The large ant, © 1960. Traducción de Luis Echávarri en El filo del futuro, relatos de Howard Fast. Ediciones Minotauro S. R. L., 1963.
Ha habido toda clase de
opiniones y conjeturas acerca del fin. Se dijo que más pronto o más tarde
habría demasiada gente, o que nos mataríamos unos a otros (con la bomba atómica
era muy probable). Toda clase de opiniones, pero nadie recordaba que somos lo
que somos. Podemos encontrar un modo de alimentar a cualquier número de
hombres, y quizá también de evitar que nos eliminemos mutuamente con la bomba;
en eso somos gente experta, pero nunca hemos sido expertos en modificarnos a
nosotros mismos, o en modificar nuestra conducta.
Lo sé. No soy un malvado
ni un hombre cruel; todo lo contrario: soy un ser humano común, quiero a mi
esposa y a mis hijos y me llevo bien con mis vecinos. Soy como otros muchos
hombres, y hago las mismas cosas que ellos, y de la misma manera irreflexiva.
Soy también escritor, y
les dije a Lieberman, el conservador del museo, y a Fitzgerald, el funcionario
del gobierno, que me gustaría escribir la historia. Se encogieron de hombros.
–Escríbala –dijeron–, no
cambiará nada.
–¿No creen ustedes que
alarmará a la gente?
–¿Cómo puede alarmar a
nadie si nadie lo creerá?
–Podría incluir una o
dos fotografías.
–¡Oh, no! ¡Fotografías
no!
–¿Qué sentido tiene
esto? Me permiten que escriba la historia, pero no que publique fotografías
para que la gente me crea.
–Sería inútil. Dirían
que usted ha falsificado las fotografías, y eso aumentaría la confusión. Y si
hay alguna probabilidad de salir bien de este asunto, la confusión no ayudaría.
–¿Qué ayudaría?
No podían decírmelo,
porque no lo sabían. En consecuencia, he aquí lo que ocurrió, relatado de un
modo directo y simple.
Todos los veranos, en el
mes de agosto, cuatro buenos amigos míos y yo vamos a pescar durante una semana
en la cadena de lagos de St. Regis, en los Adirondacks. Alquilamos la misma
cabaña todos los veranos, vamos de un lado a otro en canoas, y a veces pescamos
unas pocas lobinas. La pesca no es muy buena, pero jugamos a los naipes,
cocinamos, y descansamos en general. El verano último yo tuve que hacer algunas
cosas que no podía dejar de lado. Llegué con tres días de retraso y el tiempo
era tan caluroso y apacible que decidí quedarme solo un día o dos después de
haberse ido los otros. Había un pequeño prado delante de la cabaña y me propuse
pasar tres o cuatro horas jugando al golf. Por eso yo tenía el palo de golf
junto a mi cama.
El primer día que estuve
solo abrí una lata de legumbres y otra de cerveza, cené, y me tendí en la cama
con La vida en el Mississippi, un paquete de cigarrillos y una barra de
chocolate de ocho onzas. No tenía nada que hacer, ni teléfono, ni obligaciones,
ni diarios. Me sentía tan tranquilo como puede estarlo un hombre en estos
tiempos de nerviosidad.
No había obscurecido
aún, y yo leía a la luz que entraba por la ventana, sobre mi cabeza. Iba a
tomar un nuevo cigarrillo cuando alcé la vista, y la vi al pie de la cama. El
borde de mi mano tocaba el palo de golf y con un simple movimiento blandí el
palo, le asesté un golpe violento y exacto, y la maté. A eso me refería
anteriormente. Yo seré de este o de aquel modo, pero reacciono como un hombre.
Creo que cualquier hombre, negro, blanco o amarillo, en China, en África o en
Rusia, hubiese hecho lo mismo.
Me sentí completamente
empapado en sudor al principio, y luego me di cuenta que iba a vomitar. Salí de
la cabaña, recordando que no me sucedía eso desde 1943, en mi viaje a Europa en
la bodega del barco Liberty. Pronto me sentí mejor y pude volver a
entrar en la cabaña y mirarla. Estaba muerta, pero yo había ya decidido no
dormir solo allí.
No podía tocarla con las
manos desnudas. La recogí con un pedazo de papel rústico, la eché en mi cesta
de pesca, y puse la cesta en el portamaletas del coche junto con el equipaje.
