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Santiago Dabove - Finis



En Los universos vislumbrados, antología de ciencia-ficción argentina, selección de Jorge A. Sánchez y prólogo y notas de Elvio E. Gandolfo, colección Más allá, Ediciones Andrómeda, 1978.

La obra total de Santiago Dabove es póstuma, escasa, obsesiva. Fue recogida en un delgado volumen (La Muerte y su traje) en 1961, casi diez años después de su muerte. Se componía de relatos y textos breves centrados casi exclusivamente alrededor de la idea de la muerte, y en más de una ocasión se canalizaba a través de los ele­mentos formales típicos de la ciencia-ficción. Estaba precedida por un prólogo de Jorge Luis Borges, amigo e interlocutor asiduo de las veladas que los hermanos Da­bove realizaban en Morón, y uno de los que más han hecho por la difusión de sus cuentos. La reedición re­ciente de ese volumen, hacía largo tiempo agotado, per­mitió reencontrarse con la extraña experiencia de leerlo, de penetrar en ese tono a un tiempo ingenuo y perverso que presenta su doble filo aún en textos aparentemente inocentes como Finis.
En la breve obra de Santiago Dabove, La muerte y su traje, (1961), hay varias muestras claras de lo que Borges denomina en su prólogo "imaginación razo­nada", agregando una nueva denominación a la larga lista de las que han intentado desplazar la inadecuada y ya inamovible de “ciencia-ficción”. El relato que más se destaca por su calidad y síntesis es sin duda Ser polvo, vastamente antologado, donde un hombre se transforma parsimoniosamente en vegetal. El experimento de Varinsky, en cambio, depende demasiado de la imaginería de Poe, y resulta poco convincente. Finis recuerda con intensidad al Héctor Servadac de Jules Verne, incluso por las explicaciones pseudocientíficas de los hechos (radiaciones infrarrojas, análisis espectroscópico, etc.). El tema es el cambio de velocidad de la rotación terrestre y la consiguiente catástrofe general, que adquiere el tono tó­pico de las novelas o cuentos “post-catástrofe” que plagan el género: desorden social, pérdida de las máscaras, rápi­da regresión histórica de toda la raza humana. El cuento se ubica en esa especie de subgénero con comodidad, gracias a la intensidad de las descripciones. Dos breves viñetas ganan en efectividad e impacto lo que pierden en desarrollo: El recuerdo es un texto poético que simula ser escrito después no sólo del fin de la humanidad, sino de toda la vida, lo que lo aproxima a Stapledon; Dos bocas es casi un chiste, donde se mezclan la imagen surreal con la sátira.
Elvio E. Gandolfo

En cierta circunstancia tuve que ir al cementerio de disidentes, hoy desaparecido, a sacar las cenizas de un pariente lejano que estaban en un antiguo sepulcro. Me había sido encomendado que las pusiera en una urna porque expropiaban la bóveda y además el cemente­rio iba a ser suprimido de ese lugar. El sepulcro era un simple cuadrilongo de mármol en cuya juntura sólo bastaba meter una buena y adecuada palanca para abrirlo. Así lo hicimos el encargado, yo y un peón, porque el enterrador ya no prestaba sus servicios.
A quienes no están acostumbrados les impresiona siem­pre la apertura de un sepulcro. Es como un falso mis­terio que se quisiera develar, o como una terquedad que pidiera esclarecimientos de donde no pueden venir... pues bien sabe uno todo el secreto que encierran las tumbas.
Cuando cedió la loza y pude ver el interior, me en­contré con que el ataúd había reventado y estaba par­tido y raído en forma tal, que sólo unos listones de madera acompañaban a los huesos, todavía no desar­ticulados, como si quisieran entablillarlos. Nada más que un olor de humedad. ¿Sí? ¡No! Junto al brazo plegado, mis ojos descubrieron una especie de cilindro de metal que agarré enseguida. Le destornillé la tapa y encontré una envoltura de cuero o tafilete que guardaba unos papeles en parte deteriorados. Con la curiosidad que es de imaginar, me apoderé de ellos, esperando llegar a mí casa para leerlos. Regresé, pues, con un manuscrito y una urna chica que contenía unos huesos rotos y en parte pulverizados, trabajo lento del tiempo y de los agentes destructores que vienen a hacer lo mismo que el horno crematorio, pero más a la larga.
