Nos llamábamos Los Gourmets y éramos siete hasta que Clarissa hizo
que subiésemos a ocho. Fue Paul Le Marc quien nos la presentó como invitado
especial en uno de nuestros festines; nunca sabré en esta vida dónde la
encontró. Le tocaba el turno a Paul aquella noche y tenía derecho a traer al
invitado que quisiera.
Las reglas de nuestra sociedad eran sencillas hasta el punto
siguiente: una vez al mes nos reuniríamos para un banquete y todos los detalles
quedaban asignados por votación. La hora, el lugar, el menú... todo correspondía
a los gustos de maestro de ceremonias del mes. Paul Le Marc siempre elegía su
propia hacienda como sitio indicado, aunque era imposible adivinar por
anticipado en qué parte de sus posesiones estaría la sala de banquetes esta vez;
Arthur Vernet alternaba entre su apartamento y varios elegantes restaurantes. Yo
estaba confinado a esto último, ya que carezco de pericia culinaria, aunque a
veces he hecho sugerencias que diversos jefes de cocina admiraron.
Todos queríamos a Clarissa, pero ella eligió a Paul... y ninguno de
nosotros podía imaginase la razón. Los dos se hicieron uno, aunque en lo
referente a la carne las proporciones eran de tres a una... Paul Le Marc es una
fantástica figura. Desde entonces colaboraron, cuando el turno de cada uno se
presentó, aunque siempre había uno de los dos al mando.
De vez en cuando, uno o más de nosotros tenía que perderse un
banquete y yo me vi obligado a solicitar un permiso indefinido por ausencia
cuando mis negocios me hicieron salir del país durante algún tiempo. Eso fue un
año después de que Paul y Clarissa se casaran y nosotros no nos habíamos
recuperado por entero de nuestro asombro por tal hecho, o de que el matrimonio
durase tanto tiempo. Cuando regresé, Vernet me dijo que Clarisse se habla ido y
que Paul serviría el próximo banquete solo.
La ruptura había tenido lugar entre el presente y el anterior festin;
nadie conocía detalles.
Y ninguno preguntó. Nos reunimos en la casa veraniega de piedra, a la
luz de las velas y tratamos de fingir que todo seguía como antes de que Clarissa
hiciese por primera vez aparición en nuestras vidas. Creo que yo era más intimo
de Le Marc que cualquiera de los demás del grupo original y él me pidió que me
quedase y le ilustrase sobre los platos peruanos (teníamos previsto que
investigásemos las posibilidades culinarias allá donde fuéramos), pero ambos
supimos que él quería hablar de otra cosa. El resto ignoraba las sutiles
diferencias, también como los tonos subyacentes. En épocas antiguas, Le Marc
habría dicho que retirasen los platos antes de distribuir los cigarros.
Nos sentamos en la noche veraniega los dos solos, a la luz de las
velas oscilantes que le convertían en una grotesca figura, en la reencarnación
del sensual buda. Miren una fotografía de Buda en cuanto puedan y recuerden sus
originales enseñanzas; entonces verán la dicitomía que todos veíamos en Paul.
Pensaba en esto cuando escuchaba su voz resonando a lo largo de las paredes.
–No es difícil comprender por qué la iglesia dijo que la glotonería es un pecado
mortal. Mírame, Kent. ¿Qué soy yo sino un estómago gigante, un apetito
insaciable? –se llenó la copa de vino y la vació–. Cuando los órganos de uno se
ven encajados en la grasa como me pasa a mí, ¿puede haber sitio para el alma?
Le miré y volví a la exagerada figura de Buda, experimentando una
cierta satisfacción al recordar cómo los hombres hacían dioses a otros hombres,
cómo estos dioses gradualmente se hacían más humanos a medida que se extendía su
adoración.
–¿Vuelves a preocuparte por tu alma externa? –pregunté a Paul.
–Me has entendido mal... pero puede que sí. ¿Qué significado tiene la vida para
un hombre que no hace más que digerir? Creo que tenían razón: estábamos
destinados a algo más que a esto. Mírame con atención, Kent. ¿No adviertes la
caricatura de admiración en que me he convertido? ¿Hay algo en mí que me haga
simpático al mundo exterior?
Todos lo habíamos visto durante años; pensé en alguno de esos
dibujos medievales, mostrando nobles con panzas enormes que debían sostenerse en
carritos cuando tenían que caminar.
–Sí –respondí–. Lo hay. Hay apetitos más perjudiciales que el tuyo y sus
poseedores permanecen tan delgados como el cisne famélico del sueño bíblico. Tus
glándulas funcionan de la manera que indica tu glotonería... pero tu caso es
inofensivo en comparación.
