Sobre el Blog

Bienvenido a Cultus Sapientiae.

Este modesto Blog tiene como objetivo poder compartir obras, fragmentos, opiniones y manifestaciones culturales varias.
En la barra lateral están los enlaces que os llevarán a las Bibliotecas I, II y III. Al lado de las entradas se puede encontrar el índice general de autores.
Nuestro objetivo no es, de ninguna manera, la piratería ni mucho menos el quitar provecho pecuniario con este espacio. Sino que es alcanzar al máximo de personas posible para que de forma gratuita tengan acceso a nuestro acervo literario. Convertir en color aquellos que jamás experimentaron algo que fuese ajeno al gris.
Siéntase a gusto.

Búsqueda interna

Robert A. W. Lowndes - Clarissa




          Nos llamábamos Los Gourmets y éramos siete hasta que Clarissa hizo 
que subiésemos a ocho. Fue Paul Le Marc quien nos la presentó como invitado 
especial en uno de nuestros festines; nunca sabré en esta vida dónde la 
encontró. Le tocaba el turno a Paul aquella noche y tenía derecho a traer al 
invitado que quisiera. 
           Las reglas de nuestra sociedad eran sencillas hasta el punto 
siguiente: una vez al mes nos reuniríamos para un banquete y todos los detalles 
quedaban asignados por votación. La hora, el lugar, el menú... todo correspondía 
a los gustos de maestro de ceremonias del mes. Paul Le Marc siempre elegía su 
propia hacienda como sitio indicado, aunque era imposible adivinar por 
anticipado en qué parte de sus posesiones estaría la sala de banquetes esta vez; 
Arthur Vernet alternaba entre su apartamento y varios elegantes restaurantes. Yo 
estaba confinado a esto último, ya que carezco de pericia culinaria, aunque a 
veces he hecho sugerencias que diversos jefes de cocina admiraron. 
          Todos queríamos a Clarissa, pero ella eligió a Paul... y ninguno de 
nosotros podía imaginase la razón. Los dos se hicieron uno, aunque en lo 
referente a la carne las proporciones eran de tres a una... Paul Le Marc es una 
fantástica figura. Desde entonces colaboraron, cuando el turno de cada uno se 
presentó, aunque siempre había uno de los dos al mando. 
          De vez en cuando, uno o más de nosotros tenía que perderse un 
banquete y yo me vi obligado a solicitar un permiso indefinido por ausencia 
cuando mis negocios me hicieron salir del país durante algún tiempo. Eso fue un 
año después de que Paul y Clarissa se casaran y nosotros no nos habíamos 
recuperado por entero de nuestro asombro por tal hecho, o de que el matrimonio 
durase tanto tiempo. Cuando regresé, Vernet me dijo que Clarisse se habla ido y 
que Paul serviría el próximo banquete solo. 
          La ruptura había tenido lugar entre el presente y el anterior festin; 
nadie conocía detalles. 

          Y ninguno preguntó. Nos reunimos en la casa veraniega de piedra, a la 
luz de las velas y tratamos de fingir que todo seguía como antes de que Clarissa 
hiciese por primera vez aparición en nuestras vidas. Creo que yo era más intimo 
de Le Marc que cualquiera de los demás del grupo original y él me pidió que me 
quedase y le ilustrase sobre los platos peruanos (teníamos previsto que 
investigásemos las posibilidades culinarias allá donde fuéramos), pero ambos 
supimos que él quería hablar de otra cosa. El resto ignoraba las sutiles 
diferencias, también como los tonos subyacentes. En épocas antiguas, Le Marc 
habría dicho que retirasen los platos antes de distribuir los cigarros. 
           Nos sentamos en la noche veraniega los dos solos, a la luz de las 
velas oscilantes que le convertían en una grotesca figura, en la reencarnación 
del sensual buda. Miren una fotografía de Buda en cuanto puedan y recuerden sus 
originales enseñanzas; entonces verán la dicitomía que todos veíamos en Paul. 
Pensaba en esto cuando escuchaba su voz resonando a lo largo de las paredes. 

