I
Los padres de Julián vivían en un castillo
rodeado de bosques, en la ladera de una colina. Las cuatro torres de las
esquinas remataban en techumbres puntiagudas cubiertas de escamas de plomo y la
base de los muros se apoyaban en bloques de rocas que se despeñaban
abruptamente hasta el fondo de los fosos.
El
pavimento de los patios era regular como el enlosado de una iglesia. Largas
gárgolas, figurando dragones con las fauces inclinadas hacia abajo, escupían
hacía la cisterna el agua de las lluvias. Y en el resalto de las ventanas de
todos los pisos crecía en un tiesto de barro pintado una albahaca o un
heliotropo.
Un
segundo cercado, hecho de estacas, protegía en primer lugar una huerta de
árboles frutales, luego un cuadro donde las flores se combinaban formando
cifras, después una enramada con glorietas para tomar el fresco, y un juego de
mallo que servía para entretenimiento de los pajes. Al otro lado estaban la
porqueriza, los establos, el horno de cocer el pan, el lagar y los graneros. En
todo el contorno prosperaba un verde pastizal, cerrado por un seto de espinos.
Se vivía en paz desde hacía tanto tiempo, que ya no se bajaba el rastrillo; los
fosos estaban llenos de agua; las golondrinas hacían sus nidos en las
hendiduras de las almenas; y el arquero, que se pasaba el día paseando por la
cortina, en cuanto el sol pegaba demasiado, se metía en la atalaya y se quedaba
dormido como un fraile.
En
el interior, relucían los herrajes por doquier; en los aposentos, los tapices
protegían del frío; y los armarios estaban rebosantes de ropa blanca, se
apilaban en las bodegas los toneles de vino, las arcas de roble reventaban bajo
el peso de los sacos de dinero.
En
la sala de armas, entre estandartes y cabezas de animales feroces, se veían
armas de todos los tiempos y de todos los países, desde las hondas de los
amalecitas y los venablos de los garamantas hasta los chafarotes de los
sarracenos y las cotas de mallas de los normandos.
En
el gran asador de la cocina se podía ensartar un buey; la capilla era tan
suntuosa como el oratorio de un monarca. Hasta había, en un lugar apartado, un
baño a la romana; pero el buen caballero del castillo no lo usaba, porque le
parecía cosa de idólatras.
Envuelto
siempre en una pelliza de zorro, se paseaba por su casa, administraba la
justicia en los litigios de sus vasallos, mediaba en las querellas de sus
vecinos. En invierno, miraba caer los copos de nieve o hacía que le leyeran
historias. Nada más comenzar el buen tiempo, se iba en su mula por las pequeñas
veredas, a orillas de los trigales que verdeaban ya, y charlaba con los
labriegos, dándoles consejos. Al cabo de muchas aventuras, había tomado por
esposa a una doncella de alto linaje.
Era
muy blanca, un poco altiva y seria. Los picos de su capirote rozaban el dintel
de las puertas; la cola de su vestido de paño arrastraba tres pasos detrás de
ella. Llevaba el gobierno de la casa como el de un monasterio; cada mañana
distribuía el trabajo a los criados, vigilaba las mermeladas y los ungüentos,
hilaba en la rueca o bordaba manteles de altar. A fuerza de rogar a Dios, le
nació un hijo.
Su
advenimiento se celebró con grandes festejos y con una comida que duró tres
días y cuatro noches, con iluminación de antorchas, al son de las arpas y sobre
alfombras de hojas. Se sirvieron las más raras especias, con gallinas grandes
como corderos; por juego, de un pastel surgió un enano; y las escudillas no
bastaban ya, pues la multitud aumentaba sin cesar, y hubo que beber en los
olifantes y en los yelmos.
La
recién parida no asistió a estas fiestas. Estaba tranquilamente en su lecho.
Una noche se despertó y, bajo un rayo de luna que entraba por la ventana,
vislumbró un anciano en hábito de sayal, rosario al costado, morral al hombro y
toda la traza de un eremita.
--¡
Albricias, oh madre, tu hijo será un santo!
La
señora iba a gritar; pero el monje, pisando los rayos de la luna, ascendió
suavemente en el aire y desapareció. Los cantos del banquete se elevaron más
alto. La madre oyó las voces de los ángeles; y reclinó la cabeza en la
almohada, sobre la cual se destacaba un hueso de mártir en un marco de
carbunclos.
Al
día siguiente, todos los criados a quienes preguntaron declararon que no habían
visto al eremita.
Sueño
o realidad, aquello tenía que ser un mensaje del cielo; mas la señora se guardó
muy bien de decir nada. por miedo de que la acusaran de orgullo.
Los
convidados se fueron al amanecer; y el padre de Julián estaba fuera de la
poterna, adonde acababa de acompañar al último, cuando, de pronto, surgió ante
él, en la niebla un mendigo.
Era
un bohemio de barba trenzada, con aros de plata en ambos brazos y ojos
centelleantes. Con expresión de iluminado, balbució estas palabras
incoherentes:
--¡Ah,
ah!, ¡tu hijo!... ¡mucha sangre!... ¡mucha gloria!... ¡siempre
bienaventurado!... la familia de un emperador.
Y,
agachándose para recoger la limosna, se perdió entre la hierba, se esfumó.
El
buen caballero miró a uno y a otro lado, llamó cuanto pudo. ¡Nadie! Silbaba el
viento, se llevaba las brumas mañaneras.
El
caballero atribuyó aquella (visión al cansancio de su cabeza por haber dormido
tan poco. «Si hablo de esto, se reirán de mí», pensó. Sin embargo, los
esplendores destinados a su hijo le deslumbraban, aunque la promesa no fuese
clara y hasta dudara de haberla oído.
Los esposos se guardaron mutuamente su
secreto. Pero los dos querían al hijo con parejo amor; y como le respetaban
como a elegido de Dios, prodigaron a su persona atenciones sin tasa. Sobre su
cuna, blando el colchón de finísima pluma, ardía permanentemente una lámpara en
forma de paloma; tres nodrizas le mecían y, bien fajado en sus pañales,
rosadita la cara y azules los ojos, con su manto de brocado y su gorro recamado
de perlas, parecía un niño Jesús. Le salieron los dientes sin que llorase ni
una vez.
Cuando
cumplió siete años, la madre le enseñó a cantar. Para hacerle valeroso, el
padre le encaramó en un caballo grande. El niño sonreía de satisfacción y no
tardó en saber cuanto saber debían los destreros.
Un
fraile anciano, muy docto, le enseñó las Sagradas Escrituras, la numeración de
los árabes, las letras latinas y a hacer unas pinturas muy graciosas en
pergamino. Trabajaban juntos, en lo alto de una torre, resguardados del ruido.
Terminada la lección, bajaban al jardín, donde, andando paso a paso, estudiaban
las flores.
