En Los universos vislumbrados, antología de ciencia-ficción argentina, selección de Jorge A. Sánchez y prólogo y notas de Elvio E. Gandolfo, colección Más allá, Ediciones Andrómeda, 1978.
La obra total de Santiago Dabove es
póstuma, escasa, obsesiva. Fue recogida en un delgado volumen (La Muerte y su
traje) en 1961, casi diez años después de su muerte. Se
componía de relatos y textos breves centrados casi exclusivamente alrededor de
la idea de la muerte, y en más de una ocasión se canalizaba a través de los elementos
formales típicos de la ciencia-ficción. Estaba precedida por un prólogo de
Jorge Luis Borges, amigo e interlocutor asiduo de las veladas que los hermanos
Dabove realizaban en Morón, y uno de los que más han hecho por la difusión de
sus cuentos. La reedición reciente de ese volumen, hacía largo tiempo agotado,
permitió reencontrarse con la extraña experiencia de leerlo, de penetrar en
ese tono a un tiempo ingenuo y perverso que presenta su doble filo aún en
textos aparentemente inocentes como Finis.
En la breve obra de Santiago Dabove, La muerte y su
traje, (1961), hay varias muestras claras de lo que
Borges denomina en su prólogo "imaginación razonada", agregando una
nueva denominación a la larga lista de las que han intentado desplazar la
inadecuada y ya inamovible de “ciencia-ficción”. El relato que más se destaca
por su calidad y síntesis es sin duda Ser polvo,
vastamente antologado, donde un hombre se transforma parsimoniosamente en
vegetal. El experimento de Varinsky, en cambio, depende
demasiado de la imaginería de Poe, y resulta poco convincente. Finis recuerda con intensidad al Héctor Servadac de Jules Verne, incluso por las explicaciones pseudocientíficas de
los hechos (radiaciones infrarrojas, análisis espectroscópico, etc.). El tema
es el cambio de velocidad de la rotación terrestre y la consiguiente catástrofe
general, que adquiere el tono tópico de las novelas o cuentos
“post-catástrofe” que plagan el género: desorden social, pérdida de las
máscaras, rápida regresión histórica de toda la raza humana. El cuento se
ubica en esa especie de subgénero con comodidad, gracias a la intensidad de las
descripciones. Dos breves viñetas ganan en efectividad e impacto lo que pierden
en desarrollo: El recuerdo es un texto poético que simula ser
escrito después no sólo del fin de la humanidad, sino de toda la vida, lo que
lo aproxima a Stapledon; Dos bocas es casi un
chiste, donde se mezclan la imagen surreal con la sátira.
Elvio
E. Gandolfo
En cierta circunstancia tuve que ir al cementerio de
disidentes, hoy desaparecido, a sacar las cenizas de un pariente lejano que
estaban en un antiguo sepulcro. Me había sido encomendado que las pusiera en
una urna porque expropiaban la bóveda y además el cementerio iba a ser
suprimido de ese lugar. El sepulcro era un simple cuadrilongo de mármol en cuya
juntura sólo bastaba meter una buena y adecuada palanca para abrirlo. Así lo
hicimos el encargado, yo y un peón, porque el enterrador ya no prestaba sus
servicios.
A quienes no están acostumbrados les impresiona siempre
la apertura de un sepulcro. Es como un falso misterio que se quisiera develar,
o como una terquedad que pidiera esclarecimientos de donde no pueden venir...
pues bien sabe uno todo el secreto que encierran las tumbas.
Cuando cedió la loza y pude ver el interior, me encontré
con que el ataúd había reventado y estaba partido y raído en forma tal, que
sólo unos listones de madera acompañaban a los huesos, todavía no desarticulados,
como si quisieran entablillarlos. Nada más que un olor de humedad. ¿Sí? ¡No!
Junto al brazo plegado, mis ojos descubrieron una especie de cilindro de metal
que agarré enseguida. Le destornillé la tapa y encontré una envoltura de cuero
o tafilete que guardaba unos papeles en parte deteriorados. Con la curiosidad
que es de imaginar, me apoderé de ellos, esperando llegar a mí casa para
leerlos. Regresé, pues, con un manuscrito y una urna chica que contenía unos
huesos rotos y en parte pulverizados, trabajo lento del tiempo y de los agentes
destructores que vienen a hacer lo mismo que el horno crematorio, pero más a la
larga.
