The insects, © 1970. Traducido por Manuel Barberá en El general derribó a un ángel, relatos de Howard Fast, Colección Azimut de Ciencia Ficción, Intersea SAIC, 1975.
La
gente se enteró de la primera transmisión por varios medios. Aunque las
llamadas no identificadas por radio son bastante frecuentes y por lo común no
se sujetan a una divulgación general de noticias –ya que son más o menos
excentricidades y a menudo obra de maniáticos–, no se las atiende celosamente.
Lo interesante de esta señal era que había sido repetida por lo menos dos
docenas de veces y había sido captada en varias partes del mundo en diferentes
idiomas: en ruso en Moscú, en chino en Pekín, en inglés en New York y en
Londres, en sueco en Estocolmo. En todos estos lugares aparecía en la banda de
alta frecuencia, en algo menos de veinticinco megaciclos.
Nosotros
nos enteramos por Fred Goldman, jefe del salón de monitores de la National
Broadcasting Company, cuando él y su esposa cenaron con nosotros a principios
de mayo. Él presta atención a estas llamadas; escucha transmisiones del mundo
entero en media docena de idiomas, y le gusta comentarlas: un barco que pide
auxilio y luego silencio y ni una palabra en la prensa, o una combinación de
New Orleans tocando el último rock violento –si tal cosa fuera posible–
en Yarensk, en algún lugar de la tundra del norte de Siberia, o cualquier otro
suceso de entre una docena de incongruentes acontecimientos diarios
transmitidos por las ondas de radio de la Tierra. Pero esa noche estaba algo
sofocado y pensativo, y cuando lo dio a conocer, estaba menos extraño que
razonable.
–¿Sabén?
–dijo–. Hoy ha habido una especie de lamento universal y no logramos
identificarlo.
–¡Oh!
Mi
esposa sirvió bebidas. Su propia esposa lo miró incisivamente, como si ésta
fuera la primera vez que oía hablar del asunto y le supiera mal verse colocada
a la par nuestra.
–Una
buena señal, muy clara –dijo–. Alta frecuencia. Sin embargo, la voz es
extraña... ¿Saben qué dijo?
Había
allí otra pareja, los Dennison; él era un cirujano bastante bien conceptuado y
ella hizo un intento más bien torpe por tomar el asunto con buen humor. Yo
trato de recordar cómo se llamaba esta mujer, pero su nombre no acude a mi
memoria. Era rubia, bella y delgada, pero no muy inteligente; ella se ingenió,
sin embargo, para hacer volver a Fred al asunto, mas él se retrajo. Procuramos
persuadirlo, pero cambió de tema y se convirtió en oyente. Hasta mucho después
de la cena no logré obligarlo a seguir hablando de ello.
–¿Acerca
de la señal?
–¡Ah,
sí!
–Te
has vuelto muy sensible.
–No
lo sé. Nada muy especial ni misterioso. La voz dijo: "Deben dejar de
matamos".
–¿Eso
únicamente?
–¿No
te sorprende? –preguntó Fred.
–Ah,
no... difícilmente. Tal como dijiste, es una especie de imploración universal.
Yo podría mencionar por lo menos siete lugares del planeta donde esas mismas
palabras serían las más importantes que pudieran transmitirse.
–Supongo
que así es. Pero no se originaban en ninguno de esos lugares.
–¿No?
¿Dónde, entonces?
–Esa
es la cuestión –manifestó Fred Goldman–. Justamente ésa.
Así
fue como yo me enteré del asunto. Me despreocupé, tal como supongo que hicieron
muchos otros, y la verdad es que lo olvidé por completo. Dos semanas después
pronuncié mi segunda conferencia de la serie Goddard Free, de Harvard. y
durante el período destinado a consultas, un estudiante me preguntó:
–¿Qué
piensa usted, doctor Cornwall, de la cortina de silencio que el establishment
ha tendido sobre los mensajes de radio?
Cometí
la ingenuidad de preguntar a qué mensajes se refería y una ristra de carcajadas
me dio a entender que yo estaba fuera de la situación.
–"Deben
dejar de matarnos" ¿No es eso, doctor Cornwall? –gritó el muchacho y sus
palabras fueron saludadas con una ovación mayor que la que celebró las mías–.