A
veces vislumbraban, caminando por el fondo del valle, una reata de bestias de
carga conducidas por un peatón ataviado a la oriental. El señor del castillo
veía que era un mercader y mandaba a su encuentro a un criado. El forastero
recibía confiado la llamada, se desviaba de su camino e, introducido en el
locutorio, sacaba de sus baúles piezas de terciopelo y de seda, orfebrerías,
perfumes, cosas extrañas de uso desconocido; y el buen hombre se iba con una
sustanciosa ganancia y sin haber sufrido violencia alguna. Otras veces llamaba
a la puerta una caravana de peregrinos. Sus hábitos, mojados humeaban en el
atrio; y, una vez saciada el hambre, contaban sus viajes: las naves extraviadas
en la mar bravía, las caminatas a pie por las arenas que abrasaban, la
ferocidad de los paganos, las cavernas de Siria, el Belén y el Sepulcro.
Después regalaban al mancebo conchas de sus esclavinas.
Frecuentemente,
el señor del castillo festejaba a sus antiguos caballeros de armas. Mientras
bebían, recordaban sus guerras, los asaltos a las fortalezas con el batir de
las catapultas, las heridas prodigiosas. Julián, que los escuchaba, se ponía a
gritar, y su padre no dudaba que el mancebo iba a ser un conquistador. Mas al
anochecer, al salir del Ángelus, cuando pasaba entre los mendicantes
inclinados, echaba mano a su escarcela con tanta modestia y tan noble
continente, que su madre esperaba firmemente verle llegar a arzobispo.
Tenía
su sitio en la capilla al lado de sus padres y, por largos que fueran los
oficios, permanecía todo el tiempo de rodillas, el sombrero en el suelo y la
manos juntas.
Un
día, durante la misa, alzó la cabeza y percibió un ratoncillo blanco que salía
de un agujero del muro El ratoncillo correteó por el primer escalón del altar
y, después de dos o tres vueltas a la derecha y a la izquierda, se fue por
donde había venido. Le perturbó la idea de que podía volver a ver al
ratoncillo. Volvió; y todos los domingos le esperaba, y como esto le
importunaba, cogió odio al ratoncillo y decidió acabar con él.
Cerró
la puerta, sembró en los escalones las migajas de un pastel y se apostó delante
del agujero con un palo en la mano.
Pasado
mucho tiempo, asomó un hociquito rosado y luego el ratoncillo entero. Julián le
asestó un ligero golpe y se quedó estupefacto ante aquel cuerpecillo que ya no
se movía. Una gota de sangre maculaba la losa. Julián la limpió rápido con la
manga, tiró afuera el ratoncillo y no dijo nada a nadie.
Toda
suerte de pajarillos picoteaban los granos de la huerta. Imaginó meter
guisantes en una caña hueca. Cuando oía gorjear en un árbol, se acercaba
despacito, levantaba el tubo, inflaba los carrillos y los pájaros le llovían
sobre los hombros en abundancia tal, que no podía menos de reír, satisfecho de
su artimaña.
Una
mañana, al volver por la cortina, vio en la cima de la muralla una paloma que
se pavoneaba muy oronda al sol. Julián se paró a mirarla; como en aquel lugar
la muralla tenía brecha, encontró una piedra, la cogió, balanceó el brazo y la
piedra abatió a la paloma, que cayó redonda al foso.
Julián
se precipitó hacia el fondo, rasguñándose con los matojos, huroneando por
doquier, más ligero que un cachorro.
La
paloma, con las alas rotas, palpitaba, suspendida en las ramas de una alheña.
La
persistencia de su vida irritó al niño. Se puso a estrangularla; y las
convulsiones del ave le hacían palpitar fuerte el corazón, le infundían una
voluptuosidad salvaje y tumultuosa. En la rigidez postrera, el niño se sintió
desfallecer.
Por
la noche, durante la cena, el padre declaró que el muchacho estaba ya en edad
de aprender la montería; y fue a buscar un viejo cuaderno de escritura que
contenía, en preguntas y respuestas, todo lo referente a la caza. En este cuaderno,
un maestro enseñaba a su discípulo el arte de adiestrar a los perros y de
amaestrar a los halcones, de tender trampas, cómo reconocer el ciervo por sus
cagarrutas, el zorro por su rastro, el lobo por la huella de sus garras, mejor
manera de discernir sus rutas, cómo se los levanta, dónde se encuentran
generalmente sus madrigueras, cuáles son los vientos más propicios, con la
enumeración de las voces de los animales y las reglas de cebar a los perros.
Cuando
Julián supo recitar de memoria todas estas cosas, su padre le formó una jauría.
En
primer lugar se distinguían veinticuatro lebreles berberiscos, más veloces que
las gacelas, pero propensos a enfurecerse; después diecisiete parejas de perros
bretones, con manchas blancas sobre fondo rojo, infalibles en su crédito,
fuertes de pecho y grandes aulladores. Para el ataque al jabalí y las escapadas
peligrosas había cuarenta grifones, peludos como osos. Unos mastines de
Tartaria, casi tan altos como asnos, color de fuego, largos de espinazo y
derecho el corvejón, estaban destinados a perseguir a los uros. El pelaje negro
de los podencos relucía como raso; el ladrido de los talbots no tenía nada que
envidiar al de los bigles cantores. En un patio separado gruñían, sacudiendo la
cadena y saltándoseles los ojos, ocho dogos alanos, animales formidables que
saltan al vientre de los jinetes y no temen a los leones.
Todos
comían pan de trigo, bebían en los pilones de piedra y tenían un nombre sonoro.
Quizá
la halconería superaba a la jauría; el buen señor del castillo, a fuerza de
dinero, se había agenciado terzuelos del Cáucaso, sacres de Babilonia,
gerifaltes de Alemania y halcones peregrinos, capturados en los acantilados, en
las costas de los mares fríos, en remotos países. Estaban en un cobertizo
cubierto de bálago, y, atados a las perchas por orden de tamaño, tenían delante
un terrón de césped, donde los posaban de vez en cuando para desentumecerlos.
Se
confeccionaron morrales, anzuelos, trampas, toda clase de instrumentos.
Con
frecuencia llevaban al campo perros de muestra, que levantaban en seguida la
pieza. Entonces los monteros, avanzando paso a paso, lanzaban con precaución
sobre sus cuerpos impasibles una inmensa red. Un montero los hacía ladrar;
echaban a volar las codornices; y las damas de la comarca, invitadas con los
maridos, los niños, las doncellas, todo el mundo se precipitaba sobre ellas y
las cogían fácilmente.
Otras
veces, para desencamar las liebres, se tocaba el tambor, caían los zorros en
los fosos, o bien se disparaba un cepo y apresaba un lobo por la pata.
Pero
Julián despreció estos cómodos artificios; prefería cazar lejos de la gente,
con un caballo y su halcón. Este era casi siempre un gran tartaret de Escitia,
blanco como la nieve. Su capuchón de cuero remataba en un penacho; en sus patas,
azules, vibraban cascabeles de oro, y el halcón se sostenía firme sobre el
brazo de su amo, mientras el caballo galopaba y se iban extendiendo las
llanuras. Julián le desataba las correas y le soltaba de pronto; el animal,
intrépido, ascendía en el aire derecho como una flecha; y se veían dos manchas
que daban vueltas, se juntaban y luego desaparecían en las alturas del azur. No
tardaba en bajar el halcón desgarrando algún pájaro, y tornaba a posarse sobre
el guantelete, temblándole las alas.
Así
cazó Julián la garza, el milano, la corneja y el buitre.