Con un buen fuego por delante –era en invierno– me puse a revisar el manuscrito que parecía a ratos una profecía, y otros, un simple desahogo literario. Pero noté cierto acento conmovido, como si el autor hubiera tenido una premonición. Hasta creo que él “sabe” más del futuro que muchos historiadores acerca del pasado, y, si se pudiera hacer una seria compulsa de las causas históricas, me atrevería a decir que la mayoría de los historiadores pasarían a ser artistas, novelistas, poetas semicreadores, o, simplemente, lastimosos inventores del pretérito (antiprofetas).
He aquí lo que decía el manuscrito:
En el primer tercio del año 1..34, (de la fecha esta­ban borradas dos cifras y la tercera quedaba dudosa, no podía verse bien si era 8 o 3) los astrónomos descu­brieron un hecho singular: las rutas de los asteroides o más bien planetoides, fueron casi repentinamente alte­radas y sin causa aparente. Los que dirigieron sus po­tentes anteojos a esos planetitas telescópicos que están entre Marte y Júpiter, como se sabe, los observaron como picados de la tarántula. Fuera de la regularidad de sus movimientos, se conducían como un enjambre de efímeros, frente a un foco de luz. Esto que podría haber sido un motilo de diversión para criaturas, fue un tema de cavilación para los astrónomos. ¿Cuál era la causa que alteraba la gravedad y solemnidad clásicas del enjambre estelar? Nuevas interrogaciones de los an­teojos al cielo. Nada. Transcurrió un tiempo y algunos planetoides desaparecieron. Como la causa incógnita parecía intensificar su potencia, paralelamente entre los astrónomos aumentó el recelo. Por analogía se pensó que, tras los planetas telescópicos, vendríamos nosotros a ingresar en la danza. Ese justo temor fue como el alerta o el prólogo de lo que debía venir.
Algunos astrónomos, los menos académicos u oficiales, aseguraban haber visto, a una distancia inconmensura­ble, unos cuerpos vagos cargados de un gran potencial eléctrico que, por su radiación infrarroja y según el aná­lisis espectroscópico, debían de poseer materias ferrugi­nosas. Añadían, por deducción, que debían de actuar como gigantescos y monstruosos electroimanes. Ahora bien (continuaban), de acuerdo con esto, nuestro pla­neta que alberga tanto hierro, rocas ferruginosas y otros metales, no podía dejar de ser influenciado por aquellos enormes cuerpos, aunque fuesen pulverulentos como se pretendía. Lo sería en razón directa de su riqueza en metales, sobre todo en hierro.
El tiempo les dio la razón más pronto de lo que ellos mismos esperaban. Y ocurrió el caso singular de que el goce que experimentaban al ver que se cumplían sus asertos científicos, se les malograba por el temor de lo porvenir.
Lentamente, muchos humanos, sobre todo los que no eran navegantes de profesión, empezaron a sentir ese ligero mareo, vacío y depresión que causa la brusca su­bida y bajada del ascensor en los no acostumbrados. Otros, los que habían viajado en aeroplano, decían que era lo mismo que el efecto de un súbito descenso de planeo. La mayoría hablaba de una peste que concluiría haciendo grandes estragos; y los médicos, por las dudas, inventaron unas inyecciones y vacunas. Pero pronto se vio que no era nada de esto.
A la sazón yo, Marcos Prescott, acababa de dar mi palabra de casamiento a Amanda, que estaba pasando su convalecencia en un agradable hotel construido en medio de varias hectáreas arboladas. Yo estaba de licen­cia en la compañía “Alas para el Hombre”, fábrica de aparatos mecánicos que, plegados, cabían en una valija, y que permitían hacer, blandamente y sin mayor es­trépito, vuelos parecidos a saltos que transformaban a los hombres en una especie de ángeles barbudos, ángeles nada más que por el vuelo, porque su naturaleza íntima todavía no había podido ser modificada. Pero lo más grato de ver era la gracia con que las mujeres se tiraban del lecho, merced a estos aparatos, y os daban la mano con una sonrisa verdaderamente angelical.
En una de mis habituales visitas a Amanda, la en­contré atacada del mal de moda: el mareo, las náuseas y la sensación de vacío. Yo que la creía ya sana del todo, me conmoví pensando en una recaída.