El vino era bueno, aunque yo me pregunté si Paul lo saboreaba ahora.
Me encogí de hombros.
–Quizás tenga razón –continué–, ¿pero y qué? Quizás signifique unos cuantos años
menos de vida de lo que sería normal. ¿Y eso importa, Le Marc? –mis ojos vagaron
hasta el lugar en donde hubiese estado Clarissa de encontrarse con nosotros
aquella noche. Repetí–: ¿Importa cuándo has vivido como quisiste?
Estaba inclinado hacia adelante y ahora se arrellanó en las
profundidades de su sillón, su cabezota oscilando de aquí para allá.
–No lo he vivido.
Miré a la gran bandeja de plata que contenía restos del banquete de
aquella noche... el mejor de todos los que nos proporcionaba Paul. Lúculo pudo
haberlo dispuesto mejor, le dije, pero lo dudaba.
–Y ahí lo tienes, Paul –dije–. Hiciste tu única contribución y eso nadie te lo
puede quitar. Si crees que la muerte es el fin, luego un instante después que se
apague la luz no significará nada para ti que el mundo te recuerde o no. Voy a
citarte una frase de los Cantos, de Pound: «Lo que tú hagas más bien no te será
arrebatado...».
Cerró los ojos.
–No... no me la arrebatarán... pero pasará. Antes yo era como tú, Kent. No
simplemente joven... ni ahora siquiera soy demasiado viejo.... pero sí vivía. Mi
alma aún era el alma de un joven esbelto y vigoroso, la sangre caliente y las
articulaciones no se habían perdido entre montañas de grasa. Yo quería bailar
con la nota de las estaciones, participar en los juegos Olímpicos, ir de caza
por la noche con un arco y una flecha con alguien más joven y ligero y vivo.
«Pero mis dioses son dioses terribles. Yo les hice con mis propias
manos, para que fuesen mis servidores, pero eso fue hace muchísimo tiempo. Los
dioses que uno hace no empiezan pequeños. Les tienes en las manos y crees... y
tu creencia les hace crecer. Ya han dejado de ser mis ex sirvientes.
Encendí mi cigarro y me pregunté cuál de los dos sentía más pena por
todo eso.
–Clarissa se ha ido –dije–. Para tu propia tranquilidad de espíritu, tienes que
comprenderlo. Vino de pronto y se fue de pronto. No creo que ninguno de nosotros
la vuelva a ver. Me parece que de alguna manera extraña y psíquica ella es parte
de todos nosotros– frunció el ceño ante el pensamiento que no quería
solidificarse por completo–. Tuve la sensación cuando te eligió que de una
manera inferior pero real nos había elegido a todos nosotros.... y si alguna vez
te dejaba, nos abandonarla a todos.
Su cabeza subió y bajó.
–Sí –se llenó otra copa de vino y la estuvo acariciando, como solía hacer–.
Quizás la culpa fue mía. Quizás debí haber tratado de dirigirla a uno de
vosotros... pero tenía miedo, Kent. Tenía miedo de que si la rechazaba... ¡No os
podéis imaginar cuanta hambre sentía hacia Clarisse!
–¿Por qué no? –le pregunté mientras su cabeza se hundía hacia delante–. Todos la
teníamos. Ella te vio a ti distinto a lo que lo hacen las demás personas.
Paul... Ouizás te vio como eres; una mujer puede hacerlo, ya lo sabes.
Sus ojos estaban fijos en una vela del extremo opuesto de la babitación Y su voz
parecía venir desde gran distancia.
–Cada noche soñaba que yo era joven y ligero otra vez, sólo para despertar y
verme comó tú me ves. Sin embargo, la me amó, como sabes... Creo que ambos
sabíamos que rápidamente se iría algún día.
«Es una cosa terrible conocer tal hambre como la mía, Kent... y
vivir con ella. Creo que Clarissa se dio cuenta también. Pude advertir cómo
crecía la realización detrás de sus ojos... ¿Pero quién más podría saber,
realmente saber, cómo la amaba? –no emitió más sonido, pero las lágrimas
brillaban en sus mejillas.
–Paul –dije–, puedes contarme toda la historia. Deseas hacerlo. ¿No te dijo nada
en absoluto? ¿Se desvaneció por completo simplemente? ¿No tratastes de averiguar
dónde se había ido? ¿Seguro que no tienes la menor idea?
Un sollozo emanó de la enorme figura que ocupaba el sillón. Extendió
una mano hinchada en busca de la botella de vino, pero se quedó corto y la
volcó, enrojeciendo lo blanco del mantel.
Fue entonces cuando destapé aquella bandeja de plata bruñida que aún
contenía unas pocas rebanadas frías de una carne delicada, tierna y blanca.
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