¿No es eso? "Deben dejar de matarnos". ¿Es eso?
Bebí
después un coñac con el doctor Fleming, el decano, delante del hogar de su cómodo
y acogedor estudio y me contó que la universidad hacía una especie de
vigilancia del éter.
–Los
muchachos no han causado mucha molestia, ¿ verdad? –me preguntó.
Le
aseguré que yo estaba de acuerdo con ellos.
–De
una u otra manera, nosotros dos representamos al establishment, de manera que
no quiero eludir el tema. ¿Pero no es ésa la señal que llega por radio? Un
amigo mío me contó algo al respecto. ¿Se ha vuelto a captar?
–Actualmente,
todos los días –dijo el decano–. Los muchachos lo han tomado como una especie
de grito de combate.
–Pero
no he visto nada en los diarios.
–¿Es
curioso, no es cierto? –dijo Fleming–. Supongo que de una manera o de otra,
Washington se ocupa de acallarlo, aunque no sospecho cuál sea la razón.
–El
primer día no pudieron identificar el origen.
–Hemos
hecho pruebas por nuestra cuenta, y hasta se han realizado mayores esfuerzos en
el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Es bastante quejumbroso, ignoro cuál
pueda ser el sentido. El estudiantado está muy enardecido con esta cuestión.
–Ya
lo he advertido –convine.
Unos
días después, en el almuerzo, mi esposa me informó que el día anterior había
comido con Rhoda Goldman. Este detalle cayó como una especie de pequeña bomba
lanzada con cuidado.
–Sigue
–dije muy interesado.
–Vas
a burlarte.
–Haz
la prueba.
–Poseen
algunos antecedentes acerca de esas señales allá en la estación receptora. O
creen tenerlos.
–¡Oh!
–Suponen
conocer quién las está enviando.
–¡Gracias
a Dios! Tal vez podamos impedir que sigan matándolos o contener a quien realiza
la matanza. Es la queja más triste de que yo tengo noticia.
–No.
–¿No?
–Dije
que no, que no podemos evitarlo –aclaró mi esposa muy en serio–, porque son los
insectos.
–¿Qué?
–Eso
es lo que me ha dicho Rodha Goldman, los insectos.
Los
insectos transmiten los mensajes.
–No
tengo más remedio que reír –dije yo a mi vez.
–Sabía
que lo harías –opinó mi mujer.
Yo
he formado parte de cuatro de las comisiones especiales del alcalde, y al día
siguiente su asistente me llamó para preguntarme si estaría conforme en
integrar otra. Sin embargo, se .negó a aclararme el propósito, pero me dijo que
tenía alguna relación con los mensajes de alta frecuencia.
–Sin
duda usted ha oído hablar de ello –dijo el hombre.
Le
aseguré que había oído hablar de ello y agregué que integraría la comisión sólo
por curiosidad. El día en que fui al centro de la ciudad para la reunión de la
nueva comisión era el mismo en que el generar Carl de Hargod, el nuevo jefe de
estado, había llegado a New York para hablar durante un banquete en el Waldorf;
y en aquel momento era recibido por el alcalde y un millar de manifestantes.
Estos constituían un conglomerado de pacifistas y de hippies, y
marchaban de un lado a otro al frente del municipio, en silencio y portando
letreros que decían: "Usted debe impedir que nos sigan matando".
Llegué
lo bastante temprano como para entrar antes de que empezasen las ceremonias de
bienvenida, y cuando me uní a los demás integrantes de la flamante comisión,
escuché un pedido de disculpas por la ausencia del alcalde y la promesa de que
estaría con nosotros antes de media hora. Formaban parte de la comisión otras
cinco personas, tres hombres y dos mujeres. Yo conocía a estas últimas, Kate
Gordon, que era comisionada de salud pública y Alice Kinderman, que estaba
vinculada con el museo de Historia Natural y acababa de ser nombrada asesora de
la Dirección de Parques, y conocía también a uno de los hombres, Frank Meyers,
abogado que tenía vinculaciones importantes en Washington. Meyers me presentó a
los demás, a Basehart, que era jefe del Departamento de Entomología en la
enorme universidad de la ciudad y a Krummer, del Departamento de Agricultura de
Washington.
