- ¡Es que nunca va a estar lista!
Maxwell Johns
se miró en el espejo. Se vio a sí mismo encendiendo un cigarrillo y lanzando la
cerilla hacia atrás, por encima del hombro. La cerilla cayó sobre la chimenea y
brincó, aún encendida, hacia la alfombra.
- ¡Qué diablos
me importa si se quema todo este tugurio! - gruñó mientras a grandes zancadas
iba de un lado para otro del llamativo salón de los Houston. Volvió a mirarse
en el espejo: cuerpo delgado en traje de etiqueta, pelo negro y suave, cara
blanca y suave. Oía a Doris Houston y su madre, en la habitación de arriba,
gritarse mutuamente.
- ¡Oye cómo
chillan! – gruñó -. Parece una batalla campal en lugar de una chica poniéndose
sus trapos. ¡Oh, maldita sea! ¡Tienen la cabeza llena de borra, como el algodón
que cultivamos!
Una criada
negra entró en la estancia y se ocupó en menudencias durante unos instantes,
meneando el vasto trasero como un alto oleaje bajo aceite. Dirigió una mirada a
Maxwell, se fue hacia la puerta y salió del salón.
Los gritos,
arriba, culminaron un crescendo. Luego él oyó unos pies apresurados, rápidos y
vehementes; un tenue y alto estrépito, joven y evanescente.
Un chillido
final del piso superior pareció lanzar a Doris Houston dentro del salón, como
una pepita que salta al exprimir una naranja. Era delgada como una libélula,
con pelo de color de miel y piernas largas de chiquilla. Su pequeña cara eran
retazos de mortal blanco y rojo furioso.
Llevaba en el
brazo un abrigo de pieles y con la otra mano se sujetaba un hombro del vestido.
Del otro hombro, que se había deslizado y llevaba muy caído, pendía un tirante
suelto.
Doris se ajustó
el vestido y masculló algo entre sus labios rojos. Una aguja brilló entre sus
dientes blancos; el fino hilo ondeó en el aire al arrojar Doris el abrigo y
ofrecer la espalda a Maxwell.
- ¡Venga,
Inconsciente, cósemelo! - interpretó él sus palabras, sólo masculladas.
- ¡Santo Dios,
si te lo cosí anteanoche! - gruñó Maxwell -. Y te lo cosí en Nochebuena, y te
lo cosí...
- ¡Oh, cállate!
- dijo Doris -. ¡También participaste en arrancármelo! ¡Cóselo bien esta vez; y
que se quede cosido!
Cosió,
murmurando para sí mismo, con largas, furiosas puntadas, como cosería un chico
la funda de un balón de béisbol. Cortó el hilo, jugueteó con la aguja pasándola
de una mano a otra unos instantes, y luego la arrojó sin cuidado sobre la funda
del asiento de una silla.
Con movimiento
sinuoso Doris se encajó el tirante en su sitio y recogió el abrigo. Afuera
bramó un claxon.
- ¡Ahí están! -
dijo bruscamente -. ¡Vamos!
Volvieron a
sonar pisadas en las escaleras; como pedazos de masa a medio cocer que cayeran
de una mesa. Irrumpieron en el salón los rizos y los brillantes de la señora
Houston.
- ¡Doris! -
gritó -. ¿Adónde vas esta noche? ¡Maxwell, que no se te ocurra tener a Doris
hasta las tantas como en Nochebuena! ¡Me tiene sin cuidado que sea Nochevieja!
¿Me oyes? Doris, te vuelves a casa...
- ¡De acuerdo!
¡De acuerdo! - gritó Doris sin mirar atrás -. ¡Vámonos, Inconsciente!
- ¡Adentro! -
rugió Walter Mitchell, que conducía el coche -. ¡Sube atrás, Doris, maldita
sea! ¡Lucille, quítame de encima las piernas! ¿Cómo diablos quieres que
conduzca?
