El señor
Faulkner y yo estábamos sentados bajo la morera con el primer julepe de la
tarde; me explicaba lo que debía escribir al día siguiente cuando Oliver,
corriendo y con los ojos desmesuradamente blancos y abiertos, apareció
súbitamente a un costado del ahumadero.
- ¡Señor Bill!
– gritó -. ¡Han prendido fuego a los pastos! -...
- gritó el
señor Faulkner con la presteza que muy a menudo caracteriza todos sus actos -.
¡... esos chicos al ... ! - dijo levantándose de un salto y refiriéndose a su
propio hijo, Malcolm, y al hijo de su hermano, James, y al hijo del cocinero,
Rover o Grover. Su nombre es Grover, si bien Malcolm y James (ellos y Grover
tienen la misma edad y, ciertamente, han crecido no sólo contemporáneamente
sino asimismo casi inextricablemente) han insistido desde que saben hablar en
llamarle Rover, de forma que ahora todos los de casa, incluida su propia madre
y, naturalmente, el propio niño, le llaman Rover; todos menos yo, pues mi
creencia y hábito ha sido siempre llamar a las criaturas (hombres, mujeres,
niños o bestias) por su legítimo nombre, lo mismo que no permito que me llame
nadie con nombres incorrectos, aunque bien sé que a mis espaldas Malcolm y
James (y sin duda Rover o Grover) me llaman Ernest be Toogood, 1 ejemplo craso
y bajo del llamado ingenio o humor al que los niños, estos dos en particular,
son tan proclives. En más de una ocasión he intentado explicarles (años atrás;
desistí hace ya tiempo) que mi posición en la casa no implicaba en absoluto
servidumbre, pues ya hace años que vengo escribiendo las novelas y relatos
cortos del señor Faulkner. Ha transcurrido, sin embargo, mucho tiempo desde que
me convencí (e incluso resigné) de que ninguno de los dos sabía o se preocupaba
lo más mínimo del significado del vocablo servidumbre.
No creo
anticiparme al decir que no sabíamos dónde podrían estar entonces los tres
niños. No podía esperarse que lo supiéramos, más allá de la impresión o
convicción de orden general de que se habrían escondido en el pajar del granero
o del establo - y ello por experiencia previa, aunque la experiencia jamás
había incluido o comprendido el incendio premeditado -. Ni creo ulteriormente
violar las formales normas del orden, la unidad y el énfasis al decir que ni
por un momento concebimos jamás que estarían donde los hechos posteriores
probaron que estaban. Pero este asunto se volverá a tocar más adelante; en
aquel momento no pensábamos en los niños: como tal vez observara el propio
señor Faulkner, alguien debería haber estado pensando en ellos diez o quince
minutos antes, pues entonces era ya tarde. No, nuestra preocupación era llegar
al pastizal, aunque sin fe alguna en poder salvar el heno, orgullo y hasta
esperanza del señor Faulkner - una pulcra aunque pequeña plantación de este
grano o forraje, cercada someramente para separarla de los pastos propiamente
dichos y para protegerla de las ocasionales incursiones de los tres animales,
cuyo lugar asignado eran los pastos, y que había sido pensada como alternativa
o factor de equilibrio para el avituallamiento invernal de las tres bestias -.
No teníamos esperanza de salvar el pastizal, pues era septiembre y el verano
había sido seco, y sabíamos que tanto el pastizal como el resto de los pastos
arderían casi con la celeridad instantánea de la pólvora o el celuloide. Es
decir: yo no tenía esperanza de salvarlos, como sin duda Oliver tampoco la
tenía. Desconozco los sentimientos del señor Faulkner al respecto, pues al
parecer (o así he leído y oído) uno de los rasgos fundamentales del ser humano
es el de negarse a reconocer la desdicha que afecte a algo que el hombre desea
o posee y aprecia, hasta que la desdicha lo alcanza y lo atropella como una
divinidad malévola. No sé si tal emoción entra en funcionamiento al contemplar
un campo de heno, puesto que nunca he poseído ni deseado poseer ninguno. No, no
era el heno lo que nos preocupaba. Eran los tres animales, los dos caballos y
la vaca, y en especial la vaca, la cual, menos provista o dotada que los
caballos para la velocidad, podía verse alcanzada por las llamas y tal vez
asfixiada, o cuando menos chamuscada malamente, hasta el punto de quedar
inhábil para su función natural durante un tiempo, y los dos caballos,
aterrorizados, podían desbocarse y abalanzarse, en su propio perjuicio, contra
la cerca de alambre de espino de allá lejos, o incluso volverse y precipitarse
sobre las llamas mismas, fieles a una de las características más inteligentes
del llamado siervo y amigo del hombre.
