Sobre el Blog

Bienvenido a Cultus Sapientiae.

Este modesto Blog tiene como objetivo poder compartir obras, fragmentos, opiniones y manifestaciones culturales varias.
En la barra lateral están los enlaces que os llevarán a las Bibliotecas I, II y III. Al lado de las entradas se puede encontrar el índice general de autores.
Nuestro objetivo no es, de ninguna manera, la piratería ni mucho menos el quitar provecho pecuniario con este espacio. Sino que es alcanzar al máximo de personas posible para que de forma gratuita tengan acceso a nuestro acervo literario. Convertir en color aquellos que jamás experimentaron algo que fuese ajeno al gris.
Siéntase a gusto.

Búsqueda interna

Howard Fast - La herida



The wound, © 1970. Traducido por Manuel Barberá en El general derribó a un ángel, relatos de Howard Fast, Colección Azimut de Ciencia Ficción, Intersea SAIC, 1975.

Max Gaffey insistía siempre en que, esencialmente, la industria del petróleo se podía resumir en una simple expresión: lo que debe hacerse, pero no dónde debe hacerse. Mi esposa, Martha, no sentía ningún aprecio por Max y afirmaba que era un destructor. Supongo que lo era, pero ¿en qué difería, por ese motivo, de cualquiera de nosotros? Todos somos destructores, y si en realidad no practicamos directamente la destrucción, invertimos para que otros lo hagan y nos sirva para enriquecernos. Por mi parte, yo había invertido los escasos ahorros a que puede aspirar un profesor universitario en unas acciones que Max Gaffey me proporcionó. Pertenecían a una empresa llamada Trueno S. A., y la misión de la compañía era utilizar bombas atómicas para extraer gas natural y petróleo aprisionados en los enormes depósitos de esquisto que tenemos aquí en los Estados Unidos.
El esquisto petrolífero no es una fuente de petróleo muy económica. Este está encerrado en el esquisto y alrededor del 60 por ciento del costo total está representado por los laboriosos métodos de extracción del esquisto de las minas, la trituración para liberar el petróleo y luego la separación del esquisto agotado.
Gaffey vendió a Trueno S. A. un método enteramente nuevo, con el cual se empleaban bombas atómicas sobrantes para la extracción del petróleo esquistoso. Expresado en términos muy simples, se practica una perforación muy profunda en depósitos de petróleo esquistoso. Luego, se introduce una bomba atómica, haciéndola descender hasta que se posa en el fondo de esa perforación, después de lo cual se obtura la perforación y la bomba es detonada. Teóricamente, el calor y la fuerza desarrollados por la explosión atómica trituran el esquisto y ponen en libertad el petróleo, llenándose la caverna subterránea formada por la fuerza gigantesca de la bomba. El petróleo no arde debido a que la perforación está cerrada herméticamente y, de ese modo, con un costo comparativamente pequeño, pueden extraerse cantidades infinitas de petróleo –suficiente quizá para que dure hasta la época en que se produzca la conversión total de la energía atómica–, tan vastos son los depósitos de esquisto.
Tal, por de pronto, fue la forma en que Max Gaffey me explicó su idea, en una especie de acicateamiento mental mutuo. Sentía él la máxima admiración por mi conocimiento de la corteza terrestre y yo, a mi vez, sentía una admiración igualmente profunda por su capacidad para hacer que apareciesen dos, cinco o diez dólares donde antes sólo había uno.
Mi esposa no era tan complaciente con él ni con sus conceptos, y, por sobre todas las cosas, con el proyecto de introducir bombas atómicas en la corteza de la Tierra.
–Es un error –dijo lisa y llanamente–. No sé por qué ni cómo, pero lo que sé es que todo lo relacionado con la maldita bomba está mal.
–¿ Pero no podrías mirar este asunto como una especie de salvación? –argüí–. Nos encontramos aquí en los Estados Unidos con bombas atómicas en cantidad suficiente como para aniquilar la vida en diez Tierras del tamaño de la nuestra; y cada una de ellas representa una inversión de millones de dólares. No podría estar más de acuerdo contigo cuando sostienes que son los objetos más aborrecibles y espantosos que ha concebido la mente humana.
–¿Entonces cómo puedes hablar de salvación?
