan al extremo de morderle las manos. Tiene que recoger algunas
piedras blancas: tampoco ésas son suficientes. Agrega piedras rojas, amarillas,
hasta grisáceas. Al fin consigue tapar la hendidura. No le queda sino encender
fuego y hacer que los materiales se fundan: su tarea va a terminar. Pero está
de tal modo agotada que sus ojos lanzan centellas y los oídos le zumban. Está a
punto de que la abandonen las fuerzas.
— ¡Caramba! ¡Nunca he
sentido tal cansancio! —dice, perdiendo el aliento.
Se sienta en la cima de
una montaña y apoya la cabeza en sus manos.
En ese instante aún no
se extingue el inmenso incendio de los viejos bosques sobre el monte Kunlún. Al
oeste, el horizonte está rojo. Echa una mirada hacia allí y decide coger un
gran árbol ardiendo para encender la masa de cañas. Cuando va a tender la mano,
siente una picadura en el dedo gordo del pie.
Mira hacia abajo: es
uno de esos pequeños seres que ella modeló antes, pero éste ha tomado un
aspecto aun más curioso que los otros. Pedazos de tela, complicados y molestos,
le cuelgan del cuerpo; una docena de cintas flota alrededor de su cintura; la
cabeza está velada con quién sabe qué; en la parte más alta del cráneo
lleva sujeta una plancha negra rectangular; en la mano tiene una tablilla con
la que pica el pie de la diosa.
El ser tocado con la
plancha rectangular, de pie junto a Nü-wa, mira hacia lo alto. Al encontrar los
ojos de la diosa, se apresura a presentar la tablilla; ella la toma. Es una
tablilla de bambú verde, muy pulida, en la cual hay dos columnas de minúsculos
puntos negros mucho más pequeños que los que se ven en las hojas de encima.
Nü-wa admira la delicadeza del trabajo.
— ¿Qué es eso?
—pregunta con curiosidad.
El pequeño ser tocado
con la plancha rectangular recita con el tono de una lección bien aprendida:
— Al ir completamente
desnuda, os entregáis al libertinaje, ofendéis la virtud, despreciáis los ritos
y quebrantáis las conveniencias; tal conducta es la de un animal.
La ley del Estado está
firmemente establecida: eso está prohibido.
Nü-wa mira la tablilla
y ríe secretamente, pensando que ha sido una tontería formular esa pregunta.
Sabe que la conversación con semejantes seres es imposible, de modo que se
atrinchera en el silencio. Coloca la tablilla de bambú sobre la plancha que
cubre el cráneo del pequeño ser y luego, extendiendo el brazo, arranca del
bosque en llamas un gran árbol ardiendo y se prepara para encender el montón de
cañas.
De pronto oye sollozos,
un ruido nuevo para ella. Al bajar la vista descubre que bajo la plancha, los
pequeños ojos retienen dos lágrimas más pequeñas que granos de mostaza. ¡Qué
diferencia con los lamentos "nga, nga" que está habituada a escuchar!
No entiende lo que sucede.
Enciende el fuego en
varios puntos.
Al comienzo éste no es
muy vivo, porque las cañas no están completamente secas; crepita, sin embargo.
Al cabo de un momento, innumerables llamas se propagan, avanzan, retroceden, se
alzan lamiendo las ramas por todos lados y se juntan para formar una flor de
corola doble y luego una columna luminosa, cuyo resplandor sobrepasa en
intensidad al del incendio del monte Kunlún. Un viento salvaje se levanta. La
columna de fuego ruge mientras gira, las piedras azules y de otros tonos toman
un color rojo uniforme. Como un torrente de caramelo, las rocas en fusión se
deslizan en la brecha como un relámpago inextinguible.
El viento y el soplido
de la hoguera desbaratan en cascadas. El resplandor del fuego le ilumina el
cuerpo. En el universo aparece por última vez el tono rosa carne.
La columna de fuego
continúa subiendo, hasta que no queda de ella más que un montón de cenizas.
Cuando el cielo se ha vuelto otra vez enteramente azul, Nü-wa estira la mano
para palpar la bóveda, en la cual sus dedos descubren muchas asperezas.