Con un buen fuego por delante –era en invierno– me
puse a revisar el manuscrito que parecía a ratos una profecía, y otros, un
simple desahogo literario. Pero noté cierto acento conmovido, como si el autor
hubiera tenido una premonición. Hasta creo que él “sabe” más del futuro que
muchos historiadores acerca del pasado, y, si se pudiera hacer una seria
compulsa de las causas históricas, me atrevería a decir que la mayoría de los historiadores
pasarían a ser artistas, novelistas, poetas semicreadores, o, simplemente,
lastimosos inventores del pretérito (antiprofetas).
He aquí lo que decía el manuscrito:
En el primer tercio del año 1..34, (de la fecha estaban
borradas dos cifras y la tercera quedaba dudosa, no podía verse bien si era 8 o
3) los astrónomos descubrieron un hecho singular: las rutas de los asteroides
o más bien planetoides, fueron casi repentinamente alteradas y sin causa
aparente. Los que dirigieron sus potentes anteojos a esos planetitas
telescópicos que están entre Marte y Júpiter, como se sabe, los observaron como
picados de la tarántula. Fuera de la regularidad de sus movimientos, se
conducían como un enjambre de efímeros, frente a un foco de luz. Esto que podría
haber sido un motilo de diversión para criaturas, fue un tema de cavilación
para los astrónomos. ¿Cuál era la causa que alteraba la gravedad y solemnidad
clásicas del enjambre estelar? Nuevas interrogaciones de los anteojos al
cielo. Nada. Transcurrió un tiempo y algunos planetoides desaparecieron. Como
la causa incógnita parecía intensificar su potencia, paralelamente entre los
astrónomos aumentó el recelo. Por analogía se pensó que, tras los planetas
telescópicos, vendríamos nosotros a ingresar en la danza. Ese justo temor fue
como el alerta o el prólogo de lo que debía venir.
Algunos astrónomos, los menos académicos u
oficiales, aseguraban haber visto, a una distancia inconmensurable, unos
cuerpos vagos cargados de un gran potencial eléctrico que, por su radiación
infrarroja y según el análisis espectroscópico, debían de poseer materias
ferruginosas. Añadían, por deducción, que debían de actuar como gigantescos y
monstruosos electroimanes. Ahora bien (continuaban), de acuerdo con esto,
nuestro planeta que alberga tanto hierro, rocas ferruginosas y otros metales,
no podía dejar de ser influenciado por aquellos enormes cuerpos, aunque fuesen
pulverulentos como se pretendía. Lo sería en razón directa de su riqueza en
metales, sobre todo en hierro.
El tiempo les dio la razón más pronto de lo que
ellos mismos esperaban. Y ocurrió el caso singular de que el goce que
experimentaban al ver que se cumplían sus asertos científicos, se les malograba
por el temor de lo porvenir.
Lentamente, muchos humanos, sobre todo los que no
eran navegantes de profesión, empezaron a sentir ese ligero mareo, vacío y
depresión que causa la brusca subida y bajada del ascensor en los no
acostumbrados. Otros, los que habían viajado en aeroplano, decían que era lo
mismo que el efecto de un súbito descenso de planeo. La mayoría hablaba de una
peste que concluiría haciendo grandes estragos; y los médicos, por las dudas,
inventaron unas inyecciones y vacunas. Pero pronto se vio que no era nada de
esto.
A la sazón yo, Marcos Prescott, acababa de dar mi
palabra de casamiento a Amanda, que estaba pasando su convalecencia en un
agradable hotel construido en medio de varias hectáreas arboladas. Yo estaba de
licencia en la compañía “Alas para el Hombre”, fábrica de aparatos mecánicos
que, plegados, cabían en una valija, y que
permitían hacer, blandamente y sin mayor estrépito, vuelos parecidos a saltos
que transformaban a los hombres en una especie de ángeles barbudos, ángeles
nada más que por el vuelo, porque su naturaleza íntima todavía no había podido
ser modificada. Pero lo más grato de ver era la gracia con que las mujeres se
tiraban del lecho, merced a estos aparatos, y os daban la mano con una sonrisa
verdaderamente angelical.
En una de mis habituales visitas a Amanda, la encontré
atacada del mal de moda: el mareo, las náuseas y la sensación de vacío. Yo que
la creía ya sana del todo, me conmoví pensando en una recaída.
–No, no es nada de eso –me dijo mi novia–. La verdadera
causa de este malestar estriba en que el planeta se mueve de un modo muy
diferente al antiguo.