1. Be too good.- literalmente: «Sé demasiado bueno»
(N. del T.)
Así, precedidos
por el señor Faulkner y sin molestarnos siquiera en utilizar el pasaje bajo el
arco, atravesamos el mismísimo seto y, con el señor Faulkner a la cabeza - se
movía con sorprendente rapidez para ser un hombre de lo que casi podíamos
llamar hábitos extremadamente sedentarios por naturaleza - corrimos por el
patio y a través de los arriates del señor Faulkner y por la rosaleda, aunque
debo decir que tanto Oliver como yo nos esforzamos en cierta manera por evitar
las plantas; y seguimos por el huerto contiguo, en donde ni siquiera el señor
Faulkner podía infligir daño alguno, pues en aquella estación del año se
hallaba desnudo de materia comestible; y seguimos hacia la cerca de tablas del
pastizal, por encima de la cual el señor Faulkner se lanzó con esa agilidad y
velocidad y patente despreocupación por sus miembros que resultaban tan
pasmosas - no sólo a causa de su natural humor letárgico, al que he hecho ya
referencia, sino también a causa de la forma y figura que ordinariamente lo
acompañan (al menos en el caso del señor Faulkner) -, e inmediatamente nos
vimos inmersos en el humo.
Pero en seguida
se hizo evidente por el olor que aquel humo no provenía del heno, que sin duda
había pasado de su estado erguido, aunque no verde, al holocausto y
desaparición en los escasos segundos en que Oliver nos dio a gritos la noticia,
sino del bosquecillo de cedros que había al pie del pastizal. Sin embargo, y
prescindiendo del olor, el manto de humo cubría toda la escena, si bien allá
adelante veíamos la movediza línea del incendio allende la cual las tres
infortunadas bestias se encogerían unas contra otras o correrían presas de
terror físico. O al menos eso creíamos hasta que, precedidos aún por el señor
Faulkner y precipitándonos por un terreno cuyo suelo se hizo casi
repentinamente enojoso a las plantas de los pies y tendía a empeorar a medida
que avanzábamos, surgió impetuosamente del humo algo monstruoso y de forma
salvaje. Era el caballo más grande, Stonewall, un bruto congénitamente perverso
al que nadie se atrevía a acercarse salvo el señor Faulkner y Oliver, y que ni
siquiera Oliver se atrevía a montar (el porqué Oliver o el señor Faulkner
habrían de querer montarlo escapará siempre a mi comprensión), que se nos venía
encima con evidente intención de aprovechar la ocasión para destruir a su amo y
a su cuidador, incluyéndome también a mí en concepto de adehala o quizá por
simple odio al género humano en su conjunto. Parece claro que cambió de
parecer, empero, pues optó por desviarse y adentrarse de nuevo en el humo. El
señor Faulkner y Oliver se habían parado y le habían dirigido tan sólo una
mirada.
- Creo que
están bien - dijo Oliver -. Pero ¿dónde piensa que puede estar Beulah?
- Al otro lado
de ese... fuego, retrocediendo ante él y mugiendo - replicó el señor Faulkner.