–No, no es nada de eso –me dijo mi novia–. La ver­dadera causa de este malestar estriba en que el pla­neta se mueve de un modo muy diferente al antiguo.
Yo la tenía a Amanda por muy inteligente, pero esta opinión me pareció locura. Sin embargo, al salir, creí observar que, en efecto, se sentía el movimiento del planeta y que ahora lo hacía con arrebato. Me agarré un susto tremendo pensando que la impresión era sub­jetiva y que estaba loco, de la misma locura que Amanda. Pero muy pronto tuve que convencerme de lo contrario. A todos cuantos interrogué les pasaba lo mismo y no era necesario inquirir mucho para comprobar que experimentaban las mismas sensaciones.
Se sentía el movimiento de la Tierra no como un te­rremoto, sino como un impulso. No necesito deciros lo mucho que me mortificó este trastorno terráqueo y si­deral en estas circunstancias de mi noviazgo.
El planeta aumentaba día a día sus movimientos arre­batados. Mareaba eso que parecían sus “décollages” y sus caídas. A veces parecía pararse como dudando y de golpe retomaba una carrera atroz, lo mismo que máquina mal frenada y dirigida. La gente, a veces, se tenía que asir de las manos y también de los árboles para sostenerse. Las señoras se quejaban de vértigos intensos; algunas abortaban. Los chicos y los locos estaban contentos. Los sabios, desconcertados, dijeron que no podíamos notar directamente el movimiento de la Tierra, puesto que todo marchaba con nosotros, incluso la atmósfera, pero como la sensación de movimiento arrebatado existía, insinua­ron que habíamos entrado en otra atmósfera, más vasta. Se edificaron torres para colgar de ellas péndulos que marcaban sobre unas pistas de arena los movimientos terrestres. Estos péndulos tenían una púa, una uña en su borde inferior. Descendían del cielo con una velocidad vertiginosa. Al tocar el suelo iniciaban un movimiento de culebreo o zigzag, arando la tierra con la púa. Cau­saron muchos accidentes y rompieron la dura cabeza de más de un sabio.
Los poetas eróticos decían que Geo, al saltar desordena­damente y en impulsos desiguales, ya no era el átomo mísero y regulado de los astrónomos, sino una pulga perseguida por los dedos humedecidos de una Deidad.
Los sacerdotes decían que todo esto era por la falta de fe y el abandono de los deberes del hombre para consigo mismo y sobre todo para con la Iglesia.
Como los fenómenos se prolongaran, los sabios eran los más desconcertados. De pasar pronto, se podían ar­chivar, olvidar y casi desconocer, haciendo de cuando en cuando una alusión despectiva a ellos, como hace de las revoluciones que no triunfan el partido que está en el poder.
Los astrónomos, muchos de los cuales parece que le dictan leyes al Universo –tan engreídos están con sus cálculos, sobre todo después de la aventura de Le Verrier–hablaban de reformar la mecánica clásica y sudaban pen­sando en las muchas observaciones que tendrían que hacer, dada la anarquía actual de movimientos, para que sus observaciones y cálculos, sancionados y ratificados por una nueva experiencia, parecieran otra vez decretos.
Alteradas la rotación y traslación, teníamos días cortísi­mos y otros muy largos. Apuros y desórdenes de toda especie. Trastornos en las ciencias económicas. Por ejem­plo: un pagaré a 90 ó 180 días, había que hacerlo por horas, de acuerdo con un reloj patrón.
Mucha gente seria estaba indignada porque algunos seres degradados y “ciertos poetas” no se dolían de la irregularidad, sin participar tampoco del pánico y la sagrada rabia que les inspiraba el nuevo orden, o más bien desorden, de cosas. Estos seres pervertidos y viciosos habían llegado en su repugnante indiferencia hasta insti­tuir un nuevo juego, como el rojo y el negro en la ruleta, a base de las rachas inesperadas, en cuanto a la dura­ción de días y de noches, utilizando sus relojes que mar­chaban por la antigua regularidad...
