Sobre el Blog

Bienvenido a Cultus Sapientiae.

Este modesto Blog tiene como objetivo poder compartir obras, fragmentos, opiniones y manifestaciones culturales varias.
En la barra lateral están los enlaces que os llevarán a las Bibliotecas I, II y III. Al lado de las entradas se puede encontrar el índice general de autores.
Nuestro objetivo no es, de ninguna manera, la piratería ni mucho menos el quitar provecho pecuniario con este espacio. Sino que es alcanzar al máximo de personas posible para que de forma gratuita tengan acceso a nuestro acervo literario. Convertir en color aquellos que jamás experimentaron algo que fuese ajeno al gris.
Siéntase a gusto.

No poseemos redes sociales, pero puedes encontrarnos en Telegram buscando a Cultus Sapientiae.

Búsqueda interna

ShinyStat

William Faulkner - La esposa de dos dólares



 - ¡Es que nunca va a estar lista!
 Maxwell Johns se miró en el espejo. Se vio a sí mismo encendiendo un cigarrillo y lanzando la cerilla hacia atrás, por encima del hombro. La cerilla cayó sobre la chimenea y brincó, aún encendida, hacia la alfombra.
 - ¡Qué diablos me importa si se quema todo este tugurio! - gruñó mientras a grandes zancadas iba de un lado para otro del llamativo salón de los Houston. Volvió a mirarse en el espejo: cuerpo delgado en traje de etiqueta, pelo negro y suave, cara blanca y suave. Oía a Doris Houston y su madre, en la habitación de arriba, gritarse mutuamente.
 - ¡Oye cómo chillan! – gruñó -. Parece una batalla campal en lugar de una chica poniéndose sus trapos. ¡Oh, maldita sea! ¡Tienen la cabeza llena de borra, como el algodón que cultivamos!
 Una criada negra entró en la estancia y se ocupó en menudencias durante unos instantes, meneando el vasto trasero como un alto oleaje bajo aceite. Dirigió una mirada a Maxwell, se fue hacia la puerta y salió del salón.
 Los gritos, arriba, culminaron un crescendo. Luego él oyó unos pies apresurados, rápidos y vehementes; un tenue y alto estrépito, joven y evanescente.
 Un chillido final del piso superior pareció lanzar a Doris Houston dentro del salón, como una pepita que salta al exprimir una naranja. Era delgada como una libélula, con pelo de color de miel y piernas largas de chiquilla. Su pequeña cara eran retazos de mortal blanco y rojo furioso.
 Llevaba en el brazo un abrigo de pieles y con la otra mano se sujetaba un hombro del vestido. Del otro hombro, que se había deslizado y llevaba muy caído, pendía un tirante suelto.
 Doris se ajustó el vestido y masculló algo entre sus labios rojos. Una aguja brilló entre sus dientes blancos; el fino hilo ondeó en el aire al arrojar Doris el abrigo y ofrecer la espalda a Maxwell.
 - ¡Venga, Inconsciente, cósemelo! - interpretó él sus palabras, sólo masculladas.
 - ¡Santo Dios, si te lo cosí anteanoche! - gruñó Maxwell -. Y te lo cosí en Nochebuena, y te lo cosí...
 - ¡Oh, cállate! - dijo Doris -. ¡También participaste en arrancármelo! ¡Cóselo bien esta vez; y que se quede cosido!
 Cosió, murmurando para sí mismo, con largas, furiosas puntadas, como cosería un chico la funda de un balón de béisbol. Cortó el hilo, jugueteó con la aguja pasándola de una mano a otra unos instantes, y luego la arrojó sin cuidado sobre la funda del asiento de una silla.
 Con movimiento sinuoso Doris se encajó el tirante en su sitio y recogió el abrigo. Afuera bramó un claxon.
 - ¡Ahí están! - dijo bruscamente -. ¡Vamos!
 Volvieron a sonar pisadas en las escaleras; como pedazos de masa a medio cocer que cayeran de una mesa. Irrumpieron en el salón los rizos y los brillantes de la señora Houston.