La
presencia del entomólogo incentivó mi incredulidad, y cuando Meyers me preguntó
si conocía el motivo de aquella reunión, contesté que sabía únicamente que
tenía algo que ver con las señales de radio.
–Lo
curioso es que sabemos quiénes las transmiten.
–Qué
es lo que las transmite –corrigió Alice Kinderman–. La idea de quiénes es un
poco inquietante.
–Yo
no lo creo –dije–. Me inclino hacia los comunistas.
–Hemos
estado matando muchos comunistas –convino Basehart con aquella curiosa
indiferencia propia de un sabio–. Puedo asegurar que no me gusta el asunto.
Bueno, a nadie le hace gracia que lo maten, ¿verdad? Esta vez, sin embargo, son
los insectos.
–¡Cuentos!
–exclamó Kate Gordon.
Conversamos
luego en calma, tal como debía esperarse de seis hombres y mujeres civilizados
y de mediana edad, como éramos, y si entre nosotros hubo quienes dudaron,
Basehart se encargó de convencerlos. Me convenció a mí. Era un hombre pequeño,
de nariz larga, dotado de unos ojos de color azul eléctrico, y cuya sonrisa
emocionaba. Cualquiera podía advertir que lo ocurrido, en cuanto a él
concernía. era lo más maravilloso y excitante sucedido alguna vez, y, tal como
lo explicaba, lo absurdo desaparecía y se afirmaba lo inevitable. Nos convenció
de que en todo momento había sido inevitable. Lo único que no pudo conseguir
era que compartiésemos su entusiasmo.
–¡Es
tan lógico! –aseguró–. El insecto no es una realidad en sí mismo. sino un
fragmento. La realidad es la colmena. Los insectos no piensan en los términos
nuestros; no tienen cerebros. En el mejor de los casos, tienen algo que podría
considerarse como uno de esos circuitos impresos que hacemos para las radios
fabricadas en serie. Son células, no órganos. ¿Pero piensa la colmena? ¿Piensa
el enjambre? ¿Piensa la ciudad de los insectos? Ése es el interrogante al que
nunca hemos podido responder satisfactoriamente. ¿Y qué puede decirse del
superenjambre? Siempre hemos sabido que se comunican entre sí .y con el
enjambre o con la colmena, ¿Pero cómo? ¿Por radio? Ciertamente alguna especie
de onda, ¿y por qué no de alta frecuencia?
–¿Energía?
–preguntó alguien.
–Energía.
¡Dios mío! ¿Alguien tiene una noción de cuántos existen? Sólo de especies hay
más de medio millón. En cuanto a los individuos, está fuera de nuestro alcance
calcularlo. Podrían generar cualquier energía requerida. Cumplir cualquier
tarea... si, por supuesto, se juntan en una supercolmena o un superenjambre
teórico y adquieren conciencia de sí mismos. Y parece que así ha ocurrido.
¿Saben? Nosotros siempre los hemos matado, pero tal vez ahora sean ellos
demasiados. Tienen un enorme instinto de supervivencia.
–Y
al parecer nosotros, en algún lugar del camino, hemos perdido el nuestro, ¿no
es así? –pregunté.
El
alcalde tenía demasiadas obligaciones, demasiados problemas en una ciudad a la
cual le faltaba poco para ser ingobernable, y resultó difícil precisar la
seriedad con que tomó el ruego de los insectos. Quienes militan en la vida
pública tienden a mantenerse a la defensiva en cuestiones de esta clase. Tantas
veces había pronunciado yo conferencias sobre cuestiones de ecología social,
que por fuerza debía conocer lo difícil que es inducir a los dirigentes
políticos a meditar en la posibilidad de que, sencillamente, lo que hacemos
todos sea cerrarnos el paso hacia un futuro viable.
–Hemos
tenido que detener a más de un centenar de pacifistas –dijo el alcalde con
cansancio– la mayoría de ellos pertenecientes a buenas familias, lo cual
significa que no podré dormir esta noche y dado que sólo dispuse de una o dos
horas anoche, creo que ustedes comprenderán mi resistencia, señoras y
caballeros, a acalorarme por mensajes enviados por insectos. Lo admito sólo
porque el Departamento de Agricultura insiste en que así haga, y por lo tanto
pido a ustedes que se avengan a servir en este comité especial y a redactar un
informe al respecto. Estamos destinando cinco mil dólares para trabajos de
oficina y la Fundación Ford nos ha prometido cooperación plena.