–Porque mientras esas bombas están aquí inactivas, representan una amenaza constante, día y noche, la amenaza de que a algún general cabeza de chorlito o a un político sin cerebro se le dé por arrojarlas contra nuestros vecinos. Pero ya ves que Gaffey ha venido con la posibilidad de un uso pacífico para esas bombas. ¿No te das cuenta de lo que eso significa?
–Lo siento, pero no –reconoció Martha.
–Significa que podemos usar las malditas bombas para algo que no es suicidio, porque si eso se pone en marcha, será el fin del. género humano. Peto hay depósitos de esquisto petrolífero y gasógeno en lodo el planeta, y si podemos emplear la bomba para abastecer al hombre de combustible durante un siglo. y eso sin tomar en cuenta los subproductos químicos, podemos sencillamente encontrar una manera de emplear provechosamente esas bombas inmundas.
–¡Ah! No es posible ni por un momento que lo creas –replicó burlona Martha.
–Lo creo. Sin duda alguna, lo creo.
Y sospecho que lo creía. Revisé los planes elaborados por Gaffey y sus asociados y no pude descubrir ninguna falla. Si la perforación se hacía debidamente, no habría desprendimientos nocivos. Sabíamos eso y poseíamos los conocimientos necesarios para hacer la perforación; se había demostrado por lo menos en veinte explosiones subterráneas. El temblor de la Tierra carecería de importancia a pesar del calor, no se produciría ignición de petróleo. y no obstante el costo de las bombas atómicas, la economía sería monumental. Más aún, Gaffey insinuó que alguna componenda entre el gobierno y Trueno S. A. estaba en estudio y que si resultaba tal como se había proyectado, las bombas atómicas no costarían a Trueno S. A. nada en absoluto, pues todo el asunto sería aceptado como un experimento de la sociedad.
Después de todo, Trueno S. A. no poseía ningún yacimiento de esquisto petrolífero y no actuaba en la industria petrolera. Era sencillamente una organización de servicio dotada del conocimiento requerido y que a cambio de una remuneración, si el procedimiento daba resultado, produciría petróleo para otros. No se habla mencionado cuales serían los honorarios, pero Max Gaffey, contestando a mi pregunta, sugirió que yo podría adquirir algunas acciones, no sólo de Trueno S. A., sino también de General Shale Holdings, una compañía financiera.
Yo tenía en total unos diez mil dólares de ahorro disponibles y otros diez mil en títulos de American Telephone y del gobierno. Martha poseía también un poco de dinero suyo, pero eso lo dejé aparte y, sin decirle nada, vendí mis acciones y títulos de Telephone y del gobierno. Las acciones de Trueno S. A, se vendían a cinco dólares cada una, y yo compré dos mil. Las de General Shale se vendían a dos dólares y de éstas compré cuatro mil. No vi nada inmoral –tal como se considera la inmoralidad en el comercio– en los procedimientos adoptados por Trueno S. A.. Su relación con el gobierno no era distinta de las relaciones de varias otras compañías y mi propio proceso de inversión era perfectamente serio y honorable. Ni siquiera recibía información secreta, pues la idea de usar la bomba atómica para extraer petróleo de esquistos ha tenido amplia publicidad, aunque poco se la ha creído.
Aun antes de que se llevase a cabo la primera explosión de prueba, las acciones de Trueno S. A. subieron de cinco a sesenta y cinco dólares cada una. Mis diez mil dólares se convirtieron en ciento treinta mil y un año después este valor se duplicó a su vez. Las cuatro mil acciones de General Shale subieron a dieciocho dólares, y del profesor modestamente pobre que yo era pase a ser un profesor modestamente rico. Cuando por fin, casi dos años después de que Max Gaffey me vino con la idea, realizaron la primera explosión de bomba atómica en un pozo horadado en un yacimiento de esquistos petrolíferos, yo había dejado atrás las simples ansiedades de los pobres, y había desarrollado un modo de vida enteramente propio de la clase media alta. Nos convertimos en una familia de dos automóviles, y mi Martha, que tan enemiga había sido de la idea, me acompañó a comprar una casa más grande. Ya en la casa nueva, Gaffey y su esposa vinieron a cenar y Martha misma se despachó dos martinis puros. Luego fue muy cortés hasta que Gaffey se puso a hablar del bienestar social. Pintó con palabras un cuadro venturoso de lo que podría rendir el petróleo esquistoso y lo ricos que podríamos ser.