Cuando el coche
avanzaba a gran velocidad por una carretera periférica de la ciudad, otro
automóvil en el que también viajaban dos parejas se incorporó a ella desde una
vía lateral. Los conductores hicieron sonar repetidamente el claxon a modo de
saludo. Ambos giraron, uno al lado del otro, y tomaron la carretera recta que
conducía al Country Club. Avanzaron a la carrera, rugiendo, zarandeándose -
sesenta, setenta, setenta y cinco -, las ruedas juntas cubo con cubo, las
exteriores en los bordes de la carretera. Tras los volantes, con mirada
furiosa, dos caras casi idénticas; rasuradas, jóvenes, ceñudas.
Allá adelante,
a lo lejos, brillaban las puertas blancas del Country Club.
- ¡Reduce la
marcha! - gritó Doris.
- ¿Que reduzca?
¡Qué diablos dices! - gruñó Mitchell, con el pie y el acelerador pegados al
suelo.
El otro coche
se puso en cabeza; bocinazos burlones, alaridos en una jerigonza
incomprensible. Mitchell maldijo en un susurro.
¡Chi-i-i-rridos!
El coche que iba en cabeza tomó la curva sobre dos
ruedas, brincó, se zarandeó, se inclinó violentamente hacia un costado y enfiló
por la avenida de acceso a gran velocidad. Mitchell soltó bruscamente el
acelerador y el coche continué rodando por la carretera oscura. A una milla del
Country Club detuvo el coche, cerró el contacto y apagó las luces y sacó una
petaca del bolsillo.
- ¡Tomemos un
trago! - gruñó, ofreciendo la petaca.
- No quiero
pararme aquí - dijo Doris -. Quiero ir al club
- ¿No quieres
un trago? - preguntó Mitchell.
- No, tampoco
quiero un trago. Quiero ir al club.
- No le hagas
caso - dijo Maxwell -. Si aparece alguien, le enseño la licencia.
Un mes antes,
poco después de que Maxwell fuera expulsado de Sewanee, Mitchell había
desafiado a Maxwell y a Doris a que contrajeran matrimonio. Maxwell había
pedido prestados dos dólares al portero negro de la Lonja del Algodón, donde
Max «trabajaba» en la oficina de su padre, y habían recorrido cien millas para
comprar una licencia. Luego Doris se había echado atrás. Maxwell seguía
llevando la licencia en el bolsillo, algo manchada ya por el roce y la humedad.
Lucille se echó
a reír a carcajadas.
- ¡Max, compórtate! - gritó Doris -. ¡Aparta esas manos!
- Eh, dame la
licencia - dijo Walter -. La pondré en el radiador. Así no tendrán ni que bajar
del coche para verla.
- ¡No, no lo
hagas! - gritó Doris.
- ¿Qué tienes
tú que ver en esto? - dijo Walter -. Fue Max quien pagó dos dólares por ella,
no tú.
- ¡Me da igual! ¡Lleva mi nombre escrito!
- Devuélveme
los dos dólares y puedes quedarte con ella - dijo Maxwell.
- No tengo dos
dólares. ¡Da la vuelta y llévame al club, Walter Mitchell!
- Yo te daré
esos dos dólares por ella, Max - dijo Walter.
- De acuerdo -
aceptó Maxwell, metiéndose la mano en el abrigo. Doris se echó sobre él.
- ¡No lo hagas!
- gritó -. ¡Se lo voy a contar a papá!
- ¿Qué te
importa? - protestó Walter -. Voy a borrar vuestros nombres para poner el de
Lucille y el mío. ¡Puede que la necesitemos!
- ¡Me tiene sin
cuidado! El mío seguirá ahí y será bigamia.
- Querrás decir
incesto, querida - dijo Lucille.
- ¡No me
importa lo que sea! ¡Me voy al club!
- ¿Sí? - dijo
Walter -. Diles que iremos dentro de un rato.
Le tendió la
petaca a Maxwell.
Doris abrió la
portezuela de golpe y saltó afuera.
- ¡Eh, espera!
- gritó Walter -. Yo no...
Oyeron los
tacones altos de Doris golpeando el duro asfalto.
Walter dio la
vuelta con el coche.