Pero el miedo era casi general. Éste no debía aumentar en tanto que la Tierra fuera sólo como una perdiz gorda, sorprendida, que echa a volar. Pero pronto se vio que los mares barrían las playas como escobas en los arranques súbitos del planeta, ocasionando terribles catástrofes; que las estaciones se alteraron completamente: el verano más tórrido y el invierno más crudo se sucedían en un espacio de días y aun de horas, lo que causó la ruina de la ve­getación. Fue necesaria cada vez más la vida bajo tierra, y, con una técnica prodigiosa; se iban socavando grandes recintos como falansterios subterráneos en los cuales se cumplían las tres condiciones que pedía Fourier: econo­mía, utilidad y magnificencia. Había algo, sin embargo, en esta magnificencia, algo que no convencía, como cosa hecha no con vistas a la esperanza, sino más bien a lo que debe morir y desaparecer.
Algunas ventajas tuvo la raza humana entre tanta desdicha: con los bruscos cambios de temperatura, las moscas y mosquitos desaparecieron. La hedionda e in­munda chinche no salía de sus refugios, de miedo a un enfriamiento brusco, así fue muriendo de inanición. Se dispuso que todo en el falansterio fuera nuevo por temor a epidemias, pero muchas categorías de piojos, hongos, parásitos y bacilos, no eran tan delicadas y acompañaron al hombre en su vida subterránea. Había que alimentarse de hongos cultivados en sótanos y recintos ad-hoc. Al­gunos "sabios" sacaron del petróleo una combinación ali­menticia. La que no tenía gusto era, cara, y, la barata, la popular, causaba en la gente pobre que la consumía un asqueroso olor a lámpara que salía de las bocas. Había que pagar alto precio por una cosa que no tenía gusto. Todavía se guardaban provisiones vegetales y animales en gran cantidad, pero no se las prodigaba de miedo a la escasez y también por egoísmo. Ya se empezaban a fabri­car alimentos concentrados y con substancias químicas, cosa esta última conocida desde larga data, pero aban­donada en su empleo por los estreñimientos pertinaces y muy peligrosos que causaba. En una palabra: bien consi­derado, todo esto era el adiós a la sensualidad y a la buena vida.
Muchos decían que estábamos abandonados de la mano de Dios, y a mí me parecía lo contrario, porque advertía una intención de violencia en Él. Estábamos abocados a riesgo y aventura.
Como hacía algún tiempo que recobrara todo el vigor de la salud, Amanda me rogó que saliéramos un día de fiesta. Era otoño, y habríamos sentido en la Naturaleza serena la copia de nuestras dicha, si no la alterara la sensación de viaje precipitado de la Tierra. Yo me asía de las manos de mi novia que formaba corro con otras muchachas que también habían buscado a su novio. Re­sistíamos al viento en esa rueda de amor, no pensábamos en morir. Las muchachas impacientes por formar un hogar estable, pegaban pataditas coléricas contra el suelo del planeta, que no permitía reposo para el amor, ni se­guridad, ni nada que se asemejara a las antiguas horas. En eso, la Tierra hizo un arranque súbito como de ómni­bus mal dirigido. Las macetas con las últimas flores que habían puesto las muchachas enamoradas, cayeron de lado, y los perros huían ladrando.
Otra vez, en ese corro de jóvenes, dábamos vuelta junto con las hojas que nos traía un viento circular, hojas de los últimos árboles de aquel último otoño. Algo en mi corazón me dicta estas palabras melancólicas que indican finales. Amanda y yo girábamos prendidos de las manos y asidos a otras manos juveniles que ahora temblaban de miedo de morir sin amor cumplido. En un vuelco loco, nos separamos del corro y empezamos a errar como desdibujados en un largo crepúsculo que me pareció duraba más de seis horas de tristeza. Los había más largos, así como, a veces, no había crepúsculo. Mi corazón se ale­bronó.
–Amanda –dije– te amo ¡casémonos!
–Espérate a que todo se regularice. No se puede vivir a base de mal petróleo. No contamos con lo suficiente.
Mi pesadumbre se agravó. ¿Cómo esperar con ánimo tranquilo la catástrofe terrestre sin el amor de ella?
–Pero... ¿no comprendes?
–¿Qué?
–No nos casemos, pero amémonos.
–Ya nos amamos.
–No, no nos amamos. El amor debe ser así –dije en­treverando y apretando los dedos con toda mi fuerza–. No es amor el que no deja una huella en nuestros cuerpos. Déjate de dilaciones: ¡amémonos que mañana moriremos!
Esto que en tiempo de Catulo o de Horacio olía a retó­rica, tenía ahora un significado serio y perentorio. Me pareció ver que los ojos de Amanda creían más en el amor como “hecho eterno” que en cualquier meteorología o cosmogonía. Amanda, que no era argentina, me acarició el cabello y dijo con franqueza y lealtad.