El
alcalde no pudo seguir acompañándonos, pero dedicamos otra media hora a
comentar el asunto y ponernos de acuerdo para una nueva reunión, luego de lo
cual salimos separadamente.
La
creencia en lo absurdo no es muy tenaz, y pienso que más o menos en el momento
en que se terminó la reunión, habíamos arrojado sobre los insectos una cubierta
muy sólida de duda. Dadas las muchas premuras, al llegar la hora de la cena yo
me había olvidado del asunto; mi mujer me preguntó entonces con expresión
petulante:
–Bien,
Alan, ¿qué te propones hacer acerca de los insectos?
Como
yo no le contesté inmediatamente, ella me informó que en la tarde había
mantenido una conversación con su hermana, Dorothy, de Upper Montclair, y que
ellas tomaban el asunto muy en serio. Más aún, el hijo de Dorothy, un
estudiante aventajado del Instituto Tecnológico de Massachusetts, que se especializaba
en física, había trabajado en la electrónica –o la física, ella no estaba muy
segura– que sustentaba la cuestión de las señales de alta frecuencia.
–Es
un joven inteligente –dije.
–Y
el tuyo es un comentarlo muy esclarecedor.
–Bien,
el alcalde ha formado una comisión. Yo tengo el honor de pertenecer a ella.
–Eso
es lo que más me gusta de nuestro apuesto alcalde –dijo Jane–. Nombra
comisiones para cualquier cosa, ¿no es cierto? Estoy segura de que ahora tiene
la conciencia tranquila...
–¡Cielo
Santo! –dije yo–. ¿También de esto tiene que tener conciencia?
Nunca
terminé mi defensa de! pobre hombre acosado. Sonó el teléfono. Era Bert
Clogmann, uno de los directores del New York Times, a quien algo conocía
y quien me informó que habían decidido publicar la noticia en la edición de la
mañana, dado que ya había aparecido en Londres y en Roma, y me preguntaba si
podría explicarle algo respecto de la comisión.
Le
expliqué lo relativo a ella, y luego le pregunté qué pensaba.
–¿Si
lo creo? –dijo Clogmann–. Bueno, gracias al cielo no necesito incluir mi
opinión en el artículo. Al parecer existen antecedentes suficientes para que
podamos citar juicios de personas eminentes, y los rusos lo están tomando tan
en serio como para promover la cuestión en la UN. La semana que viene. Además,
los pequeños canallas se han devorado mil setecientas hectáreas de trigo en la
parte oriental de Nebraska. Como quien silva en una caña. Tal vez eso sea una
simple coincidencia.
–¿Qué
pequeños canallas?
–Las
langostas.
–Bueno,
¿acaso no se trata de un asunto muy antiguo, es decir, que siempre han devorado
algo en un sitio u otro?
Pero
no conseguí que Clogmann comprometiese opinión al respecto. Siempre tuvo la
sensación de que la suya era la opinión del Times, por así decir, y fue
muy reticente, pero sin que eso lo diferenciase de casi todos sus colegas. Ello
era demasiado grande para esforzarse en creerlo.
–Si
estás en una comisión –dijo mi esposa–, entonces tienes que creerlo.
–Yo
creo que parte de la labor de esa comisión es comprobar la validez del asunto
en sí.
–¿Lo
cree alguno de los .miembros?
–Tal
vez Basehart. Es entomólogo.
–Yo
me siento tonta –dijo mi mujer, sonriendo–, pero he observado insectos acuáticos.
Son tan enormes y tan espantosos de todas maneras... quiero decir que ni
siquiera se resienten de que los maten. ¡Pero qué idea más horrible! Nosotros
damos por sentado que cuanto no sea humano no protesta si se lo mata.
En
nuestra primera reunión oficial de la comisión, Krummer, el hombre del
Departamento de Agricultura. habló sobre el mismo tema, pero se expresó en
forma un tanto ofensiva acerca de los humanistas. Luego de esbozar el nuevo
programa que habían preparado en Washington, una campaña de tres puntas, como
él dijo, los insecticidas, el gas venenoso y las radiaciones, se ocupó de la
posición de aquellas personas sensibles que aseguraban que nosotros tal vez
matamos con excesiva facilidad.