 - ¡Doris! - gritó -. ¿Adónde vas esta noche? ¡Maxwell, que no se te ocurra tener a Doris hasta las tantas como en Nochebuena! ¡Me tiene sin cuidado que sea Nochevieja! ¿Me oyes? Doris, te vuelves a casa...
 - ¡De acuerdo! ¡De acuerdo! - gritó Doris sin mirar atrás -. ¡Vámonos, Inconsciente!
 - ¡Adentro! - rugió Walter Mitchell, que conducía el coche -. ¡Sube atrás, Doris, maldita sea! ¡Lucille, quítame de encima las piernas! ¿Cómo diablos quieres que conduzca?
 Cuando el coche avanzaba a gran velocidad por una carretera periférica de la ciudad, otro automóvil en el que también viajaban dos parejas se incorporó a ella desde una vía lateral. Los conductores hicieron sonar repetidamente el claxon a modo de saludo. Ambos giraron, uno al lado del otro, y tomaron la carretera recta que conducía al Country Club. Avanzaron a la carrera, rugiendo, zarandeándose - sesenta, setenta, setenta y cinco -, las ruedas juntas cubo con cubo, las exteriores en los bordes de la carretera. Tras los volantes, con mirada furiosa, dos caras casi idénticas; rasuradas, jóvenes, ceñudas.
 Allá adelante, a lo lejos, brillaban las puertas blancas del Country Club.
 - ¡Reduce la marcha! - gritó Doris.
 - ¿Que reduzca? ¡Qué diablos dices! - gruñó Mitchell, con el pie y el acelerador pegados al suelo.
 El otro coche se puso en cabeza; bocinazos burlones, alaridos en una jerigonza incomprensible. Mitchell maldijo en un susurro.
 ¡Chi-i-i-rridos!
 El coche que iba en cabeza tomó la curva sobre dos ruedas, brincó, se zarandeó, se inclinó violentamente hacia un costado y enfiló por la avenida de acceso a gran velocidad. Mitchell soltó bruscamente el acelerador y el coche continué rodando por la carretera oscura. A una milla del Country Club detuvo el coche, cerró el contacto y apagó las luces y sacó una petaca del bolsillo.
 - ¡Tomemos un trago! - gruñó, ofreciendo la petaca.
 - No quiero pararme aquí - dijo Doris -. Quiero ir al club
 - ¿No quieres un trago? - preguntó Mitchell.
 - No, tampoco quiero un trago. Quiero ir al club.
 - No le hagas caso - dijo Maxwell -. Si aparece alguien, le enseño la licencia.
 Un mes antes, poco después de que Maxwell fuera expulsado de Sewanee, Mitchell había desafiado a Maxwell y a Doris a que contrajeran matrimonio. Maxwell había pedido prestados dos dólares al portero negro de la Lonja del Algodón, donde Max «trabajaba» en la oficina de su padre, y habían recorrido cien millas para comprar una licencia. Luego Doris se había echado atrás. Maxwell seguía llevando la licencia en el bolsillo, algo manchada ya por el roce y la humedad.
 Lucille se echó a reír a carcajadas.
 - ¡Max, compórtate! - gritó Doris -. ¡Aparta esas manos!
 - Eh, dame la licencia - dijo Walter -. La pondré en el radiador. Así no tendrán ni que bajar del coche para verla.
 - ¡No, no lo hagas! - gritó Doris.
 - ¿Qué tienes tú que ver en esto? - dijo Walter -. Fue Max quien pagó dos dólares por ella, no tú.
 - ¡Me da igual! ¡Lleva mi nombre escrito!
 - Devuélveme los dos dólares y puedes quedarte con ella - dijo Maxwell.
 - No tengo dos dólares. ¡Da la vuelta y llévame al club, Walter Mitchell!
 - Yo te daré esos dos dólares por ella, Max - dijo Walter.
 - De acuerdo - aceptó Maxwell, metiéndose la mano en el abrigo. Doris se echó sobre él.
 - ¡No lo hagas! - gritó -. ¡Se lo voy a contar a papá!
 - ¿Qué te importa? - protestó Walter -. Voy a borrar vuestros nombres para poner el de Lucille y el mío. ¡Puede que la necesitemos!