–¡Ah, sí, sí! –convino Martha–. Contaminar la atmósfera, matar más gente con más automóviles, aumentar la velocidad con la que podemos dar vueltas zumbando sin llegar precisamente a ningún sitio.
–¡Oh, eres una pesimista! –opinó la esposa de Gaffey, que era joven y bonita, pero no un gigante mental.
–Claro que el asunto tiene dos aspectos –admitió Gaffey–. No es posible detener el progreso, pero me parece que es posible orientarlo.
–De la misma forma en que venimos orientándolo, para que nuestros ríos apesten, nuestros lagos sean cloacas llenas de peces muertos, nuestras aves se envenenen con DDT y nuestros recursos naturales queden destruidos. Todos somos destructores, ¿no es cierto?
–¡Vamos, vamos! –protesté–. Las cosas son así. y todos estamos indignados, Martha.
–¿De veras lo están?
–Creo que sí.
–Los hombres siempre han excavado la tierra –dijo Gaffey–. Si así no fuese. estaríamos todavía en la edad de piedra.
–Y tal vez seriamos algo más felices.
–No, no, no –dije yo–. La edad de piedra, Martha, fue una época muy desagradable. No puedes desear que volvamos a ella.
–¿Recuerdan –dijo Martha despacio– que hubo una época en que los hombres hablaban de la Tierra como de una madre? Era la Madre Tierra y lo creían. Era la fuente de la vida y de la existencia.
–Lo sigue siendo.
–La han secado –dijo Martha–. Cuando se seca a una mujer, sus hijos perecen.
Era una extraña y poética afirmación y,.tal como yo lo pensé, de mal gusto. Para castigar a Martha dejé a la señora Gaffey con ella, so pretexto de que Max y yo teníamos que conversar de ciertas cosas comerciales, lo cual en realidad hicimos. Entramos en el estudio nuevo de la nueva casa, encendimos cigarrillos de cincuenta céntimos de dólar cada uno y Max me describió minuciosamente lo que habían bautizado con mucho acierto el “Proyecto Hades".
–La cuestión es –dijo Max– que yo puedo conseguir que entres en esto desde el principio mismo. Desde abajo. Están en el asunto once compañías, empresas muy sólidas y de buena reputación –y las nombró, lo cual me impresionó debidamente– y esas empresas aportan capital para lo que será una subsidiaria de Trueno S. A.. A cambio de su dinero se les da un veinticinco por ciento de interés. Hay además un diez por ciento en forma de certificados de opción para compra de acciones, puesto a un lado para consultas y consejos, y tú entenderás el motivo. Yo puedo acomodarte con un uno y medio por ciento –alrededor de tres cuartos de millón– simplemente a cambio de. unas semanas que dediques y te pagaremos todos los gastos, además de otras compensaciones.
–Da la impresión de ser interesante.
–Tiene que ser más que una impresión. Si el "Proyecto Hades" resulta, el valor de tu parte aumentará diez veces dentro de cuestión de cinco años. No conozco manera mas rápida de llegar a millonario.
–Está bien. Estoy más que interesado. Sigue.
Gaffey sacó de un bolsillo un mapa de Arizona, lo desdobló y con un dedo señaló una parte recuadrada.
–Esto –dijo– es lo que, según nuestros conocimientos geológicos, debe ser una de: las regiones más ricas en producción petrolera de todo el país. ¿Coincides conmigo?
–Sí, conozco la región –respondí–. La he recorrido. Su potencial en petróleo es puramente teórico. Jamás nadie ha sacado algo de allí, ni siquiera agua salada. Es seco y muerto.
–¿Por qué?
–Es así –agregué encogiéndome de hombros–. Si pudiéramos encontrar petróleo guiándonos por presunciones y teorías, tú y yo seríamos más ricos que Creso. Como bien sabes, el hecho es que a veces hay y a veces no hay. Esto último con más frecuencia.
–¿Por qué? Nosotros conocemos nuestro trabajo. Perforamos donde debe perforarse.
–¿Adónde quieres llegar, Max?
