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José Rizal y Alonso - Cómo se gobiernan las Filipinas


De algunos años a esta parte el porvenir de aquellas islas preocupa, no sólo a sus habitantes que son los que están más interesados, sino también a muchos peninsulares que hasta hace muy poco ignoraban quizás su situación geográfica y la raza que las habita, etnográficamente hablando.

Todos ven, todos presienten, todos están convencidos de que aquello va mal, de que algo allí deja mucho que desear; unos lo atribuyen a una cosa, otros a otra. Los mismos partidarios del gobierno allí imperante convienen en que existen males necesarios, sin sospechar que caen en una gran ridiculez o en un atraso de ideas lamentable. Decirle a un enfermo que su enfermedad es necesaria y que no debe tratar de combatirla es volver a los primitivos tiempos de la Medicina, es confesarse impotente; médico que diga tal cosa a su paciente, debe aconsejarle consulte otras lumbreras.

Los mismos frailes que benefician y gobiernan el país, los mismos que más interesados están en hacer creer que allí todo va a las mil maravillas; los que debieran sostener que allí todo es perfecto, inmejorable, celestial, para que nadie les turbase en el productivo nirvana que allí establecieron; estos mismos frailes convienen en que allí hay deficiencias, imperfecciones, abusos, y que las reformas son necesarias y se imponen, sólo que quisieran un tratamiento homeopático, lentísimo, como los médicos que, faltos de clientes, desearan arrullar y mecer una enfermedad crónica, a fin de ir cobrando y comiendo a costa del enfermo y de su padecimiento. Y esto lo han probado y demostrado en sus escritos.

En suma, todos convienen que la máquina no va como debe ir.

Las causas a que atribuyen el desgobierno y la muerte lenta de la vida en aquel país, varían según el que las estudia. La mayor parte de los que allí fueron empleados o gobernantes, aquellos hombres que tienen quizás remordimientos en su conciencia por no haber cumplido con el deber impuesto por la paga que recibían, estos hombres gritan y echan la culpa de todo al indio, a la indolencia del indio, tal vez para llamar la atención del público sobre otro objeto, y así no se descubrieran las propias faltas, tal vez para convencer y hacer creer a su conciencia cosas que ella por sí sola no puede creer, como muchos cobardes que se infunden valor a fuerza de apóstrofes, como muchos embusteros que, tras repetido mentir, acaban por creer en sus mentiras.

Por el contrario, y ¡fenómeno paradójico! aquellos que han cumplido concienzudamente con sus obligaciones y que han hecho cuanto debían y podían dentro del enmarañado laberinto administrativo de aquel país, encogido y amenazado por los caprichos del tirano que de un correo a otro puede proponer su cesantía o mandarle bajo partida de registro, éstos achacan la desorganización al sistema de gobierno, al personal, a la falta de estabilidad en los cargos, a las intrigas, etc.

Los frailes tienen otro sistema: todo el mal del país lo atribuyen a los ministros liberales, que por ser liberales tienen que ser ignorantes. En cambio, lo poco bueno se lo atribuyen a ellos mismos: los ministros retrógrados o de su convento, que sólo por serlo son sabios, no hacen ni bien ni mal: todo su acierto consiste en consultarles y obedecerles, y así lo publican en extensos telegramas que reproducen en grandes caracteres los periódicos manilenses de su devoción.

A su vez, los elementos peninsulares liberales que hay en Filipinas, culpan a los frailes del atraso en que ellas están, y ya con más razón, puesto que gobernándolas como las gobiernan los conventos, la culpa del desarreglo tiene que recaer en ellos.

Sin embargo, estos liberales olvidan la parte que tienen en el desbarajuste: si ellos no se dejasen gobernar y no les sirviesen de instrumento como sucede muchas veces; si por temor a perder el destino no transigiesen con muchas cosas que repugnan a sus convicciones; si tuviesen más entereza, más fe en sus ideales, si estudiasen más el país y pretendiesen con ahínco salir de la tutela monacal en que vegetan, ni los frailes gobernarían las Filipinas ni las ideas modernas se asfixiarían al tocar las playas de Manila.