Yo la tenía a Amanda por muy inteligente, pero esta
opinión me pareció locura. Sin embargo, al salir, creí observar que, en efecto,
se sentía el movimiento del planeta y que ahora lo hacía con arrebato. Me
agarré un susto tremendo pensando que la impresión era subjetiva y que estaba
loco, de la misma locura que Amanda. Pero muy pronto tuve que convencerme de lo
contrario. A todos cuantos interrogué les pasaba lo mismo y no era necesario
inquirir mucho para comprobar que experimentaban las mismas sensaciones.
Se sentía el movimiento de la Tierra no como un terremoto,
sino como un impulso. No necesito deciros lo mucho que me mortificó este
trastorno terráqueo y sideral en estas circunstancias de mi noviazgo.
El planeta aumentaba día a día sus movimientos arrebatados.
Mareaba eso que parecían sus “décollages” y sus caídas. A veces parecía
pararse como dudando y de golpe retomaba una carrera atroz, lo mismo que
máquina mal frenada y dirigida. La gente, a veces, se tenía que asir de las
manos y también de los árboles para sostenerse. Las señoras se quejaban de
vértigos intensos; algunas abortaban. Los chicos y los locos estaban contentos.
Los sabios, desconcertados, dijeron que no podíamos notar directamente el
movimiento de la Tierra, puesto que todo marchaba con nosotros, incluso la
atmósfera, pero como la sensación de movimiento arrebatado existía, insinuaron
que habíamos entrado en otra atmósfera, más vasta. Se edificaron torres para
colgar de ellas péndulos que marcaban sobre unas pistas de arena los
movimientos terrestres. Estos péndulos tenían una púa, una uña en su borde
inferior. Descendían del cielo con una velocidad vertiginosa. Al tocar el suelo
iniciaban un movimiento de culebreo o zigzag, arando la tierra con la púa. Causaron
muchos accidentes y rompieron la dura cabeza de más de un sabio.
Los poetas eróticos decían que Geo, al saltar
desordenadamente y en impulsos desiguales, ya no era el átomo mísero y
regulado de los astrónomos, sino una pulga perseguida por los dedos humedecidos
de una Deidad.
Los sacerdotes decían que todo esto era por la falta
de fe y el abandono de los deberes del hombre para consigo mismo y sobre todo
para con la Iglesia.
Como los fenómenos se prolongaran, los sabios eran
los más desconcertados. De pasar pronto, se podían archivar, olvidar y casi
desconocer, haciendo de cuando en cuando una alusión despectiva a ellos, como
hace de las revoluciones que no triunfan el partido que está en el poder.
Los astrónomos, muchos de los cuales parece que le
dictan leyes al Universo –tan engreídos están con sus cálculos, sobre todo
después de la aventura de Le Verrier–hablaban de reformar la mecánica clásica y
sudaban pensando en las muchas observaciones que tendrían que hacer, dada la
anarquía actual de movimientos, para que sus observaciones y cálculos,
sancionados y ratificados por una nueva experiencia, parecieran otra vez
decretos.
Alteradas la rotación y traslación, teníamos días
cortísimos y otros muy largos. Apuros y desórdenes de toda especie. Trastornos
en las ciencias económicas. Por ejemplo: un pagaré a 90 ó 180 días, había que
hacerlo por horas, de acuerdo con un reloj patrón.
Mucha gente seria estaba indignada porque algunos seres degradados y “ciertos
poetas” no se dolían de la irregularidad, sin participar tampoco del pánico y
la sagrada rabia que les inspiraba el nuevo orden, o más bien desorden, de
cosas. Estos seres pervertidos y viciosos habían llegado en su repugnante
indiferencia hasta instituir un nuevo juego, como el rojo y el negro en la
ruleta, a base de las rachas inesperadas, en cuanto a la duración de días y de
noches, utilizando sus relojes que marchaban por la antigua regularidad...