Estaba en lo
cierto, pues casi acto seguido empezamos a oír el lúgubre lamento de la pobre
criatura. A menudo he observado que, al parecer, el señor Faulkner y Oliver
poseen cierta curiosa compenetración con las bestias dotadas de cuernos o de
cascos, e incluso con los perros, compenetración que gozosamente admito no
poseo ni entiendo. Es decir: no puedo entenderla en el señor Faulkner. En el
caso de Oliver, naturalmente, puede decirse que es su ocupación, y su coqueteo
(es la palabra exacta; más de una vez le he observado: inmóvil y como
meditabundo, de hecho casi como un peregrino, apoyado sobre el mango de la
segadora o el azadón o el rastro) con la segadora de césped y con las
herramientas de jardinería, su actividad secundaria o afición. Pero el señor
Faulkner... ¡un destacado miembro de la antigua y bella profesión de las
letras…! Pero por otra parte, tampoco puedo entender por qué habría de desear
montar a caballo, y se me ha ocurrido pensar que el señor Faulkner adquirió tal
inclinación gradualmente, y tal vez a lo largo del tiempo y merced al contacto
de su trasero con el animal que montaba.
Nos apresuramos
en dirección al sonido de los mugidos de la criatura condenada. Pensé que
provenían tal vez de las mismas llamas, y que se trataba de sus últimos y
agónicos lamentos - una acusación del torpe bruto al propio cielo -, pero
Oliver dijo que no, que provenían de más allá de las llamas.
Pero entonces
se operó un cambio de lo más peculiar. No fue una intensificación del terror,
lo cual hubiera sido apenas posible. La mejor descripción sería decir que los
mugidos sonaban como si el animal hubiera descendido bruscamente bajo tierra.
Después veríamos que así era. Creo, sin embargo, que esta vez el orden exige -
y lo permitirá el elemento de intriga y de sorpresa que los propios griegos
autorizaron - que la historia progrese según aconteció al narrador la secuencia
de los hechos, aunque bien es verdad que la culminación del hecho en sí recordó
al narrador el detalle o la circunstancia que le era ya familiar, y de la que
el lector debería haber sido previamente informado. Así pues, seguiré adelante
con el relato.
Imagínesenos
precipitándonos (por si el terror abismal de los gemidos de la malhadada bestia
no resultara un pormenor con inventiva suficiente, disponemos de otros: a la
mañana siguiente, cuando levanté uno de los zapatos que había calzado en la
tarde crucial, la suela entera se había desmoronado hasta convertirse en una
substancia que se asemejaba sorprendentemente a la que habríamos podido obtener
arañando los tinteros de los tiempos escolares de la niñez al comenzar el curso
en el otoño) por el llano estigio, con los ojos y los pulmones escociéndonos a
causa del humo, a cuyo extremo se alzaba el ribete de fuego. De nuevo una
salvaje y monstruosa forma se materializó ante nosotros con violento impulso;
de nuevo, al parecer, con voluntad frenética y confesa de arrollarnos. Durante
un hórrido momento, creí que era el caballo, Stonewall, que, después de haber
pasado ante nosotros y recorrido cierta distancia (las personas lo hacen; es
muy probable que le ocurra también a un animal cuyos sentidos naturales más
finos se vean embotados por el humo y el terror), al recordar haberme visto o
reconocido, volvía a destruirme sólo a mí. Nunca me había gustado aquel
caballo. Se trataba de una emoción más fuerte aún que el mero miedo; era la
repugnancia horrorizada que imagino se debe sentir hacia una serpiente pitón, y
que sin duda hasta la subhumana sensibilidad del caballo había percibido y
había dado en hacer recíproca. Estaba equivocado, sin embargo. Era el otro
caballo más pequeño que solían montar Malcolm y James, según parece con placer,
como si adolecieran en pequeña escala de la perversión embrutecida de sus
respectivos padre y tío, una criatura sin rasgos peculiares, de cuerpo
rechoncho, tan amable cuanto el más grande perverso, con el belfo superior
caído y triste y una mirada inarticulada y absorta (aunque para mí furtiva y
poco digna de confianza). También él se desvió y pasó de largo, y se esfumó
instantes antes de que alcanzáramos la línea de llamas, que resultó no tan
grande ni tan pavorosa como sospechábamos, aunque el humo era más denso y
parecía lleno de los ya fragorosos y aterrorizados mugidos de la vaca. De
hecho, el bramido del pobre animal parecía estar en todas partes: en el aire,
por encima de nosotros, y debajo de la tierra. Con el señor Faulkner aún a la
cabeza, saltamos la línea de llamas, e inmediatamente después el señor Faulkner
desapareció. Seguía aún corriendo cuando, sencillamente, se esfumó en medio del
humo ante los ojos de Oliver y los míos, como si también él hubiera sido
tragado por la tierra.