 - ¡Me tiene sin cuidado! El mío seguirá ahí y será bigamia.
 - Querrás decir incesto, querida - dijo Lucille.
 - ¡No me importa lo que sea! ¡Me voy al club!
 - ¿Sí? - dijo Walter -. Diles que iremos dentro de un rato.
 Le tendió la petaca a Maxwell.
 Doris abrió la portezuela de golpe y saltó afuera.
 - ¡Eh, espera! - gritó Walter -. Yo no...
 Oyeron los tacones altos de Doris golpeando el duro asfalto.
 Walter dio la vuelta con el coche.
 - Será mejor que te bajes y vayas con ella - le dijo a Maxwell -. Saliste de casa con ella. Llévala al club. No está lejos; apenas es una milla.
 - ¡Mira por dónde vas! - gritó Maxwell -. ¡Viene un coche ahí detrás!
 Walter se hizo a un lado y encendió los faros al pasar el otro coche.
 - ¡Es Hap White! - gritó Lucille, alargando el cuello -. Va con ese chico de Princeton, con Jornstadt, ese tan guapo por el que todas están locas. Es de Minnesota y está de visita en casa de su tía.
 El otro coche se detuvo junto a Doris. Se abrió la puerta. Doris subió.
 - ¡Vaya víbora! - chilló Lucille -. Apuesto a que sabía que Jornstadt iba en el coche. Apuesto a que se citó con Hap White, que quedó en que la recogería.
 Walter rió entre dientes maliciosamente.
 - Ahí va mi chica... - tarareó.
 Maxwell maldijo con furia en un susurro.
 En el otro coche, antes de que subiera Doris, iban cinco. Doris se sentó en las rodillas de Jornstadt. Él sintió la calidez y la suavidad turgente de las piernas de ella. La sostenía con firmeza, atrayendo hacia sí su espalda. Doris hizo un ligero movimiento sinuoso y el brazo de él se puso tenso.
 Jornstadt aspiró profundamente el aire cargado con el perfume del pelo color de miel. Apretó el brazo aún más. Instantes después el coche de Mitchell bramó a un lado y los adelantó.
 Ocultos entre dos coches aparcados, Walter y Maxwell vieron entrar en el club a los seis ocupantes del coche de Hap White. El grupo [dejó atrás] a las chicas que rodeaban como abejas al joven alto de Princeton, cuya cabeza primorosamente peinada sobresalía por encima de todas las demás. La música ruidosa parecía una triunfante alfombra extendida a sus pies a modo de salutación, burlonamente.
 Walter ofreció a Maxwell su petaca casi vacía. Max se la llevó a la boca.
 - Sé un buen sitio para ese tipo de Princeton - dijo, secándose los labios.
 - ¿Cuál?
 - La morgue - dijo Max
 - ¿Vas a bailar? - preguntó Walter.
 - ¡Qué diablos! Vamos al guardarropa. Seguro que hay una partida de dados. En efecto, la había. Sobre el corro arrodillado de cabezas y hombros tensos vieron al joven de Princeton, Jornstadt, y a Hap White, un jovenzuelo gordo con cara de querubín y ademanes serviles. Estaban bebiendo; se pasaban de mano en mano un ancho vaso en el que un negro servía whisky de maíz de una botella de Coca-Cola. Hap saludó con la mano.
 - Eh, hola, chico - dijo, dirigiéndose a Max -. ¿Pequeños problemas familiares?
 - No - dijo Maxwell con tono tranquilo -. Dame un trago.
 Max y Walter seguían la partida de dados. Hap y Jornstadt salieron del guardarropa; la música estridente se dejó oír brevemente a través de la puerta abierta. Un rumor de monótonas voces se alzaba del corro arrodillado.
 - ¡Once! Va medio dólar.
 - ¡Vale! ¡Dos ases! ¿Un dólar ahora?
 - ¡Venga, Pequeño Joe!
 - ¡Noventa días en el calabozo! ¡Sea!
 La botella circulaba de mano en mano. La puerta empezó a abrirse y a cerrarse una y otra vez. El guardarropa se llenó de gente, se nubló con el humo de los cigarros. La música había cesado.