Pero el
miedo era casi general. Éste no debía aumentar en tanto que la Tierra fuera
sólo como una perdiz gorda, sorprendida, que echa a volar. Pero pronto se vio
que los mares barrían las playas como escobas en los arranques súbitos del
planeta, ocasionando terribles catástrofes; que las estaciones se alteraron
completamente: el verano más tórrido y el invierno más crudo se sucedían en un
espacio de días y aun de horas, lo que causó la ruina de la vegetación. Fue
necesaria cada vez más la vida bajo tierra, y, con una técnica prodigiosa; se
iban socavando grandes recintos como falansterios subterráneos en los cuales se
cumplían las tres condiciones que pedía Fourier: economía, utilidad y
magnificencia. Había algo, sin embargo, en esta magnificencia, algo que no
convencía, como cosa hecha no con vistas a la esperanza, sino más bien a lo que
debe morir y desaparecer.
Algunas
ventajas tuvo la raza humana entre tanta desdicha: con los bruscos cambios de
temperatura, las moscas y mosquitos desaparecieron. La hedionda e inmunda
chinche no salía de sus refugios, de miedo a un enfriamiento brusco, así fue
muriendo de inanición. Se dispuso que todo en el falansterio fuera nuevo por
temor a epidemias, pero muchas categorías de piojos, hongos, parásitos y
bacilos, no eran tan delicadas y acompañaron al hombre en su vida subterránea.
Había que alimentarse de hongos cultivados en sótanos y recintos ad-hoc.
Algunos "sabios" sacaron del petróleo una combinación alimenticia.
La que no tenía gusto era, cara, y, la barata, la popular, causaba en la gente
pobre que la consumía un asqueroso olor a lámpara que salía de las bocas. Había
que pagar alto precio por una cosa que no tenía gusto. Todavía se guardaban
provisiones vegetales y animales en gran cantidad, pero no se las prodigaba de
miedo a la escasez y también por egoísmo. Ya se empezaban a fabricar alimentos
concentrados y con substancias químicas, cosa esta última conocida desde larga
data, pero abandonada en su empleo por los estreñimientos pertinaces y muy
peligrosos que causaba. En una palabra: bien considerado, todo esto era el
adiós a la sensualidad y a la buena vida.
Muchos
decían que estábamos abandonados de la mano de Dios, y a mí me parecía lo
contrario, porque advertía una intención de violencia en Él. Estábamos abocados
a riesgo y aventura.
Como
hacía algún tiempo que recobrara todo el vigor de la salud, Amanda me rogó que
saliéramos un día de fiesta. Era otoño, y habríamos sentido en la Naturaleza
serena la copia de nuestras dicha, si no la alterara la sensación de viaje
precipitado de la Tierra. Yo me asía de las manos de mi novia que formaba corro
con otras muchachas que también habían buscado a su novio. Resistíamos al
viento en esa rueda de amor, no pensábamos en morir. Las muchachas impacientes
por formar un hogar estable, pegaban pataditas coléricas contra el suelo del
planeta, que no permitía reposo para el amor, ni seguridad, ni nada que se
asemejara a las antiguas horas. En eso, la Tierra hizo un arranque súbito como
de ómnibus mal dirigido. Las macetas con las últimas flores que habían puesto
las muchachas enamoradas, cayeron de lado, y los perros huían ladrando.
Otra
vez, en ese corro de jóvenes, dábamos vuelta junto con las hojas que nos traía
un viento circular, hojas de los últimos árboles de aquel último otoño. Algo en
mi corazón me dicta estas palabras melancólicas que indican finales. Amanda y
yo girábamos prendidos de las manos y asidos a otras manos juveniles que ahora
temblaban de miedo de morir sin amor cumplido. En un vuelco loco, nos separamos
del corro y empezamos a errar como desdibujados en un largo
crepúsculo que me pareció duraba más de seis horas de tristeza. Los había más
largos, así como, a veces, no había crepúsculo. Mi corazón se alebronó.
–Amanda –dije– te amo ¡casémonos!
–Espérate a que todo se regularice. No se puede
vivir a base de mal petróleo. No contamos con lo suficiente.
Mi pesadumbre se agravó. ¿Cómo esperar con ánimo
tranquilo la catástrofe terrestre sin el amor de ella?
–Pero... ¿no comprendes?
–¿Qué?
–No nos casemos, pero amémonos.
–Ya nos amamos.
–No, no nos amamos. El amor debe ser así –dije entreverando
y apretando los dedos con toda mi fuerza–. No es amor el que no deja una huella
en nuestros cuerpos. Déjate de dilaciones: ¡amémonos que mañana moriremos!
Esto que en tiempo de Catulo o de Horacio olía a
retórica, tenía ahora un significado serio y perentorio. Me pareció ver que
los ojos de Amanda creían más en el amor como “hecho eterno” que en cualquier
meteorología o cosmogonía. Amanda, que no era argentina, me acarició el cabello
y dijo con franqueza y lealtad.