Luego cerré la puerta de la cabaña, subí al coche y volví a New York. Me detuve
una vez en el camino, poco antes de llegar al Thruway, y dormité en el coche
algo más de una hora. Casi amanecía cuando llegué a la ciudad, y me afeité, me
di un baño caliente, y me cambié la ropa antes que despertara mi mujer.
Le expliqué durante el
desayuno que no me las arreglaba solo, y como ella lo sabía, y los viajes de
noche no eran en mí nada extraordinarios, no me abrumó con preguntas. Me serví
dos huevos, un poco de café, y fumé un cigarrillo. Luego fui a mi estudio,
encendí otro cigarrillo, y contemplé la cesta de pesca, que yo había puesto
sobre el escritorio.
Mi mujer entró, vio la
cesta, notó que tenía un olor demasiado fuerte, y me pidió que la llevara al
sótano.
–Voy a vestirme –dijo–.
Los muchachos están todavía en el campo. Tengo una cita con Ann para el
almuerzo, pues no pensé que volverías hoy. ¿Me quedo?
–No, por favor.
Aprovecharé para hacer algunas cosas.
Me senté y fumé algunos
cigarrillos más, y al fin llamé al museo y pregunté quién era el encargado de
los insectos. Me dijeron que se llamaba Bertram Lieberman y pedí que me
permitieran hablar con él. Tenía una voz agradable. Le dije que me llamo Morgan
y soy escritor, y él me indicó cortésmente que había visto mi nombre, y había
leído algo que yo había escrito. Lo que suele oírse cuando un escritor se
presenta a una persona amable y educada.
Pregunté a Lieberman si
podía verlo y contestó que le esperaba una mañana de mucho trabajo. ¿Podía ser
al día siguiente?
–Me temo que tenga que
ser ahora mismo –repliqué con firmeza.
–Oh. ¿Necesita alguna
información?
–No. Tengo un ejemplar
para usted.
–Oh.
Ese «Oh» era un
intervalo culto y neutral. No preguntaba ni respondía. Había que interpretarlo.
–Sí, creo que le
interesará.
–¿Un insecto? –preguntó
suavemente.
–Así creo.
–Oh. ¿Grande?
–Muy grande.
–¿A las once en punto?
¿Puede venir a esa hora? En el primer piso, entrando a la derecha.
–Iré.
–Una pregunta. ¿Está
muerto?
–Sí, está muerto.
–Oh. Tendré el gusto de
verlo a las once en punto, señor Morgan.
Mi mujer estaba ya
vestida. Abrió la puerta del estudio y dijo firmemente:
–Llévate esa cesta de
pesca. Huele mal.
–Sí, querida. Me la
llevaré.
–Creía que necesitabas
dormir un poco después de viajar toda la noche.
–Es gracioso, pero no
tengo sueño. Creo que daré una vuelta por el museo.
Mi mujer dijo que eso
era lo que le gustaba en mí, que nunca me cansaba de lugares como los museos,
los tribunales de policía y los clubes nocturnos de tercera clase.
De todos modos, aparte
del hipódromo, un museo es el lugar más interesante e insólito del mundo. Era
en verdad insólito que además del señor Lieberman me esperaran otros dos
hombres. Lieberman era un hombre flaco, de facciones agudas, y unos sesenta
años de edad. El funcionario del gobierno, Fitzgerald, era bajo, de ojos
negros, y llevaba anteojos con armazón de oro. Se mostró muy vivaz, pero no me
dijo a qué parte del gobierno representaba. Se limitaba a decir «nosotros»
refiriéndose al gobierno. Hopper, el tercer hombre, bien vestido, regordete y
afable, era un senador de los Estados Unidos que se interesaba por la
entomología, aunque con anterioridad a aquella mañana yo hubiera jurado que un
senador entomólogo era algo que no existía ni podía existir.
La habitación era grande
y cuadrada, estaba amueblada con sencillez, y había estanterías y armarios en
todas las paredes.
Nos estrechamos las
manos y luego Lieberman me preguntó, señalando la cesta con la cabeza:
–¿Es eso?
–Es eso.
–¿Puedo verlo?
–Véalo. No es nada que
quiera pasar de contrabando. Se lo regalo.
–Muchas gracias, señor
Morgan.
Lieberman abrió la cesta
y miró adentro. Luego se irguió y los otros dos lo miraron inquisitivamente.
–Sí –dijo Lieberman.