–¿Puede
alguien imaginar el desastre que sufriría la humanidad si se permitiese libre
acción a los insectos? Hambre mundial, para no mencionar enfermedades, y la
desazón consiguiente.
De
aquí pasó a trazar un cuadro bastante terrible, a lo cual solamente se opuso
Basehart, y aun éste en forma suave. Basehart destacó que el hombre había
existido antes que los insecticidas y se alimentó perfectamente bien.
–Hay
un equilibrio natural en esta clase de cosas, una totalidad ecológica. Los
insectos se comen unos a otros, las aves comen insectos y ciertos animales contribuyen
a su vez, y hasta la naturaleza de un modo misterioso restringe lo que se
exceda en un sentido u otro. Pero hemos matado a las aves sin misericordia y
ahora estamos tratando de matar a los insectos, y seguimos quitando partes de
ese ciclo ecológico, y quién sabe adónde nos conducirá.
Pero
el hecho principal presentado a la comisión fue que los mensajes de alta
frecuencia habían cesado, y una vez que se detenía esa manifestación visible de
un deseo tan natural como el de la supervivencia, los partidarios de la duda
comenzaron a ejercer su dominio y se dedicaron a demostrar que el público había
sido burlado. Dado que fuera del simple hecho aislado de la devastación en
Nebraska, no se había advertido cambio alguno en la conducta de los insectos en
ningún lugar del planeta, la idea de que se trataba de una burla encontró
asidero muy fácilmente. Nombramos a Frank Meyers, para que formase una especie
de comisión de un único integrante para que investigara los pros y los contras
del asunto y dentro de las dos semanas presentara un informe.
–Esto
–expliqué a mi esposa– es la forma normal de proceder en las comisiones; no
encontrar, sino perder. Perderemos de vista esta crisis muy pronto.
–Dentro
de dos semanas tenemos que partir para Vermont –me hizo notar mi esposa.
–Nos
quedaremos aquí todo el verano –le aseguré–. También ésa es la forma normal en
que operan las comisiones.
Cuando
nos reunimos nuevamente dos semanas después, tanto Krummer como Meyers se
expresaron de modo tranquilizador.
Con
gran deleite, Krummer nos contó que el Pentágono había unido sus fuerzas con
las del Departamento de Agricultura para fabricar un insecticida tan mortífero
que un solo cuarto de galón de ese producto, en forma de llovizna fina, mataría
cualquier insecto en la superficie de una milla cuadrada. Sin embargo, era tan
mortífero para animales como para seres humanos, inconveniente que ellos
esperaban salvar muy pronto. Pero Meyers opinó que la cuestión no debía
preocupar mayormente.
–Los
de la C.I.A. –explicó– están más o menos conformes en que los rusos son los
responsables de las transmisiones. Tienen por doquier aparatos secretos y es
parte de su plan general sembrar el temor y la discordia en el mundo libre. Más
aún, sabedores de que ellos mismos lo han hecho público, Pravda publicó ayer un
largo artículo en el cual nos culpan a nosotros. También me he entrevistado con
veintitrés de los principales naturalistas, y todos, excepto uno, están de
acuerdo en que el concepto de una inteligencia colectiva de los insectos al
nivel de la inteligencia del hombre es absurdo.
–Por
supuesto; nuestra labor no será un desperdicio –dijo Krummer–. Me refiero a que
un nuevo insecticida valdrá la que pese en oro, y dado que en su forma presente
mata hombres con la misma facilidad que insectos, supone agregar armas secretas
a nuestro arsenal. Es un ejemplo excelente de la forma en que las diversas
ciencias tienden a superponerse, y creo que podemos darle la bienvenida como
parte vital de la forma norteamericana de vivir.
–¿Quién
fue el hombre de ciencia que no estuvo de acuerdo? –pregunté.
–Basehart
–dijo Meyers.
Basehart
sonrió modestamente y respondió:
–Yo
no creo que deba tomárseme en cuenta, ya que soy miembro de la comisión. Lo
cual hace que la opinión científica sea unánime. O por la menos, creo que así
es como debe consignarse este asunto.