–Cierto, pobrecito, pobres de nosotros... Bueno...
cuando la Luna esté llena...
Ya se sabía y yo también, que la Luna tenía las
mismas perturbaciones que la Tierra. ¿Amanda contaba, por olvido, con el
período antiguo del astro de las mujeres? La Luna estaba en el principio del
crecimiento. Y he aquí que cumplió su evolución, hasta transformarse en Luna
llena, en unos pocos minutos. Igual que una magnolia o una "dama de
noche" que se abre... Miré a Amanda.
–Vamos, me dijo acariciándome el cabello.
Mientras iba con ella, un brazo en su cintura, pensaba:
“La humanidad, ¿podría perecer? ¿Hay réplicas de ella en todo el Universo? No
sé, pero lo positivo parece ser que la nuestra, la terrena, por ahora y quizá
para siempre, se eclipsa, se extingue”. Consideré si, disponiendo de calor y
del sustento necesarios, no la crearía yo de nuevo sirviéndome del amor de
Amanda, forzándola a ser prolífica, por puro goce de diletante, de billarista
desdeñoso e indiferente, que arroja con su taco al campo de las violencias,
algo sensible que va a ser muy golpeado, chocado, hasta que pierda su carne
tierna y después, al final triste, se haga el recuento de los choques
–carambolas, ruidos de huesos– mientras sonríen los ángeles crueles. ¡Ah no lo
querría Dieu m'en préserve!... Pero... entramos.
A pesar de las condiciones irregulares de la vida, y
de la meteorología alterada, había cierto optimismo. Se confiaba quizás en que
todo pasaría. Los comerciantes e industriales eran los que más “sentían” y
proclamaban esta confianza llamando derrotistas a los asustados. El fin era
seguir vendiendo sus productos. Yo fui llamado por la compañía “Alas para el
Hombre” para que saliera en gira de propaganda, provisto de mi aparato que me
hacía subir con arranque tan graduado y caer tan blandamente.
Después de un corto e infructuoso “raid” de
ofrecimiento comercial, en un radio de unos cien kilómetros, volví a los
lugares donde debía estar Amanda, y no la encontré. A la bajada de uno de los
vuelos que daba con mi pequeño aparato que llevaba a la espalda, como una
mochila, me encontré frente a uno de los falansterios que no hacía mucho se
había terminado de construir. Era un socavón como una mina, pero mucho más
amplio en su interior, de más contenido. Adentro había hornos muy grandes,
prodigiosos y fantásticos aparatos de calefacción. El calor se iba a utilizar
doblemente: para el simple pero esencial hecho de calentarse y, a la vez, para
energía mecánica, movimiento de telares y otras industrias indispensables, no
de lujo. La puerta de entrada, boca más bien, estaba hundida, después de una
corta escalera de escalones groseros y que parecían de tierra endurecida. Con
el objeto de que no se colara el aire frío exterior, no se abría más que en los
momentos en que alguien entraba o salía. Entonces, parecía por su forma
singular una boca de cetáceo o más bien de gran pescado moribundo que bostezara.
Un poco más adentro estaban aparejados unos tamizadores y calentadores de aire,
muy complicados. Cada bostezo parecía tragar un hombre o varios, con cierta
pereza mortal, y por el fulgor rojo que dejaba entrever, se adivinaba que las
entrañas de ese cetáceo eran de fuego. Todo adentro era una especie de
hervidero, y tenía algo de fragua y de alto horno donde se trabajan metales.
Pero había por todos lados profusión de lugares de descanso, camas, mesas y
otros muebles. Los grandes aparatos de calefacción enviaban tubos de todos
calibres, a todos lados. Hombres sudorosos y musculosos daban la última mano a
toda esta fábrica.
Consideré que en dispositivos como éste, en refugios
indecentes como éste, terminaría la porción de humanidad más apegada a la
vida; y me estremecí de horror y de pena al imaginarme las futuras escenas de
crueldad, de hambre, de miseria, de prepotencia brutal, de lujuria sangrienta y
aún de antropofagia que se desarrollarían si el combustible duraba más que las
subsistencias. Los enormes depósitos internos de provisiones eran guardados por
hombres con ametralladoras.