Le
gustaba tocar la trompa y seguir a los perros que corrían por las laderas de
las colinas, saltaban los riachuelos, subían hacia los bosques; y cuando el
ciervo comenzaba a gemir bajo las dentelladas, le abatía préstamente y luego se
deleitaba con la furia de los mastines que le devoraban, despedazado sobre su
piel humeante.
Los
días de bruma, se metía en las ciénagas para acechar a los gansos, a las
nutrias, a los patos salvajes.
Tres
escuderos le esperaban desde el alba al pie de la escalinata; y era en vano que
el viejo fraile, asomándose a su tronera, le hiciera señas de llamada: Julián
no miraba atrás. Caminaba al sol abrasador, bajo la lluvia, con la tormenta,
bebía en el hueco de la mano el agua de los hontanares; comía, trotando,
manzanas silvestres. Cuando estaba cansado, descansaba bajo un roble, y volvía
a medianoche, cubierto de sangre y de barro, con espinas en el pelo y olor a
bestias feroces. Llegó a ser como ellas. Cuando su madre le besaba, aceptaba
fríamente su abrazo, como abstraído en pensamientos profundos.
Mató
osos a cuchilladas, toros con el hacha, jabalíes con venablo; y hasta una vez
que no tenía más que un palo se defendió con él contra unos lobos que estaban
royendo cadáveres al pie de una horca.
Una
mañana de invierno, salió antes del alba, bien equipado, con una ballesta al
hombro y un manojo de flechas en el arzón de la silla.
Su
caballo danés, seguido de dos pachones, caminando a paso cadencioso, hacía
resonar el suelo. Se le colaban por el manto gotas de escarcha, soplaba un
cierzo fuerte. Aclaró por un lado del horizonte; y, al claror del crepúsculo,
vislumbró unos conejos dando saltitos al borde de sus madrigueras.
Inmediatamente se lanzaron sobre ellos los dos pachones; y acá y allá les iban
quebrando rápidamente el espinazo.
No
tardó en internarse en un bosque. En la punta de una rama dormía un urogallo,
entumecido por el frío, la cabeza bajo el ala. Julián, de un tajo de su espada,
le segó las dos patas, y, sin recogerlo, siguió adelante.
Al
cabo de tres horas se encontró en la cresta de una montaña tan alta, que el
cielo parecía casi negro. Ante él se inclinaba sobre un precipicio una roca que
parecía una larga muralla; y, en el extremo, dos machos cabríos salvajes
miraban al abismo. Como no tenía las flechas (pues su caballo se había quedado
atrás), se le ocurrió bajar hasta ellos; medio agachado, descalzo, se acercó al
primero de los machos cabríos y le clavó un puñal debajo de las costillas. El
segundo, aterrado, saltó al vació. Julián se lanzó a herirle y, resbalando con
el pie derecho, cayó sobre el cadáver del otro, de cara al abismo y los brazos
abiertos.
Volvió
a bajar al llano y siguió andando entre sauces que bordeaban un río. De vez en
cuando pasaban sobre su cabeza unas grullas volando muy bajo. Julián las abatía
con el látigo, y no fallaba una.
Mientras
tanto, el aire, más tibio, había fundido la escarcha, flotaban grandes jirones
de vapor, y salió el sol. Vio relucir muy lejos un lago quieto que parecía
plomo. En medio del lago había un animal que Julián no conocía, un castor de
hocico negro. A pesar de la distancia, una flecha le abatió. A Julián le
contristó no poder llevarse la piel.
Después
se internó en una avenida de grandes árboles que, con sus copas, formaba como
un arco de triunfo a la entrada de una selva. Saltó un corzo de un matorral,
surgió un gamo en un claro, salió un tejón de una madriguera, un pavo real
desplegó la cola sobre el césped; y cuando los hubo exterminado a todos,
surgieron otros corzos, otros gamos, otros tejones, otros pavos reales, y
mirlos, arrendajos, turones, zorros, erizos, linces, infinidad de animales, a
cada paso más numerosos. Daban vueltas en torno a él, temblorosos, con una
mirada llena de dulzura y de súplica. Pero Julián no se cansaba de matar, ora
tendiendo el arco, ora desenvainando la espada o hiriendo con el cuchillo, y no
pensaba en nada, no se acordaba de nada. Estaba cazando en un país cualquiera,
desde un tiempo indeterminado, por el sólo hecho de su propia existencia,
realizándose todo con la facilidad que se experimenta en los sueños. Le detuvo
un espectáculo extraordinario. Un valle en forma de circo estaba lleno de
ciervos; y amontonados unos junto a otros, se calentaban con sus hálitos, que
se veían humear en la niebla. Durante unos minutos, la perspectiva de
carnicería tal le enloqueció de placer. En seguida se apeó del caballo, se
remangó y se puso a tirar.
Al
silbido de la primera flecha, todos los ciervos a la vez volvieron la cabeza.
Se hicieron huecos en su masa; se oyeron bramidos lastimeros y un gran
movimiento agitó el rebaño.
El
resalto del valle era demasiado alto para franquearlo. Los ciervos se
abalanzaban al cercado, tratando de escapar. Julián apuntaba, disparaba, y las
flechas caían como los rayos de una lluvia de tormenta. Los ciervos,
enfurecidos, se peleaban, enloquecían, se montaban unos sobre otros; y sus
cuerpos, con las cornamentas trabadas unas con otras, formaban un gran
montículo, que se derrumbaba al desplazarse.
Por
fin murieron, echados sobre la arena, la baba en los belfos, las entrañas al
aire y la curva de los vientres hundiéndose poco a poco. Hasta que todo quedó
inmóvil.
Anochecía;
detrás de los bosques, entre árbol y árbol, el cielo estaba rojo como un charco
de sangre.
Julián
se apoyó en un árbol. Contemplaba pasmado la enormidad de la matanza, sin saber
cómo había podido hacerla.
Al
otro lado del valle, en la linde del bosque, divisó un ciervo, una cierva y su
cervatillo.
El
ciervo, que era negro y de un tamaño monstruoso, tenía una cornamenta de
dieciséis puntas y una barba blanca. La cierva, rubia como las hojas muertas,
estaba paciendo la hierba, y el cervatillo, moteado, andaba agarrado a la ubre
sin interrumpir a la madre en su marcha.
Zumbó
una vez más el venablo. Cayó primero el cervatillo, y la madre, mirando al
cielo, bramó con voz profunda, desgarradora, humana. Julián, exasperado, la
derribó de un flechazo en pleno pecho.
El enorme ciervo lo vio y dio un gran salto.
Julián le disparó su última flecha. Se le clavó en la frente y se le quedó
plantada en ella.
El enorme ciervo no parecía sentirla; saltando
por encima de los muertos, seguía avanzando, iba a embestirle, a destrozarle; y
Julián retrocedía con indecible espanto. El prodigioso animal se detuvo; y con
los ojos llameantes, solemne como un patriarca y como un justiciero, mientras,
muy lejos, sonaba una campana, repitió tres veces:
-¡Maldito, maldito, maldito! ¡Un día, corazón
feroz asesinarás a tu padre y a tu madre!
Dobló las rodillas, cerró muy despacio los
párpados y murió.
Julián se quedó estupefacto, luego abrumado
por un cansancio súbito; y le invadió un gran hastió, una inmensa tristeza.