–¿Todavía
cree que eran los insectos? –preguntó la señora Kinderman.
–¡Ah,
sí! Ciertamente, sí.
–¿Por
qué?
–Sólo
porque es lógico y emocionante –dijo Basehart–, y ustedes saben que los rusos
son tan desesperadamente melancólicos y faltos de imaginación, que jamás se les
ocurriría pensar semejante cosa, ni aunque pasase un millón de años.
–¡Pero
una inteligencia colectiva! –objeté yo–. Me desagrada la palabra absurdo, pero
podría decir que esto es bastante increíble.
–Nada
de eso –replicó Basehart, casi como si pidiera perdón–. Es un concepto muy
familiar entre los entomólogos, y desde hace varias generaciones se viene
hablando de ello. Reconoceré que lo utilizamos pragmáticamente cuando nos
faltan explicaciones más aceptables, ¡pero es tanto lo relativo a insectos de
hábitos sociales que no concuerda con ninguna otra explicación! Naturalmente,
aquí tratamos de .una inteligencia mucho más desarrollada y compleja; pero
¿quién dirá que ésta no sea una línea de evolución absolutamente legítima?
Somos como niños en nuestro entendimiento de la forma en que procede la
evolución, y en cuanto a su propósito, bueno... ni siquiera hemos empezado a
investigar.
–¡Oh,
vamos! –dijo Kate Gordon, o tal vez, para describirlo mejor, debería decir que
lo bufó–, está poniéndose decididamente teleológico, doctor Basehart, y entre
hombres de ciencia creo que esto no tiene defensa.
–¡Oh!
–pero por lo visto, Basehart no deseaba discutir–. Tal vez. Sin embargo,
algunos de nosotros no podemos menos que ser siquiera un poco teleológicos. No
siempre nos sobreponemos a la educación religiosa de nuestra niñez.
–Intelectualmente,
se la debe superar –dijo muy relamida Kate Gordon.
–Basehart
–dije yo–, supongamos que debamos aceptar esa inteligencia, no como una
realidad, sino como un tema de discusión. ¿Deberíamos tener motivo para
temerla? ¿ Tendría que ser maligna?
–¿Maligna?
¡Ah! No... absolutamente, no. Nunca ha sido ése el concepto que yo tengo de la
inteligencia. El mal es mediocre y más bien estúpido. No, la sabiduría no es
maligna, todo lo contrario. Pero, tengamos o no que temerlos... bueno, me
refiero a que no hemos aportado ninguna explicación satisfactoria. Yo no quiero
decir nosotros, los de esta comisión. Hablo de la humanidad. La humanidad sólo
avanzó en dos direcciones, en la de convencerse de que una inteligencia de
insectos no existía y en la de fabricar un nuevo insecticida. Pero lo que ellos
nos piden es que no sigamos matándolos. ¿Qué van a hacer ellos?
–Vamos,
vamos –dijo Meyers riendo– ¿no estamos jugando demasiado bien este juego? Hemos
formado una comisión de ciudadanos sinceros e interesados, y no me parece que
hayamos solucionado el problema. Yo propongo que pasemos a cuarto intermedio
hasta el mes de septiembre.
La
moción fue aprobada y puesta en práctica.
Mientras
nos dirigíamos a nuestra propiedad veraniega de Vermont, mi mujer, Jane, me
dijo un tanto entristecida:
–Si
nuestro hijo estuviese vivo, yo no dormiría demasiado bien. ¿Sabes una cosa? Hace
tres años que murió, y me parece que hubiera sido ayer.
–Vamos
a iniciar unas vacaciones para descansar –le dije–, y no soporto esta clase de
humor.
–Se
trata sencillamente de que a veces dejo de preocuparme. ¿Eso será parte del
envejecimiento?
–Nos
seguimos preocupando –respondí vivazmente. Pero entendía perfectamente lo que
ella quería decir.
Nuestra
propiedad de veraneo está situada en un valle aislado y maravilloso de tierra
adentro, al igual que tantos otros valles de tierras altas en Vermont, llenos
de días soleados y noches frescas, y con un cielo estrellado sobre los verdes
pliegues del terreno. Es un lugar donde las horas avanzan de diferente manera y
luego de estar allí un tiempo nosotros avanzamos con el ritmo del lugar.