Me alejé de un salto de ese lugar tétrico, pensando
en tomar un trago de whisky de mi frasco de bolsillo para reponerme. Siempre me
ha gustado tomar en tierra firma y no en el aire. Fui a dar junto a una pared
que iba paralela a un camino que conducía al falansterio. Al rato, del otro
lado oí unas voces. ¡La voz de Amanda! Una de hombre en la que reconocí a Gould,
el poderoso primer accionista y dueño de las “Empresas de Calefacción”, decía:
–Sí, m'hijita, no se puede elegir. Si me amas
tendrás segura la comida y un asiento junto al fuego... Hasta tanto se vea
dónde va a parar esto. Después reanudaremos una vida espléndida.
“Reanudaremos” pensé yo, habla como si ya la hubiera
comenzado. ¡Gordo cochino! Él agregaba, continuando su sugestión:
–Pero por ahora, mira el Sol.
–Sí, sí, respondía Amanda. ¡Sí, sí, sí!
Miré, yo también, el Sol. Su disco se hallaba reducido
a la cuarta parte. Conteniendo el aliento y el corazón que parecía reventar, me
alejé –sin emplear el aparato “del futuro”, como le decía a mis clientes en las
giras– en cuatro patas, como los animales prehistóricos.
No fui a la compañía “Alas para el Hombre”. Me dediqué
a vagar y a saltar con mi aparato cerca del falansterio “El Cetáceo”. Volando
me reía histéricamente, y cuando me encontraba con algún amigo que usaba el
mismo medio de locomoción, departíamos un rato en el aire, como dos coleópteros
alegres. Pero cuando bajaba a tierra, tambaleaba. Esperaba encontrar a Amanda
y mi vigilancia era estricta.
El frío aumentaba atrozmente.
La Tierra cesó en sus arranques. Se había quedado
rígida y no presentaba movimiento de rotación apreciable. Por consiguiente,
una parte quedaba en la sombra, y era un casco de sueño nocturno; otro en la
luz, y era un ojo sin párpado; otra en la penumbra y era un crepúsculo como un
insomnio como el que tenía ahora. Al principio se creyó en la permanencia de
estas condiciones, pero pronto se echó de ver por parte de los astrónomos que
el segmento de la antigua elipse en el campo de traslación, del afelio al
perihelio, estaba mucho más abierto, asemejándose a una línea recta. Esta
comprobación no era otra, cosa que el anuncio de la condena a muerte de la
humanidad y de la vida en general en un plazo breve. En efecto, en adelante
nuestro apartamiento del Sol, sería cada vez mayor, hasta llegar a ser
definitivo.
A nosotros nos había tocado un crepúsculo. En él
vagaba torpemente, como mariposa nocturna, ensimismado, cuando de repente, la
obscuridad que invadía presurosa, me hizo mirar al Sol. No se ponía, se iba.
Estaba casi del tamaño de Venus por las tardes. Me vino un impulso raro y
exclamé como adorando, como indio con los brazos en alto: "Te vas, Vieja
Querida, Madre Antigua". Al perderlo se me ocurría el vocativo femenino,
maternal.
Sin saber cómo, me encontré frente al hoyo con
escalones donde bostezaba la boca del Cetáceo. Mucho tiempo estuve allí helado
y agazapado. De pronto vi a varios que venían corriendo y que desaparecían en
el subterráneo. De lejos vi a una mujer conocida que corría, seguida torpemente
por Gould, el gordo potentado. Bajó los escalones sin elegancia y el gordo
Gould, también bajaba con las piernas gordas abiertas, como compás falseado,
Amanda entró, pero el “señor” amoratado y
entorpecido por el frío, tambaleó. Con pena, con infinita pena, levanté la
pistola automática y la hice ladrar varias veces para desinflar al gordo a
quien el dinero y la necesidad daban margaritas...
Algunos llegaban a todo correr gritando: “¡El frío
de muerte! ¡Viene el frío de muerte!” y se metían en el antro... El termómetro
de alcohol colocado en la boca del Cetáceo bajaba con rapidez aterradora: 40,
50, 70, 80 grados bajo cero.
Caí. Mi última visión fue la de una charca de agua
tibia y transparente con islotes de pasto de un verde muy puro. Chapoteábamos
Amanda y yo haciendo subir a la superficie el fino lodo del fondo. Ranitas
como objetos preciosos y esmaltados nos miraban. De los cielos descendían una
luz, una paz y una serenidad que eran como secreta música del alma.
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