De algunos años a
esta parte el porvenir de aquellas islas preocupa, no sólo a sus habitantes que
son los que están más interesados, sino también a muchos peninsulares que hasta
hace muy poco ignoraban quizás su situación geográfica y la raza que las
habita, etnográficamente hablando.
Todos ven, todos
presienten, todos están convencidos de que aquello va mal, de que algo allí
deja mucho que desear; unos lo atribuyen a una cosa, otros a otra. Los mismos
partidarios del gobierno allí imperante convienen en que existen males
necesarios, sin sospechar que caen en una gran ridiculez o en un atraso de
ideas lamentable. Decirle a un enfermo que su enfermedad es necesaria y que no
debe tratar de combatirla es volver a los primitivos tiempos de la Medicina, es
confesarse impotente; médico que diga tal cosa a su paciente, debe aconsejarle
consulte otras lumbreras.
Los mismos frailes
que benefician y gobiernan el país, los mismos que más interesados están en
hacer creer que allí todo va a las mil maravillas; los que debieran sostener
que allí todo es perfecto, inmejorable, celestial, para que nadie les turbase
en el productivo nirvana que allí establecieron; estos mismos frailes convienen
en que allí hay deficiencias, imperfecciones, abusos, y que las reformas son
necesarias y se imponen, sólo que quisieran un tratamiento homeopático,
lentísimo, como los médicos que, faltos de clientes, desearan arrullar y mecer
una enfermedad crónica, a fin de ir cobrando y comiendo a costa del enfermo y
de su padecimiento. Y esto lo han probado y demostrado en sus escritos.
En suma, todos
convienen que la máquina no va como debe ir.
Las causas a que
atribuyen el desgobierno y la muerte lenta de la vida en aquel país, varían
según el que las estudia. La mayor parte de los que allí fueron empleados o
gobernantes, aquellos hombres que tienen quizás remordimientos en su conciencia
por no haber cumplido con el deber impuesto por la paga que recibían, estos
hombres gritan y echan la culpa de todo al indio, a la indolencia del indio,
tal vez para llamar la atención del público sobre otro objeto, y así no se
descubrieran las propias faltas, tal vez para convencer y hacer creer a su
conciencia cosas que ella por sí sola no puede creer, como muchos cobardes que
se infunden valor a fuerza de apóstrofes, como muchos embusteros que, tras
repetido mentir, acaban por creer en sus mentiras.
Por el contrario, y
¡fenómeno paradójico! aquellos que han cumplido concienzudamente con sus
obligaciones y que han hecho cuanto debían y podían dentro del enmarañado
laberinto administrativo de aquel país, encogido y amenazado por los caprichos
del tirano que de un correo a otro puede proponer su cesantía o mandarle bajo
partida de registro, éstos achacan la desorganización al sistema de gobierno,
al personal, a la falta de estabilidad en los cargos, a las intrigas, etc.
Los frailes tienen
otro sistema: todo el mal del país lo atribuyen a los ministros liberales, que
por ser liberales tienen que ser ignorantes. En cambio, lo poco bueno se lo
atribuyen a ellos mismos: los ministros retrógrados o de su convento, que sólo
por serlo son sabios, no hacen ni bien ni mal: todo su acierto consiste en
consultarles y obedecerles, y así lo publican en extensos telegramas que
reproducen en grandes caracteres los periódicos manilenses de su devoción.
A su vez, los
elementos peninsulares liberales que hay en Filipinas, culpan a los frailes del
atraso en que ellas están, y ya con más razón, puesto que gobernándolas como
las gobiernan los conventos, la culpa del desarreglo tiene que recaer en ellos.
Sin embargo, estos
liberales olvidan la parte que tienen en el desbarajuste: si ellos no se
dejasen gobernar y no les sirviesen de instrumento como sucede muchas veces; si
por temor a perder el destino no transigiesen con muchas cosas que repugnan a
sus convicciones; si tuviesen más entereza, más fe en sus ideales, si
estudiasen más el país y pretendiesen con ahínco salir de la tutela monacal en
que vegetan, ni los frailes gobernarían las Filipinas ni las ideas modernas se
asfixiarían al tocar las playas de Manila.