El senador cerró los
ojos un largo rato. Fitzgerald se quitó los anteojos y los limpió
cuidadosamente. Lieberman extendió un mantel de plástico sobre el escritorio, y
luego sacó la cosa de la cesta y la puso sobre el plástico. Los otros dos
hombres no se movieron. Se quedaron sentados, mirando.
–¿Qué opina usted, señor
Morgan? –me preguntó Lieberman.
–Creía que esto era
asunto suyo –dije.
–Sí, por supuesto, pero
quisiera tener su impresión.
–Una hormiga. Esa es mi
impresión. Es la primera vez que veo una hormiga de cuarenta, cincuenta
centímetros de largo. Y espero que sea la última.
–Un deseo comprensible
–asintió Lieberman.
Fitzgerald dijo
entonces:
–¿Puedo preguntarle cómo
la mató, señor Morgan?
–Con un palo. Un palo de
golf, quiero decir. Fui a pescar con unos amigos en St. Regis, en los
Adirondacks, y llevé el palo para practicar un poco. Los tiros cortos son la
peor parte de mi juego. Yo me quedé solo en la cabaña, y se me ocurrió
practicar cuatro o cinco horas. Pero...
–No es necesario que lo
explique –interrumpió Hopper sonriendo, pero con una sombra de tristeza en el
rostro–. Algunos de nuestros mejores jugadores de golf tienen la misma
dificultad.
–Estaba acostado,
leyendo, y la vi al pie de mi cama. Yo tenía el palo...
–Comprendo –me
interrumpió Fitzgerald.
–Evita usted mirarla
–dijo Hopper.
–Me revuelve el
estómago.
–Sí, sí, claro.
Lieberman preguntó:
–¿Quiere explicarnos por
qué la mató, señor Morgan?
–¿Por qué?
–Sí, ¿por qué?
–No entiendo. ¿Qué
quieren decirme?
–Siéntese, por favor,
señor Morgan –dijo Hopper–. Trate de descansar. Esto ha sido muy penoso para
usted.
–Todavía no he dormido.
Y no sé qué pesadillas tendré realmente.
–No queremos
inquietarlo, señor Morgan –declaró Lieberman–. Creemos, sin embargo, que
ciertos aspectos de este asunto son muy importantes. Por eso le pregunto por
qué la mató. Debió tener usted algún motivo. ¿Se vio usted atacado?
–No.
–¿Sorprendió usted un
movimiento súbito?
–No. Estaba ahí,
simplemente.
–Entonces, ¿por qué?
–La pregunta es inútil
–intervino Fitzgerald–. Sabemos por qué la mató.
–¿Lo saben?
–La respuesta es muy
sencilla, señor Morgan. Usted la mató porque usted es un ser humano.
–Oh.
–Sí. ¿Comprende?
–No, no comprendo.
–Entonces, ¿por qué la
mató? –preguntó Hopper.
–Estaba muy asustado. Y
todavía lo estoy, para decir la verdad.
–Es usted un hombre
inteligente, señor Morgan –dijo Lieberman–. Permítame que le muestre algo.
Abrió las puertas de un
armario adosado a la pared y me mostró ocho frascos de aldehído fórmico con
ocho ejemplares como el mío, mutilados todos por un golpe violento y mortal. Yo
me limité a mirar sin decir nada.
Lieberman cerró el
armario y dijo, encogiéndose de hombros:
–Todas en cinco días.
–Una nueva raza de
hormigas –murmuré tontamente.
–No. No son hormigas.
Venga.
Me indicó que me
acercara al escritorio y los otros dos se unieron a nosotros. Lieberman sacó de
un cajón un equipo de instrumentos de disección, dio vuelta al bicho con unas
pinzas, y señaló la parte baja de lo que sería el tórax en un insecto.
–Esto parece parte del
cuerpo, ¿no es así, señor Morgan?
–Así es.
Utilizando otros dos
instrumentos, Lieberman encontró una fisura, y tironeó hacia los lados. El
tórax se abrió como el vientre de un avión de bombardeo. Era un receptáculo,
una bolsa, y adentro había cuatro utensilios o instrumentos, hermosos y
diminutos, de unos cinco centímetros de largo. Eran hermosos como es hermoso
todo objeto de propósito funcional creado con amor, como la misma criatura, si
ella no hubiera sido un insecto y yo un hombre. Utilizando unas pinzas,
Lieberman sacó los instrumentos de las grapas que los sostenían y me los
ofreció. Y yo los tomé, los palpé, los examiné y los dejé.