–A una especulación, especialmente en esta área. Hace meses que hablamos de esta especulación. La hemos puesto a prueba lo mejor posible. La hemos examinado desde todos los puntos de vista concebibles, y ahora estamos dispuestos a quemar más o menos cinco millones de dólares para comprobar nuestra hipótesis... siempre que...
–¿Siempre que... qué?
–Que tu experta opinión concuerde con la nuestra. Dicho con otras palabras, tiramos los dados junto contigo. Estudia la situación y si nos dices que sigamos adelante, seguiremos adelante. Y si nos dices que es un castillo de naipes, bueno... plegamos nuestras tiendas, como los árabes, y nos alejamos sigilosamente.
–¿Sólo por lo que yo diga?
–Sólo porque tienes conocimiento y sabes hacer las cosas.
–Max, ¿no estás tomando el rábano por las hojas? Yo soy apenas un profesor de Geología de una universidad del Oeste sin importancia, y hay por lo menos veinte hombres que pueden enseñarme mucho...
–A nuestro juicio, no. No en lo relativo al sitio donde encontrar lo que buscamos. Sabemos quiénes están en actividad y conocemos sus antecedentes en este aspecto. Eres modesto, pero nosotros sabemos qué es lo que necesitamos. De manera que no discutas. O es un trato hecho o no lo es. ¿No?
–¿Cómo diablos puedo yo contestar cuando ni siquiera sé de qué me estás hablando?
–Está bien... te lo explicaré en forma rápida y sencilla. Allí en un tiempo hubo petróleo, justo donde debe estar ahora. Después una convulsión natural ocasionó una falla muy profunda. La tierra se quebró y el petróleo descendió a una gran profundidad; en este momento hay bolsones gigantescos de petróleo enterrados donde ningún trépano los puede alcanzar.
–¿A qué profundidad?
–¡Vaya uno a saber! A veinte o treinta kilómetros.
–Eso es muy profundo.
–Tal vez sea más. Cuando piensas en esa medida por debajo de la superficie, te encuentras. con un misterio más obscuro que el de Marte o Venus... todo lo cual conoces.
–Todo lo cual conozco –le dije y experimenté una sensación desagradable e incómoda, y sin duda en algún grado se me vio en el rostro.
–No lo sé. ¿ Por qué no dejas este asunto en paz, Max?
–¿Qué motivo hay para que lo deje?
–Vamos, Max... no estamos hablando de perforar para buscar petróleo. Veinte, treinta kilómetros... Hay un equipo cerca de Pecos, en Texas, y acaban de pasar el nivel de los veinticinco mil pies, y eso es lo que ocurre. O, tal vez otro millar, pero estás hablando de petróleo enterrado a cien mil pies por debajo de la superficie. No es posible hacer perforación para llegar ahí, lo único que podrán hacer es...
–¿Qué?
–Dinamitarlo.
–Por supuesto... ¿Y qué encuentras de malo en esa idea? ¿En qué está equivocada? Sabemos, o por la menos tenemos una buena razón para creerlo, que hay una fisura que se abrió y se cerró. El petróleo debe estar sometido a una presión enorme. Introducimos una bomba atómica, una bomba mayor de las que hasta ahora hemos usado, y logramos que la fisura se abra. ¡Dios Todopoderoso! Sería el pozo más grande de toda la historia de la explotación petrolera.
–Ya han hecho la perforación, ¿no es verdad Max?
–Así es.
–¿Hasta qué profundidad?
–Veintidós mil pies.
–¿Y tienen la bomba?
Max asintió con una inclinación de cabeza.
–Tenemos la bomba. Venimos trabajando en esto desde hace cinco años y hace siete meses los muchachos de Washington lograron que la bomba esté a su disposición. Está allá afuera, en Arizona, esperando...
–¿Esperando qué?
–Que tú revises todo y nos digas si podemos continuar.
–¿Por qué? Ya tenemos suficiente petróleo...
–¡Un demonio! Sabes perfectamente bien por qué... ¿ Y supones que podemos dejar el asunto en suspenso, ahora, después de todo el dinero y el tiempo que en esto hemos invertido?
–Aseguraste que desistirían si yo les decía que lo hiciesen.
–Como geólogo a quien pagamos, te conozco lo suficiente como para darme cuenta de lo que ello significa en relación con tu habilidad y orgullo profesionales.