Y eso era lo
que había sucedido. Ante la voz del señor Faulkner y el terror ruidoso de la
vaca, que salían de la tierra a nuestros pies, y con la serpeante línea del
incendio pegada a nuestra espalda, caí en la cuenta de lo que había sucedido, y
así resolví el enigma de la desaparición del señor Faulkner y de la anterior
alteración en los mugidos de la vaca. Me percaté entonces de que, confundido
por el humo y por la sensación de incandescencia en las plantas de los pies, me
había desorientado y no había sido capaz de darme cuenta en ningún momento de
que nos acercábamos a una hondonada o barranco, cuya existencia me era de sobra
conocida, pues más de una vez había mirado hacia su fondo en mis paseos
vespertinos mientras el señor Faulkner montaba el caballo grande, y en cuya
orilla o borde nos hallábamos Oliver y yo en aquel momento y en cuyo fondo el
señor Faulkner y la vaca, a su vez y en orden inverso, habían caído.
- ¿Está herido,
señor Faulkner? - grité. No trataré de reproducir la réplica del señor
Faulkner, y me limitaré a manifestar que fue expresada en ese puro y antiguo
sajón clásico que nuestra mejor literatura sanciona y autoriza y que, debido a
las exigencias del estilo y la temática del señor Faulkner, a menudo empleo,
sin llegar jamás a utilizarlo yo mismo, si bien el señor Faulkner es bastante
adicto a él en su vida privada incluso y, cuando lo emplea, revela lo que
podríamos llamar un estado de salud de lo más robusto, aunque en absoluto
calmo. De modo que supe que no se había herido.
- ¿Qué hacemos
ahora? -le pregunté a Oliver.
- Será mejor
que bajemos nosotros también a ese agujero - replicó Oliver -. ¿No siente el
fuego justo en la espalda?
Preocupado por
el señor Faulkner, había olvidado el fuego, pero al mirar hacia atrás sentí
instintivamente que Oliver tenía razón. Así que nos deslizamos o caímos por la
empinada pendiente arenosa hasta el fondo de la hondonada, donde el señor
Faulkner, de pie, seguía hablando, y donde la vaca estaba cómodamente instalada
y a salvo, aunque presa aún de un estado de completa histeria, y desde aquel
punto o santuario, vimos pasar el incendio, cuyas llamas se deshacían y
centelleaban y se extinguían a lo largo del borde de la hondonada. Entonces el
señor Faulkner habló:
- Vete a
agarrar a Dan, y trae la cuerda grande del almacén.
- ¿Me habla a
mí? - dije yo.
El señor
Faulkner no respondió, así que él y yo permanecimos al lado de la vaca, que
todavía no parecía darse cuenta de que el peligro había pasado, o cuyo más
oculto intelecto de bruto quizá sabía que el sufrimiento y agravio y
desesperación auténticos estaban aún por llegar, y vimos a Oliver subir o
trepar por el declive. Estuvo fuera un buen rato, y al cabo volvió con el
caballo más pequeño y dócil, al que había adornado con una parte de los arreos,
y con una cuerda; y entonces comenzó la ardua tarea de sacar a la vaca de la
hondonada. Se le ató a los cuernos un extremo de la cuerda, operación a la que ella
se opuso violentamente desde un principio; el otro se ató al caballo.
- ¿Qué hago yo?
- pregunté.
- Empuja - dijo
el señor Faulkner.
- ¿Por dónde
empujo? - pregunté.
- Me importa
un... - dijo el señor Faulkner -. Empuja, sencillamente. Pero todo parecía
indicar que no era posible. La criatura se resistía, acaso a los tirones de la
cuerda o acaso a los gritos y alaridos de ánimo que lanzaba Oliver desde el
borde superior de la hondonada o posiblemente a la fuerza motriz aplicada por
el señor Faulkner (estaba rigurosamente detrás de ella, casi debajo de ella,
con el hombro contra las nalgas o ijares, y juraba de lo lindo) y por mi
persona. El animal intentó un valeroso esfuerzo, trepó hasta medio camino del
declive, perdió pie y se deslizó hasta el fondo. Lo intentamos una vez más y
fracasamos. Y de nuevo otra vez. Y entonces tuvo lugar un accidente de lo más
lamentable. Esta tercera vez la cuerda se escurrió o se rompió, y el señor
Faulkner y la vaca fueron lanzados violentamente contra el pie del barranco, y
el señor Faulkner quedó debajo de la vaca.