- Será mejor
que te bajes y vayas con ella - le dijo a Maxwell -. Saliste de casa con ella.
Llévala al club. No está lejos; apenas es una milla.
- ¡Mira por
dónde vas! - gritó Maxwell -. ¡Viene un coche ahí detrás!
Walter se hizo
a un lado y encendió los faros al pasar el otro coche.
- ¡Es Hap
White! - gritó Lucille, alargando el cuello -. Va con ese chico de Princeton,
con Jornstadt, ese tan guapo por el que todas están locas. Es de Minnesota y
está de visita en casa de su tía.
El otro coche
se detuvo junto a Doris. Se abrió la puerta. Doris subió.
- ¡Vaya víbora!
- chilló Lucille -. Apuesto a que sabía que Jornstadt iba en el coche. Apuesto
a que se citó con Hap White, que quedó en que la recogería.
Walter rió
entre dientes maliciosamente.
- Ahí va mi chica...
- tarareó.
Maxwell maldijo
con furia en un susurro.
En el otro
coche, antes de que subiera Doris, iban cinco. Doris se sentó en las rodillas
de Jornstadt. Él sintió la calidez y la suavidad turgente de las piernas de
ella. La sostenía con firmeza, atrayendo hacia sí su espalda. Doris hizo un
ligero movimiento sinuoso y el brazo de él se puso tenso.
Jornstadt
aspiró profundamente el aire cargado con el perfume del pelo color de miel.
Apretó el brazo aún más. Instantes después el coche de Mitchell bramó a un lado
y los adelantó.
Ocultos entre
dos coches aparcados, Walter y Maxwell vieron entrar en el club a los seis
ocupantes del coche de Hap White. El grupo [dejó atrás] a las chicas que
rodeaban como abejas al joven alto de Princeton, cuya cabeza primorosamente
peinada sobresalía por encima de todas las demás. La música ruidosa parecía una
triunfante alfombra extendida a sus pies a modo de salutación, burlonamente.
Walter ofreció
a Maxwell su petaca casi vacía. Max se la llevó a la boca.
- Sé un buen
sitio para ese tipo de Princeton - dijo, secándose los labios.
- ¿Cuál?
- La morgue -
dijo Max
- ¿Vas a
bailar? - preguntó Walter.
- ¡Qué diablos!
Vamos al guardarropa. Seguro que hay una partida de dados. En efecto, la había.
Sobre el corro arrodillado de cabezas y hombros tensos vieron al joven de
Princeton, Jornstadt, y a Hap White, un jovenzuelo gordo con cara de querubín y
ademanes serviles. Estaban bebiendo; se pasaban de mano en mano un ancho vaso
en el que un negro servía whisky de maíz de una botella de Coca-Cola. Hap
saludó con la mano.
- Eh, hola,
chico - dijo, dirigiéndose a Max -. ¿Pequeños problemas familiares?
- No - dijo
Maxwell con tono tranquilo -. Dame un trago.
Max y Walter
seguían la partida de dados. Hap y Jornstadt salieron del guardarropa; la
música estridente se dejó oír brevemente a través de la puerta abierta. Un
rumor de monótonas voces se alzaba del corro arrodillado.
- ¡Once! Va
medio dólar.
- ¡Vale! ¡Dos
ases! ¿Un dólar ahora?
- ¡Venga,
Pequeño Joe!
- ¡Noventa días
en el calabozo! ¡Sea!
La botella
circulaba de mano en mano. La puerta empezó a abrirse y a cerrarse una y otra
vez. El guardarropa se llenó de gente, se nubló con el humo de los cigarros. La
música había cesado.
De pronto
estalló la algarada: el quejido ascendente de una sirena de bomberos, los
estridentes pitidos de las desmotadoras de algodón diseminadas por los campos,
el estampido de pistolas y rifles y las detonaciones más sordas de las
escopetas. Las chicas, en el mirador, gritaban y reían entrecortado y
nerviosamente.
- ¡Feliz Año
Nuevo! - dijo Walter con malicia, Max lo miró con hosquedad, se quitó el abrigo
y se desabrochó el cuello.