De
cuando en cuando teníamos compañía, pero no con demasiada frecuencia ni
demasiado numerosa y sobre todo los fines de semana. El pueblo estaba a diez
kilómetros, por un camino de tierra, y a algo más de treinta kilómetros de allí
se encontraba una colonia de artistas de magnitud bastante respetable, donde
funcionaban una orquesta sinfónica y un teatro, ambos de verano, y siempre
había muchos con quienes hablar si nos sentíamos solos en nuestra casa. Pero
íbamos poco, dos o tres veces por verano y raramente nos sentíamos tristes o
solitarios en la forma en que suele entenderse la soledad. Siguiendo nuestro
mismo camino, a más o menos un kilómetro y medio, vivía nuestro vecino más
cercano, un hombre viudo llamado Glenn Olson, que en el verano preparaba miel y
en el invierno jarabe de arce. Ambos eran deliciosos. Los arces que tenía en su
casa eran viejos y fuertes y las abejas trabajaban entre las flores silvestres
del terreno de pastoreo abandonado.
Tenía
intención de visitarlo tanto por la miel como por el jarabe, pero venía difiriendo
la visita de día en día. Hasta entonces, nada fue muy diferente, únicamente los
días calurosos del verano, y las aves y los insectos que zumbaban
indolentemente en el aire cálido. Podríamos haber olvidado todo aquello con
sólo que hubiésemos sido poco crédulos, pero de alguna manera había en ambos un
pequeño esbozo de creencia. Recibimos una tarjeta postal de Basehart, que se
encontraba en las islas Virgenes, donde estaba catalogando especies y tipos de
insectos. La tarjeta terminaba con una despedida un tanto sentimental. Ni mi
esposa ni yo lo notamos, porque como he dicho, poseíamos una pequeña facultad
capaz de creer.
Por
supuesto, entonces, hacia el principio del verano, las ciudades morían.
Ha
habido muchas especulaciones acerca de insectos y lo que podrían hacer si
fuesen como algunos pensaban. Se escribieron artículos, se imprimieron libros
apresuradamente y hasta se proyectaron películas. Hubo pesadillas acerca de
superinsectos, ejércitos de hormigas, demonios alados; pero nadie aceptaba la simple
sencillez del hecho. Los insectos, ante todo, se desplazaban simplemente contra
las ciudades. Al parecer, una inteligencia única regía todos los movimientos de
los insectos, y que millones de personas perecieran no significó nada que
alterase la supervivencia de la inteligencia. Llenaron los acueductos y
detuvieron la circulación del agua. Pusieron en corto circuito los cables y
cesó el fluir de la electricidad. Consumieron la comida que había en las
ciudades y millones de ellos se lanzaron sobre las provisiones que llegaban.
Obstruyeron las cloacas y diseminaron enfermedades y las ciudades murieron. Los
insectos murieron en millares de millones, pero esta vez ya no fue necesario
matarlos. Ellos mismos se impusieron la muerte, y las ciudades ulcerosas, atacadas
de malarias y acosadas por plagas murieron junto con ellos.
Primero
vimos en !a televisión cómo esto sucedía, pero la televisión desapareció muy
pronto. Poseemos una torre retransmisora. pero ésta dejó de funcionar a los
tres días de iniciarse el ataque contra las ciudades; el cuadro fue luego tan
terrible como para perder el sentido y unos pocos días después desapareció.
Entonces escuchamos radio hasta que la radio también se acalló. Quedaba el
valle como si jamás hubiera existido, el silencio y los insectos pendientes en
el aire caluroso, a la luz del sol, y en la obscuridad de las noches.
Mi
propia idea fue ir en el auto a la ciudad, y día a día tuve la sensación de que
debía hacerlo, pero mi esposa me lo impidió. Su temor de abandonar nuestra casa
para ir a la ciudad era tan grande que hasta que el alimento comenzó a
escasear, no estuvo de acuerdo en que yo fuese, ni aun acompañado por ella.