Más tarde -
aquella noche, para ser exacto - recordé cómo, en el momento en que mirábamos a
Oliver subir por el declive, creí recibir, como por telepatía, de la pobre
criatura (una mente femenina; la única hembra entre tres hombres) no sólo su
terror sino también su contenido: sabía por sagrado instinto femenino que el
futuro le reservaba algo mucho peor para una hembra que el miedo a cualquier
daño o sufrimiento corporal: una de esas invasiones de la intimidad femenina en
la que, víctima indefensa de su cuerpo físico, ella parece verse a sí misma
como blanco de algún poder magno perpetrador de ironía y de ultraje; y que ello
dará lugar a amargura por el hecho de que quienes han de presenciarlo, aunque
sean caballeros, nunca podrán olvidarlo y caminarán por la tierra recordándolo
durante el tiempo que dure la vida de ella; sí, será aún más amargo por el
hecho de que quienes han de presenciarlo son caballeros, seres de su mismo
rango. Recuérdese cómo la agotada y aterrorizada y pobre criatura, durante toda
una tarde, había sido la angustiada y ciega víctima de una circunstancia que no
alcanzaba a comprender, había sido gobernada por un elemento que instintivamente
temía, y finalmente había sido arrojada violentamente al fondo de un barranco
cuya cima, sin duda, creía ya no volver a ver jamás. En un tiempo los soldados
me contaron (estuve destinado en Francia como miembro de la Asociación de
Jóvenes Cristianos) cómo, al entrar en combate, se instalaba a menudo dentro de
ellos - prematuramente, por así decir - cierto impulso o deseo cuyo
cumplimiento resultaba incontestable y, claro está, irreparable. En una
palabra: el señor Faulkner, situado debajo de la vaca, recibió la total
descarga de la tarde de angustia y desesperación de la pobre criatura.
Ha sido mi
fortuna o mi desdicha el haber llevado lo que llamamos - o podíamos llamar -
una vida apacible, aunque no retirada. Y he preferido incluso adquirir mi
experiencia en la lectura de lo que ha sucedido a otros, o de lo que otros
hombres creen o piensan que podía lógicamente suceder a criaturas de su
invención, o incluso en la invención de lo que el señor Faulkner concibe que
podía suceder a ciertas y diversas criaturas que pueblan sus novelas y relatos.
Sin embargo, imagino que un hombre nunca es tan viejo ni está totalmente exento
de la posibilidad de tener que soportar lo que podría denominarse experiencias
de prístina y singular originalidad - aunque no siempre injuriantes,
naturalmente -, ante las que respondería casi invariablemente según su
carácter. O mejor aún: su reacción ante ellas revelaría el auténtico carácter
que durante años quizá ha logrado ocultar con éxito a las gentes, a los
íntimos, a su mujer e hijos; y tal vez a sí mismo. Yo diría que fue una de
tales experiencias la que hubo de soportar el señor Faulkner.
En cualquier
caso, sus actos en el curso de los minutos que siguieron fueron de lo más
peculiares en él. La vaca - una pobre hembra sola entre tres hombres - logró
levantarse trabajosamente casi de inmediato, aún histérica aunque ya no
violenta, más bien temblorosa y con una suerte de humillado pasmo no convertido
aún en desesperación. Pero el señor Faulkner, boca abajo en tierra, permaneció
un rato sin moverse en absoluto. Luego se levantó. Dijo: «Esperad», que fue
naturalmente lo que hicimos hasta recibir nuevas órdenes o instrucciones. Luego
- la pobre vaca y yo, y Oliver desde el borde superior de la hondonada, al lado
del caballo - vimos cómo el señor Faulkner caminaba con calma un trecho por el
barranco y se sentaba, con los codos sobre las rodillas y la barbilla entre las
manos. No era el hecho de sentarse lo que resultaba peculiar. El señor Faulkner
lo hacía a menudo - continuamente, tal vez, sea una palabra más exacta -; si no
dentro de la casa, en verano, repantigado en una gran silla del mirador, junto
a la ventana de la biblioteca ante la que por lo general yo estaría trabajando,
con los pies sobre la barandilla, leyendo historias de detectivesen alguna
publicación del género; en invierno en la cocina, en calcetines, con los pies
dentro del horno. Era la actitud que había adoptado entonces al sentarse. Como
he indicado ya, había algo casi violento en el temperarnento sedentario del señor
Faulkner; se quedaba inmóvil sin quedar en absoluto letárgico, por así decir.