Los filipinos, en
general, achacan el mal y la miseria de su patria a todo de arriba, al fraile,
y a todos los elementos seglares que no se distinguen por su gran carácter, por
un manifiesto amor al país y a los habitantes y por una iniciativa más o menos
emprendedora en la cuestión de reformas. Los filipinos, como los liberales de
que hemos hablado arriba y con los cuales tienen mucho parecido, se olvidan
también de la responsabilidad que les cabe en su presente situación, pues si es
cierto el dicho de que donde manda patrón no manda marinero, también lo es el
otro de que cada país tiene el gobierno que se merece. El espíritu nacional
empieza a dar sus primeros vagidos; antes sólo existía el sentimiento de la
familia o tribu, apenas, apenas el de la región, lo que hacía que ninguna
medida insensata provocase fuertes protestas en la opinión pública, sino sólo
en aquellos cuyos parientes salían más o menos directamente perjudicados.
Tratándose de la patria, cada filipino se piensa: que se arregle ella sola, que
se salve, que proteste, que luche; yo no he de moverme, yo no soy quien he de
arreglar las cosas; bastante tengo con mis intereses, mis pasiones y mis
caprichos. Que otros saquen la castaña del fuego, luego ya la comeremos. Los
filipinos parecen ignorar que el triunfo es el hijo de la lucha, que la alegría
es la flor de muchos sufrimientos y privaciones, y que toda redención supone
martirio y sacrificio; creen que con lamentarse, cruzarse de brazos y dejar que
las cosas continúen su curso han cumplido con su deber; otros, es verdad,
pretenden hacer algo más y dan consejos pesimistas o desconsoladores: aconsejan
que no se haga nada. Hay, sin embargo, quienes empiezan a ver claro y ponen de
su parte todo lo que pueden.
Los extranjeros,
entre los cuales ponemos en primera línea a los chinos, se ríen de todo lo que
pasa y aprovechan las faltas y defectos de gobernados y gobernantes para
utilizarlos. Son los más felices: vienen cuando quieren, se quedan todo el
tiempo que les place, y se van cuando les acomoda. No les liga ningún deber
para el país ni les importa que el Gobierno sea más o menos serio, ni que sus
habitantes sean más o menos esclavos: como la langosta, talan el campo sin
cuidarse del sembrador ni del terreno. Lo más triste es que haya peninsulares y
filipinos que se parezcan a estas langostas en su manera de pensar y obrar.
Nosotros creemos
que todos tienen, en parte, razón. Los partidos pueden echarse unos a otros el
muerto, los peninsulares a los filipinos, los filipinos a los peninsulares, los
frailes a los liberales y los liberales a los frailes; creemos que hasta los
mismos chinos tienen derecho a reírse del Gobierno y del país, es justicia al
fin que nos merecemos todos; pero sobre todas estas miserias, sobre este
espantoso desconcierto está el principio de que el Gobierno en su origen es
vicioso, defectuoso, absurdo, inconsecuente.
¡Sí! Analizando la
forma gubernamental nos encontramos desde un principio con un grosero error,
con una bárbara institución la del Ministerio de Ultramar.
Es este centro el
que ha de gobernar países colocados a veces, a más de tres mil leguas de
distancia, con población, clima y costumbres diversas y diferentes de las de la
región en que aquél se encuentra, y lo ha de animar y hacer andar un hombre,
precisamente el aprendiz en el arte de conducir a los pueblos, el que quizás
por primera vez dispone de la suerte de sus semejantes. Figuraos un hombre que
hasta entonces sólo ha sido un infeliz, tratado entre guiños y sonrisas
maliciosas, disponiendo de la noche a la mañana del destino de nueve millones
de individuos, de un poder que sus otros colegas, más avezados y de más
prestigio, no disponen, y decidme si tan rápida ascensión no le ha de
trastornar la cabeza hasta el punto de no hacerle cometer sino tonterías. Y
agregad a esto el doloroso pensamiento que los hombres que gozan de tales
gangas, en general, no han estado nunca en los países que han de gobernar, ni
conocen quizás su situación geográfica, ni se han ocupado jamás de ellos, y
decidme que suerte les ha de caber a tales gobernados. Decidle a uno: sea usted
ministro de Ultramar, equivale tanto a: gobierne Vd. la luna o los habitantes de
Saturno, con la única ventaja que desde el ministerio se puede ver a tales
astros, y a Filipinas no.