Los filipinos, en general, achacan el mal y la miseria de su patria a todo de arriba, al fraile, y a todos los elementos seglares que no se distinguen por su gran carácter, por un manifiesto amor al país y a los habitantes y por una iniciativa más o menos emprendedora en la cuestión de reformas. Los filipinos, como los liberales de que hemos hablado arriba y con los cuales tienen mucho parecido, se olvidan también de la responsabilidad que les cabe en su presente situación, pues si es cierto el dicho de que donde manda patrón no manda marinero, también lo es el otro de que cada país tiene el gobierno que se merece. El espíritu nacional empieza a dar sus primeros vagidos; antes sólo existía el sentimiento de la familia o tribu, apenas, apenas el de la región, lo que hacía que ninguna medida insensata provocase fuertes protestas en la opinión pública, sino sólo en aquellos cuyos parientes salían más o menos directamente perjudicados. Tratándose de la patria, cada filipino se piensa: que se arregle ella sola, que se salve, que proteste, que luche; yo no he de moverme, yo no soy quien he de arreglar las cosas; bastante tengo con mis intereses, mis pasiones y mis caprichos. Que otros saquen la castaña del fuego, luego ya la comeremos. Los filipinos parecen ignorar que el triunfo es el hijo de la lucha, que la alegría es la flor de muchos sufrimientos y privaciones, y que toda redención supone martirio y sacrificio; creen que con lamentarse, cruzarse de brazos y dejar que las cosas continúen su curso han cumplido con su deber; otros, es verdad, pretenden hacer algo más y dan consejos pesimistas o desconsoladores: aconsejan que no se haga nada. Hay, sin embargo, quienes empiezan a ver claro y ponen de su parte todo lo que pueden.

Los extranjeros, entre los cuales ponemos en primera línea a los chinos, se ríen de todo lo que pasa y aprovechan las faltas y defectos de gobernados y gobernantes para utilizarlos. Son los más felices: vienen cuando quieren, se quedan todo el tiempo que les place, y se van cuando les acomoda. No les liga ningún deber para el país ni les importa que el Gobierno sea más o menos serio, ni que sus habitantes sean más o menos esclavos: como la langosta, talan el campo sin cuidarse del sembrador ni del terreno. Lo más triste es que haya peninsulares y filipinos que se parezcan a estas langostas en su manera de pensar y obrar.

Nosotros creemos que todos tienen, en parte, razón. Los partidos pueden echarse unos a otros el muerto, los peninsulares a los filipinos, los filipinos a los peninsulares, los frailes a los liberales y los liberales a los frailes; creemos que hasta los mismos chinos tienen derecho a reírse del Gobierno y del país, es justicia al fin que nos merecemos todos; pero sobre todas estas miserias, sobre este espantoso desconcierto está el principio de que el Gobierno en su origen es vicioso, defectuoso, absurdo, inconsecuente.

¡Sí! Analizando la forma gubernamental nos encontramos desde un principio con un grosero error, con una bárbara institución la del Ministerio de Ultramar.

Es este centro el que ha de gobernar países colocados a veces, a más de tres mil leguas de distancia, con población, clima y costumbres diversas y diferentes de las de la región en que aquél se encuentra, y lo ha de animar y hacer andar un hombre, precisamente el aprendiz en el arte de conducir a los pueblos, el que quizás por primera vez dispone de la suerte de sus semejantes. Figuraos un hombre que hasta entonces sólo ha sido un infeliz, tratado entre guiños y sonrisas maliciosas, disponiendo de la noche a la mañana del destino de nueve millones de individuos, de un poder que sus otros colegas, más avezados y de más prestigio, no disponen, y decidme si tan rápida ascensión no le ha de trastornar la cabeza hasta el punto de no hacerle cometer sino tonterías. Y agregad a esto el doloroso pensamiento que los hombres que gozan de tales gangas, en general, no han estado nunca en los países que han de gobernar, ni conocen quizás su situación geográfica, ni se han ocupado jamás de ellos, y decidme que suerte les ha de caber a tales gobernados. Decidle a uno: sea usted ministro de Ultramar, equivale tanto a: gobierne Vd. la luna o los habitantes de Saturno, con la única ventaja que desde el ministerio se puede ver a tales astros, y a Filipinas no.