–Cierto, pobrecito, pobres de nosotros... Bueno... cuando la Luna esté llena...
Ya se sabía y yo también, que la Luna tenía las mismas perturbaciones que la Tierra. ¿Amanda contaba, por olvi­do, con el período antiguo del astro de las mujeres? La Luna estaba en el principio del crecimiento. Y he aquí que cumplió su evolución, hasta transformarse en Luna llena, en unos pocos minutos. Igual que una magnolia o una "dama de noche" que se abre... Miré a Amanda.
–Vamos, me dijo acariciándome el cabello.
Mientras iba con ella, un brazo en su cintura, pensaba: “La humanidad, ¿podría perecer? ¿Hay réplicas de ella en todo el Universo? No sé, pero lo positivo parece ser que la nuestra, la terrena, por ahora y quizá para siem­pre, se eclipsa, se extingue”. Consideré si, disponiendo de calor y del sustento necesarios, no la crearía yo de nuevo sirviéndome del amor de Amanda, forzándola a ser prolífica, por puro goce de diletante, de billarista desdeñoso e indiferente, que arroja con su taco al campo de las violencias, algo sensible que va a ser muy golpeado, cho­cado, hasta que pierda su carne tierna y después, al final triste, se haga el recuento de los choques –carambolas, ruidos de huesos– mientras sonríen los ángeles crueles. ¡Ah no lo querría Dieu m'en préserve!... Pero... en­tramos.
A pesar de las condiciones irregulares de la vida, y de la meteorología alterada, había cierto optimismo. Se confiaba quizás en que todo pasaría. Los comerciantes e industriales eran los que más “sentían” y proclamaban es­ta confianza llamando derrotistas a los asustados. El fin era seguir vendiendo sus productos. Yo fui llamado por la compañía “Alas para el Hombre” para que saliera en gira de propaganda, provisto de mi aparato que me hacía subir con arranque tan graduado y caer tan blandamente.
Después de un corto e infructuoso “raid” de ofrecimien­to comercial, en un radio de unos cien kilómetros, volví a los lugares donde debía estar Amanda, y no la encontré. A la bajada de uno de los vuelos que daba con mi peque­ño aparato que llevaba a la espalda, como una mochila, me encontré frente a uno de los falansterios que no hacía mucho se había terminado de construir. Era un socavón como una mina, pero mucho más amplio en su interior, de más contenido. Adentro había hornos muy grandes, prodigiosos y fantásticos aparatos de calefacción. El calor se iba a utilizar doblemente: para el simple pero esencial hecho de calentarse y, a la vez, para energía mecánica, movimiento de telares y otras industrias indispensables, no de lujo. La puerta de entrada, boca más bien, estaba hundida, después de una corta escalera de escalones gro­seros y que parecían de tierra endurecida. Con el objeto de que no se colara el aire frío exterior, no se abría más que en los momentos en que alguien entraba o salía. Entonces, parecía por su forma singular una boca de cetáceo o más bien de gran pescado moribundo que bos­tezara. Un poco más adentro estaban aparejados unos tamizadores y calentadores de aire, muy complicados. Cada bostezo parecía tragar un hombre o varios, con cier­ta pereza mortal, y por el fulgor rojo que dejaba entrever, se adivinaba que las entrañas de ese cetáceo eran de fuego. Todo adentro era una especie de hervidero, y tenía algo de fragua y de alto horno donde se trabajan metales. Pero había por todos lados profusión de lugares de des­canso, camas, mesas y otros muebles. Los grandes apara­tos de calefacción enviaban tubos de todos calibres, a todos lados. Hombres sudorosos y musculosos daban la última mano a toda esta fábrica.
Consideré que en dispositivos como éste, en refugios indecentes como éste, terminaría la porción de humani­dad más apegada a la vida; y me estremecí de horror y de pena al imaginarme las futuras escenas de crueldad, de hambre, de miseria, de prepotencia brutal, de lujuria sangrienta y aún de antropofagia que se desarrollarían si el combustible duraba más que las subsistencias. Los enormes depósitos internos de provisiones eran guardados por hombres con ametralladoras.