Nuestro teléfono había dejado de funcionar mucho tiempo atrás, y después de
días de no ver un avión por el cielo me di cuenta de que los aviones ya no
volaban. Finalmente, yendo en el auto a la ciudad, nos detuvimos en la casa de
Glenn Olson para preguntarle si él sabía cómo estaba el pueblo, y para comprar
tal vez algo de miel y jarabe. Lo encontramos muerto en su dormitorio; no
muerto desde mucho antes, tal vez sólo desde el día anterior. Había sido picado
en un antebrazo tres veces mientras dormía. Mi mujer, que en un tiempo fue
enfermera. explicó el proceso mediante el cual tres pinchazos consecutivos de abeja
bastarían para matar a un hombre. El aire estaba lleno de abejas que zumbaban,
trabajaban y volaban.
–Creo
que volveremos a casa –dije.
–No
podemos dejarlo así.
–Podemos
–dije, pensando. que millones de otros seres estaban igual que él.
Olson
tenía una alacena bien provista. Llené algunas bolsas con mercaderías en lata,
harina, habas, miel en tarros y jarabe de arce, y llevé todo al auto, mientras
Jane se quedaba en la casa. Luego cubrí el cadáver de Olson con una frazada y
tomé a Jane de un brazo.
–No
quiero ir allí –dijo.
–Bueno,
debes saber que no tenemos otra solución. Aquí no podemos quedarnos.
–Tengo
miedo.
–Pero
no podemos quedarnos aquí.
Finalmente
la convencí y fuimos al auto. Tenía los brazos cubiertos y sostenía una toalla
sobre la cara, pero las abejas no hicieron caso de nosotros. En el auto
levantamos las ventanillas y volvimos a nuestra casa de verano, a la cual
entramos casi corriendo.
Sin
embargo, me sobrepuse al pánico y resistí la tentación de cubrirme con telas de
mosquitero. Hablé con Jane y finalmente la convencí de que aquello no era algo
que pudiera evitarse o contra lo cual fuera posible tomar medidas. Era como el
viento, la lluvia, la salida y la puesta del sol. Sucedía y nada que hiciésemos
lo alteraría.
–Alan,
¿le ocurrirá a todo el mundo? –me preguntó–. ¿Será así en el mundo entero?
–No
sé.
–¿Qué
beneficio aportaría a ellos el que esto alcance a todo el mundo?
–No
querría vivir si le sucediese a todos.
–No
es cuestión de la que nosotros queramos. Es la forma en que las cosas se
presentan. Sólo podemos vivir con esto tal como es.
Sin
embargo, cuando volví al automóvil para recoger las provisiones que habíamos
tomado de la casa de Olson, tuve que apelar a cuanto coraje y fuerza poseía.
Las
cosas fueron algo mejor al día siguiente, y al tercer día pude inducir a Jane a
que saliese de la casa conmigo para caminar un rato.. Al principio se negó,
pero al cabo de poco su temor comenzó a desaparecer y entonces, paulatinamente,
aquello se convirtió en algo con lo cual se vive, como supongo que todo puede
convertirse. La semana siguiente yo me senté a escribir este relato. He estado
trabajando en él tres días. Ayer una abeja se posó en el dorso de mi mano, una
abeja obrera zumbadora, escandalosa y grande. Sostuve la mano con firmeza. miré
a la abeja y la abeja me devolvió la mirada.
Entonces
se alejó volando, y tuve una sensación de que todo había sucedido y de que lo
pasado no se repetiría. Pero cómo lo recibiríamos y cómo volveríamos a
acomodarnos a la vida, yo no lo sé. Anoche hablé de ello con mi esposa.
–¡Ojalá
que Basehart esté vivo y bien! –dijo–. Me gustaría volver a verlo.
Lo
cual resultó bastante curioso, dado que lo único que ella sabía al respecto de
Basehart era lo que yo le había contado.
Después
se echó a llorar. No era mujer que llorase mucho y pronto se enjugó las
lágrimas y se dedicó a coser no sé qué cosa que había dejado abandonada semanas
antes. Encendí la pipa. Fue lo último que hice aquel día. Estábamos sentados y
en silencio cuando obscureció.
Encendí
nuestra pequeña lámpara de kerosene y ella me dijo:
–Más
pronto o más tarde tendremos que ir al pueblo, ¿no es verdad?
–Más
pronto o más tarde –le dije.
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