A veces damos con un aprendiz a ministro, hombre de conciencia y de razón, y como tal desea estudiar la cartera que tiene entre manos, si es que el temor a la crisis le deja tranquilo en los pocos ratos libres en que no dicta cesantías ni nombramientos. Pero el estudio y el aprendizaje exigen muchos meses, durante los cuales los ocho o nueve millones de habitantes envidian la suerte feliz que los conejos disfrutan en los laboratorios de los grandes médicos: los ocho o nueve millones tienen que sufrir todas las experiencias, sicut in anima Vili, del ministro aprendiz y pueden dar gracias a Dios si, durante ellas, el aprendiz operador, como quien no está seguro de lo que va a hacer y escucha pareceres contrarios, hace y deshace, corta y sutura, inyecta o sangra, obligando al pobre paciente a dudar cuando debe tener fiebre, reacción, etc., etc.

Pero lo que sucede comúnmente es que nos encontramos ya con un ministro aprendiz que tiene formado criterio, el criterio de no aprender nada ni hacer nada de nuevo. Peor es meneallo, se dicen para sí; hasta ahora el mecanismo no ha estallado, no vayamos a meternos ahora a compositores y todo lo echemos a perder. Ha podido continuar hasta aquí, ¿por qué no continuará hasta que venga una crisis? Yo ya no volveré a ser ministro de Ultramar.

Hay que confesar que semejantes hombres son muy honrados y proceden con toda conciencia; la culpa no es de ellos, sino del que les coloca en semejante aprieto. Todo lo bueno que pueden hacer es, en efecto, no hacer nada. Cuando dejen la cartera, tendrán la conciencia limpia y el corazón latirá con regularidad. Han cumplido con su deber: nemo dat quod non habet.

Otros hay (y éstos son los temibles) que sin la buena voluntad de los primeros, ni la modestia de los segundos, pero con la ignorancia común a ambos, quieren pasar sus meses de aprendizaje haciendo muchas cosas y procediendo desde un principio con un aplomo verdaderamente fenomenal. Estos señores suelen inspirarse en las miras de un partido, se dejan guiar, imponer, manejar y creen hacer mucho destituyendo a unos, nombrando a otros, anulando reales decretos, disposiciones de sus predecesores; creen ser algo cuando en realidad no son más que mandatarios y obedientes servidores. Estos mortales felices dejan el poder, felices y satisfechos, creyendo haber sido grandes gobernantes.

Sin embargo, ministros ha habido que suplieron la falta de conocimientos prácticos con su perspicacia, desenredaron intrigas con la rectitud de su carácter, adivinaron el mal y pensaron en combatirlo. De dos o tres se recuerdan los nombres y Filipinas lamenta que muchas de sus reformas se hayan quedado en proyecto.

De tantos ministros como hemos tenido, sólo uno parece que ha estado en Ultramar, no estamos muy seguros. No conocemos ninguno que antes de tomar la cartera se haya dado a conocer por estar enterado de las cosas de las colonias. Ocasión ha habido en que se ofreció tal cartera a un distinguido señor, y éste declinar y decir honradamente que nada entendía de colonias. ¡Y nótese que el último empleado que ha estado en Ultramar pretende estar al corriente de todo, conocer todo al dedillo y puede presentar cuatro o cinco programas a falta de uno! Aquel señor ha tenido este valor —valor se necesita para confesarse ignorante en un país donde el último barbero sabe hacer la crítica de una situación—, y este valor dice mucho en pro de la honradez de aquel aristócrata; pero ¿lo han tenido de igual manera los otros a quienes se ofreció tan apetitoso puesto?