Luego miré la hormiga y
me di cuenta que no la había observado verdaderamente hasta entonces. No
observamos atentamente lo que nos parece horrible o repugnante. No se puede ver
nada a través de una pantalla de aborrecimiento. Pero el aborrecimiento y el
temor se habían diluido, y mirando aquello comprobé que no era una hormiga,
aunque lo parecía. En verdad, yo nunca había visto ni imaginado nada semejante.
Los tres hombres me
observaban y de pronto me defendí.
–¡Yo no lo sabía!
–exclamé–. ¿Qué esperan ustedes que haga uno cuando ve un insecto de este
tamaño?
Lieberman movió la
cabeza afirmativamente.
–¿Qué es, en nombre de
Dios? –pregunté.
Lieberman sacó de su
escritorio una botella y cuatro copas. Nos sirvió y bebimos. Yo no había
esperado encontrar un buen whisky en aquella oficina.
–No lo sabemos –dijo
Hopper–. No sabemos qué es.
Lieberman señaló el
cráneo roto donde asomaba una substancia blanca.
–Materia cerebral
–dijo–, gran cantidad.
–Una criatura muy
inteligente, quizá –declaró Hopper.
–Un insecto, con una
estructura en evolución –dijo Lieberman–. Sabemos muy poco de la inteligencia
de nuestros insectos. No es exactamente lo que llamamos inteligencia. Es un
fenómeno colectivo, como las partes que componen un cuerpo humano. Cada parte
vive independientemente, pero la inteligencia es el resultado del conjunto. Si
sucediera lo mismo en criaturas como esta...
Los hombres se quedaron
mirando el bicho y yo pregunté:
–¿Y si tienen eso?
–¿Qué?
–La inteligencia
colectiva de la que usted ha hablado.
–Oh. Bueno, no podría
decirlo. Sería algo que superaría nuestros sueños más extravagantes. Comparadas
con nosotros serían..., bueno, lo que somos nosotros comparados con una hormiga
ordinaria.
–No lo creo –dije
lacónicamente.
Y Fitzgerald, el
funcionario, me replicó con calma:
–Tampoco nosotros lo
creemos. Lo suponemos.
–Si es tan inteligente,
¿por qué no empleó contra mí una de sus armas?
–¿Hubiera sido eso una
muestra de inteligencia? –preguntó Hopper suavemente.
–Quizá ninguno de esos
instrumentos sea un arma –dijo Lieberman.
–¿No lo sabe? ¿Las otras
no llevaban instrumentos?
–Los llevaban –contestó
Fitzgerald lacónicamente.
–¿Y qué eran?
–No lo sabemos –dijo
Lieberman.
–Pero ustedes pueden
averiguarlo. Tenemos hombres de ciencia, ingenieros. Esta es una era de
instrumentos fantásticos. ¡Examínenlos!
–Lo hemos hecho.
–¿Y qué han averiguado?
–Nada.
–¿Quiere decirme que no
saben nada acerca de estos instrumentos, qué son, cómo funcionan, para qué
sirven?
–Así es exactamente
–replicó Hopper–. No sabemos nada, señor Morgan. Carecen de sentido para los
mejores ingenieros y técnicos de los Estados Unidos. Conoce usted la vieja
anécdota. «Dele a Aristóteles un aparato de radio. ¿Qué haría Aristóteles?
¿Dónde encontraría energía eléctrica? ¿Y qué recibiría si nadie transmite
nada?» No es que esos instrumentos sean complicados. En realidad son muy
sencillos. Pero no tenemos idea de lo que pueden o podrían hacer.
–Pero tienen que ser un
arma de alguna clase.
–¿Por qué? –preguntó
Lieberman–. Mírese a sí mismo, señor Morgan; es usted un hombre culto e
inteligente, pero no concibe un mundo donde las armas no sean un artículo de
primera necesidad. Sin embargo, un arma es algo raro, señor Morgan, un
instrumento homicida. Nosotros no pensamos así porque las armas son hoy el
símbolo de nuestro mundo. ¿Es eso civilización, señor Morgan? ¿O no son las
armas y la civilización, en un sentido esencial, incompatibles? ¿No puede usted
imaginar una mentalidad que no acepte, o no conciba la idea del crimen?