Yo permanecí despierto la mitad de la noche hablando con Martha acerca de este asunto y tratando de colocar la cuestión dentro de un cierto marco moral. Pero lo único que pude conseguir fue la seguridad de que habría una bomba atómica menos con qué matar gente y destruir la vida en la Tierra y de que yo no podía discutir eso. Un día después estaba en el campo de la exploración, en Arizona.
El lugar estaba bien elegido. Desde todos los puntos de vista, aquello era el sueño de un buscador de petróleo, y supongo que era conocido desde hacía medio siglo, pues se veían restos de un centenar de instalaciones inútiles, metal y madera podrida hasta donde la vista alcanzaba, cobertizos abandonados, remolques dejados junto con esperanzas perdidas, testimonios todo ello de la confianza que brota eternamente en el pecho de un atolondrado buscador de petróleo.
Trueno s. A. era algo diferente, una gran instalación en mitad del hondo valle, un equipo de sondeo mayor y más completo que cualquiera de los que yo había visto, una pared para contener el petróleo en el caso de que brotase inmediatamente, un taller de maquinarias, un pequeño grupo electrógeno, por lo menos un centenar de vehículos de diversas clases y tal vez cincuenta casas rodantes. Bastaba con advertir la extensión y la vastedad de lo hecho allí en medio de aquellas tierras improductivas para sentirse atónito; y dejé que Max supiese lo que pensaba de su afirmación de que todo aquello se abandonaría si decía que la idea era descabellada.
–Tal vez si... tal vez no. ¿Qué dices?
–Dame tiempo.
–Por supuesto, todo el tiempo que quieras.
Jamás se me había tratado con tanto respeto. Anduve rondando por allí y, en un Jeep, recorrí el terreno y más o menos en un sentido y otro subí las laderas y volví a bajarlas; pero por mucho que revisaba el lugar, que husmeaba y calculaba, lo mío no sería más que una acostumbrada conjetura. Me convencí también de que ellos no abandonarían el proyecto aunque yo me opusiera y dijese que iba a ser un fracaso. Creían en mí como una especie de rabdomante *, sobre todo si les decía que podían seguir adelante. Lo que en realidad buscaban era la corroboración por un experto de su propia fe. Y eso se advertía al solo ver que ya habían realizado una costosa perforación de veintidós mil pies, y que habían instalado todo aquel equipo. Si les decía que estaban equivocados disminuiría tal vez un poco su confianza, pero se recobrarían y encontrarían otro rabdomante.
* _ zahorí.
Cuando le hablé por teléfono a Martha se lo conté.
–¿Bueno qué piensas tú honestamente?
–Es comarca petrolera. Pero yo no soy el primero que hace esta observación brillante. La cuestión es si ello puede tomarse como indicio de que hay petróleo.
–¿Lo hay?
–No lo sé, no lo sabe nadie. Y delante de mis narices están agitando la esperanza de un millón de dólares.
–Yo no puedo ayudarte –dijo Martha–. Tienes que resolver tú solo este conflicto.
Claro que no podía ayudarme. Nadie podría haberme ayudado. El enigma estaba muy hondo, demasiado oculto. Sabemos cuál es el aspecto de la cara que la luna no nos enseña y sabemos algo acerca de Marte y de otros planetas, ¿pero qué hemos averiguado acerca de nosotros y del lugar en que vivimos?
Al día siguiente de que hablé con Martha. me reuní con Max y su directorio.
–Estoy de acuerdo –declaré–. El petróleo debe estar allí. Mi opinión es que ustedes tienen que continuar el plan y probar con la explosión.
Me hicieron preguntas durante más o menos una hora, pero cuando uno está representando el papel de rabdomante, las preguntas y las respuestas pasan a convertirse en una especie de ritual mágico. El hecho en sí es que ninguno había hecho detonar una bomba de ese poder a semejante profundidad, y hasta que se hiciese, nadie sabría lo que podía suceder.