- ¡Dejadme
entrar en la partida! - gruñó.
Un joven alto y
primorosamente peinado acababa de entrar calmosamente por la puerta. Llevaba
del brazo a una muchachita grácil de pelo Color de miel.
Para las tres
de la madrugada Maxwell había ganado ciento cuarenta dólares y había hecho
saltar la partida. Uno a uno los jugadores se habían ido levantando,
entumecidos, como si acabaran de abandonar el sueño. La música continuaba al
lado, pero el guardarropa se llenó de mangas alzadas de abrigos. Los jóvenes se
ajustaban la corbata, se alisaban el ya liso charol del pelo.
- ¿Se acabó? -
preguntó Maxwell.
- Casi, maldita
sea - gruñó Walter.
El gordo Hap
White entró sigilosamente por la puerta. A su espalda venía Jornstadt,
congestionado y vacilante.
- Ese tipo de
Princeton sí que bebe de lo lindo - gruñó una voz detrás de Max -. Todavía le
queda una botella de cuarto de primera.
Hap White se
abrió paso hasta ponerse al lado de Maxwell, y habló en voz baja.
- Esa licencia
que conseguiste, Max - dijo, vacilante.
Maxwell le
dirigió una mirada fría.
- ¿Qué
licencia?
Hap se pasó un
pañuelo por la frente.
- Ya sabes, esa
licencia de matrimonio para ti y para Doris. Quere... queremos comprártela. Como no vas a necesitarla...
- No la vendo.
Y aunque la consiguierais no os iba a servir de nada. Los nombres están ya
escritos.
- Lo podemos
arreglar - dijo Hap, zalamero -. Es fácil, Max. Johns... Jornstadt. ¿Comprende? Sobre el papel son muy parecidos, y nadie va a esperar
que un burócrata del condado escriba tan claro como para que se le entienda.
¿Comprendes?
- Sí, entiendo
- dijo Maxwell tranquila, muy tranquilamente.
- Doris está de
acuerdo - le urgió Hap -. Mira, aquí está la nota donde lo pone.
Max leyó los
garabatos sin firma de la escritura infantil de Doris: «¡Déjame en paz, viejo
bígamo!» Frunció el ceño torvamente.
- ¿Qué dices,
Max? - insistió Hap.
Maxwell apretó
las delgadas mandíbulas hoscamente.
- No, no la
vendo; pero se la apuesto a Jornstadt: la licencia contra su botella.
- Oh, vamos,
Max - protestó Hap -. Jornstadt no juega a los dados. Es del norte. No sabe ni
cómo se manejan.
- A tres
tiradas. Los dados más altos - dijo Max -. O lo tomas o lo dejas.
Hap se acercó a
pasitos rápidos a Jornstadt; susurró unas cuantas palabras. El joven de
Princeton protestó; luego se pusieron de acuerdo.
- De acuerdo -
dijo Hap -. Aquí está la botella. Pon la licencia en el suelo, junto a ella.
- ¿Dónde están
los dados? - preguntó Maxwell -. ¿Quién tiene unos dados? Peter, dame los
tuyos.
El negro puso
los ojos en blanco. - Mis dados... no son..., no...
- ¡Cállate y
dámelos! - dijo, furioso, Maxwell -. No te los vamos a estropear. ¡Venga!
Peter sacó los
dados del bolsillo.
- Mira. Déjame
que te enseñe, Jornstadt - dijo Hap White.
Jornstadt cogió
los dados torpemente. Los dejó caer en el suelo. Un cinco y un cuatro.
- ¡Nueve! - rió
entre dientes Hap -. ¡Una buena tirada!
Muy buena. Max
consiguió únicamente un tres y un cuatro: siete. La primera tirada se la
adjudicó Jornstadt.
Max ganó la
siguiente: nueve contra cinco. Recogió y agitó los dados.
- ¿Sigo tirando
yo? - le preguntó a Jornstadt.
El joven de
Princeton miró inquisitivamente a Hap White.
- Bien, de
acuerdo - dijo Hap -. Déjale que tire el primero.