Después del ministro de Ultramar está el Capitán general de Filipinas, el autócrata, el virrey, el único español que dispone de mayor poder en la tierra, sin exceptuar al rey mismo, y también el de menor responsabilidad de todos. Mandar a ocho millones de súbditos sumisos, obedientes y dóciles; ser señor de vidas, honras y haciendas; tener oro, mucho oro, favoritos, aduladores; poder cometer con la mayor frescura las más grandes equivocaciones o injusticias, no subsanarlas sino mantenerlas para que el prestigio no se lastime, paliarlas, dorarlas y excusarlas con las frases convenientes de orden general, razón de estado, para el buen gobierno, etc., mortal ¿qué quieres más? ¿No es un hermoso premio gordo que en la lotería española se saca cada tres años y que se gana sin comprar un décimo siquiera? ¿Qué se necesita para ganarla entonces? ¿Ser quizás el mejor español de la Península, tener, como el presidente de los Estados Unidos, los sufragios de todos, ser considerado como el más sabio, el más prudente, el más virtuoso, el más honrado de todos ? Porque tanto poder y tanta dicha dados a un solo hombre, deben suponer cualidades poco menos que divinas y merecimientos por el estilo. Un hombre que se permite disponer de la suerte de sus semejantes debe ser justo como Dios y como Él incorruptible e infalible; para gobernar pueblos que no conoce ni comprende, debe poseer un talento genial y conocimientos extraordinarios; para gobernar tan diferentes entidades, deslindar intereses encontrados y remediar todos los males de un pueblo. debe ser un hombre encanecido en el gobierno de los pueblos, al tanto de las leyes y de las costumbres del país; para presentarse en nombre de una nación que pretende colonizar y quiere con la civilización hacer olvidar a los pueblos la pérdida de su libertad e independencia, ha de estar dotado de un prestigio verdadero, de convicciones morales profundas, de un gran amor a la humanidad, de un tacto exquisito y de una prudencia delicadísima.

Pues bien, ¡todo esto es ilusión, música celestial!

Ese puesto, el más elevado que el hombre puede ocupar en la tierra, porque sólo tiene derechos reales y responsabilidades nulas; ese puesto, para ocuparlo, basta ser un general del ejército o capitán general cuando más.

No exige más que conocimientos puramente militares.

¡Bah! a veces por razones de alta política lo ocupan aquellos que en la corte pueden ser un estorbo para los fines de ciertos hombres públicos, o los que, habiendo prestado grandes servicios a ciertas causas o a determinados partidos, exigen una buena recompensa. A veces ni esto se necesita; basta con prometer a tal o cual poderosa corporación de servirla en sus intereses, para que esta trabaje por que sea el elegido.

Radicando el mal en tan grandes y principales raíces, ¿que podemos esperar sino que la savia sea mala, el árbol raquítico y las frutas amargas? ¿Qué ha de ser del hombre cuya cabeza cambia cada dos meses, y cuya voluntad no pertenece a su cuerpo? Y tal régimen seguirá, porque basta que lo critiquemos para que no lo modifiquen, porque es necesario sostener el prestigio y la rutina y porque se prefiere la apariencia del saber a la verdadera ciencia. ¡Pfu! corregirse equivale a confesar su error, y antes que confesarlo, primero perecer. Como el que está atacado de una monomanía primero se convence de que todo el mundo desbarra antes que admitir la suposición de su enfermedad, y muere con ella echando la culpa de todo a todos menos a sí mismo, así son también ciertos gobiernos predestinados. ¡Sálvese la rutina y piérdanse las colonias!

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