Apretándose la frente con las manos, lloró mucho tiempo.
El
caballo se había perdido, los perros le habían abandonado; la soledad que le
rodeaba le pareció llena de peligros imprecisos. Y, movido por un arrebato de
terror, echó a correr a través del campo, tomó al azar un sendero y, casi
inmediatamente, se encontró a la puerta del castillo.
Aquella noche no durmió. Bajo la luz oscilante
de la lámpara colgada del techo, veía siempre el enorme ciervo negro. Su
predicción le obsesionaba, se debatía contra ella. « No, no, no, no puedo
matarlos », y en seguida pensaba: « Si quisiera, ¿ por qué no ?...», y tenía
miedo de que el diablo le inspirase el deseo de hacerlo.
La madre, angustiada, pasó tres meses rezando
a la cabecera del hijo, y el padre, gimiendo, andaba y andaba sin parar por los
corredores. Mandó a buscar a los embalsamadores más famosos, los cuales
recetaron muchas drogas. La causa del mal de Julián, decían, era un viento
funesto o un deseo de amor. Pero el mancebo negaba con la cabeza.
Recuperó las fuerzas, y le paseaban por el
patio, sosteniéndole, cada uno por un brazo, el viejo fraile y el buen
caballero.
Ya restablecido, se obstinó en no cazar.
Su padre, en su afán de alegrarlo, le regaló
una gran espada sarracena.
Estaba en lo alto de un pilar, en una
panoplia. Para cogerla, hubo necesidad de una escalera de mano. Julián subió.
La espada, demasiado pesada, se le escapó de las manos, y al caer rozó al
caballero tan cerca que le cortó la hopalanda; Julián creyó que había matado a
su padre y se desmayó.
Desde entonces cogió miedo a las armas. Ver un
acero desnudo le hacía palidecer. Esta flaqueza era una desolación para su
familia.
El
viejo fraile, en nombre de Dios, del honor y de los antepasados, acabó por
ordenarle que reanudara sus ejercicios de caballero.
Los
escuderos se entretenían todos los días en el manejo de la jabalina. Julián lo
dominó en seguida. Metía la suya en el gollete de las botellas, rompía los
dientes de las veletas, daba a cien pasos en los clavos de las puertas.
Una
tarde de verano, a la hora en que la bruma impide distinguir las cosas, estando
Julián en el emparrado de la huerta, divisó al fondo dos alas blancas que
revoloteaban a la altura del espaldar. No dudó que era una cigüeña, y lanzó su
venablo.
Se
oyó un grito desgarrador.
Era
su madre, cuyo gorro de largas cintas estaba clavado contra la pared.
Julián
huyó del castillo y no volvió a aparecer.
II
Se
enroló en una partida de aventureros que iban de paso.
Conoció el hambre, la sed, las calenturas y
los piojos. Se acostumbró al estruendo de las refriegas, a la cara de los
moribundos. El viento le tostó la piel. El contacto de las armaduras le
endureció los miembros; y como era muy fuerte, valiente, mesurado, discreto, no
tardaron en encomendarle el mando de una mesnada.
Al entrar en batalla, arrastraba a sus
soldados con un gran movimiento de su espada. Por la noche, escalaba por una
cuerda de nudos los muros de las ciudadelas, balanceado por el huracán,
mientras las pavesas del fuego griego se pegaban a su coraza y chorreaban de
las almenas la resina hirviendo y el plomo fundido. Más de una vez le partió el
escudo una pedrada. Bajo él se hundieron puentes demasiado cargados de hombres
Haciendo molinetes con sus armas, se desembarazó de catorce jinetes. Desafió,
en campo cerrado, a todos los que se prestaron. Más de veinte veces le dieron
por muerto.
Gracias
al favor divino, se salvó siempre; pues amparaba a la gente de iglesia, a los
huérfanos, a las viudas y principalmente a los ancianos. Cuando veía ante él a
un mercader, le gritaba para verle la cara, como si temiera matarle por
equivocación
Esclavos
fugitivos, villanos insurrectos, bastardos sin fortuna, toda clase de
intrépidos afluyeron bajo su bandera, y se formó un ejército.
Este
ejército fue creciendo. Se hizo famoso. Era muy solicitado.
Sucesivamente,
acudía en ayuda del delfín de Francia y del rey de Inglaterra, de los templarios
de Jerusalén, del surena de los partos, del negus de Abisinia, del emperador de
Calcuta. Combatió a escandinavos cubiertos de escamas de pescado, a negros
provistos de rodelas de cuero de hipopótamo y a indios color de oro montados en
asnos rojos y blandiendo por encima de sus diademas unos largos sables
resplandecientes como espejos. Venció a los trogloditas y a los antropófagos.
Atravesó regiones tan tórridas que, bajo el fuego del sol, las cabelleras se
encendían por sí mismas, como antorchas; y otras que eran tan glaciales que los
brazos se desprendían de los cuerpos y caían al suelo; y países en los que
había tanta niebla que la gente andaba por ellos como fantasmas.
Repúblicas
en conflicto le consultaron. En entrevistas con embajadores obtenía ventajas
inesperadas. Si un monarca se conducía muy mal, Julián llegaba de pronto y le
amonestaba. Liberó pueblos. Libertó a reinas encerradas en torres. El y no otro
fue quien mató a la sierpe de Milán y al dragón de Oberbirbach.
El
emperador de Occitania, vencedor de los musulmanes españoles, había tomado como
barragana a la hija del califa de Córdoba y de ella le quedó una niña, a la que
educó cristianamente. Pero el califa, fingiendo que quería convertirse fue
hasta el emperador acompañado de numerosa escolta, mató a toda la guarnición y
le encerró en lo más profundo
de
un calabozo, donde le trataba con extremada dureza para sacarle tesoros.
Julián
acudió a socorrerle, destruyó el ejército de los infieles, puso sitio a la
ciudad, mató al califa, le cortó la Cabeza y la lanzó como una piedra por
encima de la muralla. Después sacó al emperador de su prisión y le restauró en
su trono, en presencia de toda la corte.
En
premio a tan gran servicio, el emperador le ofreció canastas llenas de dinero;
Julián lo rehusó. Creyendo que quería más, le brindó las tres cuartas partes de
sus riquezas; las rechazó también; después le propuso compartir su reino;
Julián tampoco lo aceptó; el emperador lloraba de impotencia, sin saber cómo
testimoniar su gratitud, cuando, de pronto, se dio un golpe en la frente y dijo
algo al oído a un cortesano; se alzaron las cortinas de una tapicería y
apareció una doncella.
Sus
grandes ojos negros brillaban como dos lámparas muy tenues. Una sonrisa
encantadora le entreabría los labios. Los bucles de su cabellera se enredaban
en las piedras preciosas de su túnica entreabierta, y bajo la transparencia de
las gasas se adivinaba la lozanía de su cuerpo. Era bonita y entradita en
carnes, pero grácil de talle.
Julián
se quedó deslumbrado de amor, un amor en su plena fuerza, porque Julián había
llevado hasta entonces una vida muy casta.
Y
recibió en matrimonio a la hija del emperador, con un castillo que había
heredado de su madre; terminadas las bodas, se despidieron, con infinitas
cortesías por ambas partes.