A veces damos con
un aprendiz a ministro, hombre de conciencia y de razón, y como tal desea
estudiar la cartera que tiene entre manos, si es que el temor a la crisis le
deja tranquilo en los pocos ratos libres en que no dicta cesantías ni
nombramientos. Pero el estudio y el aprendizaje exigen muchos meses, durante
los cuales los ocho o nueve millones de habitantes envidian la suerte feliz que
los conejos disfrutan en los laboratorios de los grandes médicos: los ocho o
nueve millones tienen que sufrir todas las experiencias, sicut in anima Vili,
del ministro aprendiz y pueden dar gracias a Dios si, durante ellas, el
aprendiz operador, como quien no está seguro de lo que va a hacer y escucha
pareceres contrarios, hace y deshace, corta y sutura, inyecta o sangra,
obligando al pobre paciente a dudar cuando debe tener fiebre, reacción, etc.,
etc.
Pero lo que sucede
comúnmente es que nos encontramos ya con un ministro aprendiz que tiene formado
criterio, el criterio de no aprender nada ni hacer nada de nuevo. Peor es
meneallo, se dicen para sí; hasta ahora el mecanismo no ha estallado, no
vayamos a meternos ahora a compositores y todo lo echemos a perder. Ha podido
continuar hasta aquí, ¿por qué no continuará hasta que venga una crisis? Yo ya
no volveré a ser ministro de Ultramar.
Hay que confesar
que semejantes hombres son muy honrados y proceden con toda conciencia; la
culpa no es de ellos, sino del que les coloca en semejante aprieto. Todo lo
bueno que pueden hacer es, en efecto, no hacer nada. Cuando dejen la cartera,
tendrán la conciencia limpia y el corazón latirá con regularidad. Han cumplido
con su deber: nemo dat quod non habet.
Otros hay (y éstos
son los temibles) que sin la buena voluntad de los primeros, ni la modestia de
los segundos, pero con la ignorancia común a ambos, quieren pasar sus meses de
aprendizaje haciendo muchas cosas y procediendo desde un principio con un
aplomo verdaderamente fenomenal. Estos señores suelen inspirarse en las miras
de un partido, se dejan guiar, imponer, manejar y creen hacer mucho
destituyendo a unos, nombrando a otros, anulando reales decretos, disposiciones
de sus predecesores; creen ser algo cuando en realidad no son más que
mandatarios y obedientes servidores. Estos mortales felices dejan el poder,
felices y satisfechos, creyendo haber sido grandes gobernantes.
Sin embargo,
ministros ha habido que suplieron la falta de conocimientos prácticos con su
perspicacia, desenredaron intrigas con la rectitud de su carácter, adivinaron
el mal y pensaron en combatirlo. De dos o tres se recuerdan los nombres y
Filipinas lamenta que muchas de sus reformas se hayan quedado en proyecto.
De tantos ministros
como hemos tenido, sólo uno parece que ha estado en Ultramar, no estamos muy
seguros. No conocemos ninguno que antes de tomar la cartera se haya dado a
conocer por estar enterado de las cosas de las colonias. Ocasión ha habido en
que se ofreció tal cartera a un distinguido señor, y éste declinar y decir
honradamente que nada entendía de colonias. ¡Y nótese que el último empleado
que ha estado en Ultramar pretende estar al corriente de todo, conocer todo al
dedillo y puede presentar cuatro o cinco programas a falta de uno! Aquel señor
ha tenido este valor —valor se necesita para confesarse ignorante en un país
donde el último barbero sabe hacer la crítica de una situación—, y este valor
dice mucho en pro de la honradez de aquel aristócrata; pero ¿lo han tenido de
igual manera los otros a quienes se ofreció tan apetitoso puesto?