Yo observé con gran interés los preparativos de la explosión. La bomba, con su revestimiento implosivo, fue hecha especialmente para esta tarea –rehecha, sería mejor expresarlo–, muy larga, casi siete metros, y muy delgada. Fue armada una vez que estuvo en la torre, y entonces la junta de directores, ingenieros, técnicos, periodistas, Max y yo nos retiramos al refugio y estación de control de hormigón, que había sido edificado a más de un kilómetro y medio del pozo. Un circuito cerrado de televisión nos comunicaba con la perforación; y aunque nadie esperaba que la explosión hiciese otra cosa que quebrar la Tierra en la superficie, la Comisión de Energía Atómica especificó las precauciones que debimos adoptar.
Permanecimos en el refugio durante cinco horas mientras la bomba hacía su largo descenso, hasta que por fin nuestros instrumentos nos dijeron que estaba apoyada en el fondo de la perforación. Realizamos entonces una sencilla cuenta regresiva y el presidente del directorio oprimió el botón rojo. Los botones rojos y blancos son la gloria del hombre. Apriétese un botón blanco y una campanilla suena o se enciende una luz eléctrica; apriétese. un botón rojo y la fuerza infernal del sol entra en actividad, esta vez a cinco millas por debajo de la superficie terrestre.
Tal vez fuese esta parte y este lugar de la superficie terrestre; tal vez no hubiese ningún otro lugar donde esto mismo exactamente hubiese ocurrido. Tal vez la falla que desviaba el petróleo estuviese a mayor profundidad de lo que habíamos imaginado. La realidad no se conocerá jamás; nosotros sólo vimos lo que vimos. observándolo a través del circuito cerrado de televisión. Vimos que la Tierra se dilataba. La dilatación aumentaba, como una burbuja –una burbuja de alrededor de doscientos metros de diámetro–, y entonces la superficie de la burbuja se disipó en una columna de polvo o de humo que se elevó tal vez a quinientos pies del fondo del valle, permaneció allí un momento con el sol amenazante detrás de ella, tal como la misma columna de fuego del Monte Sinaí, y finalmente se elevó íntegra y se deshizo repentinamente en el viento. Hasta en nuestro refugio oímos el retumbar ensordecedor, y, al quedar despejada la superficie del enorme orificio que el polvo había abandonado, una columna de petróleo que quizá tuviese treinta y cinco metros de diámetro se elevó borboteando. ¿Pero sería petróleo?
En el instante en que lo vimos, los que estábamos juntos en aquel lugar lanzamos tremendos gritos de entusiasmo, pero de pronto las exclamaciones se interrumpieron por obra y gracia de su propio eco. Nuestro sistema de circuito cerrado de televisión era en colores, y la columna de petróleo tenía un color rojo vivo.
–¡Petróleo rojo! –murmuró uno.
Siguió el silencio.
–¿Cuando podremos salir –preguntó otro.
–Dentro de diez minutos.
El polvo seguía en la altura y se alejaba en dirección contraria; y durante diez minutos seguimos de pie observando la burbuja de brillante petróleo rojo que salía del orificio y que formaba un gran estanque dentro de las paredes de contención, llenando el espacio disponible con rapidez sorprendente y rebasándolo, pues la erupción debió ser de cien mil galones por segundo o tal vez más, y luego, fuera de las paredes y en una masa que se extendía por todo el. valle, su nivel. subió tan rápidamente que desde la altura en que nosotros nos encontrábamos vimos que quedaríamos aislados por completo de la instalación. En este momento ya no esperamos, sino que nos arriesgamos a sufrir las consecuencias de la radiación .y echamos a correr por la colina del desierto hacia la perforación, las casas rodantes y los camiones, pero no con rapidez suficiente. En el borde de un gran lago de petróleo rojo tuvimos que detenernos.
–No es petróleo rojo –dijo alguien.
–¡Maldición, no es petróleo!
–¿Qué saben ustedes? ¡Es petróleo!
Estábamos retrocediendo al tiempo en que aquella masa líquida se extendía y subía y cubría los camiones y las casas, y llegaba a una depresión del valle y pasaba por ella descendiendo al desierto, y se internaba en las sombras que proyectaban las grandes rocas, lanzando reflejos rojos a la luz del sol poniente, y más tarde reflejos negros en la obscuridad.
Alguien tocó el líquido viscoso y se llevó la mano a la boca.
–¡Es sangre!
Max estaba a mi lado y dijo:
–Está loco.
Algún otro dijo también que era sangre.