Era
un palacio de mármol blanco, en la cima de un promontorio, rodeado de un bosque
de naranjos. Terraplenes de flores descendían hasta la ribera de un golfo,
donde crujían bajo los pies las conchas.
Detrás
del castillo se extendía una fronda en forma de abanico. El cielo estaba
siempre azul y los árboles se inclinaban alternativamente bajo la brisa del mar
y bajo el viento de las montañas que cerraban a lo lejos el horizonte.
Las
incrustaciones de los muros iluminaban la penumbra de los aposentos.
Columnillas delgadas como cañas sostenían las cúpulas, decoradas de relieves
que imitaban las estalactitas de las grutas.
Había
surtidores en las salas, mosaicos en los patios, tabiques festoneados, mil
refinamientos de arquitectura, y en todas las estancias reinaba tal silencio
que se oía el roce de una echarpe o el aura de un suspiro.
Julián
ya no guerreaba. Descansaba rodeado de un pueblo tranquilo; y cada día
desfilaba ante él una multitud, con genuflexiones y besamanos a la oriental.
Vestido
de púrpura, permanecía apoyado de codos en el alféizar de una ventana,
recordando sus cacerías de antaño; y le hubiera gustado correr por el desierto
persiguiendo gacelas y avestruces, esconderse entre los bambúes al acecho de
los leopardos, atravesar selvas llenas de rinocerontes, llegar a la cumbre de
los más inaccesibles montes para apuntar mejor a las águilas, y combatir en los
témpanos del mar a los osos blancos.
A
veces, en un sueño, se veía como nuestro padre Adán en medio del paraíso, entre
todos los animales; extendiendo el brazo, los derribaba; o bien desfilaban de
dos en dos, por orden de tamaños, desde los elefantes y los leones hasta los
armiños y los patos, como el día que entraron en el arca de Noé. En la sombra
de una caverna, disparaba sobre ellos sus infalibles venablos; llegaban otros;
aquello no terminaba; y se despertaba, y los ojos se le salían, feroces, de las
órbitas.
Príncipes
amigos le invitaban a cazar. Se negó siempre, creyendo que con esta especie de
penitencia apartaría su desgracia; pues le parecía que de la matanza de los
animales dependía la suerte de sus padres. Pero sufría de no verlos, y este
otro deseo iba siendo insoportable.
Su
esposa, para divertirle, mandó a buscar juglares y danzarinas.
Paseaba
con él por el campo en litera abierta; otras veces, inclinados sobre la borda
de una chalupa, miraban los peces vagabundeando en el agua, clara como el
cielo. A menudo le tiraba flores a la cara; echada a sus pies, sacaba melodías
de una mandolina de tres cuerdas; después, posándole en el hombro las dos manos
unidas, decíale con voz tímida:
«¿Qué
tienes, amado señor mío?»
Julián
no contestaba, o rompía a sollozar; por fin, un día, le confesó su horrible
pensamiento.
La
esposa le rebatió con muy buenas razones: probablemente, sus padres habían
muerto ya, y si alguna vez volviera a verlos, ¿por qué azar, con qué fin, podía
llegar él a tal abominación? Luego su temor era infundado, y debía volver a
cazar.
Julián
sonreía escuchándola, mas no se decidía a satisfacer su deseo.
Una
noche del mes de agosto estaban en su habitación; la esposa acababa de
acostarse y Julián se disponía a arrodillarse para la oración, cuando oyó un
gañido de un zorro y en seguida unos pasos ligeros bajo la ventana; y entrevió
en la sombra como apariencias de animales. La tentación era demasiado fuerte;
descolgó la aljaba.
La
esposa se sorprendió.
-¡Es
por obedecerte! -dijo. Al amanecer estaré de vuelta.
Sin
embargo, la esposa temía una aventura funesta.
Julián
la tranquilizó y en seguida salió, extrañado de la inconsecuencia de su humor.
Al
poco tiempo llegó un paje a anunciar que dos desconocidos, en vista de la
ausencia del señor, pretendían ver inmediatamente a la señora.
Y
al cabo de un momento entraron en la estancia un anciano y una anciana,
encorvados, polvorientos, vestidos de ordinario lienzo y apoyándose en sendos
cayados.
Declararon,
muy enardecidos, que traían a Julián noticias de sus padres.
La
señora se inclinó para escucharlos.
Pero,
después de cruzar entre ellos una mirada de connivencia, preguntaron a la
señora si Julián amaba todavía a sus padres, si hablaba de ellos.
-¡Oh,
sí! -les contestó.
Entonces,
los ancianos exclamaron:
-¡Pues
bien, somos nosotros! -y se sentaron, porque estaban muy cansados y muertos de
fatiga.
La
señora no tenía ninguna seguridad de que su esposo fuera hijo de aquellos dos
ancianos.
Se
lo demostraron describiendo ciertas señales
La
señora saltó de la cama, llamó al paje y les sirvieron de comer. Aunque tenían
mucha hambre, no podían comer nada; y la señora observaba de lejos cómo les
temblaban las sarmentosas manos al coger los cubiletes.
Le
hicieron preguntas sobre Julián. Contestó a todas, pero se cuidó muy bien de
decirles la fúnebre idea que les concernía.
Como
no volvía, partieron de su castillo, y llevaban varios años caminando,
siguiendo vagas indicaciones, sin perder la esperanza. Habían gastado tanto
dinero en peajes de ríos y en posadas, en derechos de príncipes y en exigencias
de ladrones, que se quedaron con la bolsa vacía y ahora mendigaban.
¿Qué
importaba, si en seguida iban a abrazar a su hijo? Ponderaban su suerte, pues
que había encontrado esposa tan gentil. Y no se cansaban de contemplarla y de
besarla.
La
suntuosidad del aposento les causó gran asombro; y el anciano, contemplando los
muros, preguntó por qué figuraba en ellos el blasón del emperador de Occitania.
La
señora explicó:
-¡Es
mi padre!
El
anciano se estremeció, recordando la profecía del bohemio; y la anciana pensaba
en las palabras del ermitaño. Seguramente la gloria de su hijo no era más que
la aurora de los esplendores eternos; y los dos permanecían boquiabiertos, bajo
la luz del candelabro que alumbraba la mesa.
Debían
de haber sido muy hermosos de jóvenes.
La
madre conservaba todavía toda la cabellera, cuyas sedosas crenchas, blancas
como la nieve, le llegaban hasta más abajo de las mejillas; y el padre, con su
alta estatura y su luenga barba, parecía una estatua de iglesia.
La
esposa de Julián los indujo a no esperarle. Ella misma los acostó en su propio
lecho; luego cerró la ventana. Se durmieron. Apuntaba el alba, y, detrás del
cristal, empezaban a cantar los pajarillos.
Julián
había atravesado el parque y caminaba por el bosque con paso nervioso, gozando
de la blandura del césped y de la suavidad del aire.
Se
proyectaba sobre el musgo la sombra de los árboles. De vez en cuando la luna
ponía unas manchas blancas en el suelo desnudo, y Julián, creyendo ver un
charco de agua, se paraba, o bien la superficie de las charcas quietas se
confundía con el color de la hierba. Reinaba un gran silencio; y Julián no
descubría ninguno de los animales que, pocos minutos antes, erraban en torno a
su castillo.