¡Clic, Clic, click! Los dados cayeron de la mano de Maxwell, rodaron una y
otra vez y al fin quedaron inertes.
- ¡Hurraaaa! -
vitoreó Walter Mitchell sin alzar la voz -. ¡Dos cincos! ¡Insuperable!
- ¿Merece la
pena que tire? - preguntó Jornstadt.
- Claro;
inténtalo - dijo Hap, sombrío -. Pero tienes menos posibilidades que una hembra
en un club estudiantil de machos. Jornstadt agitó torpemente los dados con una
y otra mano. Y los dejó caer. Apareció un cinco. El otro cubo giró
vertiginosamente sobre sí mismo en una esquina por espacio de un sobrecogedor
instante y al fin descansó sobre uno de sus lados. Maxwell se quedó mirando los
seis puntos negros, que parpadeaban ante él como diablos de ojos moteados.
- ¡Uaaa!
¡Fantástico! - gritó Hap White -. ¡Un natural! 1 Jornstadt recogió los dados y
miró inquisitivamente en torno.
- ¿Gano yo? -
preguntó.
- Sí, tú ganas
- replicó Maxwell sin alterarse. Empezó a ajustarse el cuello. Jornstadt le
alargó los dados a Peter, el negro de ojos saltones.
- Gracias - le dijo. Y salió parsimoniosamente del
guardarropa en compañía del jubilo- so Hap White, con la licencia y la botella
en el bolsillo.
Había un
completo silencio en el recinto cuando Maxwell se acercó al espejo y empezó a
arreglarse la corbata. Uno a uno, los jóvenes iban saliendo. Maxwell se quedó
solo. Miró airadamente el espejo.
En el pequeño
servicio que había al otro lado del tabique, oyó cómo alguien hablaba consigo
mismo en un susurro. Reconoció la voz de Peter.
- ¡Dios! ¡Dios!
- entonaba quejumbrosamente el negro -. ¡Sencillamente no podía sacar once con
esos dados, porque no tienen seises! Son dados especiales. ¡No podía! ¡Pero lo
ha hecho! ¡Me gustaría saber tirar los dados como él dice que no sabe!
Maxwell miró el
espejo; vio cómo sus labios palidecían lentamente. Se llevó la mano al bolsillo
trasero del pantalón. El negro intenso y mate de una pistola automática le
lanzó un destello desde el espejo. Vaciló; se guardó la pistola en el bolsillo.
- ¡No quiero
que me cuelguen! - susurró. Se quedó durante largo rato mirándose; la tersura
de su frente se vio surcada de arrugas ante el esfuerzo inusual del intenso
pensamiento.
Peter seguía
ocioso en el servicio.
Maxwell pasó a
grandes zancadas al otro lado del tabique. Agarró al negro por el brazo.
- Pete, quiero
que me consigas una cosa, y rápido – gruñó -. Escucha...
- Pero, ¡señor
Max, eso es brebaje de negros! - protestó el negro -. ¡No es una bebida para
caballeros blancos! Está bien. ¡Ya voy! ¡Ya voy!
Volvió al cabo
de cinco minutos con un frasco lleno de un líquido parecido al agua. Maxwell lo
cogió y se lo metió en el bolsillo del abrigo. Instantes después entró Walter
Mitchell con Jornstadt y Hap White. Traían la botella de Jornstadt.
1. Amén de jugada ganadora al obtener, como se había
estipulado, la suma más alta (11 frente a 10), el 11 en primera tirada suele
considerarse ganador y se denomina natural. (N. de T.)
Maxwell sacó el
frasco, desenroscó la tapa y lo levantó.
- Esta es
bebida de hombres – dijo -. ¡No es agua coloreada como eso!
Jornstadt rió
burlonamente.
- No conozco
nada que yo no pueda beber – declaró -. ¡Dame un trago!
- Será mejor
que lo dejes - le advirtió Maxwell -. Te aseguro que es para hombres.
Jornstadt se congestionó vivamente.
- ¡Dame ese frasco! Max se lo tendió. Hap White alcanzó
a oler el contenido y se quedó boquiabierto.