"Ya veré, cuando
haya descansado...", piensa.
Se inclina para recoger
la ceniza de las cañas, llena con ella el hueco de sus manos juntas y la deja
caer sobre el diluvio que cubre la tierra. La ceniza aún caliente provoca la
ebullición de las aguas; la ola mezclada de ceniza baña el cuerpo entero de la
diosa; el viento que sopla tempestuosamente arroja sobre ella las cenizas.
— ¡Oh!...
Exhala un último
suspiro.
En el horizonte, entre
las nubes sangrientas, el sol resplandeciente, semejante a un globo de oro,
gira en un flujo de vieja lava. Al frente, la luna fría y blanca parece una masa
de hierro. No se sabe cuál de los astros sube, cuál desciende. Agotada, Nü-wa
se tiende; su respiración se detiene.
De arriba abajo reina
en las cuatro direcciones un silencio más fuerte que la muerte.
III
En un día frío resuenan
los clamores. Las tropas reales llegan al fin. Han esperado que cesaran el
resplandor del fuego, el humo y el polvo, por eso han tardado tanto. A la
izquierda, un hacha amarilla. A la derecha, un hacha negra. Detrás, un viejo y
gigantesco estandarte.
Los hombres avanzan con
precaución hasta donde yace el cadáver de Nü-wa. Ningún movimiento. Levantan
entonces su campamento en la piel de su vientre, porque es el sitio más blando:
son muy hábiles para escoger. Alterando bruscamente el tono de sus fórmulas, se
proclaman los únicos herederos de la diosa y cambian la inscripción de los
jeroglíficos en forma de renacuajo de su gran estandarte en "Entrañas de
Nü-wa".
El viejo taoísta que
había caído a orillas del mar tuvo generaciones y generaciones de discípulos.
Sólo en el momento de morir reveló a ellos la importancia histórica de las
Montañas de los Inmortales, llevadas a alta mar por las tortugas gigantes. Los
discípulos transmitieron a los suyos esta tradición. Para terminar, un mago a
la caza de favores la comunicó al primer emperador de la dinastía Chin, quien
le ordenó partir en busca de ellas.
El mago no encontró
nada.
El emperador murió.
Más tarde, el emperador
Wu, de la dinastía Jan, hizo que se emprendiera de nuevo la búsqueda, sin
obtener resultado alguno.
Las tortugas gigantes
probablemente no habían comprendido bien las palabras de Nü-wa. Su aprobación
con la cabeza no fue tal vez otra cosa que una coincidencia. Nadaron por aquí y
por allá durante cierto tiempo, luego se fueron a dormir y las montañas se
derrumbaron. Por eso es que hasta ahora nadie ha podido ver jamás ni la sombra
de una de las Montañas de los Inmortales. Cuando mucho se descubre cierto
número de islas salvajes.
Noviembre de 1922
[1]
Este cuento
se basa principalmente en la antigua leyenda china sobre la fundición de las
piedras por Nü-wa para restaurar la bóveda celeste. (N. de los T.)
[2]
Emperatriz
legendaria china. Según una leyenda china acerca del origen de la humanidad,
Nü-wa creó al primer hombre con tierra amarilla. (N. de los T.)
[3]
Trata de la
leyenda acerca del golpe asestado sobre el Monte Hendido por el enfurecido Kung
Kung. En Juainantsi se dice: "En tiempos muy antiguos, Kung Kung,
enfurecido, dio un golpe al Monte Hendido por haber guerreado con Chuan Sü por
el trono, lo que ocasionó el rompimiento del pilar celeste y la ruptura de un
rincón de la tierra. El cielo se inclinó hacia el noroeste y los astros
cambiaron de lugar; la tierra se hundió en el sureste, hacia donde fluyeron las
aguas y la polvareda". Según se dice, Chuan Sü fue nieto del Emperador
Amarillo y uno de los cinco emperadores en la historia antigua de China. Kung
Kung, llamado también Kang Jui, fue duque en aquella época. (N. de los T.)
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