El
bosque iba siendo cada vez más espeso, más profunda la oscuridad. Pasaban
bocanadas de aire cálido, impregnadas de olores enervantes.
Julián
se hundía en los montones de hojas muertas, y se apoyó contra un roble para
tomar aliento.
De
pronto saltó detrás de él una masa más negra, un Jabalí.
A
Julián no le dio tiempo para empuñar el arco, y esto le acongojo como una
desgracia.
Después,
ya fuera del bosque, vio un lobo que corría a lo largo de un seto.
Julián le disparó una flecha. El lobo se paró
volvió la cabeza para mirarle y reanudó su carrera Trotaba guardando siempre la
misma distancia, se paraba de vez en cuando, y, en cuanto le apuntaba, echaba a
correr de nuevo.
Julián recorrió de esta manera una llanada
interminable, después montículos de arena, hasta que se encontró en un altozano
que dominaba un gran espacio de la comarca. Lozas dispersas entre panteones en
ruinas. Tropezaba con los huesos de los muertos; algunas cruces carcomidas,
inclinadas con lamentable traza. Pero en la sombra indecisa de las tumbas,
movieron se unas formas; y surgieron unas hienas, sorprendidas, vacilantes.
Tamborileando las garras contra las losas, acercáronse a Julián y le
olisqueaban, con un bostezo que enseñaba las encías. Desenvainó el sable. Las
hienas se alejaron a la vez en todas direcciones, y continuando su galope
cojitranco y precipitado, perdiéronse a lo lejos bajo una nube de polvo.
Transcurrida una hora, encontró en un barranco
un toro furioso; cuernos en ristre y escarba o en la arena con la pezuña.
Julián le asestó un lanzazo debajo de la papada. La lanza se partió como si el
animal fuera de bronce; Julián cerró los ojos, esperando la muerte. Cuando los
abrió, el toro había desaparecido.
Entonces, de vergüenza, se le derrumbó el
alma.
Un
poder superior destruía su fuerza; y retrocedió al bosque para volver a casa.
Los
bejucos le estorbaban el paso; los estaba cortando con el sable, cuando una
garduña se le metió de repente entre las piernas, le saltó por encima del
hombro una pantera, una serpiente reptó en espiral por el tronco de un fresno.
En
las ramas del fresno había una corneja monstruosa que miraba a Julián; y acá y
allá surgían entre el follaje grandes fulgores, como si llovieran sobre el
bosque todas las estrellas del firmamento. Eran ojos de animales, de gatos
monteses, de ardillas, de búhos, de loros, de monos.
Julián
les disparó sus flechas, y las flechas, con sus plumas, se posaban en las hojas
como mariposas blancas. Les tiró piedras, y las piedras, sin tocar nada,
volvían al suelo. Se maldijo, hubiera querido darse de puñetazos, vociferó
imprecaciones, le ahogaba la ira.
Y
todos los animales que él había perseguido reaparecieron, le rodearon en
estrecho círculo, sentados unos sobre la grupa, otros de pie, en toda su
estatura. El en el centro, helado de terror, incapaz del menor movimiento. Con
un supremo esfuerzo de voluntad, avanzó un paso. Los que estaban en los árboles
abrieron las alas, los que pisaban el suelo echaban a andar; y todos le
acompañaban.
Las
hienas caminaban detrás de él, el toro, a su derecha, meneaba la cabeza, y, a
su izquierda, la serpiente reptaba entre las matas, mientras la pantera,
enarcando el lomo, avanzaba con paso tácito y a grandes zancadas. Julián
avanzaba lo más despacio posible, para no irritarlos; y veía salir de las
profundidades de los matorrales puerco espines, zorros, víboras, chacales y
osos.
Julián
echó a correr, el cortejo de animales corrió a su vez. El jabalí le rozaba los
talones con sus colmillos, el lobo las palmas de las manos con su hocico. Los
monos le pellizcaban haciendo muecas, la garduña se le enrollaba sobre los
pies. Un oso le tiró con la pata el sombrero; y la pantera, desdeñosamente, dejó
caer una flecha que llevaba en la boca.
Trascendía
un algo irónico en sus actitudes burlonas. Mientras le observaban con el
rabillo del ojo, parecían meditar un plan de venganza; y, ensordecido por el
zumbar de los insectos, golpeado por coletazos de pájaros, sofocado por cálidos
alientos, caminaba con los brazos hacia adelante y los ojos cerrados como un
ciego, sin tener ni siquiera la fuerza de gritar: «¡Misericordia! «.
Vibró
en el aire el canto de un gallo. Le contestaron otros; amanecía; y Julián reconoció,
por encima de los naranjos, el caballete de su palacio.
Después,
en la orilla de un campo vio, de tres en tres pasos, perdices rojas que
revoloteaban entre las cañas. Se desabrochó la capa y la echó sobre ellas como
una red. Cuando la levantó, encontró sólo una perdiz, y muerta desde hacía
mucho tiempo, ya putrefacta.
Esta
decepción le exasperó más que ninguna otra.
Volvió
a dominarle el ansia de matar; no había animales y habría querido matar
hombres.
Subió
los tres terraplenes, hundió la puerta de un puñetazo; mas al pie de la
escalera el recuerdo de su amada esposa le ablandó el corazón. Seguramente
estaba durmiendo, y él iba a sorprenderla.
Se
quitó las sandalias, giró despacio la cerradura y entró.
Las
vidrieras emplomadas oscurecían la leve claridad del alba. A Julián se le
enredaron los pies en unas vestiduras tiradas en el suelo; un poco más lejos,
tropezó con un aparador lleno aún de vajilla. «Seguramente habrá comido»,
pensó; y avanzaba hacia el lecho, perdido en la tiniebla al fondo del aposento.
Cuando llegó a tocarlo se inclinó para besar a su esposa sobre la almohada,
donde descansaban las dos cabezas, muy cerca una de otra. Sintió contra la boca
la impresión de una barba.
Retrocedió,
creyendo enloquecer; mas volvió junto al lecho, y sus dedos palparon una
cabellera muy larga. Para convencerse de su error, pasó despacio la mano sobre
la almohada. ¡Esta vez era, bien seguro, una barba y un hombre! ¡Un hombre
durmiendo con su mujer!
Presa
de desmesurada furia, se arrojó sobre ellos a puñaladas; y pateaba, echaba
espuma por la boca, con aullidos de fiera. Luego se quedó quieto. Los muertos,
heridos en el corazón, no habían hecho el menor movimiento. Julián escuchaba
atentamente los dos estertores casi iguales, y a medida que se iban amortiguando,
otro, muy lejos, los proseguía. Insegura al principio, aquella voz plañidera,
largamente emitida, se iba acercando, iba creciendo, hasta llegar a ser cruel;
y Julián reconoció, aterrado, el bramido del gran ciervo negro.
Y,
mirando hacia atrás, creyó ver en el hueco de la puerta el fantasma de su
mujer, con una luz en la mano.
Venía
atraída por el estrépito del exterminio. Abarcando el escenario de una ojeada,
comprendió
lo
ocurrido y, huyendo horrorizada, dejó caer la antorcha.