Había adoptado la actitud del pensador de Rodin, elevada a su décima potencia
geométrica, pues el principal desconcierto del pensador parece apuntar a
aquello que le ha dejado absorto, mientras que el señor Faulkner no podía tener
duda a este respecto. Lo miramos en silencio, yo y la pobre vaca, que
permanecía con la cabeza baja y sin temblar siquiera, con desesperanzada
vergüenza femenina; Oliver y el caballo, desde el borde de la hondonada. Reparé
entonces en que Oliver ya no tenía humo a sus espaldas. El incendio cercano se
había ya extinguido, aunque sin duda el bosquecillo de cedros seguiría ardiendo
sin llama hasta el equinoccio.
Luego el señor
Faulkner se levantó. Volvió calladamente y le hablé a Oliver con calma
comparable (o aún mayor) a la más plácida que yo le hubiera oído en toda su
vida.
- Echa la
cuerda, Jack.
Oliver soltó el
extremo de la cuerda que había atado al caballo y lo lanzó hacia el señor
Faulkner, que lo cogió y se volvió y condujo a la vaca barranco abajo. Durante
unos instantes yo le miré con un asombro sin duda compartido por Oliver; sin
duda, en el instante siguiente, Oliver y yo nos habríamos mirado igualmente
sorprendidos. Pero no lo hicimos: nos pusimos en movimiento. Nos movimos
ciertamente a un tiempo. Oliver ni siquiera se molestó en bajar a la hondonada.
Se limitó a bordear la cima mientras yo me apresuraba hasta alcanzar al señor
Faulkner y a la vaca; éramos, en realidad, tres soldados que acababan de
recobrarse de la amnesia del combate, del combate contra las llamas para salvar
la vida de la vaca. A menudo se ha observado e incluso insistido en literatura
(las novelas se han construido sobre ello, aunque ninguna de ese tipo
pertenezca al señor Faulkner) en cómo el hombre, enfrentado a la catástrofe,
hace cualquier cosa menos la más sencilla. Pero por propia experiencia - aunque
ella esté basada casi exclusivamente en aquella tarde - mantengo la creencia de
que es al encarar el peligro y el desastre cuando se hace lo más sencillo. Sólo
que se trata de algo sencillamente equivocado.
Caminamos por
el barranco en dirección al punto donde torcía en ángulo recto y se internaba
en el bosque que descendía hasta su nivel. Con el señor Faulkner y la vaca a la
cabeza, doblamos el recodo y ascendimos por el bosque, y al poco llegamos a la
negra desolación de los pastos, en cuya cerca Oliver, que nos estaba esperando,
había abierto una brecha o agujero a través del cual pasamos. Así, el señor
Faulkner delante y Oliver, que llevaba al caballo y a la vaca, y yo codo con
codo, desandamos a través del desolado llano el curso de nuestra reciente y
desesperada carrera en procura de auxilio, aunque viramos un poco el rumbo
hacia la izquierda para acercarnos al establo o terreno de la cuadra. Habíamos
alcanzado casi la extinta plantación de heno cuando, sin aviso previo, nos
encontramos ante tres apariciones. Cuando los vimos se hallaban a menos de diez
pasos de distancia, pero creo que ni el señor Faulkner ni Oliver los
reconocieron siquiera. Yo sí, empero, De hecho, tuve una impresión curiosa y
repentina: no era exactamente que yo hubiera vaticinado tal momento, sino más
bien que había estado esperándolo durante un período de tiempo que bien podría
computarse en años.