Después del
ministro de Ultramar está el Capitán general de Filipinas, el autócrata, el
virrey, el único español que dispone de mayor poder en la tierra, sin exceptuar
al rey mismo, y también el de menor responsabilidad de todos. Mandar a ocho
millones de súbditos sumisos, obedientes y dóciles; ser señor de vidas, honras
y haciendas; tener oro, mucho oro, favoritos, aduladores; poder cometer con la
mayor frescura las más grandes equivocaciones o injusticias, no subsanarlas
sino mantenerlas para que el prestigio no se lastime, paliarlas, dorarlas y
excusarlas con las frases convenientes de orden general, razón de estado, para
el buen gobierno, etc., mortal ¿qué quieres más? ¿No es un hermoso premio gordo
que en la lotería española se saca cada tres años y que se gana sin comprar un
décimo siquiera? ¿Qué se necesita para ganarla entonces? ¿Ser quizás el mejor
español de la Península, tener, como el presidente de los Estados Unidos, los
sufragios de todos, ser considerado como el más sabio, el más prudente, el más
virtuoso, el más honrado de todos ? Porque tanto poder y tanta dicha dados a un
solo hombre, deben suponer cualidades poco menos que divinas y merecimientos
por el estilo. Un hombre que se permite disponer de la suerte de sus semejantes
debe ser justo como Dios y como Él incorruptible e infalible; para gobernar
pueblos que no conoce ni comprende, debe poseer un talento genial y
conocimientos extraordinarios; para gobernar tan diferentes entidades, deslindar
intereses encontrados y remediar todos los males de un pueblo. debe ser un
hombre encanecido en el gobierno de los pueblos, al tanto de las leyes y de las
costumbres del país; para presentarse en nombre de una nación que pretende
colonizar y quiere con la civilización hacer olvidar a los pueblos la pérdida
de su libertad e independencia, ha de estar dotado de un prestigio verdadero,
de convicciones morales profundas, de un gran amor a la humanidad, de un tacto
exquisito y de una prudencia delicadísima.
Pues bien, ¡todo
esto es ilusión, música celestial!
Ese puesto, el más
elevado que el hombre puede ocupar en la tierra, porque sólo tiene derechos
reales y responsabilidades nulas; ese puesto, para ocuparlo, basta ser un
general del ejército o capitán general cuando más.
No exige más que
conocimientos puramente militares.
¡Bah! a veces por
razones de alta política lo ocupan aquellos que en la corte pueden ser un
estorbo para los fines de ciertos hombres públicos, o los que, habiendo
prestado grandes servicios a ciertas causas o a determinados partidos, exigen
una buena recompensa. A veces ni esto se necesita; basta con prometer a tal o
cual poderosa corporación de servirla en sus intereses, para que esta trabaje
por que sea el elegido.
Radicando el mal en
tan grandes y principales raíces, ¿que podemos esperar sino que la savia sea
mala, el árbol raquítico y las frutas amargas? ¿Qué ha de ser del hombre cuya
cabeza cambia cada dos meses, y cuya voluntad no pertenece a su cuerpo? Y tal
régimen seguirá, porque basta que lo critiquemos para que no lo modifiquen,
porque es necesario sostener el prestigio y la rutina y porque se prefiere la
apariencia del saber a la verdadera ciencia. ¡Pfu! corregirse equivale a
confesar su error, y antes que confesarlo, primero perecer. Como el que está
atacado de una monomanía primero se convence de que todo el mundo desbarra
antes que admitir la suposición de su enfermedad, y muere con ella echando la
culpa de todo a todos menos a sí mismo, así son también ciertos gobiernos predestinados.
¡Sálvese la rutina y piérdanse las colonias!
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