Nosotros vemos todo a través de nuestra subjetividad. ¿Por qué otros (esta
criatura, por ejemplo) no deben poder ver el proceso de la actividad mental
fuera de su subjetividad? Se acerca a un ser de este mundo y la matan. ¿Por
qué? ¿Qué explicación tiene? Dígame, señor Morgan. ¿Cómo se lo explicaría usted
a una criatura completamente racional? –y Lieberman señaló el bicho que estaba
sobre el escritorio–. Se lo pregunto muy seriamente, ¿cómo lo explicaría usted?
–¿Un accidente?
–murmuré.
–¿Y los ocho frascos del
armario? ¿Ocho accidentes?
–Creo, doctor Lieberman
–dijo Fitzgerald–, que por ese camino puede ir usted un poco demasiado lejos.
–Sí, para ustedes puede
ser así. Es una parte del ambiente en que viven. Pero mi ambiente es la
ciencia. Y como hombre de ciencia trato de ser racional. La creación de una
estructura de lo bueno y lo malo, o lo que llamamos moralidad y ética, es
función de la inteligencia, e indiscutiblemente el mal fundamental puede ser la
destrucción de la inteligencia consciente. Por eso, y desde hace tanto tiempo,
hemos aceptado al menos el mandamiento «No matarás», aunque sólo de los labios
hacia fuera. Pero para una inteligencia colectiva, de la que podría ser parte
esta criatura, la idea del asesinato sería inconcebiblemente monstruosa.
Me senté y encendí un
cigarrillo. Me temblaban las manos. Hopper se excusó:
–Hemos sido un tanto
duros con usted, señor Morgan. Pero en los últimos días otros ocho hombres han
hecho exactamente lo mismo que usted. Estamos metidos en una trampa: somos lo
que somos.
–Pero díganme, ¿de dónde
vienen estas cosas?
–No importa casi de
dónde vienen –contestó Hopper desanimadamente–. Quizá de otro planeta, quizá de
los abismos de la Tierra, o de la Luna, o de Marte. No importa de dónde.
Fitzgerald cree que vienen de un planeta menor, pues sus movimientos son aquí
aparentemente lentos. Pero el doctor Lieberman opina que se mueven con lentitud
porque no han descubierto la necesidad de moverse con rapidez. Entretanto,
tienen que resolver el problema de estos asesinatos. Sólo Dios sabe cuántas han
muerto en otros lugares, en África, Asia y Europa.
–Entonces, ¿por qué no
se lo dicen al mundo? ¡Pronto, antes que sea demasiado tarde!
–Lo hemos pensado –dijo
Fitzgerald–. ¿Pero y el pánico, la histeria? ¿Y si nos dicen que la culpa la
tiene la bomba atómica? No podemos cambiar: somos lo que somos.
–Quizá se vayan.
–Sí, pueden hacerlo
–declaró Lieberman–. Pero si no padecen la maldición del asesinato, quizá estén
exentas también de la maldición del temor. Pueden ser sociales en el sentido
más elevado. ¿Qué hace la sociedad con los asesinos?
–Hay sociedades que los
condenan a muerte, y otras que reconocen su enfermedad y los encierran en un
sitio donde no puedan seguir matando –dijo Hopper–. Por supuesto, es distinto
cuando todo un mundo está en el banquillo. Ahora tenemos bombas atómicas y
otras cosas, y estamos alcanzando las estrellas...
–Yo me inclino a creer
que se irán –dijo Fitzgerald–. Quizá padezcan la maldición del temor, doctor.
–Quizá –admitió
Lieberman–. Así lo espero.
Pero cuanto más lo
pienso, más me parece que el temor y el odio son dos caras de la misma moneda.
Trato aun de recordar, de recrear el momento en que vi al animal al pie de mi
cama en la cabaña. Trato aun de extraer de mi memoria una visión clara de su
aspecto, y descubrir si detrás de aquella cara quitinosa y de las dos antenas
que se movían suavemente había alguna muestra de temor y de ira. Pero cuanto
más se me aclaran los recuerdos, tanto más me parece descubrir una dignidad y
una calma admirables. Nada de temor ni de ira.
Y cada vez más, mientras hago mi trabajo,
tengo la impresión de lo que Hopper llamó «un mundo en el banquillo». Yo
tampoco siento ira. Como un criminal que ya no puede vivir consigo mismo, me
satisface que me juzguen.
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