Julián
la levantó.
Allí,
ante él, yacían sus padres, tendidos sobre la espalda, con un agujero en el
pecho; y sus rostros, de una dulzura majestuosa, parecían guardar un secreto
eterno. En su pálida piel, en las sábanas del lecho, en el suelo, a lo largo
del cuerpo de un cristo de marfil colgado a la cabecera, salpicaduras y charcos
de sangre. El reflejo escarlata de la vidriera, en la que daba ya el sol,
clareaba aquellas manchas rojas y proyectaba muchas más en todo el aposento.
Julián se dirigió hacia los dos muertos diciéndose, queriendo creer que aquello
no era posible, que se había equivocado, que a veces hay parecido
inexplicables. Se inclinó ligeramente para ver de muy cerca al anciano, y entre
sus ojos mal cerrados percibió una pupila extinta que le quemo como si fuera
fuego.
Pasó al otro lado de la cama, adonde estaba el otro cuerpo, cuya cabellera
blanca tapaba una parte del rostro. Julián le levantó con la mano las crenchas,
le alzó la cabeza. Y la miraba, sosteniéndola con el extremo de su brazo
doblado, mientras, antorcha en la otra mano, se alumbraba con ella. El colchón
goteaba despacio sobre el suelo.
Al
anochecer se presentó ante su esposa; y, con una voz diferente de la suya,
comenzó por ordenarle que no le replicara, que no se le acercara, que dejara de
mirarle, Y que tenía que cumplir, so pena de condenarse, todas sus órdenes,
irrevocables.
Los funerales se harían siguiendo las
instrucciones que él había dejado escritas en un reclinatorio de la estancia de
los muertos. Le dejaba su palacio, sus vasallos, todos sus bienes, sin quedarse
siquiera la vestidura de su cuerpo ni sus sandalias, que encontrarían en lo
alto de la escalera.
Ella había obedecido a la voluntad de Dios
dando ocasión a su crimen, y debía rogar por su alma, porque desde entonces el
ya no existía.
Los
muertos fueron enterrados con magnificencia en la iglesia de un monasterio a
tres jornadas del castillo. Lejos de todos los demás, sin que nadie se
atreviese a hablarle, seguía el cortejo un monje con la cogulla echada.
Pasó
toda la misa tendido boca abajo en medio del atrio, con los brazos en cruz y la
frente en el polvo.
Después
de la inhumación, le vieron tomar el camino que conducía a las montañas. Miró
atrás varias veces y acabó por desaparecer.
III
Se
fue por el mundo mendigando el sustento.
Tendía
la mano a los que cabalgaban por los caminos, con genuflexiones que se
acercaban a las de los segadores, o bien se plantaba, inmóvil, ante los
portillones de los patios; y era tan triste su cara que nunca le negaban la
limosna.
Como
acto de humildad. contaba su historia; y entonces le huían, haciendo la señal
de la cruz. En los pueblos por los que ya había pasado, cerraban las puertas en
cuanto le reconocían, le gritaban amenazas, le tiraban piedras. Los más
caritativos posaban una escudilla en el borde de la ventana y echaban el
tejadillo para no verle.
Arrojado
de todas partes, evitó a los hombres; y se alimentó de raíces, de plantas, de
frutos perdidos y de mariscos que buscaba por las playas.
A
veces, en la ladera de un alcor, veía bajo sus ojos una confusión de tejados
muy juntos, unas torres, unas calles negras que se entrecruzaban, y subía hasta
él un zumbido continuo.
La
necesidad de sumarse a la vida de los demás le hacía bajar a la ciudad. Más la
pinta bestial de las caras, el ruido de los oficios, la indiferencia de las
palabras le helaban el corazón. Los días de fiesta, cuando, desde el alba, el
bordón de las catedrales ponía en algazara a todo el pueblo, miraba a los
habitantes saliendo de sus casas, y después al baile en las plazuelas, y las
fuentes de cerveza en las esquinas, y las colgaduras de damasco en los palacios
de los príncipes, y, llegada la noche, por las cristaleras de la planta baja,
las largas mesas de familia, en torno a las cuales los abuelos tenían a los
niños sobre las rodillas; le ahogaba la congoja, y se volvía a los campos.
Contemplaba
con arrebatos de amor a los potros en las praderas, a los pájaros en los nidos,
a los insectos posados en las flores; y al acercarse él, todos corrían más
lejos, se escondían asustados, echaban a volar.
Buscó
las soledades. Pero el viento le traía al oído como estertores de agonía; las
lágrimas del rocío cayendo al suelo le recordaban otras gotas más pesadas.
Todos los atardeceres, el sol derramaba sangre en las nubes; y todas las noches
se repetía, en sueños, su parricidio.
Se
hizo un cilicio con puntas de hierro; subió de rodillas todas las colinas que
tenían en la cima un santuario. Pero el implacable pensamiento oscurecía el
esplendor de los tabernáculos, le torturaba a través de las maceraciones de la
penitencia.
No
se rebelaba contra Dios, que le había infligido aquella acción, y sin embargo
se desesperaba por haberla cometido.
Su
propia persona le inspiraba horror tal que, con la esperanza de liberarse de
ella, se aventuraba en mil peligros. Salvó de incendios a los paralíticos, de
precipicios a los niños. El abismo le rechazaba, las llamas le respetaban.
El
tiempo no lenificó su tortura, era cada vez más intolerable. Decidió morir.
Y
un día en que se encontraba al borde de un hontanar, se inclinó sobre el agua
para calcular su profundidad y vio frente a él a un anciano esquelético, blanca
la barba y tan lamentable el aspecto, que le fue imposible contener el llanto.
El otro también lloraba. Julián, sin reconocer su propia imagen, recordaba
confusamente un rostro parecido a aquél. Lanzó un grito; aquel hombre era su
padre; y ya no pensó en matarse.
Llevando
de esta suerte el peso de su recuerdo, recorrió muchos países. Y llegó junto a
un río peligroso de atravesar porque era muy violenta su corriente y porque
había en sus orillas gran extensión de limo. Hacía mucho tiempo que nadie se
atrevía a pasarlo.
Más
atrás, una vieja barca erguía su popa entre las cañas. Julián la inspeccionó y
descubrió en ella un par de remos; se le ocurrió la idea de dedicar su vida al
servicio del prójimo.
Comenzó
por abrir en la orilla una especie de calzada que permitía bajar hasta el
cauce; y se rompía las uñas removiendo unas piedras enormes, las apoyaba en el
vientre para trasladarlas, resbalaba en el limo, se hundía en él, varias veces
estuvo a punto de sucumbir.
Después
reparó la barca con despojos de navíos, y se hizo una choza con barro y troncos
de árboles.
Conocido
el paso, fueron acudiendo los viajeros. Le llamaban de la orilla opuesta agitando
banderas; Julián se apresuraba a saltar a la barca. Era muy pesada, y la
sobrecargaban con toda clase de equipajes y de fardos, sin contar las bestias
de carga, que coceando de miedo dificultaban más la travesía.
No
pedía nada por su trabajo; a veces le daban restos de vituallas que sacaban del
morral o prendas de vestir muy usadas que ellos ya no querían. Algunos bárbaros
vomitaban blasfemias. Julián los amonestaba con dulzura y ellos le replicaban
con insultos. El se contentaba con bendecirlos.