- ¡Pero si es
el licor de los negros! - dijo con un chillido -. Jornstadt, tú no...
El codo de Maxwell le alcanzó con rabia en la
garganta. Jornstadt, con el frasco ya levantado, no advirtió el golpe. Hap
graznó, tragó aire y se quedó inmóvil, temblando ligeramente bajo la torva
mirada de Maxwell. Jornstadt respiraba con dificultad.
- Lo que me
figuraba - dijo Max mientras asentía con la cabeza -. ¡No es capaz de
tomárselo!
- ¿Quién
diablos dice que no soy capaz? - gruñó Jornstadt, y el frasco, volvió a
alzarse. La orquesta interpretaba Buenas noches, novia mía cuando
salieron del guardarropa. Jornstadt, con los ojos ligeramente vidriosos, se
apoyaba en el brazo de Hap White. Maxwell iba detrás de ellos con una leve
sonrisa en los labios. Aún conservaba la sonrisa cuando vio a Jornstadt
avanzando tambaleante hacia el coche de Hap White; rodeaba a Doris con el
brazo.
- Vamos hacia
Marley - le oyó decir a Hap White. Lucille, ya en el coche, reía nerviosamente.
- ¡Sígueles! - gruñó Maxwell a Walter Mitchell. Marley estaba a veintidós millas, Allí había un juez
de paz.
Jornstadt
estaba hundido blandamente, con la cabeza sobre el pecho.
La pechera de
la camisa, antes impecable, estaba abierta. El cuello se le había encaramado
sobre las orejas. Doris y Lucille lo sujetaban mientras el coche avanzaba dando
bandazos. Doris lloriqueaba:
- No quiero
casarme con nadie. Quiero irme a casa. ¡Viejo bígamo borracho!
- ¡Tienes que
ir hasta el final! - dijo Lucille -. Vuestros nombres ya están en el papel. Si
no lo haces, será una falsificación.
- ¡Pero si dice
Maxwell Jornstadt! - gimió Doris -. ¡Estaré casada con los dos! ¡Será bigamia!
- La bigamia no
es tan grave como la falsificación. ¡Nos meteremos todos en un lío!
- ¡No quiero!
El coche
se detuvo bruscamente frente a un furgón
que parecía extraviado de su vía férrea. Habían abierto en él ventanas, y sobre
la puerta podía leerse un letrero que rezaba: «Juez de paz»
- ¡No quiero
casarme en un furgón! - gimoteó Doris.
- Es como una
iglesia - le urgió Lucille -. Sólo que no hay órganos. Un juez de paz no es un
doctor en Teología, así que no puede casarte en una iglesia.
La puerta del
furgón se abrió y apareció un hombre panzudo y de edad algo avanzada con una
linterna. Miró hacia el exterior; del pantalón, dentro del cual había
arrebujado su camisa de dormir, le colgaban los tirantes.
¡Entrad!
¡Entrad! - refunfuñó.
Walter Mitchell
hizo avanzar el coche. Maxwell se apeó y se acercó al coche de Hap.
Hap manoseaba a
Jornstadt tratando de que se levantara.
- Déjale en paz
- gruñó Maxwell -. Coge la licencia y dámela a mí. Daré la cara por él.
- ¡No quiero! -
gimoteó Doris.
Entraron en el
furgón. El juez de paz estaba de pie con un gran libro en la mano. La luz de
una lámpara de aceite daba un tinte amarillo a sus caras macilentas. El juez de
paz miró a Doris.
- ¿Qué edad
tienes, hermana? - preguntó.
Doris, con la
mirada fija, carecía por completo de expresión. Lucille se apresuró a hablar.
- Tiene
dieciocho años.
- Pues parece
que tiene unos catorce y que debería estar acostada en casa - gruñó el juez de
paz.
- Ha estado
cuidando a un amigo enfermo - dijo Lucille.
El juez de paz
miró la licencia. Lucille contuvo la respiración.
- Estos nombres...
- empezó el juez. Lucille encontró de nuevo las palabras.