Imagínese,
quien quiera, verse ubicado repentinamente en un mundo en completa inversión
ocular y cromática. Imagínese verse enfrentado a tres pequeños fantasmas no ya
blancos sino del más puro y hondo negro. La mente, la inteligencia se niega
sencillamente a creer que hayan podido esquivar su reciente crimen o fechoría
en la plantación de heno poco antes del incendio y hayan escapado con vida.
Pero allí estaban. Parecían carecer de cejas y pestañas y cabello; y, hasta en
la propia epidermis que los cubría, eran los tres de un negro de luto idéntico,
y lo único que hacía reconocible a Rover o Grover era el azul de los ojos de
Malcolm y de James. Permanecieron allí mirándonos en total inmovilidad, hasta
que el señor Faulkner, de nuevo con aquella quietud y gentileza depurada que,
de ser cierta mi teoría de que el alma revela su color genuino al verse inmersa
de pronto en una catástrofe imprevista y ultrajante, había sido durante todos
aquellos años su carácter oculto y verdadero, dijo:
- Id a casa.
Se volvieron y
desaparecieron de inmediato, pues sólo por los globos oculares los habíamos
distinguido de la superficie estigia de la tierra. Tal vez los dejamos atrás o
tal vez nos precedieron. Lo ignoro. Lo único que sé es que no volvimos a
verlos, ya que dejamos en seguida el negro llano testigo de nuestro calvario y
entramos en el terreno de la cuadra, donde el señor Faulkner se volvió y cogió
el ronzal del caballo mientras Oliver conducía a la vaca a su cubículo privado
e independiente, del que al poco llegó un sonido de masticación, como si, libre
ya de la angustia y la vergüenza que rumiaba, la criatura meditara cual
doncella – confío - aún sin compromisos amorosos.
El señor
Faulkner se quedó en la puerta del establo (en cuyo interior, al poco, oí cómo
Stonewall, el caballo grande y perverso, de cuando en cuando piafaba o coceaba
contra la pared de tablas, como si ni en el acto mismo de comer pudiera
abstenerse de emitir ruidos de mofa y amenaza contra el hombre cuya comida lo
alimentaba) y se quitó la ropa.
Luego, a la
vista de la casa y de quienquiera que se tomara o no la molestia de mirar, se
enjabonó con jabón de silla de montar y se plantó ante el abrevadero, donde,
Oliver le empezó a vaciar o echar cubo tras cubo de agua encima.
- No te
preocupes ahora por las ropas - le dijo a Oliver -. Dame un trago.
- Que sean dos
- dije yo; me pareció que la ocasión justificaba, sin llegar tal vez a hacerla
buena, la introducción escueta de tal
locución aberrante en la jerga coloquial del fugaz momento.
De modo que
poco después - el señor Faulkner se había puesto encima una liviana gualdrapa
estival que pertenecía a Stonewall - estábamos otra vez sentados bajo la
morera, con el segundo julepe de la tarde.
- Bien, señor
Faulkner - dije al rato -. ¿Continuamos?
- Continuamos
qué? - dijo el señor Faulkner.
- Sus ideas
para mañana - dije yo.
El señor
Faulkner guardó silencio. Se limitó a beber con aquella violencia estática que
correspondía a su carácter cotidiano, y entonces supe que volvía a ser él
mismo, y que el auténtico señor Faulkner que se había manifestado ante Oliver y
ante mí transitoriamente en los pastos había retornado ya a su feudo
inaccesible, de donde jamás nadie salvo Beulah, la vaca, le había hecho salir,
y en donde jamás ya nos sería dado verlo. Así que, al cabo de un rato, dije:
- Así pues, con
su permiso, mañana me aventuraré en los hechos y utilizaré el material que
hemos creado esta tarde nosotros mismos.
- Haz como
dices - dijo el señor Faulkner; cortante, según me pareció.
- Sólo que –
continué - insistiré en mi prerrogativa y derecho a contar el episodio con mi
voz y estilo propios, no con los suyos.
- ¡Por ... !
-dijo el señor Faulkner -. Más vale que así lo hagas.
FIN.
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