 De pronto estalló la algarada: el quejido ascendente de una sirena de bomberos, los estridentes pitidos de las desmotadoras de algodón diseminadas por los campos, el estampido de pistolas y rifles y las detonaciones más sordas de las escopetas. Las chicas, en el mirador, gritaban y reían entrecortado y nerviosamente.
 - ¡Feliz Año Nuevo! - dijo Walter con malicia, Max lo miró con hosquedad, se quitó el abrigo y se desabrochó el cuello.
 - ¡Dejadme entrar en la partida! - gruñó.
 Un joven alto y primorosamente peinado acababa de entrar calmosamente por la puerta. Llevaba del brazo a una muchachita grácil de pelo Color de miel.
 Para las tres de la madrugada Maxwell había ganado ciento cuarenta dólares y había hecho saltar la partida. Uno a uno los jugadores se habían ido levantando, entumecidos, como si acabaran de abandonar el sueño. La música continuaba al lado, pero el guardarropa se llenó de mangas alzadas de abrigos. Los jóvenes se ajustaban la corbata, se alisaban el ya liso charol del pelo.
 - ¿Se acabó? - preguntó Maxwell.
 - Casi, maldita sea - gruñó Walter.
 El gordo Hap White entró sigilosamente por la puerta. A su espalda venía Jornstadt, congestionado y vacilante.
 - Ese tipo de Princeton sí que bebe de lo lindo - gruñó una voz detrás de Max -. Todavía le queda una botella de cuarto de primera.
 Hap White se abrió paso hasta ponerse al lado de Maxwell, y habló en voz baja.
 - Esa licencia que conseguiste, Max - dijo, vacilante.
 Maxwell le dirigió una mirada fría.
 - ¿Qué licencia?
 Hap se pasó un pañuelo por la frente.
 - Ya sabes, esa licencia de matrimonio para ti y para Doris. Quere... queremos comprártela. Como no vas a necesitarla...
 - No la vendo. Y aunque la consiguierais no os iba a servir de nada. Los nombres están ya escritos.
 - Lo podemos arreglar - dijo Hap, zalamero -. Es fácil, Max. Johns... Jornstadt. ¿Comprende? Sobre el papel son muy parecidos, y nadie va a esperar que un burócrata del condado escriba tan claro como para que se le entienda. ¿Comprendes?
 - Sí, entiendo - dijo Maxwell tranquila, muy tranquilamente.
 - Doris está de acuerdo - le urgió Hap -. Mira, aquí está la nota donde lo pone.
 Max leyó los garabatos sin firma de la escritura infantil de Doris: «¡Déjame en paz, viejo bígamo!» Frunció el ceño torvamente.
 - ¿Qué dices, Max? - insistió Hap.
 Maxwell apretó las delgadas mandíbulas hoscamente.
 - No, no la vendo; pero se la apuesto a Jornstadt: la licencia contra su botella.
 - Oh, vamos, Max - protestó Hap -. Jornstadt no juega a los dados. Es del norte. No sabe ni cómo se manejan.
 - A tres tiradas. Los dados más altos - dijo Max -. O lo tomas o lo dejas.
 Hap se acercó a pasitos rápidos a Jornstadt; susurró unas cuantas palabras. El joven de Princeton protestó; luego se pusieron de acuerdo.
 - De acuerdo - dijo Hap -. Aquí está la botella. Pon la licencia en el suelo, junto a ella.
 - ¿Dónde están los dados? - preguntó Maxwell -. ¿Quién tiene unos dados? Peter, dame los tuyos.
 El negro puso los ojos en blanco. - Mis dados... no son..., no...
 - ¡Cállate y dámelos! - dijo, furioso, Maxwell -. No te los vamos a estropear. ¡Venga!
 Peter sacó los dados del bolsillo.
 - Mira. Déjame que te enseñe, Jornstadt - dijo Hap White.
 Jornstadt cogió los dados torpemente. Los dejó caer en el suelo. Un cinco y un cuatro.
 - ¡Nueve! - rió entre dientes Hap -. ¡Una buena tirada!
 Muy buena. Max consiguió únicamente un tres y un cuatro: siete. La primera tirada se la adjudicó Jornstadt.