Me alejé de un salto de ese lugar tétrico, pensando en tomar un trago de whisky de mi frasco de bolsillo para reponerme. Siempre me ha gustado tomar en tierra fir­ma y no en el aire. Fui a dar junto a una pared que iba paralela a un camino que conducía al falansterio. Al rato, del otro lado oí unas voces. ¡La voz de Amanda! Una de hombre en la que reconocí a Gould, el poderoso primer accionista y dueño de las “Empresas de Calefacción”, decía:
–Sí, m'hijita, no se puede elegir. Si me amas tendrás segura la comida y un asiento junto al fuego... Hasta tanto se vea dónde va a parar esto. Después reanudare­mos una vida espléndida.
“Reanudaremos” pensé yo, habla como si ya la hubiera comenzado. ¡Gordo cochino! Él agregaba, continuando su sugestión:
–Pero por ahora, mira el Sol.
–Sí, sí, respondía Amanda. ¡Sí, sí, sí!
Miré, yo también, el Sol. Su disco se hallaba reducido a la cuarta parte. Conteniendo el aliento y el corazón que parecía reventar, me alejé –sin emplear el aparato “del futuro”, como le decía a mis clientes en las giras– en cuatro patas, como los animales prehistóricos.
No fui a la compañía “Alas para el Hombre”. Me dedi­qué a vagar y a saltar con mi aparato cerca del falanste­rio “El Cetáceo”. Volando me reía histéricamente, y cuan­do me encontraba con algún amigo que usaba el mismo medio de locomoción, departíamos un rato en el aire, como dos coleópteros alegres. Pero cuando bajaba a tie­rra, tambaleaba. Esperaba encontrar a Amanda y mi vigi­lancia era estricta.
El frío aumentaba atrozmente.
La Tierra cesó en sus arranques. Se había quedado rígi­da y no presentaba movimiento de rotación apreciable. Por consiguiente, una parte quedaba en la sombra, y era un casco de sueño nocturno; otro en la luz, y era un ojo sin párpado; otra en la penumbra y era un crepúsculo como un insomnio como el que tenía ahora. Al principio se creyó en la permanencia de estas condiciones, pero pronto se echó de ver por parte de los astrónomos que el segmento de la antigua elipse en el campo de trasla­ción, del afelio al perihelio, estaba mucho más abierto, asemejándose a una línea recta. Esta comprobación no era otra, cosa que el anuncio de la condena a muerte de la humanidad y de la vida en general en un plazo breve. En efecto, en adelante nuestro apartamiento del Sol, sería cada vez mayor, hasta llegar a ser definitivo.
A nosotros nos había tocado un crepúsculo. En él vaga­ba torpemente, como mariposa nocturna, ensimismado, cuando de repente, la obscuridad que invadía presurosa, me hizo mirar al Sol. No se ponía, se iba. Estaba casi del tamaño de Venus por las tardes. Me vino un impulso raro y exclamé como adorando, como indio con los brazos en alto: "Te vas, Vieja Querida, Madre Antigua". Al perderlo se me ocurría el vocativo femenino, maternal.
Sin saber cómo, me encontré frente al hoyo con escalones donde bostezaba la boca del Cetáceo. Mucho tiempo estuve allí helado y agazapado. De pronto vi a varios que venían corriendo y que desaparecían en el subterráneo. De lejos vi a una mujer conocida que corría, seguida tor­pemente por Gould, el gordo potentado. Bajó los escalo­nes sin elegancia y el gordo Gould, también bajaba con las piernas gordas abiertas, como compás falseado,
Amanda entró, pero el “señor” amoratado y entorpecido por el frío, tambaleó. Con pena, con infinita pena, levan­té la pistola automática y la hice ladrar varias veces para desinflar al gordo a quien el dinero y la necesidad daban margaritas...
Algunos llegaban a todo correr gritando: “¡El frío de muerte! ¡Viene el frío de muerte!” y se metían en el antro... El termómetro de alcohol colocado en la boca del Cetáceo bajaba con rapidez aterradora: 40, 50, 70, 80 grados bajo cero.
Caí. Mi última visión fue la de una charca de agua tibia y transparente con islotes de pasto de un verde muy puro. Chapoteábamos Amanda y yo haciendo subir a la super­ficie el fino lodo del fondo. Ranitas como objetos precio­sos y esmaltados nos miraban. De los cielos descendían una luz, una paz y una serenidad que eran como secreta música del alma.

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