Una
mesita, un escabel, un camastro de hojas secas y tres copas de barro: tal era
todo su ajuar. A guisa de ventanas, dos huecos abiertos en la pared. Por un
lado, se extendían hasta perderse de vista unas llanuras yermas en las que se
destacaban de vez en cuando algunos pálidos charcos; y a sus pies corrían las
aguas verdosas del gran río. En primavera, la tierra húmeda exhalaba un olor a
podrido. Después un viento huracanado levantaba torbellinos de polvo. Un polvo
que entraba en todas partes, que lo enfangaba todo, que crujía entre las
encías. Un poco más tarde eran las nubes de mosquitos, cuyo agudo zumbido y
cuyas picaduras no daban tregua de noche ni de día. Al poco tiempo sobrevenían
unas heladas terribles que daban a las cosas la rigidez de la piedra y despertaban
una necesidad de comer carne.
Pasaban meses sin que Julián viera un alma
viviente. A menudo cerraba los ojos, tratando de rememorar su juventud. Y
aparecía el patio de un castillo, con unos lebreles en una escalinata y, bajo
un dosel de pámpanos, un adolescente de cabello rubio entre un anciano vestido
de pieles y una dama con un gran capirote; de pronto surgían los dos cadáveres.
Se tumbaba boca abajo en su camastro, y repetía entre sollozos:
«
¡Ah, pobre padre, pobre madre, pobre madre! »
Y
caía en un sopor en el que persistían las lúgubres visiones.
Una
noche, dormido, creyó oír que alguien le llamaba. Aguzó el oído y no oyó más
que el retumbo del río. Pero la misma voz repitió: «¡Julián!» Parecía venir de
la otra orilla, lo que le pareció extraordinario, por lo ancho que era el río.
Llamaron por tercera vez: «¡Julián!»
Y
aquella voz tan alta tenía son de campana de iglesia.
Encendió
el farol y salió de la choza. Un furioso huracán reinaba en la noche. Acá y
allá, la blanca espuma de la rompiente alborotada desgarraba la profunda
tiniebla.
Después
de un minuto de vacilación, Julián soltó la amarra. Y de pronto quedó tranquila
el agua, deslizóse la barca sobre ella y arribó a la otra orilla, donde
esperaba un hombre.
Estaba
envuelto en harapos, el rostro como una máscara de yeso y los dos ojos más
rojos que dos brasas. Julián acercó a él el farol y vio que estaba todo
cubierto de una horrible lepra; sin embargo, había en su porte como una
majestad de rey.
En
cuanto el hombre aquel entró en la barca, hundióse ésta prodigiosamente,
vencida por su peso; volvió a ascender por una sacudida, y Julián se puso a
remar.
A
cada golpe de remo, la resaca del oleaje la levantaba de proa. A uno y otro
lado de la borda, corría, más negra que la tinta, el agua. Ahondaba abismos,
levantaba montañas, y la chalupa saltaba sobre ellas, volvía a descender a las
profundidades, y en las profundidades daba vueltas, bamboleada por el viento.
Julián
arqueaba el cuerpo, abría los brazos y, afianzándose sobre los pies, se echaba
hacia atrás con una torsión de la cintura, para acrecer su fuerza. El granizo
le golpeaba las manos, la lluvia le corría por la espalda, la violencia del
aire le cortaba el aliento. Se detuvo. Entonces la barca fue arrastrada a la
deriva. Mas, comprendiendo que se trataba de algo trascendental, de una orden a
la que no podía dejar de obedecer, volvió a coger los remos; y el crujir de los
cálamos cortaba el clamor de la tempestad.
Alumbraba, delante, el pequeño farol. De vez
en cuando lo tapaba el revolotear de unos pájaros. Mas Julián seguía viendo los
ojos del leproso, que se sostenía de pie en la popa, inmóvil como una columna.
Y
esto duró algún tiempo, ¡mucho tiempo!
Llegados
a la choza, Julián cerró la puerta y le vio sentado en el escabel. La especie
de sudario que le cubría había caído hasta las caderas; y los hombros, el
pecho, los escuálidos brazos desaparecían bajo unas costras de pústulas
escamosas. Arrugas profundísimas le surcaban la frente. Igual que un esqueleto,
tenía un agujero en el lugar de la nariz; y sus labios, azulencos, emitían un
aliento espeso como una niebla y nauseabundo.
-¡Tengo
hambre! -dijo.
Julián
le dio lo que tenía: un trozo de tocino seco y unas cortezas de pan negro.
Cuando
lo hubo devorado, la mesa, la escudilla y el mango del cuchillo tenían las
mismas manchas que se veían en el cuerpo del leproso.
Luego
dijo:
-¡Tengo
sed!
Julián
fue a buscar su jarro; y al cogerlo salió de él un aroma que le henchía el
corazón y las ventanas de la nariz. Era vino. ¡Qué hallazgo! Pero el leproso
alargó el brazo y, de un trago, vació el jarro.
Julián,
con la candela, encendió un montón de helechos en mitad de la choza.
El
leproso se acerco a calentarse; y, en cuclillas, temblaba todo él, iba
desfalleciendo; no le brillaban ya los ojos, le supuraban las úlceras, y, con
voz casi inaudible, murmuró:
-¡Tu
cama!
Julián
le ayudó suavemente a llegar hasta ella, y hasta extendió sobre él, para
abrigarle, la vela de su barca.
El
leproso gemía. Por las comisuras de la boca se le veían los dientes, un
estertor acelerado le agitaba el pecho, y a cada respiración se le hundía el
vientre hasta las vértebras.
Después
cerró los párpados.
-¡Tengo
los huesos como de hielo ¡Ven a mi lado!
Y
Julián, apartando la lona, se acostó a su lado sobre las hojas secas.
El
leproso volvió la cabeza.
-¡Desnúdate
para que yo reciba el calor de tu cuerpo!
Julián
se quitó sus vestiduras; después, desnudo como vino al mundo, volvió a
acostarse; sentía contra el muslo la piel del leproso, más fría que una
serpiente y áspera como una lima.
Procuraba
animarle; y el leproso respondía jadeante:
-¡Ah,
voy a morir!... ¡Acércate más, caliéntame!
¡Con
las manos no, con todo tu cuerpo!
Julián
se tendió sobre él enteramente, boca con boca, pecho con pecho.
Entonces
el leproso le abrazó; y sus ojos relucieron de pronto con una claridad de
estrellas; se le alargaron los cabellos como rayos de sol; el hálito de su boca
era dulce como aroma de rosas; una nube de incienso se elevó del hogar, y las
olas cantaban. Un raudal de delicias, una alegría sobrehumana descendía como
una inundación al alma de Julián extasiado; y aquel que con los brazos le
estrechaba iba creciendo, tocando con la cabeza y con los pies las dos paredes
de la cabaña. Voló el techo, se extendía el firmamento; y Julián ascendió hacia
los espacios azules, cara a cara con Nuestro Señor Jesucristo, que le llevaba
al cielo.
Y
ésta es la historia de San Julián el Hospitalario, aproximadamente tal como se
ve en una vidriera de iglesia de mi tierra.
FIN
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