 Max ganó la siguiente: nueve contra cinco. Recogió y agitó los dados.
 - ¿Sigo tirando yo? - le preguntó a Jornstadt.
 El joven de Princeton miró inquisitivamente a Hap White.
 - Bien, de acuerdo - dijo Hap -. Déjale que tire el primero.
 ¡Clic, Clic, click! Los dados cayeron de la mano de Maxwell, rodaron una y otra vez y al fin quedaron inertes.
 - ¡Hurraaaa! - vitoreó Walter Mitchell sin alzar la voz -. ¡Dos cincos! ¡Insuperable!
 - ¿Merece la pena que tire? - preguntó Jornstadt.
 - Claro; inténtalo - dijo Hap, sombrío -. Pero tienes menos posibilidades que una hembra en un club estudiantil de machos. Jornstadt agitó torpemente los dados con una y otra mano. Y los dejó caer. Apareció un cinco. El otro cubo giró vertiginosamente sobre sí mismo en una esquina por espacio de un sobrecogedor instante y al fin descansó sobre uno de sus lados. Maxwell se quedó mirando los seis puntos negros, que parpadeaban ante él como diablos de ojos moteados.
 - ¡Uaaa! ¡Fantástico! - gritó Hap White -. ¡Un natural! 1 Jornstadt recogió los dados y miró inquisitivamente en torno.
 - ¿Gano yo? - preguntó.
 - Sí, tú ganas - replicó Maxwell sin alterarse. Empezó a ajustarse el cuello. Jornstadt le alargó los dados a Peter, el negro de ojos saltones.
 - Gracias  - le dijo. Y salió parsimoniosamente del guardarropa en compañía del jubilo- so Hap White, con la licencia y la botella en el bolsillo.
 Había un completo silencio en el recinto cuando Maxwell se acercó al espejo y empezó a arreglarse la corbata. Uno a uno, los jóvenes iban saliendo. Maxwell se quedó solo. Miró airadamente el espejo.
 En el pequeño servicio que había al otro lado del tabique, oyó cómo alguien hablaba consigo mismo en un susurro. Reconoció la voz de Peter.
 - ¡Dios! ¡Dios! - entonaba quejumbrosamente el negro -. ¡Sencillamente no podía sacar once con esos dados, porque no tienen seises! Son dados especiales. ¡No podía! ¡Pero lo ha hecho! ¡Me gustaría saber tirar los dados como él dice que no sabe!
 Maxwell miró el espejo; vio cómo sus labios palidecían lentamente. Se llevó la mano al bolsillo trasero del pantalón. El negro intenso y mate de una pistola automática le lanzó un destello desde el espejo. Vaciló; se guardó la pistola en el bolsillo.
 - ¡No quiero que me cuelguen! - susurró. Se quedó durante largo rato mirándose; la tersura de su frente se vio surcada de arrugas ante el esfuerzo inusual del intenso pensamiento.
 Peter seguía ocioso en el servicio.
 Maxwell pasó a grandes zancadas al otro lado del tabique. Agarró al negro por el brazo.
 - Pete, quiero que me consigas una cosa, y rápido – gruñó -. Escucha...
 - Pero, ¡señor Max, eso es brebaje de negros! - protestó el negro -. ¡No es una bebida para caballeros blancos! Está bien. ¡Ya voy! ¡Ya voy!
 Volvió al cabo de cinco minutos con un frasco lleno de un líquido parecido al agua. Maxwell lo cogió y se lo metió en el bolsillo del abrigo. Instantes después entró Walter Mitchell con Jornstadt y Hap White. Traían la botella de Jornstadt.

1. Amén de jugada ganadora al obtener, como se había estipulado, la suma más alta (11 frente a 10), el 11 en primera tirada suele considerarse ganador y se denomina natural. (N. de T.)

 Maxwell sacó el frasco, desenroscó la tapa y lo levantó.
 - Esta es bebida de hombres – dijo -. ¡No es agua coloreada como eso!
 Jornstadt rió burlonamente.
 - No conozco nada que yo no pueda beber – declaró -. ¡Dame un trago!