–No es difícil comprender por qué la iglesia dijo que la glotonería es un pecado 
mortal. Mírame, Kent. ¿Qué soy yo sino un estómago gigante, un apetito 
insaciable? –se llenó la copa de vino y la vació–. Cuando los órganos de uno se 
ven encajados en la grasa como me pasa a mí, ¿puede haber sitio para el alma? 
             Le miré y volví a la exagerada figura de Buda, experimentando una 
cierta satisfacción al recordar cómo los hombres hacían dioses a otros hombres, 
cómo estos dioses gradualmente se hacían más humanos a medida que se extendía su 
adoración. 
–¿Vuelves a preocuparte por tu alma externa? –pregunté a Paul. 
–Me has entendido mal... pero puede que sí. ¿Qué significado tiene la vida para 
un hombre que no hace más que digerir? Creo que tenían razón: estábamos 
destinados a algo más que a esto. Mírame con atención, Kent. ¿No adviertes la 
caricatura de admiración en que me he convertido? ¿Hay algo en mí que me haga 
simpático al mundo exterior? 
           Todos lo habíamos visto durante años; pensé en alguno de esos 
dibujos medievales, mostrando nobles con panzas enormes que debían sostenerse en 
carritos cuando tenían que caminar. 
–Sí –respondí–. Lo hay. Hay apetitos más perjudiciales que el tuyo y sus 
poseedores permanecen tan delgados como el cisne famélico del sueño bíblico. Tus 
glándulas funcionan de la manera que indica tu glotonería... pero tu caso es 
inofensivo en comparación. 
           El vino era bueno, aunque yo me pregunté si Paul lo saboreaba ahora. 
Me encogí de hombros. 
–Quizás tenga razón –continué–, ¿pero y qué? Quizás signifique unos cuantos años 
menos de vida de lo que sería normal. ¿Y eso importa, Le Marc? –mis ojos vagaron 
hasta el lugar en donde hubiese estado Clarissa de encontrarse con nosotros 
aquella noche. Repetí–: ¿Importa cuándo has vivido como quisiste? 
           Estaba inclinado hacia adelante y ahora se arrellanó en las 
profundidades de su sillón, su cabezota oscilando de aquí para allá. 
–No lo he vivido. 
          Miré a la gran bandeja de plata que contenía restos del banquete de 
aquella noche... el mejor de todos los que nos proporcionaba Paul. Lúculo pudo 
haberlo dispuesto mejor, le dije, pero lo dudaba. 
–Y ahí lo tienes, Paul –dije–. Hiciste tu única contribución y eso nadie te lo 
puede quitar. Si crees que la muerte es el fin, luego un instante después que se 
apague la luz no significará nada para ti que el mundo te recuerde o no. Voy a 
citarte una frase de los Cantos, de Pound: «Lo que tú hagas más bien no te será 
arrebatado...». 
Cerró los ojos. 
–No... no me la arrebatarán... pero pasará. Antes yo era como tú, Kent. No 
simplemente joven... ni ahora siquiera soy demasiado viejo.... pero sí vivía. Mi 
alma aún era el alma de un joven esbelto y vigoroso, la sangre caliente y las 
articulaciones no se habían perdido entre montañas de grasa. Yo quería bailar 
con la nota de las estaciones, participar en los juegos Olímpicos, ir de caza 
por la noche con un arco y una flecha con alguien más joven y ligero y vivo. 
          «Pero mis dioses son dioses terribles. Yo les hice con mis propias 
manos, para que fuesen mis servidores, pero eso fue hace muchísimo tiempo. Los 
dioses que uno hace no empiezan pequeños. Les tienes en las manos y crees... y 
tu creencia les hace crecer. Ya han dejado de ser mis ex sirvientes. 
           Encendí mi cigarro y me pregunté cuál de los dos sentía más pena por 
todo eso. 
–Clarissa se ha ido –dije–. Para tu propia tranquilidad de espíritu, tienes que 
comprenderlo. Vino de pronto y se fue de pronto. No creo que ninguno de nosotros 
la vuelva a ver. Me parece que de alguna manera extraña y psíquica ella es parte 
de todos nosotros– frunció el ceño ante el pensamiento que no quería 
solidificarse por completo–. Tuve la sensación cuando te eligió que de una 
manera inferior pero real nos había elegido a todos nosotros.... y si alguna vez 
te dejaba, nos abandonarla a todos. 
Su cabeza subió y bajó. 
–Sí –se llenó otra copa de vino y la estuvo acariciando, como solía hacer–. 
Quizás la culpa fue mía. Quizás debí haber tratado de dirigirla a uno de 
vosotros... pero tenía miedo, Kent. Tenía miedo de que si la rechazaba... ¡No os 
podéis imaginar cuanta hambre sentía hacia Clarisse! 
–¿Por qué no? –le pregunté mientras su cabeza se hundía hacia delante–. Todos la 
teníamos. Ella te vio a ti distinto a lo que lo hacen las demás personas. 
Paul... Ouizás te vio como eres;  una mujer puede hacerlo, ya lo sabes. 
Sus ojos estaban fijos en una vela del extremo opuesto de la babitación Y su voz 
parecía venir desde gran distancia. 
–Cada noche soñaba que yo era joven y ligero otra vez, sólo para despertar y 
verme comó tú me ves. Sin embargo, la me amó, como sabes... Creo que ambos 
sabíamos que rápidamente se iría algún día. 
            «Es una cosa terrible conocer tal hambre como la mía, Kent... y 
vivir con ella. Creo que Clarissa se dio cuenta también. Pude advertir cómo 
crecía la realización detrás de sus ojos... ¿Pero quién más podría saber, 
realmente saber, cómo la amaba? –no emitió más sonido, pero las lágrimas 
brillaban en sus mejillas. 
–Paul –dije–, puedes contarme toda la historia. Deseas hacerlo. ¿No te dijo nada 
en absoluto? ¿Se desvaneció por completo simplemente? ¿No tratastes de averiguar 
dónde se había ido? ¿Seguro que no tienes la menor idea? 
           Un sollozo emanó de la enorme figura que ocupaba el sillón. Extendió 
una mano hinchada en busca de la botella de vino, pero se quedó corto y la 
volcó, enrojeciendo lo blanco del mantel. 

           Fue entonces cuando destapé aquella bandeja de plata bruñida que aún 
contenía unas pocas rebanadas frías de una carne delicada, tierna y blanca. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.