Yo metí un dedo en el líquido rojo y lo llevé a mi nariz. Era cálido, casi muy caliente, y no cabía error alguno en cuanto al olor de la sangre caliente y fresca. Tomé el gusto con la punta de la lengua.
–¿Qué es? –me dijo en voz baja Max.
Los demás se congregaron en torno, silenciosos, con el sol rojo poniéndose del otro lado del lago rojo y el rojo reflejado en nuestras facciones, destellando en nuestros ojos.
–¡Dios Santo! ¿Qué es? –inquirió Max.
–Es sangre –contesté.
–¿De dónde?
Todos guardamos silencio.
Pasamos la noche en un lado del montecillo en el cual se había edificado el refugio, y por la mañana, hasta donde nuestra vista alcanzaba, estábamos rodeados por un mar de sangre roja caliente y humeante, cuyo olor era tan penetrante y denso que todos nos sentíamos asqueados; y todos vomitamos unas seis veces antes de que viniesen helicópteros a rescatarnos.
Al día siguiente de mi regreso a casa, Martha y yo estábamos sentados en la sala de estar, ella con un libro en las manos y yo con el diario, en el cual había leído sobre los intentos para contener la afluencia de líquido, y que ni siquiera con trajes de buzo podían descender al lugar de donde surgía; Martha levantó la vista de su libro para decirme:
–¿Recuerdas aquello que Se contaba de una madre?
–¿Qué?
–Algo muy antiguo. Creo que oí decir una vez que databa de tiempo inmemorial, o tal vez fuese una fábula griega..o algo similar, pero de todas maneras, la madre tenía un hijo que era el deleite de su corazón y todo cuanto puede ser un hijo, para una madre, y de pronto el hijo se enamoró de una mujer bella y perversa y cayó bajo su hechizo; una mujer perversa y muy bella. Y él deseó complacerla, oh, lo hizo realmente, y le dijo: "Lo que desees, te lo traeré..."
–Lo cual es como no decir nada a una mujer, pero de cualquier manera... –intervine yo.
–No voy a discutirte eso –dijo suavemente Martha–. porque cuando él se lo dijo, ella contestó que lo que deseaba más que nada en el mundo era el corazón viviente de su madre, arrancado de su pecho. ¿Y qué supondrás que hizo este indigno y homicida idiota, sino correr a su hogar, donde estaba la madre, y con un cuchillo abrirle el pecho y arrancarle el corazón viviente de su cuerpo...?
–No me gusta tu cuento.
–...y con el corazón en la mano, corrió veloz y alegremente a juntarse con la mujer amada. Pero en el. Camino, atravesando el bosque, se le enredó un dedo del pie en una raíz, vaciló y cayó cuan largo era, y de resultas del golpe el corazón de la madre se le escapó de la mano. Al levantarse y acercarse al corazón, éste le dijo: “¿Te lastimaste al caer, hijo mío?"
–Un relato encantador. ¿Pero qué es lo que demuestra?
–Supongo que nada. ¿Cesará en algún momento esta sangría? ¿Cerrarán la herida?
–No lo creo.
–¿Entonces tu madre seguirá sangrando hasta que su vida se extinga?
–¿Mi madre?
–Sí.
–¡Oh!
–Mi madre –dijo Martha–. ¿Sangrará hasta morir?
–Supongo que sí.
–¿Eso es lo único que sabes decir, que supones que sí?
–¿Qué otra cosa?
–Supongamos que les hubieses dicho que no siguieran con su idea.
–Martha, eso me lo pediste veinte veces. Ya te dije. Hubiesen buscado otro rabdomante.
–¿Y otro? ¿Y otro?
–Sí.
–¿Por qué? –dijo ella gritando–. ¿Por amor de Dios, por qué?
–No lo sé.
–Pero ustedes, hombres despreciables, saben todo lo demás.
–Casi lo único que sabemos es matar. Eso no es todo lo demás. Nunca hemos aprendido a dar vida a nada.
–Y ahora es demasiado tarde –dijo Martha.
–Sí, es demasiado tarde –aprobé, y volví a la lectura de mi diario.
Pero Martha siguió sencillamente allí sentada, con el libro abierto en su regazo, contemplándome: y luego, después de un rato, cerró el libro y subió a acostarse.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.