 - Será mejor que lo dejes - le advirtió Maxwell -. Te aseguro que es para hombres.
 Jornstadt se congestionó vivamente.
 - ¡Dame ese frasco! Max se lo tendió. Hap White alcanzó a oler el contenido y se quedó boquiabierto.
 - ¡Pero si es el licor de los negros! - dijo con un chillido -. Jornstadt, tú no...
 El codo de Maxwell le alcanzó con rabia en la garganta. Jornstadt, con el frasco ya levantado, no advirtió el golpe. Hap graznó, tragó aire y se quedó inmóvil, temblando ligeramente bajo la torva mirada de Maxwell. Jornstadt respiraba con dificultad.
 - Lo que me figuraba - dijo Max mientras asentía con la cabeza -. ¡No es capaz de tomárselo!
 - ¿Quién diablos dice que no soy capaz? - gruñó Jornstadt, y el frasco, volvió a alzarse. La orquesta interpretaba Buenas noches, novia mía cuando salieron del guardarropa. Jornstadt, con los ojos ligeramente vidriosos, se apoyaba en el brazo de Hap White. Maxwell iba detrás de ellos con una leve sonrisa en los labios. Aún conservaba la sonrisa cuando vio a Jornstadt avanzando tambaleante hacia el coche de Hap White; rodeaba a Doris con el brazo.
 - Vamos hacia Marley - le oyó decir a Hap White. Lucille, ya en el coche, reía nerviosamente.
 - ¡Sígueles! - gruñó Maxwell a Walter Mitchell. Marley estaba a veintidós millas, Allí había un juez de paz.
 Jornstadt estaba hundido blandamente, con la cabeza sobre el pecho.
 La pechera de la camisa, antes impecable, estaba abierta. El cuello se le había encaramado sobre las orejas. Doris y Lucille lo sujetaban mientras el coche avanzaba dando bandazos. Doris lloriqueaba:
 - No quiero casarme con nadie. Quiero irme a casa. ¡Viejo bígamo borracho!
 - ¡Tienes que ir hasta el final! - dijo Lucille -. Vuestros nombres ya están en el papel. Si no lo haces, será una falsificación.
 - ¡Pero si dice Maxwell Jornstadt! - gimió Doris -. ¡Estaré casada con los dos! ¡Será bigamia!
 - La bigamia no es tan grave como la falsificación. ¡Nos meteremos todos en un lío!
 - ¡No quiero!
 El coche se  detuvo bruscamente frente a un furgón que parecía extraviado de su vía férrea. Habían abierto en él ventanas, y sobre la puerta podía leerse un letrero que rezaba: «Juez de paz»
 - ¡No quiero casarme en un furgón! - gimoteó Doris.
 - Es como una iglesia - le urgió Lucille -. Sólo que no hay órganos. Un juez de paz no es un doctor en Teología, así que no puede casarte en una iglesia.
 La puerta del furgón se abrió y apareció un hombre panzudo y de edad algo avanzada con una linterna. Miró hacia el exterior; del pantalón, dentro del cual había arrebujado su camisa de dormir, le colgaban los tirantes.
 ¡Entrad! ¡Entrad! - refunfuñó.
 Walter Mitchell hizo avanzar el coche. Maxwell se apeó y se acercó al coche de Hap.
 Hap manoseaba a Jornstadt tratando de que se levantara.
 - Déjale en paz - gruñó Maxwell -. Coge la licencia y dámela a mí. Daré la cara por él.
 - ¡No quiero! - gimoteó Doris.
 Entraron en el furgón. El juez de paz estaba de pie con un gran libro en la mano. La luz de una lámpara de aceite daba un tinte amarillo a sus caras macilentas. El juez de paz miró a Doris.
 - ¿Qué edad tienes, hermana? - preguntó.
 Doris, con la mirada fija, carecía por completo de expresión. Lucille se apresuró a hablar.
 - Tiene dieciocho años.
 - Pues parece que tiene unos catorce y que debería estar acostada en casa - gruñó el juez de paz.
 - Ha estado cuidando a un amigo enfermo - dijo Lucille.
 El juez de paz miró la licencia. Lucille contuvo la respiración.