- Doris Houston
y Maxwell Jornstadt - dijo.
- ¡Santo Dios,
ni siquiera saben sus propios nombres! - exclamó el juez de paz -. Este parece
que...
Algo se pegó de
pronto contra la palma de su mano. Maxwell estaba de pie junto a él, muy cerca.
Lo que acababa de acurrucarse contra la mano del juez de paz eran los ciento
cuarenta dólares que Max había ganado en la partida de dados. Las manos del
juez de paz se cerraron sobre el fajo de billetes como las garras de un gato
sobre un ratón. Abrió el libro.
- Vamos - dijo
Max a Doris al cabo de tres minutos -. De ahora en adelante me vas a obedecer
..., ¡señora Johns!
Lucille gimió.
Hap White lloriqueo. Jornstadt roncaba sonoramente dentro del coche,
- ¡Oh! -
dijo Doris.
La luz fría del
amanecer de enero empezaba a despuntar cuando llegaron a la grande y ostentosa
casa de los Houston. Frente a la puerta principal había un automóvil.
- ¡Es el
Chrysler del doctor Carberry! - exclamó Maxwell -: ¿Crees que alguien ... ?
Doris se apeó
del coche aún en marcha y echó a correr.
- ¡Si ha pasado
algo será por tu culpa! - gimió débilmente por encima del hombro -. Vete de
aquí, viejo bígamo.
Maxwell entró
en la casa detrás de ella. Oyó decir al doctor Carberry:
- Está ya bien,
señora Houston. Se la saqué; pero se ha salvado por los pelos.
Doris hablaba a
su madre a gritos.
- ¡Mamá! ¡Estoy
casada, mamá! ¡Mamá! ¡Estoy casada!
- ¡Casada! -
gritó la señora Houston -. ¡Dios mío, como si no hubiéramos tenido ya esta
noche suficiente! ¡Casada! ¿Quién... Entonces vio a Maxwell.
- ¡Tú! - gritó,
yendo hacia él y agitando sus rechonchas manos. Los brillantes de sus dedos
lanzaban cegadores destellos contra los ojos de Max -. ¡Tú fuera de aquí!
¡Fuera te digo! ¡Fuera!
- Estamos
casa... - empezó Max -. Le comunico que...
La señora
Houston lo empujó hacia el recibidor, le espetó un «¡Fuera!» final y se internó
de nuevo en el salón. La imponente forma de la criada negra surgió de pronto
ante Max. Max retrocedió unos pasos.
- La puerta
principal está abierta - dijo la negra, cortante.
- ¿De qué está
hablando? - inquirió Max -. Le digo que estamos casados de verdad. Hemos...
- ¿Es que no ha
armado ya suficiente jaleo aquí esta noche? - dijo la negra -. Váyase. Telefonee
mañana si quiere.
- ¿Telefonear?
- farfulló Max -. Le digo que ella es mi... -¡Usted tiene la culpa de todo! -
dijo la negra con mirada furibunda -. ¡Dejar la aguja clavada en la silla
cuando cualquiera hubiera sabido que el niño iba a cogerla!
La negra hizo
avanzar sus rotundas formas. Max se encontró de pronto en el porche principal.
- Aguja....
niño... - balbució atolondradamente -. ¿Qué-..., qué ... ?
- ¡No es usted
capaz de hacer nada como es debido! ¡El niño se la tragó!
Y le cerró la puerta
en las narices.
Puso en marcha
el coche y se alejó de la casa lentamente.
-
Telefonear.... maldita sea - dijo de pronto
-. Si Doris es mi...
Pero no acabó
de decirlo. Un coche apareció a su espalda y lo esquivó describiendo una amplia
curva, Max no llegó a verlo. Estaba hurgando en su bolsillo. Consiguió al fin
sacar un cigarrillo. Otro automóvil dio un violento viraje y logró sortear a
Max en el último segundo.
Y el conductor
vio únicamente un coche grande que a las nueve de la mañana avanzaba con
lentitud errática por el lado opuesto de la calzada: un joven de etiqueta iba
al volante. bolsillo.
FIN.
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