 - Estos nombres... - empezó el juez. Lucille encontró de nuevo las palabras.
 - Doris Houston y Maxwell Jornstadt - dijo.
 - ¡Santo Dios, ni siquiera saben sus propios nombres! - exclamó el juez de paz -. Este parece que...
 Algo se pegó de pronto contra la palma de su mano. Maxwell estaba de pie junto a él, muy cerca. Lo que acababa de acurrucarse contra la mano del juez de paz eran los ciento cuarenta dólares que Max había ganado en la partida de dados. Las manos del juez de paz se cerraron sobre el fajo de billetes como las garras de un gato sobre un ratón. Abrió el libro.
 - Vamos - dijo Max a Doris al cabo de tres minutos -. De ahora en adelante me vas a obedecer ..., ¡señora Johns!
 Lucille gimió. Hap White lloriqueo. Jornstadt roncaba sonoramente dentro del coche,
 - ¡Oh! - dijo Doris.
 La luz fría del amanecer de enero empezaba a despuntar cuando llegaron a la grande y ostentosa casa de los Houston. Frente a la puerta principal había un automóvil.
 - ¡Es el Chrysler del doctor Carberry! - exclamó Maxwell -: ¿Crees que alguien ... ?
 Doris se apeó del coche aún en marcha y echó a correr.
 - ¡Si ha pasado algo será por tu culpa! - gimió débilmente por encima del hombro -. Vete de aquí, viejo bígamo.
 Maxwell entró en la casa detrás de ella. Oyó decir al doctor Carberry:
 - Está ya bien, señora Houston. Se la saqué; pero se ha salvado por los pelos.
 Doris hablaba a su madre a gritos.
 - ¡Mamá! ¡Estoy casada, mamá! ¡Mamá! ¡Estoy casada!
 - ¡Casada! - gritó la señora Houston -. ¡Dios mío, como si no hubiéramos tenido ya esta noche suficiente! ¡Casada! ¿Quién... Entonces vio a Maxwell.
 - ¡Tú! - gritó, yendo hacia él y agitando sus rechonchas manos. Los brillantes de sus dedos lanzaban cegadores destellos contra los ojos de Max -. ¡Tú fuera de aquí! ¡Fuera te digo! ¡Fuera!
 - Estamos casa... - empezó Max -. Le comunico que...
 La señora Houston lo empujó hacia el recibidor, le espetó un «¡Fuera!» final y se internó de nuevo en el salón. La imponente forma de la criada negra surgió de pronto ante Max. Max retrocedió unos pasos.
 - La puerta principal está abierta - dijo la negra, cortante.
 - ¿De qué está hablando? - inquirió Max -. Le digo que estamos casados de verdad. Hemos...
 - ¿Es que no ha armado ya suficiente jaleo aquí esta noche? - dijo la negra -. Váyase. Telefonee mañana si quiere.
 - ¿Telefonear? - farfulló Max -. Le digo que ella es mi... -¡Usted tiene la culpa de todo! - dijo la negra con mirada furibunda -. ¡Dejar la aguja clavada en la silla cuando cualquiera hubiera sabido que el niño iba a cogerla!
 La negra hizo avanzar sus rotundas formas. Max se encontró de pronto en el porche principal.
 - Aguja.... niño... - balbució atolondradamente -. ¿Qué-..., qué ... ?
 - ¡No es usted capaz de hacer nada como es debido! ¡El niño se la tragó!
 Y le cerró la puerta en las narices.
 Puso en marcha el coche y se alejó de la casa lentamente.
 - Telefonear.... maldita sea - dijo de pronto  -. Si Doris es mi...
 Pero no acabó de decirlo. Un coche apareció a su espalda y lo esquivó describiendo una amplia curva, Max no llegó a verlo. Estaba hurgando en su bolsillo. Consiguió al fin sacar un cigarrillo. Otro automóvil dio un violento viraje y logró sortear a Max en el último segundo.
 Y el conductor vio únicamente un coche grande que a las nueve de la mañana avanzaba con lentitud errática por el lado opuesto de la calzada: un joven de etiqueta iba al volante. bolsillo.
        
FIN.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.